El silencio del río de la vida

 


A veces, tenemos delante de nosotros esos momentos de grandes oportunidades que hay que aprovecharlos o se nos escapan de las manos. Como el agua, no se pueden recoger una vez, ha sido derramada. Una figura avanza por la orilla del río Rivadavia. Un espacio grande, hermoso, de una fauna y flora realmente exquisita. No obstante, mantiene el clima familiar y tranquilo. Un enorme bosque lleno de magia y belleza prístina; envuelto  de coníferas, castaños, cipreses, cedros y hayas. Por donde pululan  martas, zorros, tejones, ginetas, comadrejas y nutrias. Y por los cordones cordilleranos águilas culebreras, gavilanes y cigüeñas blancas Al fondo, un sendero que gastaría yendo y viniendo. El aroma de la tierra húmeda  Por la tarde, en los últimos días de primavera, cae la cálida luz del noroeste patrio y asoma una silueta oscura. Obviamente, por su tamaño, sé que es Ciriaco, la leyenda: el mejor instructor de pesca de este país. Cruzo los escalones que utilizamos como atajo hacia el campamento principal y sigo el sendero que bordea el arroyo, pasando junto al estanque sombreado donde Ciriaco da sus clases de pesca. Hace un año que no lo veía y creo que este verano es la ocasión perfecta para aprender lo mejor del maestro celta. Sigo en busca de ese gran salmón, como dicen los astures; el guapetón campanu. Ciriaco es un hombre grande y bonachón, medirá sobre el 1,90, toda la gente de la comarca y provincia lo conocen por la generosidad y su conocimientos que trasmite en el arte de la pesca de río. Un personaje que siempre estará ahí, para todos los amantes del río de la vida. Soñar es gratis, pero en esta ocasión, la expectación es máxima porque me acompaña, alguien muy especial. Casualmente, he decidido que mi hija, Iriel, viniera conmigo en este viaje y se iniciara en esta noble faceta de la supervivencia del hombre desde tiempos neolíticos. Este es su primer verano en el campamento, y deseaba, que Ciriaco le diera los mejores consejos a la pizpireta adolescente. Hay que  reconocer que el grandullón está muy solicitado y todo el mundo quiere ser su amigo. Siempre está rodeado de gente, lo cuales, están muy pendientes de su dulce acento gallego. Los niños se sienten atraídos por él como por un imán y los adultos acuden en busca de consejo constantemente.



Él, escucha sin juzgar ni intentar contar su propia historia. Me he sentado, día tras día, esperando a que el pez picase, deseando tener un momento de intimidad: para exponerle mis heridas. Pero siempre hay alguien que llega primero. Es el personaje más Freudiano que he conocido en muchos veranos por la fascinante península. A la mañana siguiente, dando por hecho que Iriel, querría tomar las primeras clases de Ciriaco. Me dice:—Papi, puedo irme con Lucía a pescar. —Hija, —¿Quién es Lucía? Una niña de mi edad, pero muy divertida y sabe un montón de peces y sedales. —No me digas.—Qué, si papi. Venga! Déjame que me vaya con ella.— Vale, bien, te puedes ir. Ahora, primero, coge la caña, que no la veo y segundo: no alejéis demasiado de la vera del río. Curiosamente, ante, esa soledad, aparente de padre que se queda, a solas, sin el primer día de magisterio con el sedal y su hija. Bien, dejó a Iriel, que se marché con su amiga y unos metros dirección Este me saludan. Yo le dibujo un corazón y soplo, a modo, de envío. La emoción de un padre que ve como lo que más quiere, cada día crece más y más. De repente, me doy cuenta que Ciriaco, está apoyado en la barandilla del puente: sólo y como ensimismado. Ésta, es la mía—pensé. (Cómo han hecho otras personas este verano). Veo mi oportunidad de reclamar un bocado de su tiempo y su atención. Me quito la goma que me sujeta el pelo en una coleta y dejo que me caiga sobre los hombros. Lo observo y compruebo como se halla sumido en sus pensamientos. Mis zapatillas no hacen ruido en el puente. No se da cuenta que estoy allí hasta que mi reflejo se une al suyo en el agua. Quizá espera que pase de largo, sin pararse a hablar. Apoyo las manos en la barandilla y su reflejo me dedica una sonrisa de saludo. Sonrío hacia el agua. La superficie del lago es como una seda de Zhejiang: hermosa y adictiva. Atrapa el cielo azul que se desvanece y el rubor anaranjado del oeste, donde el sol se despide un día más. El agua, tan suave desde la distancia, se ve continuamente perturbada por la danza de un insecto o un suave soplo de aire. Nuestros reflejos, momentáneamente perfectos, se rompen y distorsionan por los pequeños movimientos.



Ambos, nos quedamos en silencio, mirando cómo el sol se refleja en el lago. La noche está llena de pequeños sonidos: el suave canto de un pájaro que se posa para dormir, el grito ronco de una rana, el ruido de las cigarras que crecerán y llenarán la oscuridad de una presencia cálida y viva. Pero aún no es de noche. Estamos atrapados en un aro de suave luz entre dos cielos. Espero hasta que el sol casi ha alcanzado las puntas de los árboles en el horizonte antes de cruzar el estrecho puente y apoyarme en la barandilla del lado opuesto, esperando. Él permanece de espaldas a mí, mirando al agua. Estoy efervescente y burbujeante por todas las cosas que quería decirle en la consulta de pesca, pero que me guardé. Siempre había alguien más que lo necesitaba: —como mi hija. Aunque, creo, que Iriel, estaba entrando en esa fase donde los salmones buscan salir de los remolinos de las aguas bravas del río para alcanzar el océano. Zoila, la chica de la secretaría del campamento, sí que necesitaba, el calor de Ciriaco, para hablarle de su divorcio o Antón, el jardinero siempre hablando de los fríos inviernos en estas tierras y como se adelantó el del año pasado. Supero un cáncer de colon hace un año. Un jabato. Ciriaco se vuelve hacia mí, de espaldas a la puesta de sol. Mi cara está iluminada por la luz del atardecer, mientras que la suya está en la sombra. Normalmente me escondo detrás de mi timidez, pero ahora siento la necesidad de revelar quién soy y preguntarle quién es. Tengo muchas preguntas: ¿Cuál es su vocación? ¿Cómo aprendió a tener un gran corazón para todos los que se cruzan en su camino? ¿Cómo se aprende todo eso? Es demasiado tarde para hacer algún comentario banal sobre la belleza de la noche. Ya hemos compartido su silencio. Aunque es difícil empezar con palabras profundas, las superficiales no servirán. No sé qué hacer…



