Los últimos 400 metros de mi vida

noviembre 19, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 


Hicimos el pacto en el vestuario, minutos antes de que sonara el timbre. Los demás chicos ya estaban de corto y habían salido al campo cuando nos dimos la mano. Segis y yo teníamos, poco en común, salvo nuestro desprecio por la actividad física y el hecho de que siempre quedábamos los últimos o penúltimos en las carreras de la clase de gimnasia. Estábamos tan por detrás de los demás niños que nadie, ni siquiera Herminio Acosta, del que se rumoreaba que tenía una pequeña placa de acero en la cabeza, o el caso de, Julián Salcedo; que llevaba un corsé ortopédico por su escoliosis, amenazaba con quitarnos el puesto. Vamos, unos cracks. Nuestra profesora, la Srta. Nasarre, añadía un toque sádico al exigir al perdedor que diera otra vuelta de 400 metros al campo. Ella se refería a esto como «la vuelta del hombre muerto», un término que acuñó cuando, tras una de mis derrotas, me dijo que parecía que me dirigía a mi propia ejecución. La Srta. Nasarre era más pequeña que la mayoría de los chicos e incluso que algunas de las chicas de nuestra clase de octavo curso. Era delgada como un chico de instituto y podía hacer veinticinco dominadas sin parar. Su rasgo más llamativo era su tez manchada, que hacía que su cara pareciera un mapa, con manchas de piel rojiza oscura rodeadas de otras más claras, como islas en el mar. Ahora, pasados tantos años, podríamos haberle llamado Srta. Gorbachov. Era así, muy suya. Llevaba chándal todos los días, sin importar el tiempo que hiciera, y nunca supe; si esa afección solo le afectaba a la cara o también a otras partes del cuerpo.



 

Ella se resistió a todas las súplicas que Segis (por aquello del diminutivo de su nombre visigodo, Segismundo, menudo cachondeo) y yo le hicimos para que nos eximiera de estas carreras. Él, alegó que tenía asma y yo le dije que sufría de cualquier cosa que pudiera llevarme a la comodidad de la enfermería. La Srta. Nasarre rechazó todas nuestras excusas como si fueran volantes de bádminton que le lanzábamos suavemente a su lado de la red. Una vez acordados los términos del pacto, Segis y yo corrimos al campo y nos pusimos en fila. Me invadió la calma cuando nos miramos y asentimos con la cabeza. La Sra. Nasarre hizo sonar su silbato. Los chicos del equipo de campo a través salieron disparados en cabeza. Algunos de los otros atletas les seguían de cerca. El resto de los chicos se agruparon en pequeños pelotones. Detrás de todos ellos, Segis y yo (el yo, que me llamo Elio, quedó presentado) nos acomodamos en un tranquilo paseo. La Srta. Nasarre, que afirmaba tener una visión superior a la de un zoom de 125 aumentos, se dio cuenta inmediatamente. «¿Qué les pasa a ustedes dos?», gritó desde el otro lado del campo. «Uno de ustedes tendrá que dar la vuelta de la lapida. ¡No me importa cuánto tiempo les lleve llegar allí!». La ignoramos. Seguimos caminando, charlando y conociéndonos. A él le gustaban los cómics y las películas japonesas de monstruos. Yo le hablé de mi colección de cromos de fútbol. Él me dijo —que realmente tenía asma—, y yo le confesé; que sufría de periostitis tibial, pero que eso no me producía ni fiebre del heno ni mareos. Empecé a sentir que se creaba un vínculo entre nosotros. En la última curva de la última vuelta, habíamos hecho planes para ver la nueva película de James Bond durante el fin de semana. Tampoco habíamos sudado ni una gota. El resto de los niños habían terminado y estaban descansando en las gradas, donde siempre disfrutaban viéndonos luchar en la recta final.



Los abucheos de hoy eran especialmente fuertes, pero fingimos no darles importancia. Decidimos comprar pizza antes de ir al cine. Estábamos a cien metros de la meta cuando la Srta. Nasarre se reunió con los chicos. Se volvió hacia nosotros y los insultos cesaron. Fueron sustituidos por algo peor. La mitad de los chicos empezaron a animar a Segis y la otra mitad empezó a animarme a mí. Yo estaba en matemáticas avanzadas y reconocí que se trataba de una estratagema obvia. Pero entre Segis y yo se produjo un silencio incómodo que me puso los nervios de punta. ¿Podría esta alianza de perdedores, en la que nos comprometimos a cruzar la línea de meta exactamente al mismo tiempo para que ninguno de los dos fuera el perdedor, romperse antes del final de la primera carrera? Segis aceleró el paso y pronto me sacó medio paso de ventaja. Me adapté para mantener el ritmo. «Hiciste un trato»— le dije. Los vítores crecieron y nos empujaron hacia la meta como el canto de una sirena. Pronto estábamos corriendo, o lo que para nosotros se podía considerar correr. Culpé a Segis y decidí que no iría con él ni a comer pizza ni al cine. Estábamos a setenta metros de la meta y no conseguía acortar distancias. «Aún puedes cumplir el trato»—le dije. «Solo tienes que reducir la velocidad». «Tú reduce la velocidad»—dijo él.




Ninguno de los dos redujo la velocidad. No podía seguir así mucho más tiempo. La combinación de verbalizar frases completas y correr era más de lo que mi cuerpo podía soportar. «Mi asma»— jadeó Segis. «Tengo que parar. Para conmigo». ¿Podría ser un truco? ¿Si yo reducía la velocidad, él aceleraría? ¿Qué sabía yo realmente de Segis? No importaba. No podía seguir corriendo. No fue la compasión lo que me hizo parar, fue el agotamiento.—Me detuve, y él también. Algunos niños abuchearon, otros se rieron. Segis puso las manos sobre las rodillas. No iba a ir a ninguna parte. Le dije que se sentara, y así lo hizo. Me senté con él. «Gracias»— dijo. Respiraba con dificultad. Nos tumbamos en la pista de atletismo, desgastada por casi todo un año escolar de carreras. El suelo estaba fresco al contacto con mis brazos y piernas. Pronto su respiración se relajó. Me preguntó si todavía íbamos al cine y le dije que sí. «Estoy esperando», gritó la Srta. Nasarre, «y también lo está el hombre que esculpió su lapida». Sonó la campana. Algunos de los chicos gritaron algo mientras entraban, pero nosotros ya no les escuchábamos. El cielo se había oscurecido y Segis dijo que parecía el cielo de King Kong. Para entonces, el campo estaba vacío, excepto por mí, Segis y la Srta. Nasarre.



                                                                                 FIN




Fotogramas adjuntados

 

The Loneliness of the Long Distance Runner 1962 By Tony Richardson

Chariots of Fire 1981 By Hug Hudson

Jim Thorpe: All American By Michael Curtiz 1951

Prefontaine 1997 By Steve James

 





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