La noche más oscura en Valencia: 29 de Octubre 2024

 



Término municipal de Chiva, 18:00 horas de la tarde, mientras camino, escucho el sonido del río que desemboca en la pequeña cascada, una asonancia que siempre me ha gustado. Normalmente, se acerca al oído, casi todos los otoños, donde la lluvia hace acto de presencia y siempre es bienvenida entre los lugareños de la villa. Cuando puedo, vengo aquí a dar un paseo, a solas, una vuelta a respirar aire puro, cerca del río, que se le llama Poyo, o el Poyo. Por estar en esta rambla que llega hasta la huerta de Valencia. La cosa como el que no quiere; se puso rara. Llovía con un tono cínico, imponiendo una traidora amabilidad, pero enfurruñada en pura rabia. Por aquellos días, sufría jaquecas muy fuertes producto de una galopante presbicia. La vista, se había divertido mucho con el negro sobre blanco. Las lumbreras de la meteorología decían que llovería, con fuerza e intensidad. Precipitaciones de récord. Pero, creen qué tenemos un servicio meteorológico como en USA, después del desastre del Katrina? Ya quisiéramos. Bueno, la realdad es que la lluvia comenzaba a encabronarse. De repente, comenzó a llover con una potencia descomunal y aquello era el diluvio universal. El riachuelo del Poyo se parecía a la cuenca del Ganges en pleno monzón y cada vez, más cerca de todos nosotros. Viendo lo que pasaba en Utiel y Requena, evidentemente, Chiva, tenía el miedo dentro del cuerpo. ¿Y quién no? 18:30 horas de la tarde en una urbanización de las afuera de Chiva. Koldo y Ángela discutían de menesteres domésticos —¿No me estarás acusando de confundir a Marisa con la limpiadora? (Le cambió la voz y renovó sus quejas de que yo solía “imaginarme cosas” e ignorar los problemas reales). —Comencé a canturrear, aquello de… “por el camino de Bonanzaaa…” Sorprendentemente, la puta rambla del Poyo, quería  parecerse al puto Ebro, cuando la Pilarica le llora al cielo porque los cultivos aragoneses están secos. El agua subió por el escalón que separaba la cocina del resto de la casa y llegó al salón. Teníamos que actuar, salvar lo que pudiéramos, pero Ángela no pareció darse cuenta y seguía arriba, haciendo sitio, donde guardar las cosas de mayor valor… De la maldita mudanza. No llevábamos en tierras valencianas ni un día y no me lo podía creer.—Por un momento, las imágenes del viejo Bilbao de los 80, hicieron mella en mi mente…

—Joder, Ángela ¿No has visto cómo sube? ¿No  te das cuenta que el caudal, está  llegando el agua al linde de la orilla del puto barranco? —Si, sigue lloviendo así, vendrá el ejército a sacarnos de aquí y como tarden más de la cuenta; seremos carne de mortaja de pino. —Puta lluvia! Esto no es llover… Es Dios echando contenedores del cielo. ¡Venga, Koldo! No te pongas nerviosito, que en esta tierra, cuando llueve cae la del pulpo...—Tela, guapote. Ángela, qué en mi tierra, yo era pequeño y cayó la del calamar en el 83. —Ya lo, sé, cariño. Claro que sé cómo se lía…—Esto se está poniendo muy feo. Horroroso. Estate atenta que nos marchamos, en nada. 19,00h en la carretera del barrio de la Torre dirección Benetusser. Batiste, mira, a través del retrovisor de su volquete. El riachuelo ya estaba por encima de las aceras e inundando partes bajas del barrio. Vio el gallinero de su amigo Tomás, en el corral de su casa solariega, y el agua, ya estaba a una altura de casi 30cm: las gallinas estaban acurrucadas alrededor del gallinero y sacando el pico para no tragar agua. Batiste, no se lo pensó, dos veces y masculló: —voy a dejar salir a por las pobres. Y a ver si las puedo dirigir hacía la carga. A ver, si tenemos suerte, y por lo menos, tendremos huevos del gran Tomás.—Sacó, una sonrisa, muy suya.

    Su mente le preguntaba:¿Y dónde las vas a tener? ¿En tu casa? Intenta llamar a Tomás. El agua arrastraba con fuerza. Y se volvía repetir en su interior: —¿Por qué esta repentina lástima? Además, puede que deje de llover y el agua no suba, más.

Ahí, volví hacía Valencia y pasé por Picaña. Me bajé y comprobé el caudal; intenté agarrarme a la barandilla del puente que resbala—Pensé, la hostia! Se acaba de romper el puente y la corriente me lleva. ¡La puta madre qué me parió! la furia de la rambla del Poyo venía cómo un Nilo envenenado. —Perdí el equilibrio y  me caí al agua, que golpeaba, a través de mis poros. Los ojos se llenan de agua, los pulmones se colapsan, el corazón palpitando.

 

 


 

Dando vueltas, revolcándome, rodando con derrubios: cañas, gatos muertos, pedruscos y un montón de broza que me agitaba. Haciendo de mi viaje, por la escorrentía, un bicho raro, envuelto en un montón de ropa, en la lavadora. Vueltas y más vueltas. El cuerpo, daba tumbos por todos mis costados. Salgo a la superficie, jadeando por aire, el cuerpo se golpea contra un risco y la salvaje corriente del Poyo me empuja, sobre la gran roca, salvándome de un destino inevitable. Mire mi reloj sumergible y eran las 19,20h. El agua estaba, a punto, de engullirme en sus fauces…—Ya no vi nada más.

19:30h Chiva

Koldo:—¡El agua está en la cocina! —Su mirada era sombría.—No dije nada. ¡Cariñooo. Qué, el agua está en la cocina!

Corrí hacia allí. El río había invadido la cocina. Vi el gallinero sumergido hasta las trancas. Las gallinas se habían ahogado.—Érase una vez un gallinero —dijo un tío que no sé de dónde salió, pero su acento era colombiano— Y se quedó con la mirada ida.

¿A ver, tú, quién coño eres? — Yo soy Ezequiel Barrientos, un mozo de carga de mudanzas y mi compañero era el conductor del transporte, Gabriel González,  que se ha ahogado en el barranco.

—“Esta inundación llegará lejos”, dijo. Y no estaba mirando el agua, estaba mirando a Ángela.