Quiero hablar del dolor y el rechazo, de la soledad y el desamor, pero en la belleza de este momento, no parecen importar más que los duros guijarros del lecho del lago.—Quisiera decirle lo orgulloso que me siento de  mi hija, Iriel. De traerla aquí, para que la conozca y le enseñé este noble arte de los sedales y garfios. Siento la necesidad de acurrucar mi cabeza contra su pecho y sentir sus brazos a mi alrededor. Pero si intento tenerlo para mí, ¿será menos de lo que está destinado a ser? Ciriaco, de repente, espeta: —"Lo que más me gusta de la pesca es el silencio. Por eso vengo aquí por las tardes, cuando puedo".—Me quedo más anonadado. Muy feliz. Temo hablar por si perturbo algo perfecto, como una brisa en el agua; que convierte una imagen nítida en fragmentos retorcidos. Expreso mis pensamientos. —“No quiero perturbar el silencio”. —“Lo has compartido. Eso es lo que me gusta de pescar contigo. No ahuyentas a los peces parloteando demasiado. Sabes esperar en silencio”. —“Llevo esperando toda la primavera”.—“Ayy! Algún día conseguirás ese pez. Ya lo verás”— sonríe. Y cuando lo haga, “lo volveré a meter". Por favor, un Campanu! Ambos sueltan una gran carcajada en sottovoce y volvemos por enésima vez al silencio: la belleza del mutismo. —Luego, Ciriaco, se da la vuelta, tomando el camino, a su cabaña y a sus obligaciones con los niños. En este momento, el lago está tan oscuro como el cielo. Todas las cosas que quería decir y no dije ondean en mi mente como las marcas de los pies de los insectos sobre el agua. Sin embargo, le he dado lo que necesitaba a todo este mágico lugar; le he devuelto el silencio y me siento el hombre más feliz del río.

 

                                                                               FIN



                   Dedicado a Mario Vargas Llosa 18 marzo 1936/13abril 2025 In Memoriam 



Fotogramas adjuntados

 

Tiger Shark (1932) By Howard Hakws

Man's Favorite Sport? (1964) By Howard Hakws

The Edge of the World (1937) By Michael Powell

A River Runs Through It  (1992) By  Robert Redford










Malaquías, el marino desterrado y los cantos de sirena

 


Una lejana voz llamó a Malaquías desde la angustiosa oscuridad que envolvía la nave. Había algo familiar en ella, como si perteneciera a alguien con quien hubiera hablado, hace no mucho tiempo, pero de un tono más estrangulado y gutural que la de una típica voz. Intentó ignorar el sonido, pero la familiaridad le carcomía, y, se encontró poniéndose los zapatos y el abrigo para poder encontrar la fuente. Mientras subía por la escalerilla hasta la cubierta del barco, el sonido, audible por encima de las olas y el aullido del viento, le rodeó. El ritmo del canto aumentó hasta alcanzar un crescendo que no cesaba de crecer y crecer pero no terminaba de llegar a su punto cúspide. Malaquías Gabor se agarró a las jarcias del Rosa de Jericó, el cual, se dirigía hacia el este del mar del Norte, en la noche más oscura y temible que se recordaba. Respiró el aire fresco y salado. Seguía con el omnipresente mareo, que parecía ir a menos, como si quisiera darme una tregua a tanto tinnitus. No obstante, algunos de aquellos sonidos de la voz incorpórea le inquietaban. Se alegró de estar de nuevo sobre la cubierta y lejos del hedor de interior de la goleta con quince marineros sin lavar y de las horribles raciones de comida que enmohecían lentamente. A través de la cacofonía de sonidos, recordó a los viejos marineros de las tabernas locales que contaban historias de sirenas, las cuales, llamaban desde las profundidades y atraían a los marineros hacia una tumba acuosa. Nunca había dado crédito a aquellas fábulas, leyendas y mitos; los marineros borrachos no eran el tipo de personas a las que uno da crédito cuando trata de distinguir la ficción de la realidad. La idea de una mujer perdida en el mar embravecido le hizo inclinarse y mirar por encima del borde del barco para encontrarla. Hacerlo era una temeridad, pero sus pies no atendían a razones y le acercaron al pasamano de estribor. Buscó frenéticamente el siguiente trozo de cuerda al que agarrarse mientras el temporal arreciaba. La única diferencia entre el cielo y el mar eran las olas que chocaban contra el casco del barco. Malaquías forzó la vista para aclimatarse a la oscuridad y escudriñó las aguas en busca de alguna señal de alguien que pudiera haber sido arrojado por la borda.

 

                                 


Lo más probable era que aquellos sonidos no fueran más que el viento deformando, por los gritos, de algún miembro de la tripulación. Era una respuesta mucho más plausible que una sirena pidiéndole que saltara a la muerte. Algo salpicó a medio metro de donde el Rosa de Jericó cortaba el agua. Seguro de que alguien flotaba en el mar, miró a su alrededor en busca de una cuerda suelta o algo lo suficientemente largo para que la pobre alma pudiera agarrarse, pero lo único que encontró fue un tablón de madera. El canto se hizo más fuerte, como si emanara de su propio cráneo. Malaquías no oía nada más. El sonido del viento y las olas casi había desaparecido. El tablón que tenía en la mano no era lo bastante largo como para ser útil a alguien que estuviera en el mar; sin embargo, juró que vio una mano etérea que lo alcanzaba desde las aguas. Cuando gritó pidiendo ayuda por la cubierta vacía del barco, su boca se movió y sus cuerdas vocales se tensaron. La mayor parte de la tripulación estaba abajo, durmiendo, y ni siquiera él podía distinguir sus propios gritos entre el canto. Cuando el volumen amenazaba a Malaquías con la locura; todo se volvió mortalmente silencioso. El mutismo le sorprendió y, mientras se llevaba involuntariamente las manos a los oídos, dejó caer el tablón al agua. Se introdujo los dedos empapados en los canales auditivos, esperando encontrar en ellos la sangre de los tímpanos reventados cuando los retirara. Pero, observó que no había nada. Un extraño halo de luz azul verdosa flotaba en la superficie del agua, donde hacía un momento había estado la mano. La luz se transformó muy  lentamente, en la forma de una mujer hasta la cintura, en medio del mar embravecido. Parpadeó, incapaz de moverse. No podía ser la mujer que conocía. Estaba muerta. No lo dudo, por un instante. Recordó como las bestias de sus compañeros le habían atado las manos a las rocas y los pies, y de seguido, la empujaron desde el puente.



