John Cheever; el arte de la radiografÃa literaria y la angustia de contar historias
Nuestro mundo es endeble y desmemoriado, a dÃa de hoy, la noticia la telegrafÃa un ciudadano; que entra en un redil social. De repente, el vocero, se convierte en el amo del dÃa. La semana pasada empezó con un lunes frÃo, trágico y negro. La vida nos daba un golpe en la entrepierna directa —sin contemplaciones— a lo más hondo del escroto, muy querido y difÃcil de reemplazar. Imposible. Cuando muere un poeta o un artista de los buenos y además, lo conoces; es una de las peores noticias que el mundo puede permitirse soportar. Pero, este es un mundo, en el que vivimos: caprichoso, cruel y fascinante. Es el único que tenemos y relativamente, conocemos o creemos conocer. Ahora, quisiera, si me lo permiten, dar un giro de timonel, de 360 grados, ya que lo que me parece sustantivo en esta vida es escribir bien. Mejor dicho, hacerlo muy bien. Y eso, sólo lo he visto en los relatos del genial John Cheever conocido como un maestro de la ficción corta, aquel escritor que cartografió el paisaje suburbano de EE.UU. Una ecografÃa en 4D de almas privilegiadas y melancólicas. Sin embargo, ese manto de confortabilidad, no era todo lo perfecto que esperaba. Cheever solÃa decir, en sus mejores momentos, esos, con el primer Old fasioned, del dÃa, en mano: “Quiero escribir historias cortas, del mismo modo, que me follarÃa un pollo”. No se escandalicen, son palabras de un intelectual, y tiene más sentido; que la basura diaria de la maldita TDT. SÃ, aquello del pollo fue apostillado, a fines de la década de 1940. Poco antes de producir la serie de obras maestras breves que ahora son sinónimo de su legado como maestro de las letras. Historias como “Goodbye, brother”, “The Five-Forty-Eight” y “The Country Husband”. La frustración se quedó con él cuando se mudó con su familia de Manhattan a Westchester, el paraÃso de los viajeros, que ahora, suelen, llamarlo "Cheever Country". El mismo Cheever denominó a aquel lugar “un pozo negro de conformidad”. Vivió allà hasta su muerte, escribiendo contra el dolor de la soledad y el encubrimiento de sà mismo. Su mejor obra es la prosa de un forastero, de un exiliado. Este destierro es el tema de la magistral “A Life de Blake Bailey” del inefable escritor, publicado junto con la nueva colección de la obra de Cheever de la Biblioteca de América y dos décadas después de su primera biografÃa. Hasta ahora, la vida de Cheever tenÃa dos sabores: el dulce con un toque ácido y contemplativo. El primero la versión más dulce —se originó en gran parte con el propio Cheever— describe al entusiasta “escudero de Westchester”; un padre de familia vestido de Brooks Bros. El mismo que salpicó sus historias de New Yorker con bromas alegres, melancolÃa suave y lo que un lector supuestamente llamó, algo asà como el “sentido infantil de preguntarse." Las segunda, y más dura, fue esa versión amarga y dolorosa. Ésta, apareció más tarde, gracias a la publicación póstuma del diario y las cartas de Cheever. Nos descubre a un hombre destrozado, un oculto bisexual, depresivo y egocéntrico que luchó, entre secretismos, alcoholizado y solitario, en la edad adulta. Ambas versiones son ciertas. El desafÃo de Bailey quiso mostrar cómo encajaban —en alguien— que también escribió algunas de las obras de ficción más estratificadas y sorprendentes de su época. John Cheever nació en 1912 en una familia de Nueva Inglaterra que en otrora tiempo, fue respetable, pero estaba atravesando tiempos difÃciles. Ese es el embrión de la continuada sensación de haber sido desterrado del jardÃn de los elegidos, que nunca lo abandonó. Cuando comenzó la escuela secundaria, el negocio de calzado de su padre se habÃa derrumbado, lo que obligó a su madre a abrir una “Tienda de regalos” en su suburbio de Quincy, Massachusetts. Algo que hizo mella, en el adolescente Cheever, que vio como una humillación adicional —quien por entonces— leÃa a Proust y Hemingway y soñaba con el arte de la sofisticación de Fitzgerald. Obtuvo calificaciones casi reprobatorias en dos escuelas secundarias, no sé lo tomó muy mal, y escribió una historia: “Expulsado”, basada en su ignominia. Aquel relato se lo envió por correo a un joven editor de New Republic, Malcolm Cowley, cuyos poemas habÃa disfrutado. A Cowley le gustó el artÃculo y lo publicó en el otoño de 1930. Cheever