—Ángela, venga, “vístete y coge lo más importante” Vamos a subir al tejado.— dije.—Llueve tanto, que las gotas duelen en la cara. —¡A ver, tú, Ezequiel, tira para arriba y estate atento! Qué la suerte, no se te va a presentar dos veces seguidas. Ezequiel: —puedo darme una ducha, cuánto me gustaría ducharme en una bañera. Ángela intervino: —Tú, flipas, tío. Te crees que es momento para ducharse, en la bañera, gilipollas!

Koldo:—Contrólate, tío. Está lluvia tiene muy mala pinta. Por favor, tranquilízate, estás todavía con el susto dentro del estómago. Bebe un poco de agua. —De acuerdo. ¡No problem. Man!

Y volvió a mirar a Ángela. Tenía una mirada zaina  y lúbrica. —No hacía nada por disimularla. Creo que seguía con el golpe de su compañero en el cuerpo.—Koldo, controlaba todo. Vamos, Ángela. Te llevaré arriba. Deja el álbum de fotos y todo lo que hayas cogido. Vámonos. ¡Koldo, está cayendo el agua a chorros del techo! Corre, corre… Koldo, hizo una pequeña pausa, antes de salir hacía el tejado.

Me quité los zapatos empapados y contemplé consternado el patio trasero de la casa de mi padre. Llovía y llovía y, de repente, algo llamó a la puerta de la cocina. Abrí la puerta. Era el cuerpo de un gato. Lo aparté con el pie e inmediatamente cerré la puerta. El agua subió por el escalón que separaba la cocina del resto de la casa y llegó al salón. Teníamos que movernos, lo más rápido posible, y ponernos a salvo con lo imprescindible. ¡Aquí, ya no estamos seguros! —Ángela, vamos, corre y tira para arriba. Ella, no pareció darse cuenta y seguía arriba, haciendo sitio al ajuar de sus padres. —Koldo: ¡Sera posible. Deja la mierda de las cosas de la familia, que has cogido. Suéltalas! No podemos llevar nada encima. Si nos rescata un helicóptero, ya podemos darnos con un canto en los dientes. Arriba cagando hostias. —Por favor, salgamos por el ventanuco y quedémonos en el tejado. Vamos a pedir ayuda.—¡Me cago, en mi estampa! No tengo cobertura. ¡Menuda mierda!

 

 


 

Chiva 20:00h  En el tejado de la casa de Koldo y Ángela, que estaba muy inundado. Koldo, en un momento, que quiso guardar su móvil, fue arrastrado por la corriente del maldito Poyo.—Ángela, gritaba, fuera de sí. Koldoooo! Durante horas, largas horas,  el agua corrió a lo largo de las calles húmedas y se recogió en las cada vez más anchas, que crecieron y el asfalto se ahoga entre la inmensidad del caudal del Poyo. Los arroyos se convirtieron en ríos y los estanques en lagos. Lagos, como la hermosa albufera, parecían un océano, quienes lo vieron. El cielo abrió sus esclusas y regó las playas de los ángeles de las nubes: el oscuro y pesado firmamento descargaba el diluvio universal. La lluvia enjuagó la suciedad de las paredes de las casas, las hojas sueltas del césped, el calor del aire. El cielo vigilaba a las personas que pasaban despiadadamente por todo lo que no el dinero era para medir o comprar algo.

No tenía ningún valor que se pudiera comprar o vender. Sólo servía sobrevivir y seguir adelante. —Ángela se quedó mirando a Ezequiel (el mozo de carga). Lo miraba como se observa un objeto roto, con la misma indiferencia. Los años en la profesión le habían enseñado a eliminar la empatía y a mantener el desapego, a ser capaz de intervenir con calma, sin compartir el dolor. Empero, Koldo, donde estuviera su mente; sabía que era diferente. Sufría contigo. Era el hombre más fuerte del mundo y el tío que mejor encajaba los golpes. Ángela, se tragó su amarga tristeza y pasó a formar parte de esas heridas que enmarcaban su rostro, idénticas a esas marcas moradas en tus muñecas y brazos. En un instante me convertí en tu propio dolor. Mientras, Ezequiel, no podía mirarla.

Sedavi 20:00h Batiste.

Dentro del agua y con dos gallinas en las manos, más muertas que vivas. Se podría decir que la corriente del barranco lo había ingerido y desde Benetusser llegó a Sedavi. Un viaje al corazón de la furia del agua. Un barranco que arrastraba todo tipo de porquería vegetal, sapos y demás bichos que surfeaban, mientas Batiste, evocaba sus últimas palabras, entre visiones del propio ahogamiento. Se dejaba leer, lo siguiente:

Hombres crueles se habían cruzado en tu camino, decidiendo que eras la presa más fácil de atrapar. Llovía y a esa hora el parque estaba desierto. Nadie había oído tus gritos, nadie había presenciado la tragedia de un gorrión mutilado por una manada de lobos hambrientos. Así, sin motivo alguno, una violencia bestial te había aplastado y cubierto de tierra, como si quisiera enterrarte para siempre. Así, sin razón, el gorrión se había convertido en la comida de lobos desalmados. A medida que el agua sube, comienza a gotear sobre el borde del puente. Mis pies comenzaban a tragarse  su fría y peligrosa crecida de la maldita lluvia. El río parece crecer, llevando ira y frustración, mientras se precipita por el borde del puente llevándose la grava de la carretera. El agua llega hasta los tobillos, pasando rápidamente sobre mis pies descalzos, entumeciéndolos, intentando llevarme río abajo. Mi agarre empieza a aflojarse, comienzo a sentirme seguro en las garras de este hermoso monstruo, casi como si fuera parte de su rugiente fuego. Mis rodillas son consumidas por el agua creciente, haciéndome un semoviente, más, del furioso torrente, abandonado, a mi propia fortuna.

 



Picaña 22:00h

Nadie sabía nada de nadie. El caos y el horror de la tragedia era inasumible. Una ola mortal, un desborde salvaje de más de 600 litros por m2. Malditos meteorólogos, putos satélites y putas Apps. No estábamos en la época de la IA. Todo estaba bajo control. Alguien puede recoger a Batiste. Un vecino de Picaña, lo auxilió y pudo reanimarlo. Cuando despertó, el pobre héroe dijo: Cae agua, como cubos enteros encima de la cabeza. Todo se inundaba y nadie estaba a salvo. Lloré amargamente, pensando en cómo la desgracia podía golpear al azar, como un asesino ciego que dispara al montón, sin saber exactamente a quién va a dar. Me tumbo en la roca: frío, temblando, pero totalmente unida a este arroyo, un arroyo al que he acudido desde que era un niño: un arroyo que me salva de mi realidad. Un arroyo balbuceante donde derramo mis secretos.