Él, se había quedado a la orilla del río, sacudiendo la cabeza en señal de condena silenciosa —no de la bruja acusada, no creía en esas tonterías—, sino de la gente enloquecida de su pequeño pueblo, que se apresuraba a ejecutar a cualquiera que no comprendiera lo que ellos creían. Su asesinato fue el catalizador de su marcha desde el Nuevo Mundo, para volver, a las refinadas y razonables costas de Inglaterra. Su mirada se cruzó con la de ella y un relámpago de frío recorrió su espina dorsal hasta llegar a su cerebro. Los pelos de la nuca le hormiguearon y se levantaron como escarpias. Sus manos se aferraron con tanta fuerza a la barandilla del barco que el dolor empezó a subirle por los antebrazos. Recordó, el día de su ejecución, estaba tan delgada y pálida como la mayoría de los campesinos desnutridos de la ciudad, y su piel, parecía media talla más grande en los bordes. Sus ojos tenían semicírculos oscuros, pero las pupilas estaban dilatadas por una excitación feroz. Ya no era una víctima, era una depredadora. Su boca esbozó una leve sonrisa, lo que hizo que su rostro resultara aún más amenazador mientras miraba sin pestañear. La mente de Malaquías se agitó y buscó una explicación racional en todos los estudios y artículos científicos que había leído o escrito. Lo que encontró fue arrepentimiento. Debería haber ayudado a aquella mujer cuando tuvo la oportunidad. En cambio, su actitud altanera y su indiferencia habían permitido la muerte de otro ser humano. Ninguna ayuda que ofreciera ahora expiaría su complicidad en el asesinato. El remordimiento era brutal y en ese instante, sus manos se soltaron de la barandilla y su cuerpo se incorporó bruscamente, con la mente atrapada en el cuerpo de una marioneta. No pudo romper el contacto visual con la mujer espectral mientras doblaba las rodillas, apoyaba los brazos en el agarradero y se lanzaba de cabeza hacia las gélidas aguas. No había nadie cerca para quedarse de brazos cruzados y presenciar el horror mientras ella lo envolvía y se hundían en las oscuras aguas.

 

 

 

                                                                      FIN


                 


                                  Dedicado a Gene Hackman enero 1930/febrero 2025 In Memoriam



Fotogramas adjuntados

Miranda 1948 by Ken Annakin

Splash 1984 by Ron Howard

The Lighthouse 2019 by Robert Eggers








La abducción de Ercilio

 



Estaba todo planeado, no solo el viaje sino que Ercilio Puertas iba a cometer un delito. Mientras tapaba su coche, con una lona. Su mente repasaba los detalles y cómo asegurar sigilosamente aquella cosa y escapar sin ser detectado. No era una cuestión de codicia ni de extrema necesidad, sino el deseo de llevarse algo que le fuera útil. La carretera era el autovía AP-68 una de las más largas del nordeste y que unía dos territorios con fundamento. Allende de su final, Ercilio, la veía: larga e infinita. El coche había sido preparado para un viaje hacia el oeste, mucho más lejos. No volvería en muchas semanas. Eso formaba parte del plan, no sería fácil encontrarle. El sol de la mañana emergía a sus espaldas, proyectando las sombras de los penetrantes árboles de hoja perenne sobre la carretera, creando un efecto caleidoscópico de sombras y luces. Ercilio  repasó, de nuevo, el plan. Punto por punto. Todo dependía de no ser detectado, de escapar y desaparecer antes de que se perdiera el ente. Le estremecía la idea de que lo descubrieran, de sentirse culpable, de sentir los dedos acusadores que lo señalaban, que le gritaban al admitir su fechoría, de poner en peligro su carrera de registrador de la propiedad.



El tráfico aumentaba a medida que Ercilio se acercaba a una circunvalación de la ciudad. De momento se concentró en conducir con cuidado, olvidando su búsqueda. Unos camiones ruidosos se pusieron delante de su Lexus hibrido: haciéndole frenar en el último momento. Les gritó y lanzó abominaciones. El indicador de combustible le reclamó que aprovechara la primera oportunidad para llenar el depósito; una vez hecho esto, agarró el volante y pisó el acelerador, a fondo, para adelantar a un camión tras otro. Con el puño en alto, gritó: «Ya verán. No tienen ni puta idea de con quién están tratando, no tengo escrúpulos, estoy planeando el mayor atraco de este asqueroso país». Sus peroratas fueron ajadas al silencio por la grandeza del viento. Las nubes se acumulaban en el cielo y el día se volvía gris y sombrío. Ercilio se dirigió a su destino, la primera parada del viaje. Miró las señales de tráfico para encontrar alojamiento. Advirtió uno adecuado y salió de la autopista a la altura del territorio foral. Ahora, sentía alivio y un pequeño regocijo, por el hecho, de haber abandonado la carretera durante un día. Su cuerpo se quejaba del largo viaje y lo único que quería era estirar piernas, exhalar aire puro de los abetos del bosque; que bordeaba la salida de la autopista y dar un largo paseo. Pronto, pensó, raudo.



Otra vez aquella cosa le producía una tremenda comezón. Al día siguiente seguiría conduciendo hasta llegar a las montañas de Llodio, en busca de paz y consuelo. Recordaba lejanos veranos con la familia de subida al monte Ganekogorta. De repente: ¿Le atormentaría el recuerdo de sus actos y le privaría de esa intención? ¿Se estaba poniendo en peligro de cargar para siempre con la culpa? No, esa cosa bizarra e inexplicable estaba ahí para que cogerlo con la mano y aprenderla. La haría suya. Llegó la mañana y Ercilio dejó que el agua caliente y calmante de la ducha masajease sus músculos. Contempló por enésima vez los detalles del plan — confiado en que podría ocultar el hecho de que faltaba el objeto. Tiró todas las toallas usadas— la alfombrilla de baño y un par de toallitas faciales usadas, quedaron amontonadas en el suelo del cuarto de baño. Dando por hecho que la chica de la limpieza las recogería. No quiso contar todo lo que acopió en la habitación. Una vez vestido y con la maleta hecha, de nuevo, se dirigió con decisión al cuarto de baño y cogió una toalla y un paño secos, doblados con mucho arte, y los escondió cuidadosamente en el fondo de la maleta. Buscó furtivamente por el pasillo, salió y escapó a la penumbra de la mañana como alma que persigue el diablo.


