“El hombre que plantó Marihuana, tuvo un aborto y quemó una imprenta”
Jeremías Rojas era
un hombre lleno de ilusiones y esperanzas que se quedaron convertidas en
tristes cenizas de crematorio esparcidas por un desbocado viento de abril. Todo
aquello por lo que luchó, deseó y amó había desaparecido. Toda su vida se desvanecía
como el pestañeo de un espejismo en el desierto. Poco quedaba de aquel chaval
nacido, en un pueblo, de la frondosa sierra extremeña. De sus sueños de
infancia. Su actitud laboriosa y solidaria en el colegio. Y es que el mayor
anhelo de Jeremías Rojas estaba en un pozo negro, oscuro y lejano. De aquella
frase del profeta Muhammad (mensajero del Islam) sobre las bondades de una expresión
archiconocida: “plantarás un árbol, escribirás un libro, y tendrás un hijo”.
Era una interpretación occidentalizada de una letras que citan, textualmente,
estas palabras: “la recompensa de todo trabajo que realiza el ser humano,
finaliza cuando este muere, excepto tres cosas, una limosna beneficiosa, un
libro de conocimiento y un hijo piadoso que vigile por el alma, de su padre,
cuando este ya no viva”. Nociva interpretación y tremenda desazón con el paso
del tiempo. Cuantas veces, le pasaba por su cabeza, el revivir del viejo afán.
Engañado y con aroma a fraude, llegó a maldecir mil veces al jodido profeta y
sus frasecita. Ni árbol, ni puto libro, ni biberón de turno. Jeremías Rojas
trabajó como un cabrón en una cadena de comida rápida, y en cuanto terminó la
carrera comprobó; que sólo la preparación de oposiciones podrían darle un
empleo —de por vida— como profesor de lengua. No tenía ese tiempo, ni ganas
para seguir estudiando, luego aprovecho su atractivo físico para trabajar como
modelo de catálogo de supermercado. Ni su avispada inteligencia y generosidad
de cofradía. Ni su alto bagaje cultural —no en vano estudio filología— aunque,
nunca exprimió el potencial de su preparación. Todo fue en vano. Hasta que unos
tipos (de origen neerlandés) que conoció en la agencia de modelos, le invitaron
a una zona del sur de España, y le mostraron —en situ— un campo repleto de
plantas de marihuana. En ese instante, le vino a su mente la cara de su hermosa
mujer, Adriana. Una joven de facciones muy marcadas, rasgos eslavos —era
originaria de la bella Moravia— de unos intensos ojos azules algo estrábicos.
Pero de mirada cautivadora. Aquellos carnosos labios, pómulos rosados y una
delicada barbilla: impresionante. Era tan hermosa como un atardecer de verano en Tánger.
Jeremías Rojas conoció a Adriana en el restaurante de comida rápida, mientras
le servía una hamburguesa. Adriana estaba estudiando Historia del Arte, a
través, del programa Erasmus. Se quedó eclipsado por su rostro y en menos de
tres meses ya estaban casados. Eran tan felices. Además siempre contó con el
beneplácito, en las decisiones difíciles de Jeremías. Fue la época, en donde,
optó de lleno, por su introducción, en el cultivo extensivo de marihuana.
Adriana, nunca lo puso ningún impedimento. Invirtió todos sus
ahorros. Ahora era el encargado de todo lo cultivado, en aquella enorme
extensión de terreno. Así como del cuidado y la recolección de las plantas cannabicas,
dueñas de un profundo verdor y, si cabe, un perfume más profundo, en los días
de cosecha. Se convirtió en todo un experto. Dominando las técnicas de
floración del producto, manufacturación de las semillas, proceso de regadío y
protección de los ricos cogollos bien llenos de resina. La recolección del
producto y el control de secado. Las cosas iban sobre ruedas. Aquel lugar
estaba limpio de sospecha y muy bien integrado en la zona de cultivos
tropicales del entorno. Mis relaciones con los agricultores y gente cercana; eran
excelentes. Me tenían por un exportador de frutas exóticas que servían para blanquear
parte del terreno dedicado al negocio del cannabis. Todo era demasiado bonito. Adriana,
tenía lo que quería; a mí. Además, si necesitaba cualquier cosa o capricho de
turno, sabía que le sobraba dinero o tarjetas de crédito. Lo dicho, era muchísimo
mejor que plantar un cerezo, en el huerto de un chalé. Era realmente fascinante
contemplar la felicidad de Jeremías Rojas; el hombre más feliz, encima de la
tierra. Empero la mejor noticia, llegó tras una cena en un exquisito
restaurante vasco. Mientras nos deleitábamos con el vino de la tierra y unos
pintxos de aperitivo. Me dijo que estaba embarazada. Me quede del revés. Estaba
tan contento que me temblaban las piernas, porque no sabía si saltar de alegría
o empezar a pagar copas, al resto de los comensales.