Chiva 22:30 Ángela desgañitándose… —Koldo, dónde estás? Koldo, respóndeme. Ezequiel, —le dijo, Sra. Se oye un helicóptero. En apenas 15 minutos fueron rescatados por el helicóptero de la UME. La mirada perdida bajo una manta térmica, de Ángela era indescriptible, mientras se escuchaba el rotor. De fondo, a Ezequiel hablaba, a gritos con uno de los auxiliares del rescate.—Sí, Sr. Pero, no le escucho si no tiene audio de casco. Lo ojos de Ángela se quedaron mirando el rastro de la riada y como si quisiera hablar su corazón decía: “El agua corriendo bajo mis pies, subiendo más y más bajo el pequeño puente; como una bañera a punto de desbordarse.” El agua viene en grandes masas, difícilmente, yo no entiendo de drenajes. Más que el deseo de esperar, Algunas cosas, que sí —deseas ver la lluvia— vienen con mimo y cariño… Siempre es bien recibido. Pero este diluvio. Maldita lluvia! Y maldigo a todos los cabrones qué fueron incapaces de ver esta desgracia. Y maldigo a Dios, por quitarme al hombre de mi vida, Koldo. A ti, siempre te gustó surfear, en tu añorado Cantábrico. Pero, no te merecías morir como has muerto. Ni tú, ni nadie de esta tierra, de la que te enamoraste…

Día 30 de octubre en Paiporta. La lluvia dejó de caer y lo que se veía era un cuadro de los más negros de Goya. Los cuerpos de los ahogados a veces salen a la superficie por sí solos, pero esto depende de las cualidades del agua. La putrefacción de la carne produce gases, principalmente en el pecho y las tripas, que inflan el cadáver como un globo. Lo digo yo por mis conocimientos como Antropólogo y Arqueólogo. En aguas cálidas y poco profundas, la descomposición es rápida y el cadáver sale a la superficie en dos o tres días. Pero el agua fría ralentiza la descomposición, y las personas que se ahogan en lagos profundos, a 30 metros o menos, puede que nunca salgan a la superficie. El peso del agua inmoviliza sus cuerpos. Pocos jefazos con un montón de estrellas hablaron así a la población. Hoy 26 de Noviembre, casi 30 días después, Valencia es un lodazal, con algunos lugares, algo más limpios, por el esfuerzo de sus habitantes y los voluntarios que llegaron por su cuenta y riesgo.  Sólo tenemos lágrimas e impotencia. Únicamente, nos queda eso que siempre nos ha hecho ser diferentes: las ganas de volver a inventarnos. Gracias a todos los valencianos que han soportado el mayor desastre natural de esta jodida España. Gracias, a todos los voluntarios de todos los rincones de España y del resto de Europa. Gracias a los cuerpos de rescate: bomberos, ejército y resto de las fuerzas del estado (especialmente, los que han actuado al margen de la burocracia). En la noche más oscura y desgraciada de l´horta Valenciana y las tierras altas de Utiel/Requena y la Hoya de Chiva y Buñol. Por todos, los que nos dejaron, tenemos que seguir, adelante, porque es parte del ADN valenciano. Es algo que llevamos todos lo que nacen en la tierra del Turia, aunque vivas en Sidney. Esto es una manera de hacer las cosas; con un estilo diferente a todo lo que he conocido. Los valencianos de carne y hueso, no las castas senatoriales y gentecilla de San Jerónimo. Por eso y porque, este pueblo, es increíble. No nos doblegaran. A pesar, de los pesares. Amunt! Valencia. 




             Dedicado a todos los damnificados por la tragedia de la DANA del 29 de Octubre 2024

 

 

 

 

Fotogramas adjuntados

The Rains Came (1939) By Clarence Brown

The Day After Tomorrow (2004) By Roland Emmerich

Rain (1932) By Lewis Milestone

Carlos García Pozo Camí d’Orba 10 (Benetússer) Valencia

 



                                                     


                       

 


Besos mudos en Provenza


Existe el mito que dice que los jardines cercanos a Gordes están llenos de hectáreas de flores plantadas —equivalente— al número de muertos enterrados en las catacumbas de Sénanque. Las olas de prímulas amarillas, pequeñas campanillas de bruja y corazones sangrantes apestan con el dulce olor de la muerte, llegando a conseguir, divinos efluvios a lavanda en los primeros días de mayo. Días antes, en los que unos nazis sedientos de sangre reventasen medio lugar. Aquí estás, amor de mi vida, confinada por la tisis, el toque del rey, la peste blanca, para darle un nombre más sencillo: muerte lenta. Toda aquella pasión por la vida y sin miedo a morir: cuando, te matabas de hambre, fumando cigarrillos como las estrellas de cine que adornan las portadas de tus revistas. Te espera la belleza en la muerte; tu recompensa a la escasez y la ingenuidad. ¿Sientes un brillo febril en tu delgadez etérea? Ahora, piensas ¿Y por qué luchábamos en la resistencia? Preguntas complejas, respuestas cobardes. Lo siguiente: el silencio. El médico dijo que estarías más cómoda en el sanatorio de la abadía, esquemática palabrería para suavizar el golpe, cuando el hecho de salir de casa, en estos tiempos significa no volver.—Te prometo que lo superarás, inseguro de mí: hablo contigo o conmigo mismo. El reposo en cama, el aire fresco y la comida sana dicen que remedian esta enfermedad debilitante. Tiras del borde deshilachado del edredón bajo la barbilla, con las uñas cuidadas y el pelo arreglado. —Además de tu flaqueza, es imposible saber qué ha invadido tus pulmones, quién ha osado y llegado a inventar este turbio veneno que tapona tus alveolos y los corrompe día a día. Empero, resuellas, áspera y profundamente, y el pánico vuelve a apoderarse de mí.