                                                                                                 FIN


                                        Dedicado a David Lynch enero 1946/enero 2025 In Memoriam


Fotogramas adjuntados 

D.O.A (1949) by Rudolph Maté

Lost Highway (1997) by David Lynh

In a Lonely Place (1950) by Nicholas Ray








El abogado, la modelo y el diez por ciento: la ley son pruebas

 


Es bien sabido que todo el mundo odia a los abogados, pero no todo el mundo sabe que los abogados odian a sus clientes —esto, es una confidencia que les hago, de uno de mis mejores amigos y letrado de pedigrí— de una manera oculta, profunda y tenaz. En esta guerra interminable, sin cuartel y sin piedad, hay una tierra que no es de nadie: el pacto de la cuota de litigios, gracias, a la cual, se paga al abogado, en función de cuánto dinero puede hace ganar al cliente. El campo en el que se aplica con mayor frecuencia: es el peritaje de vehículos por siniestros. Hay casos como la investigación de un antiguo accidente de coche; luego trabajar en la gestión de catástrofes es, en cierto modo, divertido. Una especie de regreso a la infancia. Hay una tabla, y, en las abscisiones, aparece la edad de las víctimas, luego, en las órdenes, tenemos: la gravedad de la lesión, expresada por porcentajes. El punto de encuentro se halla, en la cantidad que debe de reconocerse en concepto de indemnización. Es un poco como jugar a hundir barcos, aquello de, tocado y hundido. Soy abogado y me quedo con el diez por ciento, de mis trabajos. No es mucho. Tal vez por eso, hace un par de años, Vanessa vino a verme. Era una mujer hermosa y gélida como el amanecer en un glaciar. Me dijo que había un siniestro que atender y que usted había venido en nombre de una amiga suya; que no estaba muy familiarizada con la ley y los abogados. Fue una práctica fácil, para empezar. Lo dijo —textualmente— “para empezar”. Tremendo. Lo noté enseguida, aunque, de vez en cuando, le di un significado diferente al que tenía. Quizás porque, en ese momento, perseguía más mis fantasías que mi cartera. La chica en cuestión estaba en la cola de una de esas interminables serpentinas, que, como el puromoro, serpentean eternamente por nuestras carreteras, cuando la atropellaron. Curiosamente, la jurisprudencia asume que la culpa es de quien conduce, porque la ley no está hecha para los conductores; se podría pensar que nuestro legisladores todavía tienen, el cacumen, por aquellos caminos rurales recorridos, en un Ford Modelo T de los tiempos de Capone.

 




Se trataba de un daño sin valor, de hecho, su baremo máximo eran unos 700 euros; entre el daño biológico y el daño al automóvil. Lo que importaba era la doble firma en el documento NIF, del que, como era de esperar, se derivaba la responsabilidad exclusiva del útil. Me dije que si la amiga se parecía un poco a Vanessa, ningún varón heterosexual, al ver el número de categoría, en el modelo, tendría dificultades para firmarlo. Pero había algo que no encajaba y vi el affaire, como un pequeño problema, que ronroneaba mi occipital —el porqué de esta historia y los intereses que se traía Vanessa, al acudir a mí — era otro. El mismo día, del impacto, la chica se iba a un desfile de modas. Si hubiera causado una buena impresión, habría sido contratada, indefinidamente. Además,, el sueldo habría sido muy, pero que muy sustancioso. Sólo que el golpe afectó su comportamiento. Como resultado, mi pobre cliente había sufrido un gran daño por la pérdida de oportunidades de trabajo. Vanessa podría haberme proporcionado, incluso en un eventual juicio, todos los elementos necesarios y suficientes para probar la pérdida sufrida y la merma de ingresos padecida por su amiga, pero habría sido una causa larga, compleja y evidentemente: costosa... ¿No habría sido conveniente ponerse de acuerdo con el seguro?—Advirtió.—Por supuesto, respondí. Las compañías de seguros siempre están dispuestas a dirimir  causas de este tipo; en última instancia, el coste recae sobre la empresa y la empresa son los demás. Empero, hay muchísimas modelos en la ciudad»— me interrumpió «Y, aún más, aspirantes a modelos». —Me miró a la cara. «Y todas las que conozco conducen»— concluyó. No había nada más que decir, salvo que mi parte, ya es de sobra conocida, era el diez por ciento, lo que establecí hace mucho tiempo.




Empezó muy bien, y luego mejor. Vanessa había dicho la verdad: había muchas modelos en la ciudad y las aspirantes a ejercer ese trabajo eran multitud. Las recibía, les daba un vistazo a sus papeles, muchas miradas a sus clientes, y las despedía para volver a trabajar. Después de ese primer encuentro, y durante mucho tiempo, no volví a ver a Vanessa. Obviamente, decidió que yo no era, lo suficientemente fiable. Y, de hecho, lo era. Mi clientela lo corrobora. Completé con éxito todos los trámites y nunca pedí más del puto diez por ciento.  Sin embargo, desde un lejano rincón oscuro de mi mente, me recorría un soplo helado, como en estos días de enero por los Dolomitas, que me daba escalofríos en la espalda y estornudos glaciares. La vida seguía como los días y los años. Nuevo año, por cierto, 2025. Hasta que conocí a Sara. No era tan hermosa como las demás, quizás porque tenía un aspecto un poco triste, con esa mirada de estatua maltratada, por el olvido, durante siglos. Una pena. La vi enseguida y supe que nunca la olvidaría; pase lo que pase. Sé lo que os estáis preguntando, porque yo también me lo pregunté: ¿me había enamorado de ella? No lo sé. No lo creo. Lo más probable es que se tratase, solamente de dos solitarios, cuarentones, pero ya había tratado con las separaciones. Demasiado tiempo para mi cuarta década. Lo suficiente como para saber que tal combinación no forma una pareja. No por mucho tiempo.  Además, era una clienta y los abogados odian a sus clientes. Ya lo sabían. Así que, me asaltan las dudas. No. No sé si la amaba. Todo lo que sé es que cuando estaba con ella, ese hálito de aire gélido, ya no se notaba. El soplo del helor, se había desvanecido.





