El dÃa que Dios repartió billetes
Cuando te has
pasado 9 años dentro del trullo tienes demasiado tiempo para pensar; en lo
bueno y en lo malo de tu existencia. Me habÃa jurado que nunca más pisarÃa este
lugar y mis nuevos planes se asentarÃan; en el cacumen de mi escarmentada mollera. El
golpe que darÃamos mañana serÃa el definitivo. Eso cree uno o suele decirse.
Luego, pasa lo del efecto John Lennon. ¡Pero qué cojones! De momento tocaba
disfrutar del partido de fútbol, mientras me preparo un buen trago. Lo que
tenga que suceder, evidentemente sucederá. SeguÃa con las mismas adicciones:
las jodidas pastillas de morfina desde el último trabajo,—me rompà las dos
piernas— y mi fémur, ya no fue el mismo. Por muchos pesares y ganas que le pusimos
en la maldita rehabilitación. SÃ, si ya
lo sé. También, estuve con las alternativas y todo ese mundo zen. Un parche, un alivio y una forma de aguantar
la vida en este maldito planeta. SeguÃa con ellas. Sólo los opioides paliaban, los endiablados dolores.
La cosa se fue avivando y como el que no quiere; la contabilidad nunca fue mi punto fuerte y creo que nos pasamos con el Johnnie Walker. Sencillamente, me desvanecÃ.
En un paÃs de
Latinoamérica a finales de los 80.
7 años después
de su último atraco; Marcelo — yo, el pequeño “Chelito”— aún seguÃa conservando mis viejos amiguetes de la infancia. Tan sólo llevaba tres minutos en la puerta
de la vieja cárcel del Armisticio; cuando su primitiva banda de compinches del
Chaparral lo esperaba con una botella de champán en mano. Era 8 de octubre, un
dÃa después de la independencia nacional. Los fastos habÃan dejado su rastro de
confeti y vomitonas. La verdad que hacÃa demasiado frÃo para esas
fechas. Pero claro, tantos años, como los que uno se habÃa pasado a la sombra, que el sÃndrome del olvido del sabor de la vida se hace perenne. Estaba ahÃ, ese añorado aroma de
la lluvia. Sin embargo, todo aquel tiempo, en presido y el fuerte aislamiento,
entre aquellas cuatro paredes habÃa hecho mella en mà fÃsico. Aunque los viejos
hábitos nunca se pierden. Puede que algo de agilidad, pero también se gana en eficacia y
sabidurÃa. Durante aquel largo periodo de ausencia callejera; sus colegas
adquirieron un estatus de peligrosos malhechores. La banda del Gordo (siempre
al mando), Nachito y el Sebas pulieron su tosco estilo de los primeros años, y
ejercÃan el oficio de ladrones de coche, con la soltura de un piano de bluesman. El
Chelito chocó los cinco con la tropa y parecÃa aceptar el nuevo sino. TodavÃa
se atisbaban las grandes brumas otoñales de la larga sequÃa en la república de
Caradulandya. El aire era irrespirable y se posaba sobre la gran avenida del
General Francochaves. El Banco de la patria estaba muy bien custodiado,
quedándose en paralelo a la tienda de automóviles de lujo Porchetron. Eso era lo de
menos.
No era la
primera vez, que la cosa se ponÃa del revés. La peña estaba curada de espanto
en mil batallas. El Gordo y sus colegas cruzaron la avenida
mirando discretamente hacia todos lados, mientras el Chelito cubrÃa la
retaguardia. La calle estaba desierta y el bar de enfrente —un antro de
ludópatas— con la persiana medio bajada. El Gordo se quedó delante de la puerta
del concesionario, como si de un cartero, dejando la correspondencia por debajo
de la puerta. Su enorme cabeza arrojaba por la frente un sudor frÃo que le
hacÃa tiritar. Como intentado disimular las veces; que la cagó en noches como
la de hoy. La realidad era otra, pues, en aquel lugar esos detalles se
convertÃan en imperceptibles. El gordo era un barril de adrenalina. Y cuando
los alcaloides se proyectan al miocardio. Lo más lógico: es que uno, ya no sabe
realmente qué es real y factible. Del mismo modo, todo podrÃa ser una
alucinación o el propio delirio del ansia. Una vez abierta la puerta del
concesionario, el Sebas y Nachito reÃan entre maravillas del lujo con cuatro
ruedas. Cuando el Chelito, les hizo una señal que la pasma estaba en la calle
de enfrente. El Sebas salió del BMW 325i —una perla de 170CV— que estaba
arrancando. Casi llevándose por delante a Nachito y jurando en arameo por la
boca. Dos policÃas bajaron de su coche patrulla y les echaron el alto. Cuando
el Gordo dio un silbido desde el callejón lateral. Estaba oscuro como el tren
de la bruja. Ya en el angostillo apareció, Chelito —que estaba como una
sÃlfide— y les echó una mano desde el muro. La pareja de polis sacaron una
viejas Tokarek y dispararon al aire. El Gordo observó, como un nuevo coche
patrulla se dirigÃa —directamente— hacia ellos. La agorera y espÃtica sirena
llegaba a toda velocidad hacia la escena del delito.
El Gordo—
rápido, rápido que vienen… El Gordo sudaba como un cerdo, delante de su matarife,
en el dÃa de S. MartÃn. Alguien les habÃa tendido una trampa. Ipso facto, aquel
cabrón sacó un 38 y abrió fuego contra la policÃa. Nachito no pudo desenfundar
su arma por una razón que le resultaba desconocida. Se quedó bloqueado.
Observaba la situación a cámara lenta y seguÃa estrechado— ¡Nachito, joder. Qué
nos van a freÃr socio. Menea el culo! —Sebas intentaba espolear a su colega,
el pequeño Nachito, un chavalito de melena negra lacia y nariz aguileña. No
medirÃa más de 1,65cm. Pero tenÃa unos cojones, como un buen morlaco, de Miura. Éste, parecÃa no
salir de su eterno sueño y se ocultó —parcialmente— detrás del pórtico de
entrada, en el edificio de Apartamentos la Maestranza. Yo estaba apoyando
rodilla al suelo y con gran punterÃa disparaba a los dos coches patrulla.
Agarré al Nachito y lo llevé en volandas hasta llegar lo más cerca de la
marquesina del edificio de apartamentos. Mientras observábamos como uno
de los coches de la policÃa volcaba. A Nachito se le vio cambiar el tono del
rostro tras sacarlo casi a la fuerza. Era como Al Pacino de joven; cambiaba de
alegre a triste en un santiamén.. Y asÃ, cuando dábamos por ido a Nachito,
empezó a gritar como un poseÃdo y apretó los dientes tan fuerte que se hizo
sangre en la base de las encÃas. Oprimió con ahÃnco el gatillo. La bala, lista
en su sitio, estalló de júbilo. Salió despedida y se clavó en la cabeza del policÃa
que conducÃa el Fiat Croma. Un trozo de cráneo voló hasta la rejilla de
separación con el asiento trasero. El coche patrulla perdÃa el control hasta
chocar con la rotonda de Cuatro barrios. —Bien, Nachito. Volviste, puto pirado!
La madre que te parió. Eres dinamita. Retornaste a nuestro planeta. —El gordo
se llenaba de regocijo y estallaba en carcajadas. —¡Putos polis! Iros a tomar
por culo! Desde el otro lado de la calle, El Sebas nos hizo una señal y nos
agrupamos. Tomamos un poco de aliento, pues, la noche era muy húmeda y el helor
de la niebla por el efecto contaminación pulverizaba los alveolos pulmonares.