Le di un beso en los
labios y le dije; eres una bendición, amor mío. Sentía como —tras años de oír
del verdadero amor— esa auténtica sensación, se manifestaba, con toda su
belleza y grandiosidad, al verlo delante de mis ojos por primera vez. Sentía un
vértigo inexplicable y sólo pedí que nos dejará ahogarnos en su inmensidad. Un
bebé Rojas Ivanovic´ estaba por llegar. Sólo quedaba irnos a la playa y
bañarnos en la inmensidad de las olas, o mejor dicho, que el tiempo se parase
para siempre. Mientras nos besábamos con la misma pasión que B.Lancaster y D.
Kerr. La vida nos sonreía de un modo, que jamás lo hubiera imaginado, en el
mejor de los escenarios posibles. Pasó una estación y media: estamos en otoño.
Mientras, andaba preparándome con gran donaire. La noche atrajo a la tormenta y
la fría lluvia; pareció traer el temporal al dormitorio de nuestro apartamento,
Adriana se había echado una cabezada por la tarde y se despertó con fuertes
dolores. Decía que sentía una sensación de pinchazo constante, de un modo
desgarrador. En las sabanas Bassetti de tonos azules y blancos cenefas
resaltaban, como un golpe de dripping de Pollock, las pequeñas manchas de
sangre que había dejado. Al marcharse al baño a lavarse. Le dije que lo dejara
todo; que nos íbamos de urgencia al hospital. Una vez en la puerta del centro
médico, Adriana, no paraba de llorar y espetaba:—No siento a Eric, no lo noto. En
la camilla, el dolor se había agudizado y sentía fuertes calambres. Le cogí de
la mano, pero se soltaba, llevándosela a la cara. Era un panorama desolador.
Adriana estaba en la semana número 22, de gestación, camino de cumplir el sexto
mes. Me acerqué a darle un beso y ella envuelta en lágrimas, me decía: —Jeremías
el bebé no está bien. Se nos lo están llevando—Tranquila, cariño. Todo saldrá
bien. Ipso facto, la camilla fue llevada a toda velocidad —directa— a la zona
de quirófanos de maternidad. La obstetra de guardia me informó, que había unas
pequeñas complicaciones, y posiblemente, habría que hacer una cesárea. No
podría decirme nada sobre el bebé. El corazón se me quedó en un puño. Tragaba
saliva y me maldecía hacia dentro. No me lo podía creer. ¿Por qué, cojones?
¿Cuál era el porqué de toda esta pesadilla? Me consumía por dentro. Además, no
pude entrar al paritorio, pues, esgrimieron el agravante de intervención
compleja. Sólo me dijeron —que en ese momento— Adriana estaba completamente
anestesiada. Parecía que la intuición de mi esposa daba visos de una realidad
trágica. No lo entendía, y si quería entenderlo. A lo largo de los últimos
meses, todas las ecografías estaban normales. El bebé, se veía perfectamente,
quedaba muy poco. ¿Qué estaba fallando? Dentro, del quirófano se estaba
intentado reanimar al bebé. Había nacido sin pulso. Todo fue muy rápido, pues
para evitar complicaciones, a Adriana, como la no salida del feto —sin latido— podría
haber liberado sustancias inflamatorias y posibles riesgos de infección. Así,
como de una mala coagulación. Cuando entré en la habitación, una vez que pasó a
planta e informado de todo el proceso. Pude ver a Eric. Era tan pequeño y ya
tenía unos rasgos tan humanos. De un ser hermoso, casi hecho, era nuestro bebé.
