René Robert; el artista olvidado y lapidado en su barrio. Los sinhogar espantan
Un hombre murió en París. Les parecerá absurdo el porqué de toda esta historia, aunque yo la encuentro terrorífica. Dicen los del “a toro pasado” que son cosas que pasan. Da la sensación que estuviera hablando la lumbrera del entrenador argentino, de turno, en la rueda de prensa posterior al partido. Ésta, es la filosofía del partido a partido… ¡Manda huevos! René Robert murió en la calle como un perro. Esto también sucede, o claro, cómo hay más longanizas que colas que atar a los perros Igual no toca el nuevo debate. El bueno de René era un veterano fotógrafo artístico nacido en la bella villa de Friburgo del distrito de Sarine (Suiza), que se hizo reportero fotográfico, al comienzo de la década de los 60 en Francia. Un día conoció a una bailaora flamenca, de origen sueco, que le llevó a conocer el tablao "Le Catalan". Allí se encontró con las grandes figuras de este arte Made in Spain: su cámara inmortalizó la mirada de todos los más grandes artistas del flamenco puro. Robert, desafío nuestra conciencia colectiva en su trabajo de escenas de grandes leyendas como Camarón de la Isla, Fernanda de Utrera, Chano Lobato o su querido Paco de Lucía. Un buen hombre de gran corazón y un ojo muy fino para descubrir el alma del duende flamenco. Publicó tres libros que son icónicos en ese mundo del cante y el alma: Flamenco (1993), La Râge et la Grace (2001) y Flamenco Attitudes (2003). El año pasado cedió todo este gran legado a la Biblioteca Nacional de Francia. Ahora, tras su trágico final, fue recordado, en la redes, por otro cantaor de sus trabajos más recientes; Arcángel —“Me siento muy triste por la pérdida de René Robert, a quien tuve la suerte de conocer y ser fotografiado”, dijo esta estrella del arte flamenco, ganador de un Grammy. RR vivía en el centro de Paris, en su barrio, donde fue hallado muerto. Su cadáver se encontró 8 horas después de tener una caída fortuita. Así fueron los hechos acontecidos la tarde del 19 de enero, René Robert sale de su casa, a dar paseo por su barrio de París, muy cerca de la Place de la République. Son las 9h p.m. A RR le encanta andar por la noche en la rue de Turbigo, cerca de les Halles, entre esa vorágine de jóvenes y turistas que han venido a la "Ciudad de la Luz". René es un enamorado de la noche y esa gente que se mueve en el blanco y negro de la tarde. Y cada tarde, en muchos pueblos de Francia y España, los ancianos salen a dar un último paseo. Nada especial. Es algo muy del sur de Europa y en Paris, una acción que al mismo tiempo, comparten miles de ciudadanos de la villa. Vale, que todos algo más alertados por la pandemia del nuevo Covid Omicrom de este desgraciado invierno. De repente, por alguna razón misteriosa, cae en la acera. Al parecer, fuentes cercanas, pudo sentir un mareo. Él cae, presuntamente, por un mal paso con un bordillo. A ver ¿Cuántas veces habremos tropezado con alguna boca de riego, adoquín o pedrusco fuera de lugar o la típica piel de un plátano maduro, que estaba a un metro y medio de una papelera? Es normal, me pasa a mí con 55, me pasaba con 25, a mi sobrino con 8 y la abuela de un amigo mío con 80. Vaya esta vez, le tocó al bueno de René Robert con 84 tacos. Algo de lo más normal, aunque tenga visos, de terminar en una pesadilla de cuento escrito por Dickens y Lovecraft en Navidad. Todos los principios de año, hay un aura de tristeza, de soledad y cortante gelidez. El frío marca muchísimo a la gente y el calor tiene esa habilidad de unirlas. Basta con ver, antes de la pandemia como se sentaban unas conocidas brasileñas con unos amigos daneses en una mesa. Los daneses se ruborizaban por el desprendimiento de todo rictus protocolario, de eso llamado occidente. Algo muy raro está pasando por Paris. Sí, en esa ciudad que es la ciudad de la luz, de los artistas como René, que saludan al mesonero del barrio, a la dueña de la panadería, al kiosquero que le compra la prensa y a los pakistanís de la frutería de la esquina. Bien, a lo mejor, alguien sigue muy perdido con este artículo y no sabe que el 19 de enero, en el hemisferio oeste hace un frío que pela y los dientes rechinan como en un taller de carpintería metálica.
