Las sirenas de Mr. Green
Hace ya más de una década de mi último trabajo para el clan.
Una fría noche austral, en el viejo puerto de Ciudad del Cabo, tras quedarme sin blanca, opté por dar un
paseo a lo largo del marchito muelle donde topé con un viejo, que llevaba una raída gorra de marinero, de principios de los años 20, sentado en el embarcadero con la mirada perdida. Reía
incesantemente y se marcaba unos sorbos de whisky muy Fordianos. Apuró el
último trago de su botella y la lanzó con fuerza al espigón. Entre delirios y susurros de
palabras que terminaban en risotadas macabras; su cuerpo se tambaleaba en la
plataforma. Me acerqué hasta donde estaba aquel tipo.— Eh, amigo, tranquilo! El
viejo espetaba: “Éste no es un lugar demasiado inquietante ni ruidoso. La gente se
lleva bien y el clima es bueno. Sin embargo, en la península Escandinava donde
el viento del Ártico te corta los labios y tus boqueras destilan estalactitas
está la isla de Selaön. Allí las almas de los reyes vikingos todavía retumban
por la noche y reivindican con presteza los abismos de Odín.” Me acerqué con
mayor ahínco y me presenté— Qué tal Sr. Está bien?...—Claro que sí.—Quién
demonios eres tú? —Me llamo Malcolm McGregor.—¿McGregor? Humm!, una vez conocí
a un contramaestre llamado McGregor. No me gustaba su manera de mirar —Bueno,
el mundo y el mar nos hacen más pequeños a todos (haciéndome el
simpático)— Escoceses, putos escoceses:
no son de fiar. Borrachos pelirrojos y tacaños
delatores…— ¿No todos los McGregor serán así? El viejo refunfuñaba con
cara de pocos amigos. —¿Tienes tabaco?—Sí,
me algo queda por aquí… Le acerqué mi arrugado paquete de Luke Strike.
Se encendió un cigarrillo y le entró un ataque de risa. (Más risas).— ¿De qué
hablaba, Sr.? —De cosas que sólo un
viejo lobo de mar ha visto, mequetrefe. —Bueno, vale. ¿Y por qué, no?
Continúa… —Pssch! No me acuerdo bien. —Busqué en mi mochila y saqué una petaca. Estamos de suerte, creo, que todavía queda algo de carburante.
Era una pequeña
botella de Grant´s que estaba por la mitad —Tal vez esto, le haga rebobinar el
disco (más risas) —Chaval, Ahora que lo dices! Ese licor me agudiza las
neuronas. ¿Cómo has dicho que te llamabas? Ah!, sí McGregor… Vaya, sí, si…
Ahora recuerdo. —Por cierto y Ud. como se llama: mi nombre es Ewan Garvey soy
del viejo Belfast. Entonces, somos paisanos… ¿No, eres escocés? —¿Quién le ha
dicho que lo sea?—Tú, ¿no te llamas McGregor?… Sí, pero nací en el mismísimo
condado de Antrim, para ser más exactos el viejo barrio del puerto de Larne. —
No me lo creo. Todos los McGregor son escoceses.—Va a ser que no, Sr., porque
hay muchos McGregor irlandeses del puto Ulster—¡A la mierda, brindemos por
Irlanda y que les den a los británicos! —Y ahora qué tal si sigue contándome
esa historia tan alentadora. —¿Sabes,
que los sueños, ya no se inventan? Los mitos y
leyendas son realidad. El viejo volvió a prender un nuevo cigarrillo, y, el
brillo de sus ojos azules se hizo más intenso. Chico, he pasado mis últimos años
como un custodio de los mayores desmanes, los chismes, amoríos, robos y rumores
de toda ralea de océanos, ríos y lagos. El mar me ha llamado varias veces,
aunque lo he intentado —te lo juro, que más de una vez— estoy demasiado
decrepito para arrojarme a él y que los peces se envenenen. (Risas) Hace muchos
años, muchísimos, cuando era apenas un grumete y estuve enrolado en el
Bergantín “Nueva Caledonia”. La tripulación estaba exhausta tras la tormenta
del día anterior. Surcábamos los mares del Báltico y apenas teníamos agua; unos
chuscos de pan y algunos pedazos de arenque podrido. De inmediato, entramos en el lago
Mälar. La superficie de aquel estero parecía un enorme espejo destinado a
duplicar la belleza del universo.