De todos modos, para Rufus Green, eso no significaba nada. Tenía demasiadas cosas en su cuerpo, esa noche, todas de primera. El pirata de las empresas extraterritoriales sólo se llevaba lo mejor y ¡Ay de los que le faltaran el respeto! Así que cuando vio el arañazo en el parachoques de su último modelo, Lotus Evora, el sujeto RG, saltó sobre Sara y la golpeó vilmente. Cuando terminó, sólo quedaban fragmentos de la pobre estatua. Pasados unos cuatro meses, Vanessa vino a mi estudio con los angustiados padres de la desgraciadamente asesinada, Sara. Mirándolos, pensé que ni el escritor de ciencia ficción más imaginativo podría creer en un vínculo de parentesco. Sin embargo, los documentos decían lo contrario y la verdad procesal se basa principalmente en las evidencias. Así que los documentos esgrimidos reafirmaban sus declaraciones. En cuanto a la otra verdad, no lo sé. Tenía que asistirlos y ser parte civil en el juicio por asesinato que estaba a punto de comenzar. Los jueces habrían sido muy severos y posiblemente, hubieran dado una pena capital junto a una enorme indemnización monetaria. No eres el pirata de las empresas offshore; si no tienes un tesoro en alguna parte. Mi porcentaje habría sido el de siempre y no había nada más que decir. Hoy ha terminado el juicio y ha finalizado bien. ¿Se pueden imaginar lo contento que estoy? Mientras, espero a Vanessa que me acaba de informar sobre la obtención de un cobro emitido por los padres de Sara: la pareja infeliz está demasiado postrada para manejar esa gran cantidad de dinero obsceno. En lo que a mí respecta, no hay problema. Estoy dispuesto a darle a Vanessa lo que es correcto. Y se lo he puesto muy fácil. Lo dicho, por aquí, en mi escritorio tengo seis balas del calibre 38. Y, evidentemente, mi humilde diez por ciento.


                                                                                                      

                                                                                                           FIN






                                      Dedicado a David Lodge enero 1935/ enero 2025  In Memoriam





Fotogramas adjuntados

Anatomy of a Murder (1959) By Otto Preminger

The Gingerbread Man (1998) By   Robert Altman

Cape Fear (1962) By J. Lee Thompson

The Veredict (1982) By Sidney Lummet








La noche más oscura en Valencia: 29 de Octubre 2024

 



Término municipal de Chiva, 18:00 horas de la tarde, mientras camino, escucho el sonido del río que desemboca en la pequeña cascada, una asonancia que siempre me ha gustado. Normalmente, se acerca al oído, casi todos los otoños, donde la lluvia hace acto de presencia y siempre es bienvenida entre los lugareños de la villa. Cuando puedo, vengo aquí a dar un paseo, a solas, una vuelta a respirar aire puro, cerca del río, que se le llama Poyo, o el Poyo. Por estar en esta rambla que llega hasta la huerta de Valencia. La cosa como el que no quiere; se puso rara. Llovía con un tono cínico, imponiendo una traidora amabilidad, pero enfurruñada en pura rabia. Por aquellos días, sufría jaquecas muy fuertes producto de una galopante presbicia. La vista, se había divertido mucho con el negro sobre blanco. Las lumbreras de la meteorología decían que llovería, con fuerza e intensidad. Precipitaciones de récord. Pero, creen qué tenemos un servicio meteorológico como en USA, después del desastre del Katrina? Ya quisiéramos. Bueno, la realdad es que la lluvia comenzaba a encabronarse. De repente, comenzó a llover con una potencia descomunal y aquello era el diluvio universal. El riachuelo del Poyo se parecía a la cuenca del Ganges en pleno monzón y cada vez, más cerca de todos nosotros. Viendo lo que pasaba en Utiel y Requena, evidentemente, Chiva, tenía el miedo dentro del cuerpo. ¿Y quién no? 18:30 horas de la tarde en una urbanización de las afuera de Chiva. Koldo y Ángela discutían de menesteres domésticos —¿No me estarás acusando de confundir a Marisa con la limpiadora? (Le cambió la voz y renovó sus quejas de que yo solía “imaginarme cosas” e ignorar los problemas reales). —Comencé a canturrear, aquello de… “por el camino de Bonanzaaa…” Sorprendentemente, la puta rambla del Poyo, quería  parecerse al puto Ebro, cuando la Pilarica le llora al cielo porque los cultivos aragoneses están secos. El agua subió por el escalón que separaba la cocina del resto de la casa y llegó al salón. Teníamos que actuar, salvar lo que pudiéramos, pero Ángela no pareció darse cuenta y seguía arriba, haciendo sitio, donde guardar las cosas de mayor valor… De la maldita mudanza. No llevábamos en tierras valencianas ni un día y no me lo podía creer.—Por un momento, las imágenes del viejo Bilbao de los 80, hicieron mella en mi mente…

—Joder, Ángela ¿No has visto cómo sube? ¿No  te das cuenta que el caudal, está  llegando el agua al linde de la orilla del puto barranco? —Si, sigue lloviendo así, vendrá el ejército a sacarnos de aquí y como tarden más de la cuenta; seremos carne de mortaja de pino. —Puta lluvia! Esto no es llover… Es Dios echando contenedores del cielo. ¡Venga, Koldo! No te pongas nerviosito, que en esta tierra, cuando llueve cae la del pulpo...—Tela, guapote. Ángela, qué en mi tierra, yo era pequeño y cayó la del calamar en el 83. —Ya lo, sé, cariño. Claro que sé cómo se lía…—Esto se está poniendo muy feo. Horroroso. Estate atenta que nos marchamos, en nada. 19,00h en la carretera del barrio de la Torre dirección Benetusser. Batiste, mira, a través del retrovisor de su volquete. El riachuelo ya estaba por encima de las aceras e inundando partes bajas del barrio. Vio el gallinero de su amigo Tomás, en el corral de su casa solariega, y el agua, ya estaba a una altura de casi 30cm: las gallinas estaban acurrucadas alrededor del gallinero y sacando el pico para no tragar agua. Batiste, no se lo pensó, dos veces y masculló: —voy a dejar salir a por las pobres. Y a ver si las puedo dirigir hacía la carga. A ver, si tenemos suerte, y por lo menos, tendremos huevos del gran Tomás.—Sacó, una sonrisa, muy suya.

    Su mente le preguntaba:¿Y dónde las vas a tener? ¿En tu casa? Intenta llamar a Tomás. El agua arrastraba con fuerza. Y se volvía repetir en su interior: —¿Por qué esta repentina lástima? Además, puede que deje de llover y el agua no suba, más.

Ahí, volví hacía Valencia y pasé por Picaña. Me bajé y comprobé el caudal; intenté agarrarme a la barandilla del puente que resbala—Pensé, la hostia! Se acaba de romper el puente y la corriente me lleva. ¡La puta madre qué me parió! la furia de la rambla del Poyo venía cómo un Nilo envenenado. —Perdí el equilibrio y  me caí al agua, que golpeaba, a través de mis poros. Los ojos se llenan de agua, los pulmones se colapsan, el corazón palpitando.