tenÃa 18 años y las crueles caricaturas de la historia quemaron sus puentes en los suburbios de Boston. Tanto la ruptura como el despegue literario eran justo lo que necesitaba. Aun asÃ, con la reducción de ejemplares y cierres de revistas durante la Gran Depresión, no era el momento más propicio para comenzar como escritor. Cheever pasó algunos años como un vagabundo urbano, sacándose unos pocos dólares, en trabajos ocasionales y publicando ocasionalmente en revistas diminutas, hasta que, en 1936, vendió su primera historia a The New Yorker. Un brillante relato de mediana edad con una alta tasa de palabras y un gran deseo por la remuneración. “Public House”, fue el comienzo de un “matrimonio lucrativo —retroactivo y provechoso— como él lo llamó una vez, que fue fecundó pero nunca fue del todo dichoso. Estábamos a mediados de los 30, a la mitad de una lucha de dos décadas para escribir su primera novela. Se sentÃa angustiado por sentirse encasillado, a sà mismo, como una especie de oficial de ficción en lugar de un artista. Comenzó a empujar hacia atrás contra la forma de viñeta; su objetivo, dijo, era escribir “el ruido del viento en la chimenea”. Cheever se casó con Mary Winternitz en 1941. Mary era hija de un famoso decano de la Escuela de Medicina de Yale, que se habÃa casado con una mujer de la sociedad después de la muerte de la madre de Mary. Si hubo un elemento de escalada social aquÃ, entonces enmascaró algo más profundo y posiblemente más inocente. Era el tiempo de “The Way Some People Live” y las primeras remuneraciones serias para él como escritor a tiempo completo. Si Cheever se rodeaba de los accesorios de una vida exitosa, entonces el éxito lo impregnarÃa de alguna manera. Se convertirÃa en el hombre ideal mediante un proceso de absorción, de afuera hacia adentro. Cheever resistió la tentación sexual durante los primeros 20 años de su matrimonio, aunque “cada hombre apuesto, cada empleado de banco y repartidor apuntaban hacÃa a mà como una pistola cargada”.
Hay
aquà heroÃsmo asà como autoengaño, aunque la acción del alcohol, no tanto
amortiguando los impulsos como amplificándolos en una forma distorsionada, lo
convirtió en cualquier cosa menos en un miembro funcional de la familia,
mientras él estaba ocupado negándose a querer lo que deseaba. Los homosexuales estaban en todas partes y
Cheever hizo todo lo posible por despreciar a los que conoció. Cada uno de sus
gestos expresaba capitulación ante la falta de hombrÃa. “La fuerza invencible de la naturaleza”, escribió, “exige que adoptemos actitudes procreativas”,
aunque parece extraño que la naturaleza haga un trabajo tan duro. La novela era
una necesidad tanto para aumentar los ingresos de Cheever (tenÃa hijos que mantener y facturas de alcohol que pagar) como
para sellar una reputación literaria. Era tan extremo en materia de productividad
como en cualquier otra área. Con el tiempo, ese zumbido se convirtió en
música. Cheever se fue en 1951 a Westchester y comenzó la primera vuelta dorada
de su carrera. Sus primeras historias habÃan tendido a trazar una forma
tradicional, culminando en una epifanÃa abierta o una revelación ordenada. (¡La maestra desairada no se estaba ahogando,
solo iba a nadar!) Sin embargo, estas primeras piezas maduras toman caminos
más amplios y discretos. "The
Country Husband" de Cheever de 1954 nos presenta a Frances Weed, un
esposo y padre obediente que sobrevive a una emergencia en un avión solo para
enamorarse de la “hermosa y adusta”
niñera de sus hijos. Weed sufre su deseo en el interminable devenir de las
obligaciones de la vida doméstica hasta que un psiquiatra local le dice que
canalice su angustia hacia la carpinterÃa. La armonÃa regresa a la ciudad. La
historia concluye con un perro vagabundo y uno de los pasajes más fuertemente
virtuosos y citados a menudo en la ficción de posguerra: El último en llegar es
Júpiter. Hace cabriolas entre las
tomateras, sosteniendo en su boca generosa los restos de una zapatilla de
noche. Entonces está oscuro; es una noche donde los reyes con trajes dorados
montan elefantes sobre las montañas. Este es un lamento dionisiaco escondido en
el orden de la noche. Cheever nos derriba a cuatro patas con el perro y la
zapatilla, incluso hasta las enredaderas que abrazan el suelo, antes de
lanzarnos hacia la estilizada y aspirante imagen de Hannibal sobre su bestia.