—¿Qué puedo hacer, Dios. Di algo, ayúdame? Pregunto, suplico, a la desesperada. “Camina conmigo”. —Eres demasiado orgulloso para decir, empuja con toda tu alma.

A mediados de julio, te envuelvo en una manta de punto, que  hiciste, cuando tenías fuerzas para apretar las agujas. Te sentía, en tal alta estima, esa habilidad tan tuya.




Pura y auténtica, como tú. Pero ahora, te digo: “no más”, por miedo a que un ligero esfuerzo sobrecargue tus apáticos pulmones. Te llevo en silla de ruedas por la pasarela de madera que va del pabellón de las mujeres a los jardines, de la abadía provenzal, y me pides, con la voz rota, que vaya más despacio. Una fuente burbujea en un reservorio reflectante. Los lirios flotan en el estanque; sus anchas y planas almohadillas sostienen los pétalos blancos y rosáceos, flores en forma de copa que se abren como manos acogedoras por las tardes y vuelven a cerrarse al anochecer. Ni Chagall lo hubiera pintado mejor.—¿Es el traqueteo de la desvencijada silla que te atraviesa lo que te hace pedirme que camine más despacio? “Eso no”, me dices. Y sé que es el tiempo el que necesita ir más despacio, desenrollarse poco a poco entre nosotros. Sólo tienes diecinueve años; la infamia de la tuberculosis no sabe de morales ni otras entelequias más profanas. Me siento impotente, una vez más, durante mi visita quincenal. En los bailes y las fiestas, estoy solo, echando de menos tu risa gutural; el tenor nocturno como si hubieras estado gritando por encima de la banda del pueblo. Los chicos de la pandilla, preguntan por ti, y yo invoco tu sonrisa y les digo que estás en un viaje paradisiaco por el océano. Tu alegría reside en mí, y te veo con un vestido de lentejuelas y largos guantes blancos, girando, dando vueltas. En realidad, el aburrimiento casi te mata, haciendo cola detrás de la ruina que invade tu cuerpo, cada uno esperando su turno en tu tarjeta de baile como solían hacer los chicos.

Las rosas blancas, que celebran los nuevos comienzos, endulzan el aire con su verde rumor de vida mientras trepan por los enrejados que enmarcan los bancos de madera, invitando a los visitantes a detenerse y reflexionar. Y lo hago.

“Llévame de vuelta”, dices, sabiendo lo que te espera.



Un baño tan caliente que quema la piel fina o lo bastante frío como para dejarte temblando. Las toallas raídas envolverán tu esquelético cuerpo, con los omóplatos nudosos y salientes. Pienso en cómo, siendo niños, jugábamos en el lago. La fotografía descolorida, que sería del 34 o el 1935, de ambos, haciendo el tonto en un muelle de Marsella. Estudiantes de segundo y tercer curso como mucho. Con el pelo recogido en coletas, yo pronto destinada al lago por tus brazos extendidos. Confiaba en que siempre estarías ahí, justo detrás de mí, como en la fotografía.  

Aquí se sujeta a los niños para que estén tranquilos y descansen. Nada de damas, nada de jotas, nada de lectura: ni tarots diabólicos.  El esfuerzo pone a prueba sus pulmones moribundos. Demasiado cansados para luchar, demasiado inocentes para cuestionar, resignan sus brazos para que los obliguen a ponerse chaquetas hacia atrás. Los recién nacidos aúllan mientras se los llevan y se los presentan a sus padres y hermanos, mientras las madres se quedan con los pechos pesados y el corazón roto luchando por sobrevivir. Y, sin embargo, se sienten dichosas porque sus bebés estén libres de esta enfermedad. —¿Qué puedo hacer para ayudar? Me desespero, temiendo su respuesta.—“Quítame el dolor, bobo”




Dos años llevas, inerte y desvalida, tendrás que aprender a caminar de nuevo. Si alguna vez sales, claro, pero sé que nunca lo harás. Con los codos destrozados y los talones sangrantes por esta cura de reposo, yaces sobre sábanas blancas almidonadas, completamente rígida porque estás —convencidísima— que has perdido la batalla, del mismo modo, que el sol se ha puesto, un día más. Me cuentas las nuevas lesiones, tu voz apenas audible por encima del seco estertor. El médico me enseña el nuevo tubo, que han conseguido, más flexible, por donde te realizan las transfusiones de sangre. Pero en la cara del galeno, observo la expresión: desesperado. "Qué puedo hacer para ayudar?”. Ahora es más urgente.

"Por favor"suplican tus ojos, y tu voz es débil: el peso de la muerte sobre tu pecho.

—“Sí", digo, pero ¿cómo?

Ya no tienes los rizos suaves y lisos, el champú es demasiado agotador. El maldito silbido del aire, que entra y sale, de tu tráquea, sin aliento ni candor. El compás de la sangre oprimiendo esa vena que es el camino de una vena sarpullida por la aguja de un torpe vampiro; que transfunde sangre fría y sin brío. Éste, blasfema, en su redundancia: una armonía fúnebre y grotesca del abismo. La cirugía es tu última opción. Pero estás demasiado cansada para preocuparte, ni yo intentaré convencerte. Soy egoísta y me alivia que tu viaje esté a punto de terminar. Me tumbo a tu lado, tocando tu muslo huesudo, que se apoya en mi costado. Te cojo de la mano y espero, a los días de las flores de primavera, mientras tus besos mudos me dicen que ya no estás aquí.