 

 


 

Dando vueltas, revolcándome, rodando con derrubios: cañas, gatos muertos, pedruscos y un montón de broza que me agitaba. Haciendo de mi viaje, por la escorrentía, un bicho raro, envuelto en un montón de ropa, en la lavadora. Vueltas y más vueltas. El cuerpo, daba tumbos por todos mis costados. Salgo a la superficie, jadeando por aire, el cuerpo se golpea contra un risco y la salvaje corriente del Poyo me empuja, sobre la gran roca, salvándome de un destino inevitable. Mire mi reloj sumergible y eran las 19,20h. El agua estaba, a punto, de engullirme en sus fauces…—Ya no vi nada más.

19:30h Chiva

Koldo:—¡El agua está en la cocina! —Su mirada era sombría.—No dije nada. ¡Cariñooo. Qué, el agua está en la cocina!

Corrí hacia allí. El río había invadido la cocina. Vi el gallinero sumergido hasta las trancas. Las gallinas se habían ahogado.—Érase una vez un gallinero —dijo un tío que no sé de dónde salió, pero su acento era colombiano— Y se quedó con la mirada ida.

¿A ver, tú, quién coño eres? — Yo soy Ezequiel Barrientos, un mozo de carga de mudanzas y mi compañero era el conductor del transporte, Gabriel González,  que se ha ahogado en el barranco.

—“Esta inundación llegará lejos”, dijo. Y no estaba mirando el agua, estaba mirando a Ángela.

—Ángela, venga, “vístete y coge lo más importante” Vamos a subir al tejado.— dije.—Llueve tanto, que las gotas duelen en la cara. —¡A ver, tú, Ezequiel, tira para arriba y estate atento! Qué la suerte, no se te va a presentar dos veces seguidas. Ezequiel: —puedo darme una ducha, cuánto me gustaría ducharme en una bañera. Ángela intervino: —Tú, flipas, tío. Te crees que es momento para ducharse, en la bañera, gilipollas!

Koldo:—Contrólate, tío. Está lluvia tiene muy mala pinta. Por favor, tranquilízate, estás todavía con el susto dentro del estómago. Bebe un poco de agua. —De acuerdo. ¡No problem. Man!

Y volvió a mirar a Ángela. Tenía una mirada zaina  y lúbrica. —No hacía nada por disimularla. Creo que seguía con el golpe de su compañero en el cuerpo.—Koldo, controlaba todo. Vamos, Ángela. Te llevaré arriba. Deja el álbum de fotos y todo lo que hayas cogido. Vámonos. ¡Koldo, está cayendo el agua a chorros del techo! Corre, corre… Koldo, hizo una pequeña pausa, antes de salir hacía el tejado.

Me quité los zapatos empapados y contemplé consternado el patio trasero de la casa de mi padre. Llovía y llovía y, de repente, algo llamó a la puerta de la cocina. Abrí la puerta. Era el cuerpo de un gato. Lo aparté con el pie e inmediatamente cerré la puerta. El agua subió por el escalón que separaba la cocina del resto de la casa y llegó al salón. Teníamos que movernos, lo más rápido posible, y ponernos a salvo con lo imprescindible. ¡Aquí, ya no estamos seguros! —Ángela, vamos, corre y tira para arriba. Ella, no pareció darse cuenta y seguía arriba, haciendo sitio al ajuar de sus padres. —Koldo: ¡Sera posible. Deja la mierda de las cosas de la familia, que has cogido. Suéltalas! No podemos llevar nada encima. Si nos rescata un helicóptero, ya podemos darnos con un canto en los dientes. Arriba cagando hostias. —Por favor, salgamos por el ventanuco y quedémonos en el tejado. Vamos a pedir ayuda.—¡Me cago, en mi estampa! No tengo cobertura. ¡Menuda mierda!

 

 


 

Chiva 20:00h  En el tejado de la casa de Koldo y Ángela, que estaba muy inundado. Koldo, en un momento, que quiso guardar su móvil, fue arrastrado por la corriente del maldito Poyo.—Ángela, gritaba, fuera de sí. Koldoooo! Durante horas, largas horas,  el agua corrió a lo largo de las calles húmedas y se recogió en las cada vez más anchas, que crecieron y el asfalto se ahoga entre la inmensidad del caudal del Poyo. Los arroyos se convirtieron en ríos y los estanques en lagos. Lagos, como la hermosa albufera, parecían un océano, quienes lo vieron. El cielo abrió sus esclusas y regó las playas de los ángeles de las nubes: el oscuro y pesado firmamento descargaba el diluvio universal. La lluvia enjuagó la suciedad de las paredes de las casas, las hojas sueltas del césped, el calor del aire. El cielo vigilaba a las personas que pasaban despiadadamente por todo lo que no el dinero era para medir o comprar algo.

No tenía ningún valor que se pudiera comprar o vender. Sólo servía sobrevivir y seguir adelante. —Ángela se quedó mirando a Ezequiel (el mozo de carga). Lo miraba como se observa un objeto roto, con la misma indiferencia. Los años en la profesión le habían enseñado a eliminar la empatía y a mantener el desapego, a ser capaz de intervenir con calma, sin compartir el dolor. Empero, Koldo, donde estuviera su mente; sabía que era diferente. Sufría contigo. Era el hombre más fuerte del mundo y el tío que mejor encajaba los golpes. Ángela, se tragó su amarga tristeza y pasó a formar parte de esas heridas que enmarcaban su rostro, idénticas a esas marcas moradas en tus muñecas y brazos. En un instante me convertí en tu propio dolor. Mientras, Ezequiel, no podía mirarla.

Sedavi 20:00h Batiste.

Dentro del agua y con dos gallinas en las manos, más muertas que vivas. Se podría decir que la corriente del barranco lo había ingerido y desde Benetusser llegó a Sedavi. Un viaje al corazón de la furia del agua. Un barranco que arrastraba todo tipo de porquería vegetal, sapos y demás bichos que surfeaban, mientas Batiste, evocaba sus últimas palabras, entre visiones del propio ahogamiento. Se dejaba leer, lo siguiente:

Hombres crueles se habían cruzado en tu camino, decidiendo que eras la presa más fácil de atrapar. Llovía y a esa hora el parque estaba desierto. Nadie había oído tus gritos, nadie había presenciado la tragedia de un gorrión mutilado por una manada de lobos hambrientos. Así, sin motivo alguno, una violencia bestial te había aplastado y cubierto de tierra, como si quisiera enterrarte para siempre. Así, sin razón, el gorrión se había convertido en la comida de lobos desalmados. A medida que el agua sube, comienza a gotear sobre el borde del puente. Mis pies comenzaban a tragarse  su fría y peligrosa crecida de la maldita lluvia. El río parece crecer, llevando ira y frustración, mientras se precipita por el borde del puente llevándose la grava de la carretera. El agua llega hasta los tobillos, pasando rápidamente sobre mis pies descalzos, entumeciéndolos, intentando llevarme río abajo. Mi agarre empieza a aflojarse, comienzo a sentirme seguro en las garras de este hermoso monstruo, casi como si fuera parte de su rugiente fuego. Mis rodillas son consumidas por el agua creciente, haciéndome un semoviente, más, del furioso torrente, abandonado, a mi propia fortuna.

