La estocada
Un día
cualquiera de una fría mañana de febrero quedas en un Café/Restaurante del
viejo Madrid con un cliente nuevo. Pura rutina en el devenir del ahogado tedio laboral.
Bien, el viernes pasado, me di cuenta que tenía que cerrar una cita. No es esa
típica reunión que en diez minutos la solventas o quizá sí. La cuestión es que
me puse en contacto con el bufete de abogados gestores de la fundación Cósmica Artes.
Todo había quedado muy claro. Los representantes de la fundación mandarían a un
abogado para concretar una operación de inmuebles antiguos. Perdonen que no me
haya presentado; soy Blanca Aragonés una mujer madura, hermosa, de pelo castaño
claro. Ahora me lo he tintado en un tono rubio paja Lady Gaga. Cosas de la
edad. ¿Lo entienden o no? Bien, no es mi problema. Luego, si alguno de Uds.
afina su mirada y busca en las profundidades de mis ojos pardos, atisbarán el
sufrimiento de un divorcio mal llevado y el legado de 20 años de matrimonio con
un abogado penalista de renombre: dos hijas en plena pubertad y una maldita
hipoteca. La niebla apestada de contaminación parecía que quería escampar, en
un combate nubevssol; finalmente el sol se impuso. Mientras comprobaba el
correo y los whatsaap, de vez en cuando, miraba la hora en el reloj del viejo y
glorifico café La estocada. Es un sitio que tiene mucho de icono entre la
comunidad taurina del país y la mitomanía de las grandes leyendas de la
farándula cultural. Puede que sea un defectillo genético pero a mí me gusta ver
fotos de Manolete, Cooper, Hemingway, Sinatra, Picasso, Welles, o la Gardner y demás personal genocida (ese, tan de moda, en el gatillo, de los nuevos intelectuales of Poliburó social Network) que ha dejado su rubrica por el sitio. El local desprende
una mezcla de fragancias de lo más diverso y curioso que una pueda imaginarse: almizcle,
bergamota, tabaco, cuero viejo, pachuli y guiso de rabo de toro. Es un lugar
limpio y muy acogedor, donde una se siente seducida por esa iconografía de
elementos sangrientos que te da un puntito sádico. Un taxi paró delante de la
puerta y un pie calzado por un Ferragamo de hebilla se apoyó en el bordillo. Si
les digo la verdad, no sé por qué demonios, comencé a sentirme incomoda y llamé
al bufete de abogados. Es curioso, pero nadie me cogió el teléfono. De repente,
entró en el café un tipo alto, sobre un metro ochenta y seis, con un abrigo de
piel de camello de Hermes, que recogió con mucho esmero el maître y entregó a
la mujer del servicio de guardarropía.
Sacó un billete
de 50 euros y le hizo unas señas (está todo controlado, colega). La verdad que
parecía uno de esos filósofos tertulianos cuarentones pletóricos de labia y un
físico realmente de muy buen ver. Algo chocante con los de esta fauna, aunque
la viña del Señor es muy grande. Luego, no se fíen de las apariencias, todos
estos individuos suelen ser un encanto Profidén con aquellos clientes o medios
de comunicación de grandes cadenas televisivas, los cuales, pagan un pastón por
lucir piquito de oro u el desparrame de turno. Sí, en el fondo, son los
sempiternos enamorados de su puto ego y los billetes de 500 pavos. Algunos
miserables los denominan animales televisivos. En fin, todo el mundo, tenemos
una historia, que nunca terminaremos de resolver o quién sabe; el día que
termines contrato en el planeta tierra se acabaran tus 1001 desdichas. También,
se podría decir, algo así, como: cosas que no debería de hacer un lunes por la
mañana en Madrid. A veces, quedarse en la cama viendo series antiguas por el
cable no tiene precio, pero ese es otro cantar. Didier Bertot es un apuesto
hombre de 45 años: pelo rojizo oscuro, ojos verdes, y, habla cuatro idiomas
(alemán, inglés, francés y español). Evidentemente, el español es una de sus
lenguas preferidas, ya que toda su niñez y, parte de la adolescencia, la costa
del mar de Alborán fue lugar de vacaciones del clan Bertot. Más curiosa, aún
fue, su actitud y un descaro insólito de Monsieur Bertot, pues, le bastó una
mirada para saber quien era yo, Blanca Aragonés, la mujer con quien había
concertado su cita. Pero, lo que yo no sabía, es que DB me llevaba buscando
toda su vida. Sí, les parecerá un anuncio de colonias de estas pasadas
navidades pero, a veces, pasan estas cosas. Como, de un pálpito, se dejó llevar
por la más irrefutable de sus corazonadas. Mi mesa estaba junto al ventanal, no
muy lejana a la suya. Cuando un rayo de luz se abrió entre el brumoso y plomizo
cielo, que penetró por el cristal, iluminándome vagamente, como si se quisiera
filtrar para acariciar mi silueta, pero esquivando con mucho esmero el roce
físico.
