El otoño corso

septiembre 21, 2014 Jon Alonso 0 Comments












¿Cuántas veces han dejado pasar esa oportunidad de saludar a todos esos que deseaban decirles alguna palabra? Por ejemplo, a ese eco de una señal pudorosa envuelta en un gesto intemporal y perpetuo. A la magia de una arrebatadora sonrisa o al encanto de una brizna de aliento de esos que ya no están. ¿Cuántas veces han pensado coger unos ojos que no son los suyos y mirar a través de ellos? ¿De verdad, que es creíble todo lo que nos ofrece el azar o hay una razón para soportar las culpas buscadas? No sean ingenuos, el azar es la única variable capaz de darnos esa oportunidad para actuar. Igual que lo sueños son nuestros hasta que pactas con el diablo para bendecirlos en una danza macabra al albor de la noche plenilunio. Apartándolos del mismo cuerpo que guiñaba su silueta de aquel candor del elegido... Sí, lo estoy viendo en estos momentos. Siento sus incredulidades, apatías,  abulias, desregules y  desprecios por una historia absurda. ¿Demasiadas utopías? Mientras los sueños puedan ser acunados, bailados, troceados y sazonados. Todo es plausible. Además, más tarde o más temprano empezaremos a divorciar nuestra cabeza del sempiterno cuerpo, en un proceso imparable de cambio estacional. Tengo un buen amigo que suele divagar, en torno a cosas de este tipo; hermosas e impracticables. Una vez completamente ebrio empezó a hablar y no paró hasta que el tinto lo dejó callado. Era marino mercante, aunque tenía más aspecto de polizón en un circo ambulante. Decía que era de una pequeña aldea de Córcega. Ese ejemplo de personas que siempre parecen asentarse en un sitio y al poco tiempo de pisar la ciudad, intentan pasar desapercibidos o por lo menos lo pretendía. Aquella tarde/noche de otoño tras unas cuantas copas de vino se soltó la lengua y aseveró que las verdaderas escuelas de la vida son las putas, la cárcel y el alcohol.



















De repente, como una especie de déjà vu  vi pasar una gran parte de mi vida, entre la barra y el retrete de la vieja taberna. Mi alma voló entera por las  pequeñas bocas polvorientas, amañadas y malhabladas. Era una ínsula de felicidad y reía como un condenado delante de mi última cena en la tierra. Recordé como  me diluía entre días de alcohol y lluvia. Disolviéndome, igual que un pequeño pasquín de un mural bajo el tejado roto de una añeja nave industrial abandonada. El tiempo se paró otra vez. Ahora las lágrimas afloraron. Irremisiblemente, dificultándome la visión de los objetos que me rodeaban. Aquella mujer del bloque de enfrente  se recogió su melena rizada con una goma elástica y escupió sangre en la pila. Su corazón palpitaba con fuerza. Así como una mayor sensación de ahogo se apoderaba de ella. El sudor frío recorría su flaco y lánguido cuerpo. La lluvia se filtraba por el miserable techo entre goteras que se repartían un festín de orinales y cacerolas. Abrió el pardusco grifo y se sirvió un vaso de agua más turbia que trasparente; lo sostenía su mano temblorosa y llena de pecas. Empezó a beber azarosamente hasta escupir una parte de la misma en el fregadero. Algo frío e inhumano rozó levemente su espalda desnuda. El vaso se precipitó al suelo rompiéndose en mil pedazos, desparramando el agua sobre las rancias grises baldosas. Sus piernas apenas sostenían su maltrecho y debilitado cuerpo. No podía casi respirar. La ansiedad  era tan grande, que apenas podía articular alguna palabra. Su mano derecha se apoyó sobre el frío mármol de la cocina, cerró los ojos sumergiéndose en la oscuridad y se arrodilló. Yo desde mi cómoda ventana veía el patético espectáculo como se desarrollaba, a modo de un thriller del maestro Hitch.



















Pero la verdad, es que la realidad duele y genera una inquietud mucho más perversa a toda ficción revisada. ¿Ven como el otoño puede ser turbador y triste? Todavía no he terminado. Aquella mujer estaba de rodillas y las manos en alto. De pie, un tipo enorme, como mi viejo amigo el corso de la taberna, apuntándole con una escopeta de cañones recortados. Entre sollozos y gritos, un gran cenicero donde los dioses se habían poco menos que cogido hartazón de estanco. Lo cogió en un imprevisible pispás y arremetió un golpe al tuntún, dejando la rodilla del corso maltrecha y besando el suelo. La enjuta dama de la melena rizada, forcejea y espera la amorosa agresión. Pero en un golpe de suerte la escopeta vino a su territorio. La lluvia arreciaba y los cubos no daban abasto a tanto goterón. El olor a moho envejecido y tabaco negro apuntalaban la cochambrosa estancia, como en una noche de firmamento envejecido y miedoso. Empero, el corso se giró en sí  mismo y  acabó derribándola. La escopeta como una ruleta se deslizó a tierra de nadie. Hasta que sus largos brazos en un esfuerzo circense alcanzaron la escopeta. Se levantó y la encañonó. El corso, quiso tener más vidas que el gato Napoleón, cuando desde un altillo cayó como un macaco sobre su cabeza; una criatura de apenas once años con un tenedor, clavándoselo en un ojo. La sangre del óculo salió a borbotones y la niña gritó:— ¡Mamá, mamá! Rápido, coge la escopeta. Se giró, me miró a través del tragaluz, y fulminó de dos disparos al corso. Ahora soy yo quien tengo miedo. Miedo a tener miedo. A no desprenderme de este desasosiego absurdo y cruel. El miedo como compañero inseparable, como tu fiel camarada y traidor consejero. Las fábricas del arrabal contemplan el espectáculo. Yo, lloro desconsoladamente, como todos los otoños.










                                   Dedicado a todas aquellas personas que luchan contra el Alzheimer








Fotogramas adjuntados

They Made Me a Fugitive by Alberto Cavalcanti 1947
Un prophète by Jacques Audiard 2009
Leon by Luc Besson 1994