Salimos disparados de la noche suburbana, con el objetivo de luz de la
grandeza, solo para detenerse a mitad de camino y hundirse. Es un arco verbal
que nos hace sentir la trágica constricción de la vida de Westchester de
Francis Weed. Cheever, en su mejor momento, tiene este extraño control, esta
habilidad de hacer que el idioma inglés dispare cada cilindro en las extrañas y
paralizadas regiones del sistema nervioso. Su vida siguió un curso igualmente
ávido. Todo era Eros: sexo, placer
visceral y trascendencia espiritual, los cuales, se mezclaron en los ojos de
Cheever para dar forma a lo que su editor llamó su “conocimiento gozoso”. Tuvo una inclinación de toda la vida por
zambullirse desnudo en estanques y piscinas de otras personas. Se lanzó de
manera similar a las citas con hombres y mujeres, llevando los primeros
encuentros como un doloroso secreto mientras se jactaba salvajemente de los
últimos. La otra cara de esta locura cósmica fue una profunda sensación de
privación cuando el mundo no respondió de la misma manera. Rara vez lo hizo. “Estoy triste”, escribió; “Estoy cansado de ser un muchacho de
cincuenta años; Estoy cansado de mi polla caprichosa, pero me parece poco
masculino decirlo. ”Esta preocupación por “aparentar” era tÃpica. A pesar de toda su hambre y capricho,
Cheever controlaba su imagen en el mundo con tanta fuerza como la perfección de
su ficción. (“Cheever fue a la vez uno de
los hombres más reticentes y sinceros”, como dice Bailey). La mayorÃa de las anécdotas que contó eran
exageradas o totalmente apócrifas. Ocultó su bisexualidad con cuidadosas
demostraciones de masculinidad; oscureció su pasado con un acento bostoniano.
Bailey cree que extorsionó partes de su diario antes de enviarlas a los
archivos de Brandeis. El objetivo de esta duplicidad no siempre estuvo claro,
incluso para Cheever. “Fue mi decisión,
más temprana en la vida, de insinuarme en la clase media, como un espÃa, para
tener una posición ventajosa de ataque”, escribió ya en los años 40. “Pero siento, de vez en cuando, haber
olvidado mi misión y haberme tomado
demasiado en serio mis disfraces. “Quiso ver Cheever, a través de los Francis
Weeds del mundo, o habló por ellos? A medida que Bailey nos lleva por los
años 60 y principios de los 70, la lÃnea entre los “disfraces” de Cheever y sus ansiedades de clase media se difumina
casi hasta el punto de disiparse. Pronto, el escritor que alguna vez se
consideró un bohemio del centro de la ciudad se enorgulleció paternalistamente
de sus “perros fieles y con pedigrÔ
y su “roadster deportivo”. Le encantaba ser un hombre de familia, al
menos en teorÃa. Cuando era joven, podÃa escribir fácilmente 20 páginas de una
historia en un dÃa, pero tomó décadas procesar una versión de la historia
familiar en la forma insatisfactoria de The Wapshot Chronicle (1957). Cuando
Blake Bailey se pregunta, en nombre del editor de Cheever en Random House, cómo
Cheever “podrÃa comprimir el material de
cuatro o cinco novelas en unas 20 páginas y, sin embargo, no ser capaz de
completar una novela per se”, presumiblemente se da cuenta de que la
respuesta está ahà en el corazón de la pregunta. Una forma artÃstica tiene
que tener algo que ofrecer al practicante; este no es un proceso unilateral, el
llenado de una jarra.
