Los últimos 400 metros de mi vida
Hicimos el pacto en el vestuario, minutos antes de que sonara el timbre. Los demás chicos ya estaban de corto y habÃan salido al campo cuando nos dimos la mano. Segis y yo tenÃamos, poco en común, salvo nuestro desprecio por la actividad fÃsica y el hecho de que siempre quedábamos los últimos o penúltimos en las carreras de la clase de gimnasia. Estábamos tan por detrás de los demás niños que nadie, ni siquiera Herminio Acosta, del que se rumoreaba que tenÃa una pequeña placa de acero en la cabeza, o el caso de, Julián Salcedo; que llevaba un corsé ortopédico por su escoliosis, amenazaba con quitarnos el puesto. Vamos, unos cracks. Nuestra profesora, la Srta. Nasarre, añadÃa un toque sádico al exigir al perdedor que diera otra vuelta de 400 metros al campo. Ella se referÃa a esto como «la vuelta del hombre muerto», un término que acuñó cuando, tras una de mis derrotas, me dijo que parecÃa que me dirigÃa a mi propia ejecución. La Srta. Nasarre era más pequeña que la mayorÃa de los chicos e incluso que algunas de las chicas de nuestra clase de octavo curso. Era delgada como un chico de instituto y podÃa hacer veinticinco dominadas sin parar. Su rasgo más llamativo era su tez manchada, que hacÃa que su cara pareciera un mapa, con manchas de piel rojiza oscura rodeadas de otras más claras, como islas en el mar. Ahora, pasados tantos años, podrÃamos haberle llamado Srta. Gorbachov. Era asÃ, muy suya. Llevaba chándal todos los dÃas, sin importar el tiempo que hiciera, y nunca supe; si esa afección solo le afectaba a la cara o también a otras partes del cuerpo.
Ella
se resistió a todas las súplicas que Segis (por aquello del diminutivo de su
nombre visigodo, Segismundo, menudo cachondeo) y yo le hicimos para que nos
eximiera de estas carreras. Él, alegó que tenÃa asma y yo le dije que sufrÃa de
cualquier cosa que pudiera llevarme a la comodidad de la enfermerÃa. La Srta.
Nasarre rechazó todas nuestras excusas como si fueran volantes de bádminton que
le lanzábamos suavemente a su lado de la red. Una vez acordados los términos
del pacto, Segis y yo corrimos al campo y nos pusimos en fila. Me invadió la
calma cuando nos miramos y asentimos con la cabeza. La Sra. Nasarre hizo sonar
su silbato. Los chicos del equipo de campo a través salieron disparados en
cabeza. Algunos de los otros atletas les seguÃan de cerca. El resto de los
chicos se agruparon en pequeños pelotones. Detrás de todos ellos, Segis y yo
(el yo, que me llamo Elio, quedó presentado) nos acomodamos en un tranquilo paseo.
La Srta. Nasarre, que afirmaba tener una visión superior a la de un zoom de 125
aumentos, se dio cuenta inmediatamente. «¿Qué les pasa a ustedes dos?», gritó
desde el otro lado del campo. «Uno de ustedes tendrá que dar la vuelta de la
lapida. ¡No me importa cuánto tiempo les lleve llegar allÃ!». La ignoramos.
Seguimos caminando, charlando y conociéndonos. A él le gustaban los cómics y
las pelÃculas japonesas de monstruos. Yo le hablé de mi colección de cromos de
fútbol. Él me dijo —que realmente tenÃa asma—,
y yo le confesé; que sufrÃa de periostitis tibial, pero que eso no me producÃa
ni fiebre del heno ni mareos. Empecé a sentir que se creaba un vÃnculo entre
nosotros. En la última curva de la última vuelta, habÃamos hecho planes para
ver la nueva pelÃcula de James Bond durante el fin de semana. Tampoco habÃamos
sudado ni una gota. El resto de los niños habÃan terminado y estaban
descansando en las gradas, donde siempre disfrutaban viéndonos luchar en la
recta final.
Los
abucheos de hoy eran especialmente fuertes, pero fingimos no darles
importancia. Decidimos comprar pizza antes de ir al cine. Estábamos a cien
metros de la meta cuando la Srta. Nasarre se reunió con los chicos. Se volvió
hacia nosotros y los insultos cesaron. Fueron sustituidos por algo peor. La
mitad de los chicos empezaron a animar a Segis y la otra mitad empezó a
animarme a mÃ. Yo estaba en matemáticas avanzadas y reconocà que se trataba de
una estratagema obvia. Pero entre Segis y yo se produjo un silencio incómodo
que me puso los nervios de punta. ¿PodrÃa esta alianza de perdedores, en la que
nos comprometimos a cruzar la lÃnea de meta exactamente al mismo tiempo para
que ninguno de los dos fuera el perdedor, romperse antes del final de la
primera carrera? Segis aceleró el paso y pronto me sacó medio paso de ventaja.
Me adapté para mantener el ritmo. «Hiciste un trato»— le dije. Los vÃtores
crecieron y nos empujaron hacia la meta como el canto de una sirena. Pronto
estábamos corriendo, o lo que para nosotros se podÃa considerar correr. Culpé a
Segis y decidà que no irÃa con él ni a comer pizza ni al cine. Estábamos a
setenta metros de la meta y no conseguÃa acortar distancias. «Aún puedes
cumplir el trato»—le dije. «Solo tienes que reducir la velocidad». «Tú reduce
la velocidad»—dijo él.
Ninguno
de los dos redujo la velocidad. No podÃa seguir asà mucho más tiempo. La
combinación de verbalizar frases completas y correr era más de lo que mi cuerpo
podÃa soportar. «Mi asma»— jadeó Segis. «Tengo que parar. Para conmigo». ¿PodrÃa
ser un truco? ¿Si yo reducÃa la velocidad, él acelerarÃa? ¿Qué sabÃa yo
realmente de Segis? No importaba. No podÃa seguir corriendo. No fue la
compasión lo que me hizo parar, fue el agotamiento.—Me detuve, y él también. Algunos
niños abuchearon, otros se rieron. Segis puso las manos sobre las rodillas. No
iba a ir a ninguna parte. Le dije que se sentara, y asà lo hizo. Me senté con
él. «Gracias»— dijo. Respiraba con dificultad. Nos tumbamos en la pista de
atletismo, desgastada por casi todo un año escolar de carreras. El suelo estaba
fresco al contacto con mis brazos y piernas. Pronto su respiración se relajó.
Me preguntó si todavÃa Ãbamos al cine y le dije que sÃ. «Estoy esperando»,
gritó la Srta. Nasarre, «y también lo está el hombre que esculpió su lapida». Sonó
la campana. Algunos de los chicos gritaron algo mientras entraban, pero
nosotros ya no les escuchábamos. El cielo se habÃa oscurecido y Segis dijo que
parecÃa el cielo de King Kong. Para entonces, el campo estaba vacÃo, excepto
por mÃ, Segis y la Srta. Nasarre.
FIN
Fotogramas
adjuntados
The
Loneliness of the Long Distance Runner 1962 By Tony Richardson
Chariots
of Fire 1981 By Hug Hudson
Jim
Thorpe: All American By Michael Curtiz 1951
Prefontaine
1997 By Steve James





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