                                                                                 FIN  




                               Dedicado a Antonio Skármeta Noviembre 1940/Octubre 2024 In Memoriam



Fotogramas adjuntos

       The Mortal Storm (1940) By  Frank Borzage

        A Hidden Life (2019) By Terrence Malick

        Arch of Triumph  (1948) By Lewis Milestone  

        Charlotte Gray (2001)  By Gillian Armstrong

 





Arkam y Soren: solteros ingenuos, multiusos y serviciales

 


Soren era típico soltero que se acercaba a la inquietante edad de los 35 años, demasiado joven  para ver lo que te queda de vida y demasiado mayor para no haber encarrilado tu existencia por el camino de Bonanza que decía el profeta de Cádiz. Estaba harto de su vida monótona, apática, y sin emociones. Ya no sabía qué hacer; solo quería algo para cambiarla. A veces, pensaba en la muerte como un remedio para dejar de sufrir. Como todas las noches, iba a su bar de toda la vida, un local que con el tiempo había derivado en un sitio mucho más chic —sin dejarte la piel por un par de copas— y tomarse su Martini con un chorrito de Absolut. Siempre, soñando y esperando, que en una de esas noches le sucediera algo. Soren era un eterno soñador —con alma de perdedor— a la espera de ese milagro que pudiera cambiar su aburrida y rutinaria vida. Esa noche, la temperatura era tan agradable, que invitaba a salir con la copa en la terraza del local. Soren se sentó en una mesa fuera del bar. De repente, vio un coche a lo lejos, muy grande y de un oscuro reluciente: una limusina. El coche disminuyó la velocidad y terminó por detenerse. Una mujer bajó, con ademanes, muy elegantes. Aquella fémina era la hembra más hermosa que Soren había visto, en sus tediosos treinta y tantos. Muy alta, pelo negro, azabache, muy largo y liso, que terminaba recogido, por la gracia, de un coletero. Sus ojos eran de un azul acero tan intenso que —cualquier terrestre—, que la mirase: se  quedaba encantado. Un cuerpo agraciado envuelto en un vestido de satén negro y unas sobrias caderas, las cuales, se  apoyaban en un cinturón formado por aros metálicos unidos por unos engarces gigantes de acero. Sus alucinantes pies, iban calzados por unos hermosos zapatos negros de Prada, con hebillas metálicas circulares y tacones muy altos que alargaban,—aún más— sus interminables piernas. Se dirigió con elegancia hacia el bar y se sentó en la mesa junto a Soren.

 



Él, estaba deslumbrado por  semejante visión, no tenía más ojos que para ella. La mujer pidió una copa de Chardonay Château Puech Haut. Soren, la miraba sin cesar y ella notó esa mirada casi desvergonzada, de un hombre inmaduro. Lo miró y le devolvió la mirada. En ese momento, Soren, se sintió avergonzado de haber sido sorprendido por ella. Ella, en cambio, no parecía en absoluto disgustada. Al contrario, se levantó y, con paso felino, puso un pie delante del otro, sosteniendo la copa de vino en la mano; se dirigió hacia él. Soren no sabía qué hacer o cómo resistir la situación. No estaba listo para alguien como ella. Se decía para dentro de él:—No es verdad, esto es un sueño. Cuando la mujer estuvo delante de él, puso las manos sobre su mesa e inclinándose hacia delante, casi tocándole los labios, sonó una voz grave y etérea:”—¿Le molesta?”. Él, avergonzado, respondió, tartamudeando a trallazos: —“No, no, no, en absoluto, qué no. Siéntate, por favor”. La mujer se acomodó. Era simplemente maravillosa. Pasaron casi toda la noche hablando mucho y descubriendo tanto de los intereses comunes que concertaron una cita para la noche siguiente y otras más, que llegaron a posteriori. Soren estaba tan obsesionado con esa mujer misteriosa que empezó a pensar que su vida podría haber tenido un giro interesante, hace mucho más tiempo del deseado. Se preguntaba: —¿por qué ahora y no antes? Lilin, así se llamaba esa visión. Hasta que en una de las largas veladas nocturnas de copeo, Soren, se lanzó. Preguntándole  si podían verse durante el día, pero ella respondió que estaba muy ocupada durante las mañanas. Lilin, se dio cuenta que esa respuesta le había hecho mella. Observó, una luz triste en sus ojos y le propuso pasar la noche en su casa, en la próxima cita. Soren sintió la emoción y la adrenalina del niño, en el día de Reyes, ante su primera cita intima, de verdad.



Había llegado el día en el que iría a verla y estaba ansioso por la sensación de ese encuentro, algo más congenioso. Esperaba a que cayera la noche. Mientras tanto, se cambió de ropa varias veces para ver qué le quedaba mejor. Estaba indeciso, como un adolescente, el día de su primera cita con la chica más encantadora de la clase. Finalmente,  se dirigió al bar y, como todas las noches, se sentó a la mesa, de costumbre, y pidió su Martini, de turno, tocadito con unas gotas de Absolut. Pocos minutos después llegó la enorme limusina. Lilin,  bajó la ventanilla y, asintiendo, llamó a Soren. Él, se levantó, dejó el dinero del Martini sobre la mesa y se dirigió, frenético, hacia el automóvil. Subió, cerró la puerta y el chófer comenzó a conducir con firmeza y garbo. Lilin lo acomodó de inmediato, le ofreció una copa y le dijo que estar a su lado le daba una sensación de nueva vida. Después de una hora de viaje, por diferentes itinerarios que Soren, desconocía y nunca hubo recorrido, pues, nunca los  había visto; llegaron a las proximidades de una villa aislada. La puerta se abrió y el coche entró. Después de recorrer la avenida iluminada, se dirigió hacia la entrada y se detuvo delante. Soren y Lilin bajaron de la limusina. Algo, extraño, no paraba de rondarle, por la cabeza a Soren. Y es que a lo largo del trayecto, nunca pudo verle la cara al conductor que tan bien condujo hasta la misteriosa villa. Visto y no visto, cuando mirando  por la ventanilla —medio bajada— del lado del conductor, vio un perfil con una profunda cicatriz en la cara. Luego, entraron a la casa, pues, el portal estaba abierto. Se encontró con una villa de dos pisos, con un estilo muy Bauhaus, muy grande y grandes vanos y espacios. Un escalón lateral se le presentaba. Soren le preguntó a Lilin si alguien más vivía allí. No podía creer que ella viviera sola en esa casa tan grande. Y le pregunto:—Vives con alguien, más. —“No, sólo yo y el mayordomo”, y dijo de nuevo con un suspiro: —“Nunca hay nadie que me haga compañía”. Lilin lo puso en el sofá del gran salón.



