Cosas de la infancia de Sara
Los pantanos bordeaban la casita donde pasó su infancia el pequeño Marcelo López Recarte. Sus aventuras escolares le llevaron a capturar criaturas húmedas y viscosas; como anguilas, ranas y sapos. Pasaron 30 años, allí se hallaba, hacendado en una mansión completamente en ruinas. Ahí, sentado con una copa de Pacharán, encima del escritorio, estaba escribiendo cartas de disculpa a su esposa Sara; el inspector jefe del pueblo López Recarte. —Cariño, lo siento mucho. Pero tengo algo que decirte... Abundaban montones de cartas sin terminar, en aquel escritorio. Por la noche, los secretos retorcidos se rizaban como renacuajos en la mente de Marcelo. La medianoche invitaba a ranas y batracios a arrastrarse hacia adelante, empujándolo hacia la locura. Apenas quedaba Pacharán en la botella. El viejo inspector conoció a Sara, en su pub favorito: “La espuela de Sabino.” Mientras ella soplaba las veinticuatro velas de una tarta de chocolate —que parecía decir, cómeme— él, celebraba un aumento de sueldo. Dos veranos después, las rosas carmesí llenaban la iglesia de San Isidro Labrador. Pedro Landa, el tutor de la infancia de Sara, la entregó en matrimonio. Sara se vistió con un vestido de seda negro, muy gótica ella, y fue deslizándose, por el pasillo, de un modo, que le hacía parecer la concubina del diablo. Marcelo sufría de fiebre del heno y estornudó un buen remojón sobre la cara del cura. Las palabras perdían su sabor. Las melodías, antaño llenas de emoción, sonaban planas, como un eco lejano sin reverberación. La creatividad, un manantial burbujeante, se había secado, dejando solo una tierra agrietada. Sara, lo tenía muy claro: despreciaba la casa de Pedro Landa. Las frías corrientes de aire, llenas de humedad, calaban por sus largos pasillos, los huesos de Marcelo y las ventanas traqueteaban, al unísono, por las veinte habitaciones del palacete de los Murrieta. Las ortigas brotaban junto a los cerezos raquíticos que flanqueaban el camino de grava. Se miraba al espejo su gran cabellera de pelo gris y le daba vértigo verse ahogado de asma y artritis; Pedro Landa se marchitó hasta la senilidad. Sus dedos huesudos se aferraban a los bastones mientras cojeaba por su invernadero, luchando contra su escueta memoria, por recordar su propio nombre. Los cuidadores le preparaban los baños. Sara le daba de comer, siempre, con cuchara hallmarks; una dulce compota de ciruela. Mientras, el inspector Marcelo arreglaba las tuberías rotas. Pedro Landa dejaba sus objetos personales, por ahí, incluido su diario. De repente, cayó en las manos de un avezado Marcelo que leyó el volumen verde que estaba encuadernado en cuero.
La
letra garabateada de Pedro se asemejaba a una caligrafía encogida. Sara solo
tenía cuatro años cuando sus padres murieron en un accidente de coche, y Pedro
se convirtió en su padre adoptivo. Al igual que Sara, Pedro era el último de su
linaje y no tenía familia viva, pero su amplio fondo fiduciario le permitía
comprar cualquier cosa, incluidos los servicios sociales. El pelo rojo de Sara
se volvió rizado y sus ojos verdes cada vez más grandes. Incapaz de reprimir la
compulsión, las manos de Pedro acariciaban su suave y tersa piel blanca como la
leche. Página tras página, su diario describía cómo le acariciaba el pelo, le
tocaba los pechos en desarrollo y le acariciaba los muslos. Marcelo se
estremeció de asco. Después de cada «sesión», como él las llamaba, Pedro le
compraba —a su hija— adoptiva helados en cafeterías paralelas al paseo marítimo.
Famosos subastadores vendieron los cinco collares de esmeraldas de su madre
para financiar su educación. Ella tenía tres ponis en un campo cerca de su
colegio privado. Pedro había reparado el daño, a su manera. Eso quiso pensar a
lo largo de su vida. Macelo arrojó el diario de Pedro al fuego, destruyendo las
pruebas. Todas las páginas se arrugaron y se quemaron hasta quedar negras,
convirtiéndose en cenizas blancas. Las babosas ranas de la venganza se
adentraron, con más ahínco, en la mente de Marcelo, exigiendo justicia. Los
intentos de hablar sobre la infancia de Sara fracasaron. Marcelo se pasó días
chupando las esquinas de las mantas de lana. Sara apretó los dientes. Marcelo
temía que los periodistas locales se enteraran. Las noticias de primera plana
arruinarían la vida de Sara. Reprimió su repulsión, los sapos resbaladizos
envenenaban su juicio, su felicidad, su cordura. Los vecinos del pueblo nunca
sospecharon nada. Años atrás, un Pedro Landa con más fuerzas, impresionó a sus
vecinos restaurando un elegante Jaguar E-Type. Sus chaquetas de tweed olían a
aceite y gasolina, o a tabaco de su pipa. Sara guardó el terrible secreto. Pedro
tenía noventa y cuatro años cuando un cuidador descubrió sus restos mutilados
en la biblioteca. Le habían apuñalado cinco veces en la nuca y los hombros con
un cuchillo de veinticinco centímetros para trinchar el pavo por Navidad. Salpicaduras
de sangre manchaban una primera edición de “Barba Azul” de Charles Perrault que
yacía olvidada sobre una mesa de palisandro. Sara lloró durante días, con los
ojos enrojecidos y el rostro pálido.