A medida que pasan las horas, el mercurio desaparece entre los muchos grados bajo cero de la escarcha parisina. Lo siguiente, tiene mucho de ordinario, o más bien si lo es, eso diría demasiado sobre nuestra pequeña cobardía habitual y todos nuestros defectos cotidianos. No es mi caso. Luego les diré porque no es mi caso ¿Pero qué está pasando? Ahora mismo, el bueno de René está en el suelo. El tiempo vuela. La gente pasa. Estamos en Paris, en una hora punta, donde pasan cientos y miles de personas con las célebres mascarillas y todas las medidas de contingencia obradas por el presidente Macron. Evidentemente, en una situación de estatismo o parada por falta de movimientos, a temperaturas bajo cero; los cuerpos pueden enfriarse hasta la hipotermia. Y este hombre se queda allí, tendido de cuerpo entero. Algunos de los transeúntes lo evitan, otros fingen que no está allí, otros imaginan que está ebrio (…) Otros con la cantinela: “un borrachín más, por aquello de entrar en calor.” Pues, estúpidos del alma, nadie se puede caer, que igual se ha dado el porrazo y parece que intenta recuperar la sobriedad o el equilibrio natural. Pero, no, fíjate, tú, se te va a echar encima de ti, con el pestuzo a alcohol. Todos lo evitan. La mirada se vuelve estrábica. Las horas pasan. Se hacen largas, René no está aquí para decirnos lo que sintió con la espalda como un témpano en la glaciar calle Turbigo: una hora, dos horas, tres y cuatro. René se ha convertido en parte del mobiliario de la ciudad del Sena. Ya que han pasado un montón de horas y nadie ha sido capaz de acudir y preguntar a este este hombre. ¿Cómo está Monsieur? ¡Oiga!, ¿Se encuentra bien? ¿Quiere que llamemos a una ambulancia? Aunque se encuentre bien, o medio bien, nuestra obligación es llamar al 112—es gratis— y dar el aviso sobre esta persona. Pero no, tres horas después del incidente, de la caída del bueno de RR, los transeúntes salen de los bares de los alrededores gritando y corriendo, entre carcajadas y mascarillas de pulsera. Unos van y otros vienen decía, Julio Iglesias y su chaqueta sin bolsillos. Las cuatro, las cinco. No tiene la gracia de una canción de Sabina. No sirve. Tampoco me vale el sarcasmo del sicario de Collateral de un Tom Cruise magistral cuando dice, aquello de lo del metro de L.A.; “Un tío sube al metro de Los Ángeles y se muere, ¿crees que alguien se da cuenta?” ¡Joder! Genio y figura. Dirán algunos. Nuestro protagonista lleva, nueve horas tirado en el suelo en uno de los barrios más festivos y animados de esta gran ciudad. Sin embargo, ¿tenemos que creer que la gente festiva era demasiado festiva, los transeúntes eran los más ansiosos por volver a casa, los turistas más curiosos de todo Paris eran los más fisgones de los 365 días del año?
Todos miraron hacia otro lado, o en otra dirección, o
lo encontraron normal: la operación de escapismo de la mirada, es un éxito,
además queda una frase muy cortita, castiza e internacional: ¡qué le den! Estos
pedigüeños y borrachines no paran de dar por el saco. Esa sería una de las
frases más normalitas para comentar. Alguien, por quien este amanuense que no
termina de salir de su estado de shock, siente gran admiración es el escritor
rumano, Elie Wiesel que ganó en el año 1986, el premio Nobel de la Paz dixit:
la sociedad con la que yo tuve que convivir estaba compuesta de tres sencillas
categorías: los asesinos, las víctimas y los indiferentes. Y a propósito de la
indiferencia, en una conferencia de fin de milenio en Washington, que se
llamaba: “Los peligros de la indiferencia”, hago un inciso y espetó: ¿Qué es la
indiferencia? Un estado extraño e innatural, en el cual, las líneas entre la
luz y la oscuridad, el anochecer y el amanecer, el crimen y el castigo, la
crueldad y la compasión, el bien y el mal, se funden. ¿Cuáles son sus cursos y
sus indisolubles consecuencias? ¿Es una filosofía? ¿Es concebible una filosofía
de la indiferencia? ¿Puede uno ver la indiferencia como virtud? ¿Es necesario,
de vez en cuando, practicarla, simplemente para conservar nuestra sanidad,
vivir normalmente, disfrutar una buena comida y un vaso de vino, mientras el
mundo alrededor nuestro experimenta una terrible experiencia? Por supuesto, la
indiferencia puede ser tentadora, más que eso, seductora. Es mucho más fácil
alejarse de las víctimas. Decía el bueno del Dr. Luther King; “Lo preocupante
no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos” Y es que
el individualismo avanza a una velocidad de vértigo cada vez que se debilitan
las "restricciones" desde arriba: la criba es demoledora. Ya nos
ponía en aviso Tocqueville cuando anunciaba el moderno recogimiento de los
individuos en pequeños átomos, colocados herméticamente uno en la ciudad del
otro. Entonces, ¿Por qué cuidar a alguien que se cae en la calle y preguntarle estás
bien? Cuando la preocupación de este revolcón al borde de la acera parece
casi un extraño heroísmo. Ahí radica la paradoja: estamos en un estado cada vez
más providencial (con impuestos obligatorios en un cincuenta por ciento)
mientras nuestras sociedades están formadas por individuos cada vez menos
preocupados por los demás. Es como si la solidaridad fuera cosa de todos y no
de cada uno en particular. Por todas estas razones, muchos de esos René Robert,
que siguen por ahí, la mayoría de las veces desconocidos para todos; mueren en
nuestras ciudades festivas, inquietas y ricas. No hace falta ir hasta Paris
viendo como las pasan nuestros Homeless.
