La mirada del lobo negro
Hace mucho tiempo, demasiado para ser exacto, que
era un joven, bravo y altivo cazador de pieles, que, tuve una jornada realmente memorable. Recuerdo aquel soleado dÃa de octubre, mientras paseaba a
caballo por el viejo macizo de la cordillera olÃmpica, cercana al lago
Washington; éste, se hallaba libre de animales feroces. En mitad del camino
habÃa una roca que aparentemente no simbolizaba gran cosa. No obstante, aquella
figura me inquietaba: un perfil atÃpico, sinuoso y cuasi carnal. No me
equivocaba; era la sombra de un lobo negro que sobresalÃa de su forma. Aquel
depredador fijó su fiera mirada en la mÃa llevándome a un mundo, donde el
pasado seguÃa más vivo que el idÃlico presente, que inundaba mi vida hasta ese
instante. De repente, el cielo se nubló y el lobo lanzó un aullido. De
inmediato, las nubes se esfumaron. Al igual que el depredador negro y su
gélidos ojos azules.
Abrà los ojos muy lentamente y escudriñé con mi
mano derecha la mesilla de noche. No la palpaba, deduje que algo extraño
sucedÃa. Miré hacia el techo y vi un ventilador de hélice. Era evidente, que no
estaba en mi casa. La cabeza me daba vueltas y me costaba abrir la boca: una pavorosa
sequedad la mantenÃa pegada. Apenas puedo recordar nada de lo sucedido en la
última noche y al girar la cabeza hacia la derecha comprobé que la cama se ha
convertido en un futón sobre un suelo de parqué brillante. Todas mis pastillas
de morfina habÃan desaparecido y un sudor frÃo recorrÃa mi espalda. Mi ropa estaba tirada en uno de los costados
de la cama. No llevaba pijama, estaba completamente desnudo y atisbé un
perchero metálico cerca de la puerta de la habitación. De uno de sus ganchos
colgaba una corbata de topos blancos y negros, junto a una cartuchera, con un
revólver del calibre 38. El silencio era absoluto; como un camposanto en una sobremesa de agosto. La mirada la
dirigà hacia una de las paredes y vi un calendario de esos, que suele regalar la revista Fotogramas, a principios de año. Se veÃa una bonita foto de Belmondo y Seberg.
Los dÃas no los distinguÃa
muy bien, parecen tachados; aunque pude decodificar la letra N, en el
subtitulo. Estaba claro que ese mes lleno de números tachados era noviembre,
pues el edredón de pluma resultaba muy agradable sobre mi piel desnuda. No
tenÃa morfina, ni un puto paracetamol. JurarÃa que empezó a nevar, pero es
imposible. En ese catre estoy más a gusto que un bebe en los brazos de su madre
mientras sorbe del pezón. La vista se me nubló, por momentos y prestaba atención
al ventilador, y, como daba vueltas. Una tras otra, cada cual más rápida. Más
vueltas… Hasta que sólo escuchaba la rotación silente de su motor. De
inmediato, me doy cuenta que el fuego me está quemando parte de la pana de mi
entrepierna. Y empiezo a apagar la fogata que tenÃa encendida. Estoy de nuevo
en la cordillera. Aquà hace un frÃo helador. El café estaba pasado y decidÃ
ensillar el caballo. SubÃa a los lomos de TJ (le puse ese nombre, eran las
iniciales de mi abuelo) cabalgué como unos tres kilómetros por el valle con
unos quince centÃmetros de nieve. Recordé que me acercaba a un cementerio indio
de la tribu de los Suquamish. La
verdad que no recordaba otro itinerario y cuando pasamos por aquella tierra
santa; el cielo se volvió azul y negro entre las blancas tumbas. TJ, mi
caballo, relinchaba muy nervioso. Comencé a silbar una canción para enardecerme
y asà de paso, relajar a mi corcel.
No lo conseguÃ, seguÃa
temblando y encabritándose empapado por un miedo tan grande como el de un héroe
griego. Logré agarrarme a las cinchas y dominar a TJ, conseguà que saliera de
la tenebrosa necrópolis hasta encontrar suelo firme y avanzar como si el diablo
me estuviera susurrando al oÃdo. Pensé:—es imposible que los muertos puedan
agarrarme hasta llegar a la cabaña de Nathan, mi socio cazador. El corazón
parecÃa que iba a salirse de mi esternón, entre sudores y palpitaciones. Cerré
los ojos, el alma y caà en el suelo de madera de roble. Cuando desperté estaba
rodeado de lobos, con un 38 en mi mano disparando a los cánidos y con la otra
devorando comprimidos de Tramadol 100mg.
El cielo se tornaba oscuro como el cuarto de un enfermo de cólera: no me
quedaban balas con las que repeler el ataque. Enfrente, a menos de 20 metros, se
alzaban cientos de lobos negros. Sus fauces se convertÃan en gárgolas, que vomitaban incesantemente la baba
del festÃn. Atrapado, despojado e incapacitado para ejercer ninguna acción. Tan
solo, comprobar cómo los destellos añil de sus ojos, en mitad de la silente
nevada, iban a despellejar mis huesos. El vagar del espÃritu de un indio y su
canturreo incórporeo; me sonreÃa. En ese sosiegondel azar, placidamente, esperaba mi sentencia sobrecogida al
azar de un pasmo de horror.
Dedicado a Kenny Wheeler enero
1930/septiembre 2014 In Memoriam
Fotogramas seleccionados
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La jeune fille et les loups by Gilles Legrand (2008)
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