Unas estrellas
fugaces hicieron acto de presencia y reflejaron sus colas encendidas, en la
superficie del agua; como diamantes recién pulidos en un taller de Amberes.
Nada invitaba a romper la paz que gobernaba la noche. Absolutamente, nada.
Cuando empecé a escuchar un susurro. Al principio pensé que era una ilusión
sonora víctima del agotamiento, pero a medida que nos acercábamos —a esa
vibración sonora— se le escuchaba nítidamente. De repente, el lago se llenó de
una niebla misteriosa. El frío era helador, todos los huesos del cuerpo estaban
rígidos, hasta las orejas parecían los glaciares que rodeaban aquel lugar.
Finalmente, el murmullo pasó a melodía y comenzaron a sonar unas voces
angelicales ¿Quiénes eran?— ¡Cállate y no me interrumpas! Había oído historias
sobre ellas, pero tan lejos del mar. Nunca. Un noruego de la tripulación
comenzó a gritar: ¡las hijas de Odín! ¡La maldición de las sirenas
valquirias! El barco chocó contra una
pequeño iceberg y yo me di de bruces con una de ellas. Se percató de mi
presencia y me miró con aquellos ojos tan profundos como el océano que la vio
nacer. Entonces la tristeza desapareció dando lugar a una tranquilidad y
sosiego que me hicieron estremecer hasta lo más profundo de mis mortales
entrañas. Había cumplido su larga condena; la muerte venía a por ella y ni
siquiera los dioses tenían patente de corso para intervenir en el reino oscuro
de Odín y sus secuaces.
El viejo se afligía
más a medida que iba contándome los detalles más íntimos. Aquella sirena se
liberaría de la prisión, que sus propias lágrimas habían creado: un mundo
donde los muertos vagaban en la sempiterna desdicha de lo efímero y
punitivo. Mañana me encontraré con la
muerte que me liberará de esto. Ipso facto, el viejo se giró y me miró a los
ojos.—Hazlo rápido. Te estaba esperando. —Con mucho gusto, chivato de mierda.
Hay que reconocer que tiene encanto para contar historias—Te juro por mi madre,
qué lo que he dicho es verdad.—¡Tú, no tienes madre ni honra! Me acerqué por su
hombro derecho, le cogí por el brazo, que retorcí con fuerza y le dije al oído:
¡Nunca mientas, inglés de mierda, a un verdadero patriota irlandés! Sr. Green.
¿O mejor te gusta más Stellan Västeras u Oliver Leblanc y etc.? De un certero
tajo rebané el cuello del unionista Joe Green. —Esto es un pequeño masaje
cervical a cuenta de la empresa, Joe, que sueña con una Irlanda independiente.
Cayó desangrado como un cerdo y lo empuje al agua. Un centenar de burbujas lo
despidieron. Encendí un cigarro y di una larga calada (guardando un semblante
risueño por el trabajo bien hecho). Observé la belleza de la oscuridad y el
devaneo de las olas que rezumaban un afanoso salitre. Mientras una bruma fría y
fluctuante parecía saludarme, sonaban mudos susurros celestiales. Sonreí y tiré
la colilla al agua.
FIN
Dedicado
a Udo Lattek enero 1935/febrero 2015 In Memoriam
Fotogramas
adjuntados
Odd
Man Out by Carol Reed (1947)
Michael
Collins by Neil Jordan (1996)
The
Informer by John Ford (1935)
A
Prayer for the Dying by Mike Hodges (1987)