Me quedé con la cabeza entre las piernas llorando y posteriormente, firme el
acta del éxitus. El trato por parte del equipo médico —conmigo— fue impecable.
Pero, por razones obvias, ya no a sería posible ver a Eric. Una vez que,
despertó Adriana, se tocaba su vientre y notaba los enormes apósitos que le
habían colocado tras las suturas. Me preguntó—¿Jeremías dónde está mi
Eric?—Adriana, Eric...(tremendo nudo, en la garganta). Se ha marchado. —Qué
cojones y leches, se ha marchado! ¿Dónde está mi hijo?(chillaba como una
posesa)—Tranquila, corazón. No pasa nada. Yo lo he visto y se ha ido. Adriana,
comenzó a lanzar diatribas en checo. No entendía nada (pero tenía muy claro que
se estaba cagando, en mi familia, en todo el equipo médico y hasta en el rey de
este país) —Por favor! Déjalo, estás muy débil y confusa. Ahora ponte buena y
ya hablaremos cuando el tiempo nos dé fuerzas. —¡Jeremías, exijo ver a mi hijo!
—Va a ser imposible, cielo. — ¡Quiero que me lleven al depósito!(gritaba)—No,
no lo hagas.—A partir de ahora, no me digas lo que he de hacer.—Adriana
(envuelta en lágrimas)—Vete, Jeremías. ¡Márchate de aquí. No quiero verte.
Vete, vete, lejos! Una enfermera me preguntó si me encontraba bien. Y si todo
estaba O.K.—Dije, que sí. Completamente hecho trizas. Salí de la habitación con
el corazón a pedazos. En la calle llovía cántaros y no tenía paraguas. Me fui
al parking del complejo médico y busqué mi auto. Sonó, la alarma y me introduje
en él. Una vez dentro, cogí un kleenex y me sequé, el charco de lágrimas que
cubría mi rostro. Arranqué el coche y desaparecí en la solitaria carretera del
autopista camino hacia el sur, mientras la inmensa tromba de agua seguía siendo
mi acompañante más cercano. Los parabrisas, a modo de manos que pasaban páginas
de guion, a toda prisa, quitaban la majestuosidad de la potente lluvia.
Dos años más tarde...
Adriana mi esposa,
se marchó a la bella Moravia, a la casa de sus padres. Su madre había fallecido
de un ictus hacía un año y su padre estaba muy afligido. La vida en Olomouc era
muy diferente a la de Málaga y mucho más, a la de Madrid. Seguía con su duelo y
calvario particular. Despertándose, en mitad de la noche, llorando a causa de
la perdida de nuestro bebé. El trauma persistía y la imposibilidad de haberse
despedido de él, cuando estuvo en el hospital, hacía mayor mella. En sus sueños
más terroríficos la imagen de un Erick malformado con aspecto de bicho versus
Alien, le atormentaba y perseguía. El horror era su nueva compañía en el frío
invierno de la Moravia checa. Cuidando de su padre y siendo tratada por un
especialista en psiquiatría pediátrica. Yo hablé una vez por teléfono, pero no
quería saber nada de mí. Nunca me pidió el divorcio. Era una actitud tan
indolente, tan de la vieja Centroeuropa, entre lo kafkiano y lo triste de esos
personajes complejos de Kundera. Pasaba de todo lo que nos unía. El día que
perdimos a Eric, nos perdimos de por vida. Mientras tanto, la vida en Málaga,
continuaba. Yo seguía adelante, intentado olvidar y creyendo en lo que hacía. La
vida es así de puta, cuánto más hay, a ella le gusta ponerse peor. Había
continuar y el show debía de seguir en marcha. Evidentemente, con una espina de
ballena, en el corazón. Empero, quería seguir llevando el tren de vida, en el
