La lluvia en Calais destapó el anhelo de venganza
A
las afueras de Calais, la oscuridad nocturna se disipó más rápido que la niebla
en una mañana de verano. Dejó al descubierto la solitaria figura de una mujer
de mediana edad con el periódico del miércoles pasado sobre la cabeza para
protegerse de la constante llovizna. Inspiraba el aire fresco y limpio, regalo
de la tormenta que parecÃa marcharse. SorprendÃa su penoso caminar por una
estrecha calle que le seguÃa, paralela a un muro de almacenes abandonados,
chapoteando, a través de los reflejos de los edificios en los charcos que
rodeaban los adoquines rebosantes por las últimas tormentas. Mientras caminaba,
cabizbaja, se debatÃa entre su complicada situación, que, por tercera vez en
este año; le habÃa hecho perder el trabajo y la habitación donde se alojaba.
Todo se definÃa en una constante perenne. Ese palabro maldito: el pasado. Se
dirigÃa a una iglesia local donde habÃa oÃdo que ayudaban a los necesitados. Un
endeble grito rompió el silencio de la mañana. “Au secours”—Pronunciaba en
francés de “un socorro desesperado”. Dobló la última esquina del almacén y se
encontró con la escena. La voz gemÃa más fuerte. A unos cincuenta metros, vio
la cabeza de un hombre en un agujero. HacÃa señas con una mano mientras las
yemas de los dedos de la otra luchaban por mantener su blanquecino agarre
alrededor de un adoquÃn gastado y desconocido. Corrió hacia el hombre. Al
acercarse se encontró con un gigantesco sumidero iluminado por las chispas de
una confusión de cables subterráneos rotos; vio su cuerpo. Era un hombre de
mediana edad, con el pelo ralo y blanco. En la calle, cerca de aquel boquete,
habÃa un maletÃn de cuero, algo que ella podrÃa haber robado en circunstancias
menos urgentes. —“Ayúdame”. Por favor. El hombre hablaba ceceando. Me
dije—Joder! ¿Dónde habÃa oÃdo escuchado
aquella voz?— Demasiados años.
Por
debajo del hombre que luchaba por salir del agujero, el agua corrÃa a toda
velocidad, mientras el canal subterráneo de la ciudad se esforzaba por arrojar
al mar, estos dÃas de diluvio. Un penetrante hedor a cloaca le revolvió el
estómago. Luchando contra las arcadas y el miedo a que la carretera siguiera
cediendo, se arrodilló sobre los adoquines mojados y le agarró la mano. Sus
dedos se encontraron y se apretaron con fuerza. AhÃ, su mirada se deslizó por
el brazo hasta su rostro y sus ojos. A la luz del amanecer, pudo ver que uno de
aquellos ojos era azul y el otro verde. Azul y verde. Muy curioso. No hacÃa más
que remover mis dendritas cerebrales. Aquellos inusuales ojos le obligaron a
mirar mucho más de cerca la cara del hombre. Era, él, más viejo, más arrugado,
pero sin duda él. Casi habÃa renunciado a reparar el daño que le habÃan hecho.
Un daño irreparable. SÃ, hacÃa tantos años. Pero el destrozo seguÃa en su alma.
Empero, su agresor estaba aferrado a ella en ese momento, suplicando por su
vida. Mientras ella miraba fijamente a él. Los recuerdos reprimidos la
inundaron y ahogaron todos los demás pensamientos. Por su mente pasaron
imágenes rotas: una noche de luna llena, un cuchillo reluciente, burlas,
rugidos, alientos a whisky, coñac. Un miedo indescriptible. Manos ásperas y
callosas que le separaban las mandÃbulas, una cuchilla que le rasgaba la
lengua, sangre que le llenaba la boca y se le colaba hasta los pulmones, y sus
piernas que se desplomaban sobre los adoquines. Se reÃan en ropa interior:—JudÃa pelirroja. Despierta, zorra, que
viene lo mejor. Aquellos tipos eran alimañas, nada que pudiera parecerse a la
condición humana: bestias. No pudo detener la embestida: esas manos peludas
entre sus piernas, trozos de algodón metido en su garganta. Al borde la asfixia
y sin quejidos. Toda resistencia a la violación de los leviatanes nazis fue en
balde. Su frágil cuerpo golpeado con fuerza contra el pavimento y los cascos de
los caballos desvaneciéndose en la noche. Más tarde llegaron voces apagadas:
una sirena y pasillos iluminados que parpadeaban sobre su cabeza mientras las
sombras se deslizaban cubriendo su mundo.