Marcelo
dirigió la investigación policial. No se interrogó a ningún sospechoso. No se
detuvo al asesino. No se estableció ningún móvil ni siquiera un esbozo de
indicio. Nada de nada. Evidentemente, no se encontró el arma homicida. No hubo
artículos sensacionalistas en los periódicos. El caso sin resolver siguió
siendo un enigma. Tras la lectura del testamento, Sara descorchó una botella y,
sonriendo, roció a Marcelo con champán francés. Él también sonrió cuando ella
le compró una Harley-Davidson por su cumpleaños y lo llevó a las Maldivas en
Navidad. La vida les sonreía, Sara acababa
de heredar el Palacio de Murrieta, y toda la dehesa que conducía a la playa, y
todos los activos de su tutor, compró diez caballos de carreras pura sangre con
los dividendos de su amplia cartera de acciones. A pesar de las exigencias de
Marcelo, Sara se negó a vender la propiedad. Pedro debía de haber querido que
ella conservara la propiedad, argumentó. Las grabaciones de su música clásica
favorita, incluida «Clair de Lune» de Debussy, resonaban en las habitaciones
polvorientas. Marcelo prefería a Jimi Hendrix tocando la guitarra eléctrica y
era mucho, más feliz, en el pub bebiendo sidra con sus amigos; luchaba por
adaptarse a la vida en la gran mansión. Las pesadillas arruinaban su sueño. Las
severas tallas góticas de su cama con dosel le miraban con malicia, como
gárgolas sarcásticas. Sara cerró la biblioteca, convirtiendo las estanterías en
tumbas. Cada semana, traía jarrones con flores, perfumando el aire viciado con
el dulce aroma de los jacintos y los lirios. Una mañana de invierno, Marcelo
echó leña al fuego y se acomodó en su sillón. Los aromas del asado dominical de
Sara, la salsa de menudillos y el pudín casero de Oyarzabal llegaban desde la
cocina. Sara lo llamó para almorzar. Su costilla de ternera llenaba una bandeja
de plata. En el aparador de caoba, un antiguo tarro azul y blanco contenía las
cenizas de Pedro. La mente de Marcelo se sumergió en el pasado.
Dos
meses antes de la muerte de Pedro Landa
Como
agente de policía, se ocupó de muchos casos relacionados con hombres que
abusaban de niños. En tres incidentes distintos, varias niñas que vivían en la
ciudad habían sido violadas y asesinadas. Marcelo atrapó a cada uno de los
asesinos. Después de leer el diario de Pedro Landa, se había convertido en un
dios pagano salvaje, meditabundo, observando a Pedro y maldiciendo a ese vil y
malvado hombre. Cinco pintas de sidra le dieron valor a Marcelo. Cogió un
cuchillo de trinchar de la cocina y apuñaló a Pedro hasta matarlo. La sangre
salpicó por todas partes. Temblando de horror por lo que había hecho, Marcelo
borró sus huellas y enterró el cuchillo bajo unos helechos cerca de un tejo. Marcelo
intentó concentrarse en la deliciosa comida que Sara había preparado e ignorar
el tarro de jengibre. En sus manos sostenía el nuevo cuchillo de trinchar,
acariciando con los dedos la afilada hoja de acero. Temblaba, respirando lenta
y profundamente, con el estómago revuelto. ¿Cuánto tiempo podría ocultar su
propia culpa? Tomó una decisión. Definitiva y para siempre. Sara besó a Marcelo
en la mejilla. «Encontré un sapo arrastrándose bajo las tablas sueltas del
suelo de la biblioteca»—dijo. «Espero que no nos maldiga a todos».
Dedicado a Robert Redford agosto 1936/2025 septiembre In Memoriam
Fotogramas adjuntados
Lolita (1962) by Stanley Kubrick
Born
Innocent (1974) by Donald Wrye
Belinda (1948) by Jean Negulesco
The Last House on the Left (1972) By Wes Craven
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