que me había subido. Mi misión era cultivar el mejor producto y vender cuanta
más cantidad mejor. Y es así, el capitalismo es como cuando te encuentras con
alguien ninfómano y necesita más. Ahí estaba yo, vender y vender, era lo que
mejor sabía hacer. Y es que si de algo, me podía consolar, era que a mi hijo
Eric, no le faltaría de nada. Esto que digo no es vanidad, ni que tuviera un
repentino empacho de ego. Tenía mis defectos, como todo el mundo, pero en lo
que a los resultados de mi trabajo se refiere, mandan los fríos y sinceros números
y estos me cuentan que sí. Jeremías Rojas es uno de los mejores individuos de
este negocio en el mundo. De que servía mi impoluto bachillerato, el paso por
la universidad o mi portentoso físico, que ya quisiera algún veinteañero,
poseerlo. De mis bellos ojos azules o los 185 cts. de altura y mis putas
espaldas hercúleas. Había perdido a mi esposa y lo más importante: mi hijo. De
momento, el árbol, tendría que esperar y el hijo, no sé…, que le pregunten a
P.D. James. Yo seguía a lo mío y de paso, me quitaba la ansiedad fumando la
mejor marihuana del mundo. Terminó el invierno, sin noticias de Adriana. Yo
seguía con mi monótono ritmo de vida. Eso sí, casi a modo de anacoreta. Cuando,
llegué, al Garden de la plantación. Me llamo mucho la atención la soledad del
complejo. Apenas coches y tan siquiera, vecindad a quien saludar. De repente,
me veo a cuatro agentes de la Udyco, diciéndome; ¡Policía antidroga! ¡Manos en
alto y al suelo! Cuatro coches de la secreta y dos furgonetas con efectivos de
la policía nacional. Rápidamente, me levantaron y me dijeron que estaba detenido
por el cultivo de cannabis, la elaboración, tráfico ilícitos y la posesión —con
estos fines— de drogas tóxicas, estupefacientes y sustancias psicotrópicas. Así
como otras supuesta actividades y un larguísimo etcétera, fueron leyéndome mis derechos y colocadas
las esposas. Una vez dentro del coche de la secreta fui directo a la comisaría
central de leganitos en Madrid. Ni siquiera, fui a la comisaria de la
provincia, donde, supuestamente plantaba mi árbol de la vida. Hice unas
llamadas, una de ellas, a mi abogado y otra a Adriana (la cual, apenas se
inmuto. Era como hablar con un ataúd). Se personó mi abogado, y otro, con un
traje impecable, que pertenecía al bufete de mis socios de los Países Bajos.
Tras un proceso de filiación y fichado en la comisaria. Pase un par de noches
en el calabozo. Y cuando salió la vista para la fianza, pude salir a la calle,
en libertad provisional hasta la espera del juicio definitivo. Al final, el
abogado de la corporación de cultivos y semillas —del clan holandés— sacó una
condena generosa y terminé en la cárcel de Herrera de la Mancha, por un periodo
de 24 meses y un día. Y les voy a decir una cosa. Todos esos días a la sombra dan
mucho para pensar. Por la noche, éste, es un lugar curioso, hay un hombre en la
litera de enfrente que comienza a llorar. El vecino del catre de arriba
espeta:—Aquí, chavalote, he visto llorar a demasiados tíos duros y curtidos en
mil peleas. De esos que intimidan. De los de verdad. Esto no es una peli sobre
el talego. Esto es la puta realidad… Ya lo me contarás. Sin embargo, en este
sitio hasta las almas más fuertes se rompen.