El Gordo espetó:—
A ver Sebas, esos polis, ya les hemos dado su medicina para un buen rato.—No
cantes victoria, Gordo.—¡Estoy hablando, yo. Cojones! Al loro, antes de que
envÃen más refuerzos y se organice una búsqueda más exhaustiva tenemos que
mirar todas las opciones — No jodas, Gordo. Tú siempre has de organizarlo todo
y lo has de joder!— Le mirada con cara de hastÃo el Sebas. —Cállate! tontolaba.
Aquà quien manda y dirige le espectáculo; es el tete. Métetelo en esa puta
cabeza de chorlito. En ese mismo
instante, Chelito, habló con un tono conciliador y sensato en mitad del
estallido —A ver, lo lógico es abandonar esta zona y buscar cobijo en el
Chaparral. Ahora no podemos robar un coche para llegar a nuestro territorio. El
Gordo estaba con la mirada perdida en el suelo—Vale, chaval, tranquilo… No es
mala idea, pues... De nuevo, Nachito, movÃa el dedo en dirección al este. Se
apreciaba un buen sequito de personal, detrás de las vidrieras de la farmacia,
muy cerca de las paradas de autobuses.—¡Ahora o nunca, Gordo! Se miraron los
cuatro a los ojos y se agruparon en un andar disimulado; como si de unos
resignados trabajadores incorporándose al turno de noche de la petrolera
Bolivarof. Siguieron juntos hasta llegar a la parada de Miraflores. Era una
salida parcheada pero lo suficientemente discreta para salir de una noche
desastrosa. El gordo puso en aviso al personal.—Llega el 74. Al loro y
tranquilos. De uno en uno. El resto de personas que aguardaban dentro del
autobús público miraba temeroso a Nachito —que denotaba— muecas, de un careto
desencajado y superado. Fue el primero en pasar por delante del chofer y se
desplazó lentamente por el pasillo de los pocos que estaban de pie. Casi,
cayéndose y sin equilibrio fue a parar a uno de los asientos simples que tenÃa
la ventanilla entreabierta.
El Gordo, en el
asiento de enfrente, miraba el rostro de Nachito y comenzó a darse cuenta que
sangraba por un costado. El sudor frÃo se deslizaba por toda su espina dorsal y
el alivio del aire que entraba por la ventanilla, lo estaba dejando medio dormido.
Chelito que acaba de salir del trullo era el que más entero se le veÃa. Sereno
y convencido de que la maniobra del Gordo habÃa sido la idónea y que la sombra
de los barrotes se habÃa cernido muy cerca. El Sebas andaba con cara de haberse
comido un LSD en la isla Tortuga —entre el éxtasis del pálpito de las sirenas de
policÃa y lo cerca que habÃan estado de ser carne de presidio— anonadado, pero
sonriente. De repente, comenzó soltar unas carcajadas contagiosas. Esa actitud
alteraba al Gordo. Éste, se apretaba con fuerza el costado izquierdo. Cuando le
pregunta muy débilmente: —¿Sebastián y los billetes?— Por qué me llamas
Sebastián, Gordo, no me gusta— Hey! Capullo, los billetes. —A mà que coño, me
dices. Joder! Ni que fuera San Pancracio. Nachito vio la sangre como se
escurrÃa por el asiento del Gordo y dijo: aguanta. Tranquilo ya queda poco. El
chofer me dijo que pasará. Sin más.— Me cagüen tu puta madre! Cómo coño no has
comprado los billetes. Ni que fuéramos Robert Kardashian. Viendo el cariz de la
conversación. El flipado de Sebas se levantó y observó que el jodido autobús no
se habÃa movido de la parada. Y se fue directo a por el conductor. Y con un
tono categórico — Deme cuatro billetes para Miraflores. Chelito desde el
asiento del fondo ponÃa cara de portero ante un penalti ejecutado por el pelusa Maradona.
El fornido
chofer del autobús se marcó un gesto despectivo y de perdonavidas. No quiso
mirar el rostro del Sebas. No le
respondió. FrÃo como un témpano y la mirada firme en un punto perdido del parabrisas.