 



Picaña 22:00h

Nadie sabía nada de nadie. El caos y el horror de la tragedia era inasumible. Una ola mortal, un desborde salvaje de más de 600 litros por m2. Malditos meteorólogos, putos satélites y putas Apps. No estábamos en la época de la IA. Todo estaba bajo control. Alguien puede recoger a Batiste. Un vecino de Picaña, lo auxilió y pudo reanimarlo. Cuando despertó, el pobre héroe dijo: Cae agua, como cubos enteros encima de la cabeza. Todo se inundaba y nadie estaba a salvo. Lloré amargamente, pensando en cómo la desgracia podía golpear al azar, como un asesino ciego que dispara al montón, sin saber exactamente a quién va a dar. Me tumbo en la roca: frío, temblando, pero totalmente unida a este arroyo, un arroyo al que he acudido desde que era un niño: un arroyo que me salva de mi realidad. Un arroyo balbuceante donde derramo mis secretos.

Chiva 22:30 Ángela desgañitándose… —Koldo, dónde estás? Koldo, respóndeme. Ezequiel, —le dijo, Sra. Se oye un helicóptero. En apenas 15 minutos fueron rescatados por el helicóptero de la UME. La mirada perdida bajo una manta térmica, de Ángela era indescriptible, mientras se escuchaba el rotor. De fondo, a Ezequiel hablaba, a gritos con uno de los auxiliares del rescate.—Sí, Sr. Pero, no le escucho si no tiene audio de casco. Lo ojos de Ángela se quedaron mirando el rastro de la riada y como si quisiera hablar su corazón decía: “El agua corriendo bajo mis pies, subiendo más y más bajo el pequeño puente; como una bañera a punto de desbordarse.” El agua viene en grandes masas, difícilmente, yo no entiendo de drenajes. Más que el deseo de esperar, Algunas cosas, que sí —deseas ver la lluvia— vienen con mimo y cariño… Siempre es bien recibido. Pero este diluvio. Maldita lluvia! Y maldigo a todos los cabrones qué fueron incapaces de ver esta desgracia. Y maldigo a Dios, por quitarme al hombre de mi vida, Koldo. A ti, siempre te gustó surfear, en tu añorado Cantábrico. Pero, no te merecías morir como has muerto. Ni tú, ni nadie de esta tierra, de la que te enamoraste…

Día 30 de octubre en Paiporta. La lluvia dejó de caer y lo que se veía era un cuadro de los más negros de Goya. Los cuerpos de los ahogados a veces salen a la superficie por sí solos, pero esto depende de las cualidades del agua. La putrefacción de la carne produce gases, principalmente en el pecho y las tripas, que inflan el cadáver como un globo. Lo digo yo por mis conocimientos como Antropólogo y Arqueólogo. En aguas cálidas y poco profundas, la descomposición es rápida y el cadáver sale a la superficie en dos o tres días. Pero el agua fría ralentiza la descomposición, y las personas que se ahogan en lagos profundos, a 30 metros o menos, puede que nunca salgan a la superficie. El peso del agua inmoviliza sus cuerpos. Pocos jefazos con un montón de estrellas hablaron así a la población. Hoy 26 de Noviembre, casi 30 días después, Valencia es un lodazal, con algunos lugares, algo más limpios, por el esfuerzo de sus habitantes y los voluntarios que llegaron por su cuenta y riesgo.  Sólo tenemos lágrimas e impotencia. Únicamente, nos queda eso que siempre nos ha hecho ser diferentes: las ganas de volver a inventarnos. Gracias a todos los valencianos que han soportado el mayor desastre natural de esta jodida España. Gracias, a todos los voluntarios de todos los rincones de España y del resto de Europa. Gracias a los cuerpos de rescate: bomberos, ejército y resto de las fuerzas del estado (especialmente, los que han actuado al margen de la burocracia). En la noche más oscura y desgraciada de l´horta Valenciana y las tierras altas de Utiel/Requena y la Hoya de Chiva y Buñol. Por todos, los que nos dejaron, tenemos que seguir, adelante, porque es parte del ADN valenciano. Es algo que llevamos todos lo que nacen en la tierra del Turia, aunque vivas en Sidney. Esto es una manera de hacer las cosas; con un estilo diferente a todo lo que he conocido. Los valencianos de carne y hueso, no las castas senatoriales y gentecilla de San Jerónimo. Por eso y porque, este pueblo, es increíble. No nos doblegaran. A pesar, de los pesares. Amunt! Valencia. 




             Dedicado a todos los damnificados por la tragedia de la DANA del 29 de Octubre 2024

 

 

 

 

Fotogramas adjuntados

The Rains Came (1939) By Clarence Brown

The Day After Tomorrow (2004) By Roland Emmerich

Rain (1932) By Lewis Milestone

Carlos García Pozo Camí d’Orba 10 (Benetússer) Valencia

 



                                                     


                       

 


Besos mudos en Provenza


Existe el mito que dice que los jardines cercanos a Gordes están llenos de hectáreas de flores plantadas —equivalente— al número de muertos enterrados en las catacumbas de Sénanque. Las olas de prímulas amarillas, pequeñas campanillas de bruja y corazones sangrantes apestan con el dulce olor de la muerte, llegando a conseguir, divinos efluvios a lavanda en los primeros días de mayo. Días antes, en los que unos nazis sedientos de sangre reventasen medio lugar. Aquí estás, amor de mi vida, confinada por la tisis, el toque del rey, la peste blanca, para darle un nombre más sencillo: muerte lenta. Toda aquella pasión por la vida y sin miedo a morir: cuando, te matabas de hambre, fumando cigarrillos como las estrellas de cine que adornan las portadas de tus revistas. Te espera la belleza en la muerte; tu recompensa a la escasez y la ingenuidad. ¿Sientes un brillo febril en tu delgadez etérea? Ahora, piensas ¿Y por qué luchábamos en la resistencia? Preguntas complejas, respuestas cobardes. Lo siguiente: el silencio. El médico dijo que estarías más cómoda en el sanatorio de la abadía, esquemática palabrería para suavizar el golpe, cuando el hecho de salir de casa, en estos tiempos significa no volver.—Te prometo que lo superarás, inseguro de mí: hablo contigo o conmigo mismo. El reposo en cama, el aire fresco y la comida sana dicen que remedian esta enfermedad debilitante. Tiras del borde deshilachado del edredón bajo la barbilla, con las uñas cuidadas y el pelo arreglado. —Además de tu flaqueza, es imposible saber qué ha invadido tus pulmones, quién ha osado y llegado a inventar este turbio veneno que tapona tus alveolos y los corrompe día a día. Empero, resuellas, áspera y profundamente, y el pánico vuelve a apoderarse de mí.