Monsieur Bertot,
se acercó y se sentó enfrente, sin decir palabra, mientras me miraba fijamente.
Me di cuenta de sus intenciones y obviamente jugué a hacerme la ingenua, es
decir, ignorar a Monsieur Bertot que estaba casi ajándome. Comenzó a
buscar —insisténtemente— algo en su bolso de Prada marrón chocolate.
—Hola.
Elevé mi mirada y sonreí. Al verla tan de
cerca le pareció que se conocían de siempre.
—¿Qué tal? ¿Nos
conocemos? —respondió ella con aire irónico.
—Me temo que no.
Al menos no todavía.
BA sonrió
nuevamente mientras sacaba un mechero del bolso. Lo cerró como si hubiese
concluido la búsqueda que antes la abstraía.
—Tú fumas, ¿no?
—Sí.
Él acercó la
cabeza. Sujetando con los labios un pitillo, que aún no había encendido, aunque
no hubiera podido explicar porque no lo había hecho.
—Gracias. Lo
necesitaba.
—Lo sé —dijo
ella mientras guardaba el mechero Dunhill—. Aunque no es eso lo único que
necesitas.
—¿A qué te
refieres?
—Ya lo sabes, no
te hagas el tonto. ¡Como si no nos conociéramos!
—Es que no nos
conocemos —repuso.
Ella sonrió
extrañamente mientras le observaba con sus poderosos ojos aturquesados.
—¿Qué pretendes
hacerme creer? A mí no vas a engañarme con ninguna de tus tretas. No creas que
no conozco tus enfermizas diversiones, Monsieur Bertot.
—Di lo que
quieras, pero yo no sabía ni que existieras antes de cruzar esa puerta.
—Entonces...
¿Por qué te sentaste justo aquí si no me conocías?
Didier Bertot se
revolvió en su asiento. Realmente no lo sabía.
—No lo sé.
Empiezo a creer que ha sido un error.
—Puedes apostar
a que sí.
Abrió el bolso
de nuevo y cogió algo que apretó en su mano.
—¿Sabes lo que
es?
—No.
Le miré vivaracha. Parecía disfrutar
haciéndole participar en un juego que sólo ella conocía.
—¿No tienes nada
para mí?
—No.
—¿Estás seguro?
De repente
recordó algo. Se tocó el bolsillo de la hermosa americana que cubría sus anchas
espaldas y descubrió un paquete. No entendía el porqué de ese paquete en su
bolsillo.
—Espera —dijo
consternado y excitado—, creo que tengo algo.
Sacó el paquete
del bolsillo. Era pesado.
—Gracias, es
justo lo que necesitaba —esbozó una amplia sonrisa—. Tú tenías algo mío y yo
tenía algo tuyo. Pero tranquilo, te lo devolveré. Él sintió un terrible
desasosiego.
—Ah! ahora
recuerdo, las llaves de la Colegiata.
—Bonito detalle.
—Creo que debo
marcharme.
—Aún no
—respondió ella pronunciando lentamente cada palabra.
Tomó el paquete
con una mano y lo abrió despacio con sus largas uñas pintadas de rojo. Dentro
había una pistola.
—¿Qué demonios
significa esto?
—¿Aún no lo
sabes?
Abrió la mano
que tenía cerrada: había una bala.
—¡Dios! ¿Qué
diablos vas a hacer?
Ella se mordió
los labios y le dedicó una mueca cómplice mientras introducía la bala en el
cargador.
—Esto es tuyo,
cariño.
Entonces él
recordó algo, justo antes de que apretase el gatillo. DB le entró un terrible
ataque de risa. Esa risa casi loca, que suele terminar en lágrimas de miedo y
pánico. Las carcajadas, alertaron al servicio de La estocada.
—Ríe cabrón,
porque esto es lo último que vas oír, antes de que me pierdas de vista. Ay! Blanca, vosotros los españoles tenéis una
manera de entender el amor…Como se dice, la palabra, es temperamental (con un
claro acento francés forzado y estúpido)… —Se dice así.
—¡Se dice
estocada, idiota, 20 años a mi lado y en tu puñetera vida fuiste capaz de
entender, querer, amar y joder!
—¡Blanca! Pero
yo te quiero
El olor a
pólvora y lana escocesa quemada fue lo último que se recordó en el añejo y
atento Restaurante La estocada. Blanca guardo la Glock-19 en el Prada y
encendió un cigarrillo.
—Adiós y buenos
días.
Dedicado a Jacques Rivette, marzo 1929/enero 2016 in
Memoriam
Fotogramas adjuntados
Quai des orfèvres (1947) by Henri-Georges Clouzot
Her to Heaven (1945) by John M. Stahl
Blood and Sand (1922) by Fred Niblo
Une femme douce (1969) by Robert Bresson
Une femme douce (1969) by Robert Bresson