Mientras sus manos firmes agarraban el volante y la palanca del cambio. El
Gordo tragaba saliva y buscaba su 38, pero estaba muy débil. —¡Oye, tÃo te he
dicho que quiero cuatro billetes! El Sebas, ya no era aquel chaval con cara de
alucinado en un garito de surfers. Estaba realmente muy irritado.— ¡Cuatro
bi-lle-tes, im-bé-cil! — Aquel quebrantahuesos de chofer robótico espeto:—A
donde van Uds. No necesitan billetes. Joder! Aquel tono de voz grave y marcial
le sonó familiar al Sebas, al Nachito, al Chelito y un lánguido Gordo que su
cara era nieve en los Andes. Toda la banda se quedó en estado de shock .Después
de una breve pausa, la cual, parecÃa una eternidad. El Sebas se dio cuenta que
el resto de la gente que estaba subida en el grasiento autobús giraba sus
cabezas y los miraban uno por uno, con disgusto y enojo. El Sebas se amedrentó.
Aquel chofer de autobús con el pelo rizado rebelde azabache y profuso bigote,
recordaba al icónico Pablo Escobar. Aquel tipo era el mismo conductor que los
habÃa hecho bajar del resto de los compañeros el dÃa que salieron del colegio
en sexto curso de básica: el puto conductor, Hugo cuerdo. Y a partir de ese
momento, todo comenzó moverse a cámara lenta. El tambor del revólver estaba
lleno. Lo cogà fuerte y apreté el gatillo tres veces: el percutor se accionó y
reventó la carga explosiva de un cartucho del 38. Propulsada por la expansión
de los gases. El fuego salió en trayectoria rectilÃnea hacia la espalda de uno
de los viajeros que estaba detrás del Nachito. Vi cómo le impactaron tres
balazos, dejándole, tres agujeros por donde la sangre salÃa a borbotones. El
fuego cruzado y un bote humo convirtió aquel autobús en una pesadilla rabiosa.
El Gordo fue fulminado de un disparo a quemarropa en el cuello. Se quedó doblado
hacÃa la izquierda con la cara de cadáver de anatomÃa patológica.
Debajo de su
asiento habÃa un maná de sangre. La gran
mayorÃa del personal que nos miraba con desprecio eran polis camuflados del
escuadrón de operaciones especiales de la policÃa libertaria. Iban muy bien
preparados: Uzis y Glocks de trinqui con una potencia de fuego demoledora. Y el
Chelito no sé dónde hostias se habÃa metido. HabÃa desaparecido de aquel
infierno por arte de magia. Sólo quedábamos Nachito y yo. El Nachito replicó
con su escopeta recortada del calibre 12. Vi con claridad como reventaba las
tripas de uno de miembros del escuadrón—JurarÃa que tenÃa un trozo del pÃloro
del grandullón que tenÃa delante, en una de mis cejas. Le hice una señal de Ok.
Pero en el ademán del gesto de alegrÃa. Una ráfaga de cartuchos de las letales
Uzi, fueron agujereando desde el hombro izquierdo. el corazón, el hÃgado y los
pulmones de mi colega Nachito. Lo acaban de coser a tiros como un colador.
Estaba sólo atrincherado en uno de los asientos. Cuando todo se paró y hubo un
largo instante donde aquel mortal autobús era el silencio de una misa en
domingo de funeral. Y escuche un megáfono:— ¿Hay algo que deberÃa saber querido
Nachito Ulloa? No me lo podÃa creer pero esa voz. —¡Demonios. Nooo. Maldición! ¡Tú
puta madre, choto de mierda. Tú, Chelito, tú. Cómo nos has podido engañar hijo
de la gran putÃsima! Chelito, era el teniente Marcelo Ardiles. —Bueno, Nachito
ya sabes cómo funciona esto. Sales con las manos en alto y dejas la pipa en el
suelo. AhÃ, adentro, todavÃa tengo a tres tÃos apuntándote y aquà afuera somos
25 con plomo para forrar una catedral. —Nachito, respiró profundamente y miró
al techo. —Contestó con una sonrisa sardónica, que deformaba aún su dibujo
mental de toda esta movida.