VivÃa
con un miedo neurótico a ser expuesto como “un
impostor... un caballero de imitación”. El salario de esta inseguridad fue la ginebra. A mediados de los años
60, Cheever preparaba su primer trago potente mucho antes del almuerzo. Diez
años después, estaba bebiendo vino en la calle con vagabundos. “Lo que comienzo
es que estoy escribiendo los anales de mi tiempo y de mi vida y que cualquier
engaño o evasiva es, a mi modo de ver, criminal”— escribió. En otras palabras, la forma de llegar al
lector era dejar caer los disfraces. La bisexualidad aparece explÃcitamente en
sus dos últimas novelas. Lo mismo ocurre con la soledad desnuda de un hombre
que envejece. Cuando Cheever se embarcó en su juerga épica, presionó más
desesperadamente que nunca en los lÃmites de su arte. La incómoda tensión entre
el yo privado y la vida pública de Cheever se habÃa convertido en la esencia de
su trabajo. (Que Ralph Ellison fuera uno
de los mayores defensores de Cheever no es la ironÃa que podrÃa parecer). Por un lado, su esfuerzo le permitió hablar
desde lo más profundo de la cultura; después de todo, la reinvención de sÃ
mismo en los suburbios no estaba fuera de sintonÃa con el espÃritu de la
posguerra. Al mismo tiempo, su inseguridad lo alejó del realismo y lo atrajo
hacia la innovación formal. El astuto narrador de su cuento de 1960 “La muerte de Justina” comienza con
pronunciamientos adivinatorios sobre el papel de la ficción, una presunción de
cajas dentro de cajas dignas de Nabokov. A principios de los 70, solo y esclarecido, Cheever jugaba con el uso
de notas a pie de página para fracturar su ficción y reflejar "una pérdida
de confianza en sà mismo", tal como lo harÃa David Foster Wallace 20 años
después. Dejó de beber en 1975 y terminó su vida en un resplandor de gloria
literaria. La historia de Bailey llega a su punto máximo en 1975, cuando, en un
momento realmente sórdido y al borde de la muerte, Cheever entró en un programa
de rehabilitación. Nunca volvió a beber y procedió a publicar sus libros más
exitosos, la novela se convierte en superventas Falconer y The Stories of John Cheever. Sin embargo, el matiz de la
biografÃa no radica tanto en la descripción de esta resurrección personal como
en el relato de los descubrimientos artÃsticos de Cheever en estos últimos
años. Asà como persiguió activamente la compañÃa homosexual por primera
vez, en su ficción, finalmente profundizó en su papel como un extraño. En
Falconer, Cheever, estrenando sobriedad, pudo abordar sus temas de la manera
más completa y oscura: el odio fraternal y el amor, el sexo entre hombres, la
necesidad tanto de la transgresión como del castigo. Pero la marea de ginebra,
a medida que retrocedÃa, reveló a un hombre que habÃa perdido todo sentido del
humor acerca de sus pretensiones y, además, a un mezquino operador sexual. El
trabajo de hacerse pasar por el hombre ideal ahora habÃa recaÃdo en su objeto
de amor, quien por lo tanto (ya que los
hombres ideales no tienen sexo con hombres) deberÃa ser heterosexual. Su
elección fue Max Zimmer, un aspirante a escritor separado de su familia
mormona. El elemento de chantaje (rompe conmigo y nunca te publicarán) no
fue muy explÃcito, pero este es un escenario espantoso y artificial. Solo dos
tipos normales, haciendo lo que era natural para uno de ellos. Desde otro ángulo
de visión, la heterosexualidad era la necesidad imposible y Cheever no pagó
nada parecido al precio total. Mary estaba en sintonÃa, con su creciente logro,
crÃtica pero ocasionalmente abrumada. Cuando leyó por primera vez su historia
magistral, “La radio enorme”, marcó
una gran diferencia, dijo, “en lo que
sentÃa por el hombre con el que estaba casada y en cómo pasaba su tiempo”.