No imagino a nadie
capaz de resistir a la locura que envuelve esta monstruosa construcción, esta
terrible prisión, este infierno que ha sido erigido expresamente con gotas de
odio. Aquellos ladrillos del pabellón de enfrente. Las piedras en que, yo
estoy, tan solo es un lugar más de mi vida. Ese sitio donde habitan las mismas
pesadillas de antaño. Los días se hicieron cansinos y lentos. Dos inviernos por
delante y un segundo otoño, donde, ya estaría fuera. No quería problemas con
nadie. La celda en la que yo estaba, la compartía con el viejo Hans—el mismo
que me decía lo que era este lugar—por robo a mano armada y homicidio. Era un
tipo holandés de unos 55 tacos que conocía muy bien el país. Hablaba un español
pluscuamperfecto. Luego, estaban dos hermanos argelinos, Ali y Karim. Estaban
condenados por tráfico de estupefacientes (20 kilos de hachís) y homicidio
accidental. Eran muy reservados y demasiado religiosos. Nunca tuve problemas
con ellos. Un día, el director de la prisión se interesó por mí. Sorprendido de
mi licenciatura en Filología, pero, aún más, al comprobar que era del pueblo de
donde yo nací. Como el que no lo espera; acabé en la biblioteca. Además,
terminé siendo, algo así como un profesor de apoyo, de lengua española, para el
resto de los presos extranjeros. ¿Quién lo iba a decir? La cuestión es que la
monotonía y la cercanía a los libros; produjeron en mi mente una extraña curiosidad
por escribir una especie de pequeña biografía. Hans, el holandés, abandonó la
celda y estuvo muy jodido por un problema tumoral. Terminó en el hospital con
un trozo de intestino en la basura. Estaba al tanto de su evolución, pero aún
le quedaba bastante. Los tumores estomacales nos son tibias rotas. Me quedaban
tres meses para salir de aquel triste y desangelado lugar. De escuchar, lloros
nocturnos, gritos, ronquidos, risas extravagantes, jadeos, folladas de turno y
onanismo puro y duro. A la mañana siguiente era fin de semana y aproveché para
comprar cuatro cosas en el economato. No quería, pero tenía que llamar a
Moravia. Seguí teniendo, en mis oraciones y en mi retina, los ojos de Adriana.
Llamé, parecía algo más comunicativa, y me puso al día de cómo iban las cosas
por Olomouc. Ahora se había trasladado a vivir con una prima suya y estaba
trabajando en un Aldi. Me dijo, que
estaba bien. Pero no iba a regresar a España. Le comenté lo del libro y me
espetó con ese tipo acento del Este, que parecía cogérsele con más fuerza…—Por
fin, lo has conseguido, no plantaste un árbol pero si marihuana, no tuviste un
hijo y si un aborto. ¡Ahora escribes un libro. Qué poético! — Por favor,
Adriana. Vuelve, dentro de nada estaré en la calle y podremos
intentar…,—Intentar, ¿qué vamos a intentar… Jeremías? A ver, ¿qué crees tú, que
vamos a hacer?—Adriana, por favor, sólo quiero verte, besarte y dormir
contigo—Yo estoy muy bien, aquí. Tengo un trabajo y no quiero saber nada de ti,
ni de tu país. El teléfono hizo el típico ruido de un colgado, en seco. Me
quedé roto y conteniéndome las ganas de llorar. El fin de semana, fue un día
durísimo. Me quedaba una semana para mi vuelta a la libertad y la aproveché
para llamar a una editorial. Hablé con tal Nicolás Borrull. El tipo decía que
era el dueño de Bártulos creativos SL. Bien, me dijo que le mandará el libro y
valoraría la posibilidad. Pero, yo antes de todo eso, quería saber por su voz,
como iba ese negocio. Ya saben, que siempre he sido un tipo de negocios. Un
tipo que solo quiere hacer bien su trabajo y ganar dinero. No me importa
trabajar, mientras haya una recompensa llamada dinero. Prefiero eso, que la
mierda de país de mi mujer y todas las penurias que pasaron con el jodido
comunismo. Sí, soy un tipo enamorado del capitalismo. Tampoco es ningún
pecado.—Le dije Nicolás, esto es como funciona y así lo veo. Tú me dirás—Vamos
a ver Jeremías, ya te he dicho, que nosotros hacemos una valoración y lectura exhaustiva
del manuscrito y en vista de lo comprobado te damos el OK.—El OK, eso
significaría que habría dinero por adelantado…—No, no. Jeremías…! Nosotros
somos una editorial pequeña, trabajamos en un modelo cooperativo de coedición
con el cliente.—¡Para, para, Nicolás! Entonces, yo tendría que poner plata en el
asunto.—Hombre, todo es muy relativo…—¿Por qué no me lo envías…, yo te contesto
y dependiendo de la calidad, te digo que podemos hacer? Me quedé pensativo,
rabioso y un poco fuera de cobertura (tenía la imagen de Adriana, los socios
