Ander: La bella oveja de cuadros marrones
Los
días pasan y cada día aprendes algo nuevo, aunque no te des cuenta. En esta sociedad, se nos enseña a ser
ovejitas blancas, para que el pastor y sus perros puedan manejarnos a su antojo
sin temor a rebeliones. Se podría
decir que nos comen la cabeza desde bien pequeñines para "caparnos", en nuestro esplendor, de toda ideología propia y sólo
saber emitir berridos. Dice una vieja fábula: un pastor teme a la oveja
negra porque siente pánico —a que llame
la atención de las ovejas blancas y perder su control— pero éste es listo y
ha educado, muy bien, a sus acólitas (más bien, les ha dado el pienso más exquisito) para que, éstas, sin pensar: ignoren,
insulten y agredan a la pobre oveja negra. Empero, sin que ella, haya hecho nada malo. Sin embargo, aquí no termina la contienda. Si las ovejas blancas no pueden demoler la voluntad, que entienden,
como su enemiga, los perros ansiarán inutilizarla de un modo mucho más
doloroso. Y aquí, uno se pregunta lo siguiente: A) ¿Me tiño de oveja blanca,
algo que me arrastraría un trastorno de compatibilidad al pretender ser lo que
uno, no es. B) ¿Soportar todas las hostias sin ceder, un milímetro, pero que
todos sabemos que esas heridas no cicatrizan bien y pueden acabar con una
sepsis de caballo? C) El suicidio. No tiene vuelta atrás. Es tan demoledor que
termina por sacar a la luz la hipocresía del silencio y la indolencia del
rebaño. Nadie se atreve a decir una mala palabra de un muerto. Todo son
panegíricos y abrazos venenosos en una fría tarde de otoño. —Oh! Qué pena. Era
tan majo, inteligente, guapo y toda una vida por delante. Ander San Asensio Bengoechea.
Era
una oveja a cuadros marrones. Los perros del pastor estaban preparando la
estrategia del nuevo lunes.— Si le das lo suficientemente fuerte, en los
huevos, se le nublará la vista y es posible que se maree. Debes aprovechar ese momento para empezar a pegarle puñetazos en la
cara, preferiblemente en la nariz, que es lo que más fácilmente se rompe. Y San
Asensio, será nuestro. Esto era un día sí, un día no. Hasta que se convirtió
en un todos los días.
En el caserío de Ander en un bello pueblo
entre Vizcaya y Guipúzcoa
Ander
se hallaba semirecostado en su cama y acaba de escupir sangre en la palangana
que tenía debajo de su lecho. —Estoy harto, hundido, hecho una mierda… El acusado de toda expiación de culpa, el
que tiene que sentir vergüenza, sufrimiento y tormento. Todo esto va a peor.
Las manos le temblaban, cogió el móvil para ver los últimos mensajes que había
recibido. Simplemente, más insultos. Cogió la cuchilla que llevaba guardada en la mochila, ya no podía más.
Tragando saliva se hizo el primer corte, el segundo y el tercero. Así hasta
perder la cuenta. Pensaba, ensimismado, —¿por
qué a mí ha de pasarme esto? ¿Por qué el mundo es tan cruel, tan depravado, tan
nauseabundo, tan asqueroso, tan bestialmente cruel...Mil cosas?
Pero ya daba igual estaba decido a irse de ese jodido lugar. Se acostó en la cama y así paso otro día. Sonó la alarma, sus ojos llenos de lágrimas y su corazón hecho pedazos se preparaba para otro día. Salió temprano, se puso los auriculares y subió el volumen al máximo. Caminaba sin prisa, tranquilo, no por ello notaba en su corazón el pálpito del miedo. A lo lejos ya se veía —de nuevo— la cárcel de sus problemas, la jaula donde le arrancaron las alas y la piel a tiras. Llego a clase, a su clásico sitio, en la esquina final de aquella húmeda clase. Dejó pasar las horas, contaba el tiempo que quedaba para poner el punto final, a su martirio diario, el de las bolas de papel y los insultos. Nunca tenían un tiempo muerto. Siempre en marcha —imparable— como un canal de streaming, pobre criatura; nunca tuvo el mínimo apoyo de nadie y lo sabía. Miraba con la mirada perdida. —Solo dos horas más, vamos, tío, tú puedes. —Tan sólo quedan dos putas horas y fin. Su voz completamente quebrada y la cara pálida, por unos pómulos que provocaban la caída a borbotones de lágrimas. Sonó la sirena del final de las clases.
Siguiendo la costumbre, salió el último y se dirigió a un parque cercano, donde se sentó. Miraba con la pena del reo, el pueblo donde nació y donde todo estaba a punto de concluir; el lugar donde le habían triturado su dignidad. Sacó un frasco de pastillas y se lo tomó entero, utilizando una pequeña botella de agua. Cogió un cúter y empezó a cortarse las muñecas, verticalmente, mientras sus ojos enrojecidos expulsaban sus últimas lágrimas. Desde lo alto de la sima, se desplomó al suelo, la carta que sostenía su mano, comenzó a empaparse de sangre. Los ojos se cerraron lentamente y su pesadilla finalizaba. Al llegar la noticia nadie se lo podía creer, nadie se imaginaba que; el joven Ander estaba padeciendo ese tormento. Nadie se imaginó —por un instante—, que ese niño, que se acababa de suicidar era yo. En aquella carta se podía leer: los perros del pastor, ya no tienen a quien morder, porque era un chaval, ni blanco, ni negro. Ander fue siempre una oveja cariñosa de cuadros marrones.
FIN
Dedicado a Antonio Gasset
mayo 1946/septiembre2021 In Memoriam
Fotogramas
adjuntados
Der
junge Törless (1966) By Volker Schlöndorff.
Carrie
(1976) By John Carpenter
The
Children (1976) By Terence Davies
Före
stormen (2000) By Reza Parsa
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