 

Una figura masculina, vieja y temblorosa les trajo una bebida. Soren se maravilló de la edad del mayordomo. Por un momento, pensó en Sunset Bulevard y Eric Von Stroheim —“tendrá más de cien años”. Pero inmediatamente después se dejó distraer por las curvas de Lilin, quien, después de ofrecerle un Martini con Vodka y ponerlo cómodo, le invitó a unirse a ella en su habitación. Ella fue hacia la escalera y comenzó a subir. Llegó a la habitación y dejó la puerta abierta. Soren todavía no se creía semejante invitación. Él también se dirigió hacia las escaleras, pero su atención se sintió atraída por los ruidos que provenían del jardín. Miró por la ventana y vio a un hombre cavando un hoyo. No se dio cuenta y él también subió. Llegó a la habitación y abrió la puerta. Lilin estaba acostada en la cama, parcialmente envuelta en una sábana de seda negra que dejaba entrever su hermoso cuerpo desnudo. Él se desnudó y se acercó a ella. Empezó a acariciarla. Ella se dejaba llevar, parecía gustarle. Pero en un momento dado, Lilin lo alejó de sí y, mirándolo a los ojos, dijo: —“Sabes, Soren, mi belleza tiene un precio” y diciendo esto lo besó en los labios.

—Soren abrió los ojos. Sentía que se le acababa el aliento. No entendía lo que estaba pasando. De repente, notó una enorme debilidad y se desmayó. Cuando se despertó vio a su lado ropas de mayordomo. Se miró en el espejo junto a la cama y vio reflejada la figura de un anciano, que podría tener unos ochenta y cinco años. Se quedó espantado hasta que la voz de Lilin, procedente del salón, dijo: “Soren, tráenos un par de Matinis con Vodka”. Soren bajó las escaleras con mucha dificultad. Vio a Lilin en el salón hablando con alguien. Tomó la botella, dos vasos, los puso en la bandeja y se acercó a ellos. También entonces vio un tipo extraño de perfil con una gran cicatriz y reconoció, en el huésped, al conductor. Lilin, mirando a Soren, le dijo:—Cariño! “Te presento a Arkam, él es mi súcubo”. Arkam se levantó, tomó el saco negro que había detrás de la puerta, por el que se podía ver el cuerpo podrido del viejo mayordomo, y se dirigió al jardín. Había un agujero muy jugoso de unos dos metros bajo tierra. Lilin aseveró:—Nadie los hace tan perfectos como el sagaz Arkam, te lo juro. Bizcochín, nos lo vamos a pasar de miedo!

 

                                                                  

                                                                      FIN



                Dedicado a John John David Souther Noviembre 1945/Septiembre 2024 In Memoriam  

 


Fotogramas adjuntados

 

 

The Queen of Spades (1949) By Thorold Dickinson

Blade af Satans bog (1921) By Carl Theodor Dreyer

The Entity (1982) By Sidney J. Furie

Suspiria (1977) By Dario Argento

 







El corazón de mi madre dentro de una concha en verano

 


La casa de estuco blanco se alza inmaculada y majestuosa en medio de la exuberante vegetación. Su tejado gris está perfilado por un cielo azul sin nubes. El único movimiento es el leve balanceo de los robles cercanos. En el centro de un césped sumamente cuidado hay una figura postrada. Es joven, no más de nueve o diez años, y sus manos se enroscan bajo la cabeza. Permanece inmóvil, con los ojos oscuros entrecerrados. Tan quieto que unas palomas robustas bailan a saltitos a varios metros de distancia. De repente, desde el interior de la bonita casa blanca, se oye un grito. Resuena a través de las ventanas abiertas y golpea en los campos abiertos. Los pájaros se dispersan y vuelan batiendo las alas. Las ardillas endurecen sus tupidas colas y se escabullen hacia la seguridad de los árboles cercanos. Incluso las hormigas aceleran el paso y se meten en sus pequeños agujeros terrosos. Sólo el niño no se mueve, sino que permanece tan inmóvil como el suelo, en el que descansa. Los gritos continúan. Ahora se oyen dos voces. La primera es áspera, grave y ronca, y sisea como una tetera que disipa el vapor. La otra es aguda, llena de desesperación, como el canto de un cisne. Al principio, se oye una voz, mientras la otra responde. Pronto se funden como dos discos que suenan simultáneamente. El niño sigue sin moverse. El pelo castaño le cae desordenado sobre la frente. Hace tiempo que debería haberse cortado el pelo, pero parece que nadie se ha acordado de llevarlo a la peluquería. Encima de su larga melena hay un par de voluminosos auriculares negros. El cable está suelto: no hay ningún dispositivo conectado, porque lo único que quiere oír es silencio. No había necesitado los auriculares cuando empezaron los combates. Entonces era invierno. Se abrigó bien y se tumbó en la nieve. Aquí intentó no pensar en el silencio helado de la casa. Cuando lo hace, siente escalofríos que nada tienen que ver con el tiempo. En el cielo vuelan pocos pájaros; la mayoría habían emigrado para escapar del frío. Piensa que ojalá la mayoría de los problemas de la vida se resolvieran tan fácilmente. Quizá él también pueda emigrar. Vuela a lugares donde los padres comparten sonrisas y se hablan en voz baja. Los pensamientos le calientan. Entonces la nieve se derrite y el suelo bajo, se reverdece con la primavera. A Eloísa, la criada, le gusta abrir las ventanas mientras limpia. Los gritos surcan el aire golpeando sus sueños. Uno a uno caen al suelo, desinflados. Intenta taparse los oídos y tararear para sí mismo, pero sigue oyendo los gritos amortiguados. Le pregunta a su amigo si puede prestarle un par de tapones para los soportar el maldito ruido. Murmura algo sobre obras en la casa. No es del todo mentira, aunque sabe que la relación con sus padres no tiene arreglo. Se pone los tapones de espuma y cumplen su función; sus sueños continúan. Se le ha posado un insecto en la frente y se lo quita con un cepillo. Al abrir los ojos, ve nubes grises que tiñen el cielo azul. El chico se quita los tapones para frotarse los oídos, justo a tiempo para oír cómo se abren las pesadas puertas de roble. Se obliga a permanecer en el suelo. Para combatir el impulso de mirar, se tapa los ojos con el brazo. Su corazón late desbocado como un pájaro atrapado. Entonces, con un movimiento brusco, agarra los auriculares que había perdido y se los pone en la cabeza. Es demasiado tarde, pues, lo ha escuchado todo.