Estas epifanÃas matrimoniales no son tan comunes como los artistas esperan. Con
el tiempo, Mary dejó de pelear con su esposo, sabiendo que cualquier comentario
mordaz terminarÃa en su ficción, tal vez años después, en labios de algún
monstruo lúgubre. Mary Cheever sigue siendo incisiva y asediada, lo que le
brinda a Blake Bailey un final de capÃtulo memorable: “Bellow y yo compartimos no solo nuestro amor por las mujeres, sino
también una afición por la lluvia” —dijo Cheever. O, como dirÃa su esposa, “Ambos odiaban a las mujeres”. Pero este
manto no era del todo lo que esperaba. Aquà está el último de esa generación de
fumadores empedernidos que despertaban al mundo por la mañana con su tos, que
solÃan drogarse en cócteles y ejecutar pasos de baile obsoletos como “el pollo de Cleveland”, navegar hacia
Europa en barcos, que eran verdaderamente nostálgicos del amor y de la
felicidad, y cuyos dioses fueron tan antiguos como los tuyos o los mÃos,
quienquiera que seas. Quienquiera que
seas: No podrÃa haber una frase más lejana y distante, y sin embargo es el
momento más Ãntimo e inmediato del pasaje. Esta fue la revelación que Cheever logró
con tanto esfuerzo: si no escribÃa simplemente como el extraño, sino sobre el
extraño (en otras palabras, se escribÃa a
sà mismo, despojado de sus disfraces, un cualquiera de un mundo diferente),
encontrarÃa a sus lectores allà mismo con él. Blake Bailey parece
especializarse en escribir las vidas de escritores estadounidenses
autodestructivos: primero Richard Yates, ahora John Cheever.
Puede
que tenga toda una carrera biográfica por delante. Cheever rompe el patrón
general en virtud de una recuperación tardÃa después de un estupendo revolcón
alcohólico. Su novela de 1977, Falconer, fue aclamada como una obra
maestra, aunque los intentos anteriores de ficción de formato largo habÃan sido
extrañamente intrascendentes. Sus historias recopiladas ganaron premios
importantes y se vendieron excepcionalmente con mucha fuerza al año siguiente. Susan
Cheever publicó un libro de memorias, Home Before Dark, en 1984, solo dos años
después de la muerte de su padre; esto se basó en la inmensa riqueza de sus diarios
(más de 4.000 páginas, mecanografiadas ya
espacio simple) y mostró las agonÃas repetitivas detrás de la imagen
pública iluminada por el sol. Fue la mala suerte, además del talento lo que
hizo de Cheever una figura ejemplar, de estar tan profundamente dividido. El mantenimiento de un estado de ánimo no era una
posibilidad mayor para Cheever, en la página que en la vida, donde tenÃa una
inmensa capacidad para la alegrÃa pero ninguna para la felicidad. En un cuento,
podÃa explotar su temperamento, de modo que las narraciones se tornaran
impredecibles a través de estilizados cambios de humor hacia la luz del sol o
la oscuridad. Pero el maratón no tiene nada que ofrecer a un velocista excepto
agotamiento. Todos sus hijos han
aceptado de diferentes maneras las contradicciones de su padre, pero ella
parece combinar los roles de guardiana de la llama y testigo de la acusación,
diciendo: “Debo extrañarlo. Porque ¿por
qué estoy viviendo de esta manera, si no lo hago? ¿Lo extraño?” Parece no
reconciliada, por principio, un monumento al hecho que la vida más cercana a la
de John Cheever; era la que menos podÃa imaginar. John Cheever, son dos
submundos de conjuntos narrativos biográficos que orbitan alrededor de la
interpretación de su obra, y la primera de ellas involucra el alcoholismo del
autor, y la segunda se refiere al complejo estado de su sexualidad tal como se
