Friedrich y Hannah
En
el invierno de 1944, me enamoré de la persona más importante de mi vida; un
hombre que tenía un pasado ingenuo y frívolo, pero ahora vivía un presente
marcado por la vergüenza y la felonía. Friedrich Von Trier tenía un gran
atractivo físico, intelectualmente, no es que fuera una lumbrera. Daba igual. No obstante, sí
que desprendía destellos de pillería. Me repetía una y otra vez; nada es
eterno, sólo nosotros… Aquella mañana de enero hacía tanto frío que las
pestañas estaban blanquecinas de una fina escarcha. Enfrente el viejo y
destartalado bar de la estación. Aquel sitio era tan arcaico como el mismísimo
andén; la madera del suelo estaba agrietada, cuarteada, enmohecida y cristalizada
como la heladora mañana y el paso del tiempo. Aunque, se atisbaban algunos
esbozos de ciertas reformas en el techo, justo encima de la barra había una
vieja gotera, porque todavía quedaban vetustas grietas del primer tejado.
Demasiado frío, tanto que ya no caía agua por esa rendija: el hielo había creado
una perenne barrera, de la que se descolgaba un pequeño carámbano. Eso no
cambiaba mi opinión sobre las goteras. Pensaba, ¡las goteras también son un
síntoma del estado de un país! De aquel penoso y depresivo goteo se atisbaban
vasos opacos que desprendían un olor rancio a cerveza... Por un momento mis
piernas obedecieron a mi ánimo y retrocedí. Ahí aparecieron los ojos azul acero
de Friedrich y esa sonrisa de estrella de Hollywood. Sujetándome de un brazo, manteniéndome
derecha; mientras yo farfullaba contra una piedra imaginaria dentro del zapato.
Volvió a sonreír y entramos en el triste bar. No me soltó el brazo hasta que
nos sentamos, en una de las mesas, al lado de la ventana, de una añeja y
parduzca madera de pino quebrada. Las dos sillas presentaban un aspecto
lamentable, entre la cochambre y lo desvencijado. Aunque el encargado las
cambió presuroso, deshaciéndose en disculpas y muecas, por otras más
presentables al ver el rango del uniforme. Es curioso como la vida observa una
pechera con medallas visibles, en tiempo de guerra y risorios, en la
complacencia de la paz. La gente te trata de una manera distinta, la vida
entera se ve diferente al calor de un uniforme, de una categoría tipológica. Si
tan real y absurdo como, que puedes acceder a alimentos, los cuales, tienen un
precio prohibitivo. Otras ventajas más agradables, a la hora de viajar, comer e
incluso caminar por las calles.
Todo
parece más grande y mejor. Tienes la sensación de que la guerra no va contigo,
que es algo vago y lejano cuando acompañas a un coronel de la Wehrmacht
replegada tras cataclismo ruso. Y tu corazón palpita, a 140 latidos por minuto.
Bamberg era un lugar tranquilo, donde algunas judías como yo sobrevivíamos, en
un disfraz de rasgos más cercanos al ideal del Fürher. Mi fisonomía heredada de
mi familia ucraniana había conseguido unos rasgos más propios de una mujer
checa o noruega. La perfecta alemana como le gustaba arengar la propaganda del
régimen: aria y fuerte que daría hermosos bebés a la causa del dictador.
Además, la pequeña ciudad, era un destino deseado por muchos oficiales de
origen bávaro, que anhelaban pasar los pocos días de permiso de aquel periodo.
El encuentro con Friedrich fue la casualidad más hermosa de mi vida: Los planes
iban bien. El coronel Von Trier me visitaba a menudo; salíamos a cenar, bailar
y pasear. Bamberg por la noche era estupenda. El aire que se respiraba sabía
distinto, me gustaba la noche, y él lo sabía, parecía conocer todo sobre mi. Me
miraba mucho, con atención, atento a mis gestos, mis palabras, como con un
escorzo de miedo, a perderse algo importante. Mi alemán era exquisito. Había
heredado el tono de voz de mi madre, mujer de elegante dicción, algo que
despertaba el interés de todo aquel que escuchaba mi voz. A veces, le contaba
algún chiste de aquellos que se escuchaban, en los buenos tiempos, cuando toda
mi familia reía y trabajaba. El fino sentido del humor judío, no lo había
perdió. Eso, provocaba en Friedrich, unos ataques de risa desternillantes. Movía
la cabeza varias veces, como para reafirmar que lo había entendido y
memorizado. Recordaba todas nuestras conversaciones, las expresiones
extranjeras, el sentido de un gesto, etc. Así era él. Si me hubieran dicho lo
que me iba a encontrar en Alemania, quizás no hubiera sido tan entusiasta con
la idea. El amor pausado y profundo que encontré en aquel hombre me turbaba y
me asustaba al mismo tiempo. Pero con el día volvía la realidad, el alba traía el
olor a gasóleo, un coche con una patrulla, tempranos trabajadores, los cuales
caminaban muy abrigados; como queriendo aislarse del resto. Con el primer rayo se
terminaba la felicidad de la noche, miraba a Friedrich, soñando en otra
dimensión, con la expresión serena de una conciencia limpia. Creencias fijadas
desde la niñez, escrúpulos que le hacían poder dormir así; yo, no.