 



El sonido de las diminutas ruedas de una maleta al subir y bajar los escalones de la entrada y rodar por el camino de guijarros. Se incorpora lentamente para observar la espalda de su padre que se aleja. Se dirige hacia su reluciente coche negro. Durante un largo instante, se queda mirando. Luego coge los auriculares negros y los parte por la mitad con un movimiento rápido y furioso. A continuación, lanza los trozos al pequeño estanque de los patos, donde caen con un chapoteo. Los patos graznan en señal de protesta y se dispersan. Mantiene la cabeza fija en el estanque, donde observa los auriculares mientras suben y bajan. Oye cómo se cierra el maletero y arranca el motor. No tiene que darse la vuelta para saber que su padre se ha ido. El chico se levanta despacio y camina hasta el lugar donde se había alejado el coche de su padre. Se sienta en el cemento negro y liso, para agachar la cabeza sobre su regazo. La lluvia, que ha comenzado a caer, golpea el suelo, cayendo con ganas, igual que las lágrimas en la cara del chico. Es sólo un chaparrón de verano, y el sol no tardará en reaparecer en el cielo. 

Para el niño, sin embargo, ha llegado el invierno.

El aire fresco de los últimos días de otoño llenaba la habitación, mientras el constante vaivén de su mecedora, sonaba inquietantemente como un metrónomo. La mayoría de las hojas del nudoso roble del patio trasero hacía tiempo que habían caído al suelo. Las pocas que aún se aferraban a las largas ramas del árbol temblaban con el frío de la brisa nocturna. Dos recuerdos marrones y arrugados de un verano pasado se balanceaban en la rama extendida más cercana a la ventana abierta de su dormitorio. Empezó a tararear el recuerdo de un vals que creía haber olvidado. 

Cómo nos gustaba bailar.

El viento se arremolinaba en el pálido resplandor de una media luna, cuya luz serpenteaba a través de las nubes en rápido movimiento para acariciar suavemente el viejo algarrobo. Allí, las dos hojas temblaban juntas, aferrándose a un último baile, después de una larga vida pasada uno al lado del otro. No podía soportar dejarle morir en un hospicio, lejos del hogar que construimos juntos. Un torbellino ocurrente obligó a las finas hojas venosas a abrazarse durante brevísimos instantes para luego volver a separarse. ¡Cómo disfruto de estas primeras frías matinales, ahora que el calor del verano se ha desvanecido! Pero, con cada compás de este vals suavizante, el tallo de la primera hoja se tensaba un poco más, aferrándose desesperadamente a su antigua vida. Las nubes se condensaron y el viento arreció cuando, por fin, la hoja cansada cedió. Su delicado cuerpo cayó en barrena hacia el suelo. Sin embargo, cada vez que tocaba tierra, el viento encontraba alguna forma para volver a elevarla, como si esperase a que cayese la otra hoja para continuar la danza. Permaneció un rato meciéndose en aquella vieja silla, observando esta trampa para amantes impenitentes, hasta que su zumbido dio paso al de una máquina de soporte vital. Cansada, se acercó a su cuerpo, ahora frío, y apretó los labios sobre su piel translúcida y amarillenta para susurrar: “Quizá mañana, amor mío. Puede que consiga fuerzas para dejarte marchar”. Era finales de agosto y Enzo podía caminar por la arena caliente sin zapatos. Se quedó mirando las numerosas rocas y conchas. Parecían un gran mosaico que se extendía por el suelo. Recogió pequeñas piedras lisas, las revisó y volvió a depositarlas en la arena. No estaba seguro de lo que buscaba hasta que lo encontró: una pequeña concha dorada, lo bastante fina como para romperse si presionaba el pulgar contra ella con demasiada fuerza.

 



Uno de los primeros recuerdos claros que Yago tenía de su madre era de un día que pasaron en la playa de Bur Safaga, en Egipto, apenas, un año antes de que falleciera. Era un día entre semana del verano de 1992. Su padre estaba trabajando y su madre llevó a Yago, de tres años, y a Arabela, de seis, a la playa. Su piel se enrojecía con facilidad, así que su madre les untaba crema solar en la espalda hasta dejarlas blancas como las nubes. Les llevaba sándwiches de mantequilla de cacahuete y huevo, además, de alguna bolsa de patatas fritas Lays premium. Después de bañarse en la playa, Yago y Arabela se tumbaron en sus toallas, recogieron piedras y se enseñaron mutuamente los distintos tipos que se podían llegar a encontrar. Su madre se levantó de la silla, se acercó un poco al agua, se puso en cuclillas y pasó las manos por las rocas como si estuviera buscando algo. Cuando encontró lo que buscaba, volvió junto a Yago y Arabela y se sentó a su lado. Abrió la palma de la mano y mostró una pequeña concha dorada.

 

Esto”, les dijo. “Es un tipo especial de concha. ¿Habíais visto alguna como ésta?”. Las dos negaron con la cabeza, sin poder apartar los ojos de la bonita concha.

 

“¿Adivináis por qué estas conchas son tan especiales?”.

 

“¿Es porque es dorado y brillante?”— preguntó Arabela. Yago y ella miraron a su madre en busca de la respuesta.—“Sí, esa es parte de la razón, pero la otra es porque se pueden hacer joyas. Se llaman cascabeles”.“¿Cascabeles?, preguntaron las niñas. ¿Cómo los cascabeles?”.

 

“¡Sí, exactamente! Ahora vamos a intentar recoger todas las que podamos, y ya os enseñaré cómo podemos convertirlas en joyas cuando volvamos a casa”.

 

Con el encargo, los niños se pusieron en marcha: corrieron por la playa encorvados, buscando los pequeños tesoros que eran las conchas tintineantes. Una vez que habían dado la vuelta a tantas rocas como sus pequeños dedos podían controlar, volvieron corriendo junto a su madre, abriendo las palmas de las manos para revelar puñados de polvorientas conchas doradas.

 

“¡Oh, buen trabajo, chicas! Son perfectos. Ahora, vayamos a casa y hagámoslos collares”.

 



Los pequeños siguieron a su madre como patitos. Una vez en casa, se sentaron alrededor de la mesa de la cocina, esperándola. Buscó una aguja de coser e hilo. Las conchas eran lo bastante finas como para que su madre pudiera enhebrar la aguja a través de ellas con facilidad, tirando del hilo para crear una hebra que colgarles del cuello. Los dos pidieron cuatro conchas en cada collar, una para cada miembro de su familia. Como las conchas eran frágiles, los collares se rompían a menudo. La primera vez que a Yago se le rompió, le dio vergüenza decírselo a su madre. De repente, alguien empujó la puerta de su cuarto, y se encontró con Yago en su habitación llorando desconsoladamente, las lágrimas caían de sus ojos hasta la comisura de los labios. Su madre lo abrazo fuertemente y  aferrándose a las tres conchas que le quedaban. Ella le dijo, no pasa nada. Le dio un beso y salió de la habitación, indicando a Yago que la siguiera. Sacó una bandejita que había guardado en un armario de la cocina: estaba llena de cascabeles. 