refleja en las páginas. En el primer caso, el motivo de preocupación es que con
Cheever, como con muchos otros escritores de la época (Faulkner y Hemingway, claro, pero también Styron, Yates, quizás,
Kerouac, Exley, Sexton, Highsmith, Duras, Capote, Dorothy Parker, muchos,
muchos otros), puedes sentir que el alcoholismo desvaneció algo de lo más
poderoso de las inclinaciones del escritor. El elenco experimental de
Cheever posterior amplÃa la forma en que el mito y el clasicismo comenzaron a
estallar en los bordes de las historias de Cheever. Cierto vaivén en el
registro de la mitologÃa y la narración folclórica hace que estas historias zumben
en varios niveles. Ambos cuentan la verdad del realismo (y las realidades tragicómicas de cierta clase), pero también
tienen algo de antiguo, cierta coherencia con el eterno misterio de la
narración. Está por todas partes en Falconer,
su próximo libro, el comienzo de la solución, ahÃ, en el animal humano. Y está claro que la idea del escritor como
generador de todo un universo, como arquitecto reconocible de un paisaje que
sólo le pertenece a él, no es algo nuevo y que suele ser uno de los rasgos más
reconocibles de la Gran Literatura. Pensar en Charles Dickens o en Antón Chejov
o en Marcel Proust o en J. G. Ballard; todos ellos escritores que no se limitan
a marcar un territorio sino que, además, lo habitan. El caso de John Cheever,
sin embargo, goza de una particularidad atendible. Sobre todo en sus relatos.
Cheever no se limita a ser el Deus Ex Machina del asunto sino que, además, se
pone en la piel del pecador. Comparando sin reparos a Cheever con Herman
Melville, Nathaniel Hawthorne, Henry James, Francis Scott Fitzgerald y Ernest
Hemingway por su contribución al género– y, de pronto, la idea de un “Cheever Country” estaba en boca de
todos. Ese paisaje construido a lo largo de varias décadas y que, de pronto,
ofrecido entre las tapas de un solo libro, presentaba a un artista que –como
puntualizó en su momento John Gardner– habÃa hecho “bastante más que darle a los barrios residenciales una mala
reputación”. Y –paradoja de paradojas– muchos de los que habÃan restado
importancia a las novelas de Cheever por considerarlas de construcción torpe —apenas disimulando el hecho— de que se
trataban de relatos sueltos unidos por la voz de un narrador o el apellido de
un personaje, ahora no dudaban en afirmar que la lectura de los cuentos de
Cheever, unos detrás de otros, configuraban una suerte de –otra vez, pocas cosas gratifican más que la invocación de un fantasma
tangible– encontrarse delante de gran Novela Americana contemporánea. Hablemos,
pues, de Un dios en calzoncillos, sÃ. Empero, totalmente, convencido que “la literatura puede salvar al planeta”
y los poemas de David González una mala tarde de invierno. La literatura bien escrita, sea prosa o poesÃa tiene algo dionisiaco en
su composición. No toda, pero una gran parte de ella deriva del viejo Baco. Y si tienen, algo de tiempo, no se olviden de leer a Cheever, y los poemas del poeta asturiano David González, no lo
lamentarán.
Dedicado
a David González 1964/febrero2023 In Memoriam
Fotogramas adjuntos
John Cheever escribiendo en su apartamento
The
Swimmer (1968) by Frank Perry
John
Cheever in Station of Train NY
Parc
(2008) by Arnaud des Pallières.
BiografÃa Consultada y Recomendada
“Cheever”
by Blake Bailey 2009 Ed. Vintage 818 páginas
“Home
Before Dark” by Susan Cheever Ed.Washington
Square Press 272 páginas
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