Yo
dudaba de todo. Mi conocimiento, bueno, la voz que me susurraba en el silencio
de la noche: me establecía una forma de actuar que mi corazón no compartía.
Sólo cuando estaba con Friedrich todo tenía sentido, no me sentía dividida. Me
hallaba segura con él, con su sonrisa, sus ojos azules y sinceros. Tan
profundos: le quería. Pero las cartas ya estaban sobre la mesa. El tablero de
la vida hablaba y el miedo junto al frío se convirtió; en un tiritar encima del andén
de la estación: perdida en un mar de lágrimas. Sabía que era nuestro último
adiós y no hice nada la noche anterior. En el fondo era un puto nazi, altanero
que sólo alardeaba de su noble apellido y estirpe. No había mucho más, pero
contemplándolo en esos interminables segundos, rodeado de otras chicas de mi
edad, con sus madres, hijos y esposos. Todo envuelto en la zozobra de la
hecatombe de sus destinos. Seguía anquilosada entre esa mezcla de estudio y
admiración. El desgraciado de Friedrich me hacía sentir que yo era el centro
del mundo…—No, el mundo entero. Durante aquellos instantes de pasión de las dos
primeras semanas de enero. Empero los aliados avanzaban rápido por el frente
occidental y los rusos estaban reconquistando terreno a marchas forzadas. Seguía
perdida y la salida de trenes desde la estación era constante en dirección a
Dachau. Ella comprendió porque sabía que algún día habría de llegar este fin
ineludible. Se acercó a la ventana intentando una sonrisa que no pasó de una
fea mueca indescriptible. Llegó a la conclusión de que el ser humano es
egoísta: ella por ansiar su compañía sin pertenecerle; él porque pedía ayuda
para hacerse fácil la ruptura de algo que muy bien pudo no permitir el comienzo.
Los soldados de la SS y sus perros
azuzaban a todo el grupo a subirse a los vagones de madera sin ventanas. Se
acababa el tiempo. No obstante, después de recuperar, algo de sosiego, le miró
cara con expresión agradecida y se fue. Caminó despacio esperando ansiosa una voz
de esperanza.
Él,
sólo le siguió con la mirada, unos segundos, y volvió a la puerta cuando de
nuevo las lágrimas nublaron su vista. En ese instante, ante el asombro de un
cabo y un sargento vieron como el coronel Von Trier sacaba de su cartuchera, la
Luger parabelum 9mm (reglamentaria) y disparó a la sien de Hannah. Ésta, en el
suelo yacía, y, su sangre patinaba por los charcos de hielo de la estación. Mientras la
gente todavía gritaba más, con ademanes de agacharse y empujándose unos a
otros. Las mujeres mayores lo increpaban y despreciaban en Yiddish. Friedrich
anduvo cuatro pasos con la mirada ida. Algo se notaba en el ambiente que se
escapaba a las más seguras suposiciones: un enemigo al que la arrogancia del
Reich daba por muerto. Se revolvía y avanzaba; como un reguero de lava del Etna
en plena erupción. Von Trier buscó en su cartera y encontró una foto donde
estaba junto a Hannah en el estanque de Bauch. Entre sollozos y gritos de
rabia. Luger en mano —pues el resto de las tropas de la SS se mantuvieron inanes
ante el asesinato de Hannah— dirigió el cañón de su impoluta Luger parabelum y
disparó a la altura del temporal. Un chorro de sesos y sangre salió por la sien
inversa. El grupo de judíos que se hallaba en espera; se quedaron quietos y con
una sensación de mayor tristeza. Friedrich Von Trier era una nazi que había
hecho cosas horribles, y posiblemente, su mayor error o acierto fue enamorarse
de Hannah Zelig. Todavía se podía sentir el lacerante y punzante dolor que
sufría mi estómago; incluso entre estas paredes lóbregas y mugrientas que me
devuelven silenciosas maldiciones, mientras sólo concibo la mayor de las
frustrantes diatribas a la puta guerra de aquella Europa del S.XX y toda la frustrante
nostalgia que aún perdura en mi retina 75 años después. Éste es el final de una
historia de amor removida en las entrañas de un sueño endemoniado y
reincidente.
Dedicado a la Organización Nacional de Trasplantes de España
Fotogramas adjuntados
The Seventh Cross (1944) by Fred Zinnemann
Europa, Europa (1990) by Agnieszka Holland
Schindler's List (1993) by Steven Spielberg
Inglourious Basterds (2009) by Quentin Tarantino