“Vamos a hacerte otra. Cuando algo se rompe, lo único que tienes que hacer es arreglarlo”. Yago asintió nervioso y dio las gracias a su madre.

Cuando su madre falleció, Yago trasladó la bandeja de cascabeles del armario de la cocina a su mesilla de noche. Sin su madre, Yago se sentía más solo que nunca. El océano se encontraba con sus ojos todas las noches, su sal goteaba por su cara y caía sobre su almohada. Cuando las lágrimas ya estaban en sus labios, cogía una de las conchas. Le gustaba pensar que, por mucho que deseara unirse a su madre y sus cuerpos se llenasen de arena, y, fueran arrastrados por las mareas, siempre tenía caracolas a las que aferrarse. Y como su madre le había enseñado: si algo que estuviese roto, no significaba que no tenía arreglo. Todo lo contrario. Así que no importaba lo rotas, oscuras o descoloridas que estuvieran las conchas que él encontraba en la playa de Egipto, siempre se las llevaba a casa, como si coleccionara pequeños trozos de su madre que hubieran aparecido en la arena. Cuantas más conchas añadía a la bandeja, más despacio llegaban las olas a sus ojos por la noche. Chocando, cada vez menos, contra la orilla de su habitación. Yago, que ahora tiene veinticuatro años, se guardó en el bolsillo la pequeña concha que encontró en la hermosa arena de la playa egipcia, asegurándose de guardarla en el bolsillo delantero para que fuera menos probable que se rompiera. La añadió a la bandeja que tenía en casa. Nunca había sacado la bandeja de su habitación desde el día en que la trajo; le gustaba pensar que así era más tranquilo para su madre, un descanso eterno en la mesilla de noche de su hijo. Te quiero mami, aquí estarás tranquila, tu corazón late al ritmo del rompeolas del Mar Rojo.


                                                                              FIN

 

                                 Dedicado a Mariano Haro Cisneros mayo 1940/julio2024 In Memoriam



Fotogramas adjuntados

 

 

Estate violenta 1959 By Valerio Zurini

La piscine 1969 By Jacques Deray

Sommaren med Monika 1953 By Ingmar Bergman

Moonrise Kingdom 2012 By Wes Anderson

 


 








Érase una vez una chica a la que llamaban Pandora.


 

Gritó a las furiosas nubes de tormenta el día que ella vendió su piano, y lloró con chubascos de sol cuando ella compró un paraguas. Pasaron los años y su pelo encaneció. Se había hecho profesora de matemáticas y enseñaba a sumar y restar a niños de primaria entre semana. También se había vuelto mejor que su padre, jugando al ajedrez, y eso le ocupaba los sábados. Los domingos, se sentaba junto a la ventana con una taza de té que se enfriaba, mientras observaba cómo las gotas de lluvia salpicaban el cristal del mirador. Su cara regordeta no mostraba ningún tipo de angustia; de hecho, irradia una pizca de alegría, como si esto fuera normal para ella. Reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.

 



A lo lejos alguien soñaba con aquel lugar donde vivía la Pandora que amaba. Existió en esa rutina incluso cuando su pelo se volvió blanco y sus piernas delgadas trémulas. En sus últimos días, cuando se sentaba con su té frío junto a la tronera, se levantaba obstinadamente para limpiar el agua de lluvia que se había filtrado por el derrame. Al apuntar con los dedos de los pies para llegar donde su espalda encorvada no alcanzaba, resbaló y cayó contra la estantería. Los libros de música polvorientos ensuciaron el suelo de teca y una vieja caja de latón plateado cayó descabalgada. Un poco magullada, pero no de cataclismo. Corrió a socorrer el desorden —hacía unos cuantos años que odiaba el desparrame—, pero dudó al tocar la caja de latón desgastada. La cogió con los dedos arrugados y en su mente parpadearon recuerdos de una vida pasada, como el sueño de una noche de tormenta, había pasado una eternidad.




Se había quedado sentada, paralizada en esa neblina, sus dedos recobraron esa vieja tradición familiar de la inercia propia y abrió la caja. Se alegró con la salida de varios arcos iris y fue cuando Pandora salió a la calle sin paraguas. Sintió aquel aroma a hierba mojada en los pies descalzos y pasar las manos por las hojas perladas del rocío matutino, viendo cómo aquellos diminutos aljófares de agua rodaban como canicas. Reía con puestas de sol púrpura cuando ella se sentaba al piano de la calle y dejaba que sus dedos tropezaran como solían hacerlo. Juntos, sonrieron con todos los truenos que el cielo pudo reunir cuando volvieron a abrazarse. La vida pasó con la misma velocidad de la mitad de un año, en pleno cenit veraniego a la espera del olor a turrón y mazapán en el expositor del supermercado del barrio.




Mi pequeña, flota sobre el suelo del salón, agita su melena morena y gira la cabeza para mirarme. Estoy seguro que lo que veo es real. Al pellizcarme el antebrazo y sentir que la sangre se me encoge, mi teoría de que esto es un sueño se desmorona. En su lugar, el dolor se suma a la conmoción que siento al contemplar la escena que tengo delante. Entraba en la habitación, algo impalpable y a la vez sublime, por ninguno de estos placeres, sanguíneos. En ese instante, echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas canturreándoles mientras las mecía. No, pensarán que estoy loco o que he vuelto a comer hebras de tabaco. Recuerden este cuento, y no lo olviden, Érase una vez una chica llamada Pandora.


                                                                                               FIN


                          Dedicado a Edgardo Cozarinsky  Enero1939/Junio 2024 In Memoriam



Fotogramas adjuntados

 

Die Büchse der Pandoraaka (1929) By Georg Wilhelm Pabst

Avatar: The Way of Water (2020) By James Cameron

Pandora and the Flying Dutchman (1951) By Albert Lewin

Pandora (2019) By Mark A. Altman