—¿Qué puedo hacer, Dios. Di algo, ayúdame? Pregunto, suplico, a la desesperada. “Camina conmigo”. —Eres demasiado orgulloso para decir, empuja con toda tu alma.

A mediados de julio, te envuelvo en una manta de punto, que  hiciste, cuando tenías fuerzas para apretar las agujas. Te sentía, en tal alta estima, esa habilidad tan tuya.




Pura y auténtica, como tú. Pero ahora, te digo: “no más”, por miedo a que un ligero esfuerzo sobrecargue tus apáticos pulmones. Te llevo en silla de ruedas por la pasarela de madera que va del pabellón de las mujeres a los jardines, de la abadía provenzal, y me pides, con la voz rota, que vaya más despacio. Una fuente burbujea en un reservorio reflectante. Los lirios flotan en el estanque; sus anchas y planas almohadillas sostienen los pétalos blancos y rosáceos, flores en forma de copa que se abren como manos acogedoras por las tardes y vuelven a cerrarse al anochecer. Ni Chagall lo hubiera pintado mejor.—¿Es el traqueteo de la desvencijada silla que te atraviesa lo que te hace pedirme que camine más despacio? “Eso no”, me dices. Y sé que es el tiempo el que necesita ir más despacio, desenrollarse poco a poco entre nosotros. Sólo tienes diecinueve años; la infamia de la tuberculosis no sabe de morales ni otras entelequias más profanas. Me siento impotente, una vez más, durante mi visita quincenal. En los bailes y las fiestas, estoy solo, echando de menos tu risa gutural; el tenor nocturno como si hubieras estado gritando por encima de la banda del pueblo. Los chicos de la pandilla, preguntan por ti, y yo invoco tu sonrisa y les digo que estás en un viaje paradisiaco por el océano. Tu alegría reside en mí, y te veo con un vestido de lentejuelas y largos guantes blancos, girando, dando vueltas. En realidad, el aburrimiento casi te mata, haciendo cola detrás de la ruina que invade tu cuerpo, cada uno esperando su turno en tu tarjeta de baile como solían hacer los chicos.

Las rosas blancas, que celebran los nuevos comienzos, endulzan el aire con su verde rumor de vida mientras trepan por los enrejados que enmarcan los bancos de madera, invitando a los visitantes a detenerse y reflexionar. Y lo hago.

“Llévame de vuelta”, dices, sabiendo lo que te espera.



Un baño tan caliente que quema la piel fina o lo bastante frío como para dejarte temblando. Las toallas raídas envolverán tu esquelético cuerpo, con los omóplatos nudosos y salientes. Pienso en cómo, siendo niños, jugábamos en el lago. La fotografía descolorida, que sería del 34 o el 1935, de ambos, haciendo el tonto en un muelle de Marsella. Estudiantes de segundo y tercer curso como mucho. Con el pelo recogido en coletas, yo pronto destinada al lago por tus brazos extendidos. Confiaba en que siempre estarías ahí, justo detrás de mí, como en la fotografía.  

Aquí se sujeta a los niños para que estén tranquilos y descansen. Nada de damas, nada de jotas, nada de lectura: ni tarots diabólicos.  El esfuerzo pone a prueba sus pulmones moribundos. Demasiado cansados para luchar, demasiado inocentes para cuestionar, resignan sus brazos para que los obliguen a ponerse chaquetas hacia atrás. Los recién nacidos aúllan mientras se los llevan y se los presentan a sus padres y hermanos, mientras las madres se quedan con los pechos pesados y el corazón roto luchando por sobrevivir. Y, sin embargo, se sienten dichosas porque sus bebés estén libres de esta enfermedad. —¿Qué puedo hacer para ayudar? Me desespero, temiendo su respuesta.—“Quítame el dolor, bobo”




Dos años llevas, inerte y desvalida, tendrás que aprender a caminar de nuevo. Si alguna vez sales, claro, pero sé que nunca lo harás. Con los codos destrozados y los talones sangrantes por esta cura de reposo, yaces sobre sábanas blancas almidonadas, completamente rígida porque estás —convencidísima— que has perdido la batalla, del mismo modo, que el sol se ha puesto, un día más. Me cuentas las nuevas lesiones, tu voz apenas audible por encima del seco estertor. El médico me enseña el nuevo tubo, que han conseguido, más flexible, por donde te realizan las transfusiones de sangre. Pero en la cara del galeno, observo la expresión: desesperado. "Qué puedo hacer para ayudar?”. Ahora es más urgente.

"Por favor"suplican tus ojos, y tu voz es débil: el peso de la muerte sobre tu pecho.

—“Sí", digo, pero ¿cómo?

Ya no tienes los rizos suaves y lisos, el champú es demasiado agotador. El maldito silbido del aire, que entra y sale, de tu tráquea, sin aliento ni candor. El compás de la sangre oprimiendo esa vena que es el camino de una vena sarpullida por la aguja de un torpe vampiro; que transfunde sangre fría y sin brío. Éste, blasfema, en su redundancia: una armonía fúnebre y grotesca del abismo. La cirugía es tu última opción. Pero estás demasiado cansada para preocuparte, ni yo intentaré convencerte. Soy egoísta y me alivia que tu viaje esté a punto de terminar. Me tumbo a tu lado, tocando tu muslo huesudo, que se apoya en mi costado. Te cojo de la mano y espero, a los días de las flores de primavera, mientras tus besos mudos me dicen que ya no estás aquí.


                                                                                 FIN  




                               Dedicado a Antonio Skármeta Noviembre 1940/Octubre 2024 In Memoriam



Fotogramas adjuntos

       The Mortal Storm (1940) By  Frank Borzage

        A Hidden Life (2019) By Terrence Malick

        Arch of Triumph  (1948) By Lewis Milestone  

        Charlotte Gray (2001)  By Gillian Armstrong