del asunto de la marihuana, y en fin, me sentía muy jodido. Le dije que
sí)—Vale, dame la dirección, y donde he de mandarte el original. La apunté y me
fui directo a la cama a descansar. Tuve un extraño sueño, donde Adriana y yo
nos conocíamos en un barco de lujo, pero este se rompía y no quedaba más
remedio que arrojarse a las frías aguas. Estaba tan enamorado de ella y eso que
no la conocía—que viendo el panorama— nos cogimos de la mano en un acto
reflejo. Ella temblaba. Por primera vez en siglos sus ojos habían resplandecido
en una sola mirada, un segundo fugaz en que se reconocieron casi extrañados. De pronto, se
escuchó una voz de entre las aguas y escuchábamos atónitos: “Viviréis
eternamente separados hasta el fin de los días, sólo entonces volveréis a estar
unidos por un instante, antes de desaparecer." Yo me desvanecí y cuando desperté,
Adriana no estaba a mi lado. Nunca más, logré volver a verla. Por mucho que me
esforzará en una búsqueda continuada, con el único ahínco de romper aquella
especie de maldición. Expiré un grito tremendo, que hizo que Karim el argelino,
me dijera:—Tranquilo, Jeremías. ¡Hey, Tranquilo, tío! Qué es un mal sueño.
Respiraba apresuradamente desde la litera y el ritmo cardiaco comenzó a bajar
pulsaciones. Me sequé el sudor.—Eso colega, es la angustia, de que te marchas,
pasado mañana y no te lo crees—Peor, aún tío. Hay mucho que hacer fuera de
aquí. —Acuérdate de los viejos amigos.(Ponía una sonrisa de niño bueno)—Siempre
me acuerdo, de los que se han portado bien conmigo.
28 meses y un día,
en la puerta de la prisión.
Nadie vino a
recogerme. Era lógico y normal. Jeremías siempre fue el típico tío reservado y
recogido. Autosuficiente, en todos los sentidos. Además, no tenía buen pálpito
con sus antiguos socios. Todo el mundo, salió muy trasquilado con el asunto de
la hierba, pero el pago, el precio más caro. Muy alto, para su lealtad con
todos los que participaban y se lucraban de él. Nunca se quejó. No obstante, no
le gustaba nada, el hecho de que hubiera quedado, algún acento o coma sin
aclarar. La biblioteca, había hecho de Jeremías un intelectual atípico. La
verdad, tenía muy poco de ese concepto. Siempre fue un tío hecho a sí mismo.
Cogió un taxi y buscó un hotel de carretera. Se alojó un par de días y recibió
la llamada del tipo de la editorial. —Jeremías, qué tal!—Bien, es Ud…—Nicolás
Borrull de Ed. Ah, ya recuerdo. El bártulo creativo.—Bártulos creativos SL—Ah,
vale.— Mira, hemos leído tu libro y nos ha encantado—Entonces, qué—Pues,
nada.—Vamos a publicártelo—Sí. Vaya, qué bien!—Bueno, sólo tienes que firmar el
contrato y cerciorarte bien que todo está claro.—Claro, qué está claro.—Bueno,
ya te lo comenté, Jeremías. Nosotros no somos una gran editorial.—Ya estamos
con el cuento lerelé de que la editorial tiene tamaña enano—Hombre, tampoco sin
pasarse.—Qué le parece si nos vemos en su despacho. Bueno, te voy a dar una
dirección y si quieres nos vemos allá sobre las 12 del mediodía.—Perfecto—Toma
la dirección C/ Trafalgar 20 1º-pt3a Getafe.—Allí estaré. Me tumbé y me quedé
mirando el techo. Luego llamé a Hertz y les dije que estaría más tiempo del
contratado. Y posiblemente, necesitaría un coche más grande y de mayor
cilindrada. No hubo, ningún problema, en el aeropuerto cambie el pequeño Opel
Corsa por una Mercedes clase S. Esa misma tarde fui a la dirección que me había
dado el pájaro. Pasé por un Carrefour y compré un bidón para rellenar
combustible y una caja grande de cerillas. Paré en una gasolinera de la M40 y
llené el bidón de 10 litros. Pagué y seguí conduciendo. Mientras me encendía un
cigarrillo. Sentía una presencia muy especial, dentro de mí, interiormente, en
lo más profundo y recóndito de mi mente. No paraba de pensar en Adriana, en
aquel azul suplicante de sus hermosos ojos, rogándole que me perdonará, porque
nunca pude mostrarle a Erik, porque no sé qué nos pasó. Porque la quería más
que a mi vida. Rogándole a los dioses que volviera y me salvará. Me acorde de
mi infancia, mis tiempos de la Universidad, de la puerta cárcel, de la
biblioteca. De todo, lo que había escrito. Ya estaba en el puto Getafe, cuando,
me doy cuenta que en ese número se encuentra una imprenta. Sí, una puta
imprenta, de esas que ponen publicidad en los parabrisas; fotocopias,
invitaciones de boda, estampaciones de camiseta de tu hijo, posters y tarjetas
de visita. ¡Me cagüen Dios! Qué mierda se maneja el Nicolás éste. Sálvame Dios,
sálvame. Déjame en paz, déjame que estos ojos doloridos no me mancillen más.