Sintió un
infinito dolor, que se fue diluyendo en ese persistente aroma familiar de la
pólvora y la sangre. Recordó aquel lejano dÃa en que su padre le enseñó a
disparar por primera vez. Alzó la mirada y vio el panorama de sangre,
casquillos, vÃsceras y viejos amigos en distintas orillas. Finalmente, el Sebas,
anduvo hasta las puerta de salida del bus y le espetó:—Bien, Chelito, te crees
mejor que todos nosotros; y sólo el cielo lo sabe, que tú has comido en mi
plato y nos has mordido las manos, a quienes éramos tus hermanos. ¡Rata, que
eres una sucia rata! ¡Sólo Dios nos pondrá a cada uno en su sitio! No pierdas
de vista esta cara, la del rubio, Sebas, porque esta cara te perseguirá toda tu
vida— Se dejó la mirada fija en los ojos del Chelito, ya descubierto con su
uniforme militar. Entonces, cuando, ya todo el mundo lo daba por entregado. En
un movimiento, tan rápido, como un pestañeo de ojos, sacó una beretta 21. Preciso y certero; se voló la tapa de los
sesos. Las campanas de la iglesia
sonaron como en una letanÃa al alba. Los trabajadores de la petrolera Bolivarof
se disiparon entre la muchedumbre que se congregó alrededor del asalto. Después
un montón casquillos. El teniente Marcelo Ardiles se dirigió a sus
hombres.—Sres. Esto es asà , nunca escuchen a los malhechores. En estas
situaciones es mejor mostrar indiferencia y hastÃo por estos criminales. Esta
unidad tiene un lema: cargar, apuntar y disparar.—SÃ, mi teniente.—Contestaron los efectivos de la compañÃa. Buen trabajo y enhorabuena, caballeros.
Finales de la
primera década del S.XXI
Desperté del
profundo sueño y olà el efluvio del alcohol de curar. Escuché a una mujer
discutir con un hombre.—Sebastián, déjalo en paz. Mi padre está hecho una
mierda. Salió de prisión porque tiene Alzheimer. —Ese cabrón, no tiene nada. El
viejo, sabe más por diablo…Mónica que es un pieza. Se las sabe
todas.—Sebastián, el novio de su hija iba vestido como un enfermero.—Hombre, D.
Marcelo, cómo está. ¡Ay, qué gamberrete que nos ha salido! Ya sabe Ud. que con
esa medicación no se debe beber. Esta botella de Johnnie Walker etiqueta negra
para la ambulancia. Esto es bueno para nosotros: sus enfermeros.—Enfermeros, yo
no tengo enfermeros. Yo estoy de puta madre. Esta noche he quedado con mis
colegas —Y yo con mis amiguetes del grupo de Facebook del colegio. ¡Todo el
mundo queda con alguien, eh, socio! Me quedé aterrorizado cuando el tal
Sebastián cogÃa de una mano una jeringuilla y la llenaba desde un bote de Rivotril. —Oye eso no es para mÃ. SÃ, es sólo un pinchacito, D. Marcelo. ¿Verdad, o te gusta más, Chelito, abuelete? Recuerde que los billetes son obra
de Dios.
FIN
Dedicado a todos los presos polÃticos de Cuba&Venezuela y
los enfermos de Alzheimer.
Six Bridges to Cross by Joseph Pevney (1955)
One Day in the Life of Ivan Denisovich by Caspar
Wrede (1970)
Wild Boys of the Road by William A. Wellman (1933)
Heist by Scott Mann (2015)
Shake hands with the devil by Michael Anderson
(1959)
Cortex by Nicolas Boukhrief (2008)
The Gentle Gunman by Basil Dearden (1952)
Remember by Atom Egoyan (2015)
Time table by Mark Stevens (1956)
De zaak alzheimer by Erik Van Looy (2003)
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