El otoño corso
¿Cuántas veces han
dejado pasar esa oportunidad de saludar a todos esos que deseaban decirles
alguna palabra? Por ejemplo, a ese eco de una señal pudorosa envuelta en un
gesto intemporal y perpetuo. A la magia de una arrebatadora sonrisa o al
encanto de una brizna de aliento de esos que ya no están. ¿Cuántas veces han
pensado coger unos ojos que no son los suyos y mirar a través de ellos? ¿De
verdad, que es creíble todo lo que nos ofrece el azar o hay una razón para
soportar las culpas buscadas? No sean ingenuos, el azar es la única variable
capaz de darnos esa oportunidad para actuar. Igual que lo sueños son nuestros
hasta que pactas con el diablo para bendecirlos en una danza macabra al albor
de la noche plenilunio. Apartándolos del mismo cuerpo que guiñaba su silueta de
aquel candor del elegido... Sí, lo estoy viendo en estos momentos. Siento sus
incredulidades, apatías, abulias,
desregules y desprecios por una historia
absurda. ¿Demasiadas utopías? Mientras los sueños puedan ser acunados,
bailados, troceados y sazonados. Todo es plausible. Además, más tarde o más
temprano empezaremos a divorciar nuestra cabeza del sempiterno cuerpo, en un
proceso imparable de cambio estacional. Tengo un buen amigo que suele divagar,
en torno a cosas de este tipo; hermosas e impracticables. Una vez completamente
ebrio empezó a hablar y no paró hasta que el tinto lo dejó callado. Era marino
mercante, aunque tenía más aspecto de polizón en un circo ambulante. Decía que
era de una pequeña aldea de Córcega. Ese ejemplo de personas que siempre
parecen asentarse en un sitio y al poco tiempo de pisar la ciudad, intentan
pasar desapercibidos o por lo menos lo pretendía. Aquella tarde/noche de otoño
tras unas cuantas copas de vino se soltó la lengua y aseveró que las verdaderas
escuelas de la vida son las putas, la cárcel y el alcohol.
De repente, como una
especie de déjà vu vi pasar una gran
parte de mi vida, entre la barra y el retrete de la vieja taberna. Mi alma voló
entera por las pequeñas bocas polvorientas,
amañadas y malhabladas. Era una ínsula de felicidad y reía como un condenado
delante de mi última cena en la tierra. Recordé como me diluía entre días de alcohol y lluvia.
Disolviéndome, igual que un pequeño pasquín de un mural bajo el tejado roto de
una añeja nave industrial abandonada. El tiempo se paró otra vez. Ahora las lágrimas
afloraron. Irremisiblemente, dificultándome la visión de los objetos que me
rodeaban. Aquella mujer del bloque de enfrente
se recogió su melena rizada con una goma elástica y escupió sangre en la
pila. Su corazón palpitaba con fuerza. Así como una mayor sensación de ahogo se
apoderaba de ella. El sudor frío recorría su flaco y lánguido cuerpo. La lluvia
se filtraba por el miserable techo entre goteras que se repartían un festín de
orinales y cacerolas. Abrió el pardusco grifo y se sirvió un vaso de agua más
turbia que trasparente; lo sostenía su mano temblorosa y llena de pecas. Empezó
a beber azarosamente hasta escupir una parte de la misma en el fregadero. Algo
frío e inhumano rozó levemente su espalda desnuda. El vaso se precipitó al
suelo rompiéndose en mil pedazos, desparramando el agua sobre las rancias
grises baldosas. Sus piernas apenas sostenían su maltrecho y debilitado cuerpo.
No podía casi respirar. La ansiedad era
tan grande, que apenas podía articular alguna palabra. Su mano derecha se apoyó
sobre el frío mármol de la cocina, cerró los ojos sumergiéndose en la oscuridad
y se arrodilló. Yo desde mi cómoda ventana veía el patético espectáculo como se
desarrollaba, a modo de un thriller del maestro Hitch.
Pero la verdad, es
que la realidad duele y genera una inquietud mucho más perversa a toda ficción
revisada. ¿Ven como el otoño puede ser turbador y triste? Todavía no he
terminado. Aquella mujer estaba de rodillas y las manos en alto. De pie, un
tipo enorme, como mi viejo amigo el corso de la taberna, apuntándole con una
escopeta de cañones recortados. Entre sollozos y gritos, un gran cenicero donde
los dioses se habían poco menos que cogido hartazón de estanco. Lo cogió en un
imprevisible pispás y arremetió un golpe al tuntún, dejando la rodilla del
corso maltrecha y besando el suelo. La enjuta dama de la melena rizada,
forcejea y espera la amorosa agresión. Pero en un golpe de suerte la escopeta
vino a su territorio. La lluvia arreciaba y los cubos no daban abasto a tanto
goterón. El olor a moho envejecido y tabaco negro apuntalaban la cochambrosa
estancia, como en una noche de firmamento envejecido y miedoso. Empero, el
corso se giró en sí mismo y acabó derribándola. La escopeta como una
ruleta se deslizó a tierra de nadie. Hasta que sus largos brazos en un esfuerzo
circense alcanzaron la escopeta. Se levantó y la encañonó. El corso, quiso
tener más vidas que el gato Napoleón, cuando desde un altillo cayó como un
macaco sobre su cabeza; una criatura de apenas once años con un tenedor,
clavándoselo en un ojo. La sangre del óculo salió a borbotones y la niña
gritó:— ¡Mamá, mamá! Rápido, coge la escopeta. Se giró, me miró a través del
tragaluz, y fulminó de dos disparos al corso. Ahora soy yo quien tengo miedo.
Miedo a tener miedo. A no desprenderme de este desasosiego absurdo y cruel. El
miedo como compañero inseparable, como tu fiel camarada y traidor consejero.
Las fábricas del arrabal contemplan el espectáculo. Yo, lloro
desconsoladamente, como todos los otoños.
Fotogramas adjuntados
They Made Me a Fugitive by Alberto Cavalcanti 1947
Un
prophète by Jacques Audiard 2009
Leon by Luc Besson 1994