Por favor. Yo no tuve la culpa de nada. Rogándole amparo, pidiéndole que no la
dejara sola nunca más. Pensé en el cabrón de Camus, mientras en la habitación taciturna
del sujeto N. Borrull, iba introduciéndole el contrato y le obligaba a comérselo.
—Le dije: Nico, Nico…No tienes ni puta idea de quién soy yo. Yo no soy un chico
de casa bien, que le sobra el dinero y se aburre. Escribe, aunque lo haga mal. Del
mismo modo, podría hacer calceta. No, pajarito, aquí se acaba su singladura de
Mastuerzo Creativo SL— ¿Te gusta el nuevo nombre de la editorial? Es más
acorde, a un tipo como tú. Con esa cara de miserable, ojos juntitos como un
insecto y tú inmensa calva, rematada por una coletita con cuatro ricitos.(Parecía
un jodido calamar) — ¿Sabes una cosa, Camus hablaba de la angustia y el terror
y de la miserable condición del Hombre, pero hablaba de ello de un modo tan
florido y agradable…? Yo no soy un tipo muy agradable, incapaz de escribir como
ese tío. Estoy condenado y ahora llega el momento que estabas esperando. ¡Fotocopiador
de tres al cuarto! Se quedó sentado, en la silla, intentado buscar sus lentes.
Se había dado cuenta que sus pantalones estaban encharcados de orina y lloraba,
lloraba como un niño sin juguete, muerto de miedo, de vergüenza e impotencia.
Lo dejé cerca de la ventana para que contemplase el espectáculo. Saqué el bidón
de gasolina y lo vacié por la pequeña imprenta de aquel tipo. Agarré las cerillas
de cocinero y encendí un cigarrillo. De fondo, el ruido de las sirenas de los
coches de policía y bomberos, se hacía más intenso. Con la mirada completamente
ida, pero cierto halo de satisfacción. Aún, tuve tiempo de acordarme, de
algunos, personajes de mi novela; antes de tirar la cerilla en la puerta del
chiringuito copista. Uno de los aludidos, el más idóneo, para el momento, era
el profeta Muhammad —que murió como
Franco en su cama— un islamista que soñaba con sus hijos muertos y promulgaba
aquello que—un publicista diseñó— como la utopía de todo buen hijo de vecino
tendrás… Era así la frase o estoy perdiendo facultades. Juraría que sonaba así:
“plantarás un árbol, tendrás un hijo y escribirás un libro.” ¡Lo siento, Adriana,
pero no soy nadie sin ti! Todo lo hice al revés… Quizás en otra vida. No lo sé,
no soy profeta.
FIN
Dedicado a Dolores O'Riordan
septiembre 1971/enero 2018 in Memoriam
Fotogramas adjuntados
Reefer Madness (1936) by Louis J. Gasnier
She Shoulda Said No! (1949) by Sam Newfield
Valeri týden divu (1970) by Jaromil Jires
Only God Forgives(2013) by Nicolas Winding Refn
Gomorra (2014) by Francesca Comencin
Gomorra (2014) by Francesca Comencin
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