“Tira
con fuerza” —dijo el hombre con el mismo ceceo apagado que antes habÃa ordenado
a los demás que le separaran las mandÃbulas.
Era
el capitán Schneider. IncreÃble. No habÃa la menor duda. Las frenéticas
súplicas del hombre la devolvieron a la escena del sumidero y los ojos de dos
colores diferentes se clavaron en los suyos. Se preguntó si se acordarÃa de
ella, esa chica aterrorizada a la que habÃa cortado la lengua, veinte años
antes. Denisse Dreyfuss, era una mujer con los ojos gris acero, que todavÃa
tenÃa abundante cabello, con muchas trazas canosas y recogido en una coleta.
HabÃan pasado, por los menos, 20 años desde la masacre de Calais en 1940. Ya no
era la hermosa joven de antaño, cuando, pensando —erróneamente—
que habÃa traicionado a La Résistanc, con los alemanes, lo cual no era cierto.
Aquellos malditos bastardos la destrozaron fÃsicamente y mentalmente. Dos
décadas entre las imágenes de ese dÃa anhelado. Del cómo se vengarÃa, si se
diera la ocasión y el azar se lo habÃa puesto en bandeja. Clamaban unas plegarias
sobre otras, exigiendo ser escuchadas. Se habÃa imaginado llamándole a filas
delante de su familia, atravesándole la garganta con una cuchilla, testificando
ante un tribunal que le condenaba a cadena perpetua, drogándole en un café al
aire libre y arrastrándole detrás del edificio, donde le infligÃa exactamente
la misma herida: una lengua por otra. De repente, volvió al pavor del presente.
Aquella mujer evitó los recuerdos, agarró la mano del hombre que la buscaba y
tiró lo que pudo. Empero, era demasiado pesado para ella. Incluso podrÃa haber
resbalado un poco y ¡zas al garete! Recordó, de nuevo, aquellos años en los que
pedir ayuda, igual que él ahora, y todo lo que recibió fueron portazos en la
cara. La espalda de la gente que se daba la vuelta y esos niños que le
arrojaban piedras y basura, mientras la señalaban: se reÃan y burlaban.
Los
dedos del hombre se deslizaron aún más. Lo mejor que podÃa hacer, pensó, era
retrasar su caÃda y esperar que alguien se topara con ellos antes de que ella
desfalleciese. "Grita pidiendo ayuda"—le dijo. Con el tiempo se habÃa
adaptado a su lesión, pero en aquel momento volvió a emitir los mismos sonidos
que en aquellos dolorosos primeros meses. Abrió la boca de par en par y vomitó
ruidos indescifrables sin dejar de mirarle a la cara. Un segundo intento y vio
lo que habÃa soñado durante veinte años. Era imposible dejarlo pasar. VolvÃan
todos los recuerdos. Los ojos del hombre se abrieron de par en par y de repente
se entrecerraron. En ese desvanecimiento, se preguntó qué estarÃa recordando en
concreto. —¿Se estaba arrepintiendo?
¿SentÃa culpa por lo que habÃa hecho? ¿SeguÃa creyendo que era una traidora? ¿O
la expresión de su rostro era la constatación de que esta vez ella llevaba las
de ganar? El agua brotaba y gorgoteaba como si la naturaleza quisiera al
hombre para él, su propio cadalso. Miró al cielo despejado de la mañana y dio
gracias a Dios por encontrarse en aquel lugar. Vio cómo sus ojos desorbitados
iban transformándose del miedo a la muerte al terror de su certeza. Una suave
paz la invadió y liberó una fuerza reprimida. La rabia y el ansia de venganza
con la que habÃa vivido durante años parecÃan evaporarse. ¿DebÃa intentar salvar al hombre? Ese pensamiento fue interrumpido
por otro: ¿seguÃa siendo una amenaza? Mientras se aferraba al hombre y se
preguntaba qué hacer… De inmediato se escuchó el ruido de los neumáticos sobre
los adoquines. A la derecha, apareció un vehÃculo policial. Tiró, todo lo que
pudo. Aunque, el hombre de los ojos de dos colores ya dejó de latir.
FIN
Fotogramas
adjuntos
Behind
the door movie 1919 By Irvin Willat
Death
and the Maiden (1994) By Roman Polanski
Shura
(1971) By Toshio Matsumoto
The
Debt (2010) By John Madden
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