MalaquÃas, el marino desterrado y los cantos de sirena
Una
lejana voz llamó a MalaquÃas desde la angustiosa oscuridad que envolvÃa la
nave. HabÃa algo familiar en ella, como
si perteneciera a alguien con quien hubiera hablado, hace no mucho tiempo, pero de un tono más estrangulado y gutural que la de una tÃpica voz.
Intentó ignorar el sonido, pero la familiaridad le carcomÃa, y, se encontró
poniéndose los zapatos y el abrigo para poder encontrar la fuente. Mientras
subÃa por la escalerilla hasta la cubierta del barco, el sonido, audible por
encima de las olas y el aullido del viento, le rodeó. El ritmo del canto
aumentó hasta alcanzar un crescendo que no cesaba de crecer y crecer pero no
terminaba de llegar a su punto cúspide. MalaquÃas Gabor se agarró a las jarcias
del Rosa de Jericó, el cual, se dirigÃa hacia el este del mar del Norte, en la
noche más oscura y temible que se recordaba. Respiró el aire fresco y salado. SeguÃa con el omnipresente mareo, que
parecÃa ir a menos, como si quisiera darme una tregua a tanto tinnitus. No
obstante, algunos de aquellos sonidos de la voz incorpórea le inquietaban. Se
alegró de estar de nuevo sobre la cubierta y lejos del hedor de interior de la goleta con quince marineros sin lavar
y de las horribles raciones de comida que enmohecÃan lentamente. A
través de la cacofonÃa de sonidos, recordó a los viejos marineros de las
tabernas locales que contaban historias de sirenas, las cuales, llamaban desde
las profundidades y atraÃan a los marineros hacia una tumba acuosa. Nunca habÃa dado crédito a aquellas
fábulas, leyendas y mitos; los marineros borrachos no eran el tipo de personas
a las que uno da crédito cuando trata de distinguir la ficción de la realidad. La
idea de una mujer perdida en el mar embravecido le hizo inclinarse y mirar por
encima del borde del barco para encontrarla. Hacerlo era una temeridad, pero
sus pies no atendÃan a razones y le acercaron al pasamano de estribor.
Buscó frenéticamente el siguiente trozo de cuerda al que agarrarse mientras el
temporal arreciaba. La única diferencia entre el cielo y el mar eran las olas
que chocaban contra el casco del barco. MalaquÃas forzó la vista para
aclimatarse a la oscuridad y escudriñó las aguas en busca de alguna señal de
alguien que pudiera haber sido arrojado por la borda.
Lo
más probable era que aquellos sonidos no fueran más que el viento deformando,
por los gritos, de algún miembro de la tripulación. Era una respuesta mucho más plausible que una sirena pidiéndole que
saltara a la muerte. Algo salpicó a medio metro de donde el Rosa de Jericó
cortaba el agua. Seguro de que alguien flotaba en el mar, miró a su alrededor
en busca de una cuerda suelta o algo lo suficientemente largo para que la pobre
alma pudiera agarrarse, pero lo único que encontró fue un tablón de madera.
El canto se hizo más fuerte, como si emanara de su propio cráneo. MalaquÃas no
oÃa nada más. El sonido del viento y las olas casi habÃa desaparecido. El
tablón que tenÃa en la mano no era lo bastante largo como para ser útil a alguien
que estuviera en el mar; sin embargo, juró que vio una mano etérea que lo
alcanzaba desde las aguas. Cuando gritó
pidiendo ayuda por la cubierta vacÃa del barco, su boca se movió y sus cuerdas
vocales se tensaron. La mayor parte de la tripulación estaba abajo, durmiendo,
y ni siquiera él podÃa distinguir sus propios gritos entre el canto. Cuando el
volumen amenazaba a MalaquÃas con la locura; todo se volvió mortalmente
silencioso. El mutismo le sorprendió y, mientras se llevaba involuntariamente
las manos a los oÃdos, dejó caer el tablón al agua. Se introdujo los dedos
empapados en los canales auditivos, esperando encontrar en ellos la sangre de
los tÃmpanos reventados cuando los retirara. Pero, observó que no habÃa nada. Un
extraño halo de luz azul verdosa flotaba en la superficie del agua, donde hacÃa
un momento habÃa estado la mano. La luz
se transformó muy lentamente, en la
forma de una mujer hasta la cintura, en medio del mar embravecido. Parpadeó,
incapaz de moverse. No podÃa ser la mujer que conocÃa. Estaba muerta. No lo
dudo, por un instante. Recordó como las bestias de sus compañeros le habÃan
atado las manos a las rocas y los pies, y de seguido, la empujaron desde el
puente.
Él,
se habÃa quedado a la orilla del rÃo, sacudiendo la cabeza en señal de condena
silenciosa —no de la bruja acusada, no
creÃa en esas tonterÃas—, sino de la gente enloquecida de su pequeño
pueblo, que se apresuraba a ejecutar a cualquiera que no comprendiera lo que
ellos creÃan. Su asesinato fue el
catalizador de su marcha desde el Nuevo Mundo, para volver, a las refinadas y
razonables costas de Inglaterra. Su mirada se cruzó con la de ella y un relámpago
de frÃo recorrió su espina dorsal hasta llegar a su cerebro. Los pelos de
la nuca le hormiguearon y se levantaron como escarpias. Sus manos se aferraron
con tanta fuerza a la barandilla del barco que el dolor empezó a subirle por
los antebrazos. Recordó, el dÃa de su
ejecución, estaba tan delgada y pálida como la mayorÃa de los campesinos
desnutridos de la ciudad, y su piel, parecÃa media talla más grande en los
bordes. Sus ojos tenÃan semicÃrculos oscuros, pero las pupilas estaban
dilatadas por una excitación feroz. Ya no era una vÃctima, era una depredadora.
Su boca esbozó una leve sonrisa, lo que hizo que su rostro resultara aún
más amenazador mientras miraba sin pestañear. La mente de MalaquÃas se agitó y
buscó una explicación racional en todos los estudios y artÃculos cientÃficos
que habÃa leÃdo o escrito. Lo que encontró fue arrepentimiento. DeberÃa haber ayudado a aquella mujer
cuando tuvo la oportunidad. En cambio, su actitud altanera y su indiferencia
habÃan permitido la muerte de otro ser humano. Ninguna ayuda que ofreciera
ahora expiarÃa su complicidad en el asesinato. El remordimiento era brutal y en ese instante, sus manos se soltaron de
la barandilla y su cuerpo se incorporó bruscamente, con la mente atrapada en el
cuerpo de una marioneta. No pudo
romper el contacto visual con la mujer espectral mientras doblaba las rodillas,
apoyaba los brazos en el agarradero y se lanzaba de cabeza hacia las gélidas
aguas. No habÃa nadie cerca para quedarse de brazos cruzados y presenciar
el horror mientras ella lo envolvÃa y se hundÃan en las oscuras aguas.
FIN
Dedicado a Gene Hackman enero 1930/febrero 2025 In Memoriam
Fotogramas adjuntados
Miranda
1948 by Ken Annakin
Splash
1984 by Ron Howard
The
Lighthouse 2019 by Robert Eggers
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