En mi ciudad, la sempiterna falla de marras, cansado de un mediocre de alcalde más preocupado en hacer un carril para skaters de 50km/h (no quiero hablar de la cantidad de personas mayores que son atropellados por esta plaga de niñatos, subidos en los patinetes de energía eléctrica diabólicos), aunque haciéndose el remolón con una cantidad de gente que medio deambula, con las caras completamente idas y sin posibilidad de ir a un refugio en condiciones. No se preocupen con políticos como quienes tenían la responsabilidad de las residencias de Madrid o las de la Falla y centros de internamiento para menores con problemas, gestionadas por pseudopedófilos enchufados, por un botón, vía Cabañal. Si tu alcalde está obsesionado con el legado de una alcaldesa que bebía como un cosaco y estuvo en el puesto un cuarto de siglo, qué cojones les vamos a hacer. ¿Y qué pasa con el megapresidente Macron? Ve chalecos amarillos hasta en la noche más oscura de Paris; es que nos hallamos delante del silencio de los mediocres que se apuntan al blasón electoral cada 4 años y el rebaño, encantado. Cuando todos ellos, su mayor preocupación, pende de esos nuevos invasores que claman por un techo y el grosor de su dermis. Otro gallo cantaría, si toda la clase política de cualquier pelaje mirarse a los seres humanos a ras de suelo o con la ceja pegada a la acera. Afortunadamente, todavía quedamos ciudadanos. enfermos crónicos, que a pesar, de nuestras limitaciones, nos educaron en los valores de la EGB, como preguntar o intentar ayudar a más de uno tirado en la calle o incluso reprender un manotazo de un supuesto a novio a una chica, porque ves que la cosa se pone fea y te has jugado el careto contra ese neandertal. Me quedo con el amigo personal de René Robert, el periodista Michel Mompontet y estas palabras que son un extracto sobre lo que —al respecto de todo este sórdido episodio— dijo en su perfil de Twitter: “Y todos nosotros, tan ansiosos de existir en las redes sociales, de tener un lugar en el sol digital, de sumar "likes" a "likes", ¿no tendemos a descuidar el mundo real y en él a nuestros vecinos de edificios, los que andan por la calle y no saben a dónde ir porque no tienen casa? Sí. Es como si la muerte de los elefantes africanos nos preocupara más que la muerte del vagabundo a la vuelta de la esquina. Cuando miramos este drama de la vida ordinaria de manera diferente, muchos temas de sociedades olvidadas se cruzan. ¿Quién se ocupa de las personas que mueren en la calle?” Prueben a salvar a algún homeless o como les gusta a la administración tan burocráticamente armada decir: Los Sinhogar, pedazo de eufemismo, del armazón estatal, autonómico y local, tan divinamente enrollado, dándose de hostias por una placa de cobre y a ver quien la tiene más larga, mientras el ministro-a de la cosa social, en su estilista. Pena de occidente.
Dedicado a René Robert
Fotogramas
adjuntados
Los Olvidados (1950) By Luis Buñuel
Retrato de René Robert by Prisca Briquet
Central do Brasil (1998) By Walter Salles
Brutti, sporchi e cattivi (1976) By Ettore Escola
0 comentarios: