Aquella Navidad del abuelo de Gwendoline
La
noche es negra como la boca de una chimenea. Se extiende sobre la casa como una
neblina de humo, espesa y asfixiante. El abuelo dice: Tic, tac, desde donde
está, rozando la balaustrada, contando en silencio los segundos. Los minutos.
Las horas. Las cortinas de terciopelo cuelgan inmóviles. Todas las ventanas
están cubiertas excepto la del vestíbulo, donde la luz de la luna se filtra
sobre el rostro del hombre que asesinó a Gwendoline. Yace desplomado a mis
pies. La cabeza le da vueltas como un corcho de vino a punto de saltar. Tan
silencioso. Tan quieto. Podría engañarte pensando que nunca se ha movido. Que
siempre ha estado ahí, como esa silla o esa alfombra. Otro mueble inanimado y
sin gusto. Gwendoline me escribió una vez un poema sobre una casa que se comía
a la gente. Su boca era una puerta, sus dientes eran los pilares y la chimenea
su corazón palpitante. Las ventanas se convertían en ojos. Uno grande y
parpadeante, como si tuviera un secreto. En el poema de Gwendoline, yo soy la
columna vertebral.
Una larga escalera curva que conecta un piso con otro. Sin mí, apenas hay cuerpo. Desde el momento en que Gwendoline entró en la casa y deslizó sus dedos por mi barandilla como una caricia en la mejilla: temblé y me estremeció. Sus pasos eran silenciosos y suaves. Tarareaba mientras cocinaba y bailaba el vals en pijama al son de las canciones navideñas de Bing Crosby. Leía en voz alta frente a la chimenea, donde el resplandor anaranjado encendía su cabello pelirrojo. Su aroma era como las páginas de los libros y flores prensadas. Sus suspiros eran alientos en mi nuca. La amaba como solo una escalera puede amar: en silencio y para siempre. He oído muchas historias sobre objetos que son como personas. Pero lo único que he visto son personas que son como escaleras. Siempre subiendo o bajando. Elegantes, robustas o sencillas. Sólidas o desmoronándose. Sí Gwendoline fuera una escalera, conduciría a un sendero en el jardín.
Las
enredaderas se entrelazarían alrededor de su delicada barandilla de hierro
forjado. Un gato perezoso dormiría en su tercer escalón, donde el sol de la
tarde dibujaba una pincelada perfecta de su luz. Ahora, Gwendoline no es nada, en
absoluto. Vuelvo a mirar al hombre destrozado que babea sobre la alfombra. No
era la primera vez que venía a esta casa. No, había venido muchas veces, dejando el correo, en el pequeño buzón amarillo, al final del camino de la entrada. Pero una mañana vio a mi Gwendoline mientras regaba los rosales. Vio
la bondad, en ella. Observó la forma de sus caderas, cuando se inclinaba, para podar
las espinas. Y todo cambió. Volvió esa noche, para pegar su cara a la ventana. Así como, la noche siguiente, y la siguiente noche... Lo observé, contemplándolo con ira, desde mi
posición, muy cerca del dormitorio de Gwendoline, en la primera planta. Impotente
para advertirle. Estuvo fuera toda una semana, parecía volver la tranquilidad,
en mí; cuando vi su silueta negra y aceitosa en la puerta. El pomo de la puerta
se sacudió. Deslizó una tarjeta de crédito por la rendija y lo intentó de
nuevo. Esta vez la puerta obedeció y él se deslizó hacia dentro, como una sombra
triunfante en la oscuridad.
Yo
solo podía protegerla, del mismo modo, que una escalera podría hacerlo: es
decir, de ninguna manera. Torpe maniobra de pensamiento, para alguien cagado de
miedo. Entró en su dormitorio. Pensé que oiría, algo, cualquier cosa. Un
forcejeo o un grito. No se escuchó ni un solo sonido. La belleza sucumbió, en
silencio. Pero sentí cuando murió, como un profundo suspiro en sueños. Tirito y me sacudo. Volvió al vestíbulo, más lento que antes. Y lo que hizo a continuación,
no puedo explicarlo. En lugar de marcharse, se giró hacia mí y me miró.
Directamente a mí. Vi las oscuras escaleras de piedra, de su ser, que conducían
a cavernas tan negras; que se tragarían una vela entera. Empezó a subir los
escalones. Si una casa es un cuerpo —por usar las palabras de Gwendoline—, pero
no queda alma en su interior, ¿sigue viva? Si una casa se come a las personas,
¿puede masticar, acaso, tragar? Esperé a que subiera hasta el rellano, con la
punta de su bota llegando al último escalón. Y me estiré. Las luces del abeto
de Navidad se apagaron y creí ver a la hermosa Gwendoline. Y, deje de estar
allí; mi alma se marchó muy lejos.
FIN
Fotogramas
adjuntados
Holyday
Inn (1942) By Mark Sandrich
The
Apology (2022) By Alison Locked
Lady
in the Lake 1946 By Robert Montgomery
Black
Christmas 1974 By Bob Clark





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