Céline; genio, soldado, enfermo de tinnitus, trastornado y viajero. ¿Quizás nazi o uno de los mejores escritores del siglo XX? 61 años después.
Escribir
sobre un escritor al que admiras tanto como detestas es una tarea muy compleja
y muy triste (Jon Alonso). De verdad. Comencemos.
Evidentemente,
había algo, en la anti-escritura de Céline que atrajo a muchos lectores al
final de una horrible Primera guerra mundial y hasta bien entrada la demoledora
IIGM. Nunca trató de elevarse por encima
de su audiencia como una autoridad en nada, especialmente, en arte o
literatura. Jamás fue a la universidad ni usó jerga académica; y afirmó haber
leído a algunos de sus compañeros novelistas vivos. Un médico de cabecera
de profesión, sugirió que, si bien la literatura podría ser buena para
diagnosticar los problemas de la sociedad, si quería hacer algo realmente
bueno, debería concentrarse en mejorar las dolencias individuales de un
paciente a la vez. Curiosamente, FC
dixit: “Empecé en la pobreza, y así estoy acabando”, en 1960, durante una
entrevista para la revista Paris Review. Según, Céline, el único "progreso" que cualquier
individuo podía esperar hacer en una vida solitaria era simplemente superarlo,
a modo de obstáculo. Desde su juventud, Céline no sintió que perteneciera a
ningún lado; y continuamente se enfurecía contra dondequiera que estaba o lo situaban. Nació como Louis-Ferdinand Auguste Destouches, en 1894. Sus padres
eran unos pequeños burgueses que trabajaban demasiado y muy sobreprotectores:
su padre, un empleado de seguros que, habiendo renunciado a sus planes
juveniles de enseñar literatura, culpó de sus fracasos a judíos y masones; su
madre era una costurera que finalmente abrió su propia tienda de encaje, en el
centro de Paris, apenas sacaba unas monedas para la hucha. Abandonados por sus sueños, esperaban más
de lo mismo para Louis y le brindaron una educación rudimentaria, preparándolo
para una carrera, basada, en el comercio de joyería. Cuando mostró su rebeldía,
su padre fue incitándolo a su alistamiento en la caballería francesa, y esto lo llevó a
sufrir lesiones físicas y emocionales paralizantes al comienzo de la Primera
Guerra Mundial. Fue hospitalizado y finalmente enviado a un centro mental
por un estado nervioso que a lo largo de su
vida, se convertiría en una batalla, contra el mal del Tinnitus. Además, la
mayoría de especialistas en enfermedades postraumáticas de la guerra de hoy en
día. Hubieran sido diagnosticados, en nuestro tiempo como estrés postraumático
por combate continuado. Sintiéndose triturado tanto física como
psicológicamente, Louis reinventó su, yo, devastado como Louis-Ferdinand
Céline, de la misma manera que Eric Blair se reinventó, a sí mismo, como George
Orwell solo unos años después. (Orwell
siempre fue un gran admirador de por vida de la obras de Céline). Durante
el siguiente medio siglo, la persona conocida como Louis-Ferdinand Céline escribió novelas audaces,
eléctricas, casi psicóticamente intensas sobre el mundo que lo había
desilusionado. Después de ver como se
quemaban cultivos y ser herido en una guerra sin sentido, Céline supervisó
una plantación de cacao en Camerún e hizo viajes regulares a la Guinea
española, Chad y el Alto Congo, intercambiando bienes preciosos y durmiendo con
“mi
rifle en mis brazos para cualquier eventualidad.” De vuelta en Paris, conoció a unos de sus mentores que le introdujo el
acicate de la medicina y comenzó a estudiar. Con los estudios llegó el amor y
se terminó casándose con la hija
Athanase Follet, la joven Edith. De aquella relación salió su única hija, Colette. Ya en plenos años 20 se vio, como el
que no quiere, trabajando en Ginebra para la Sociedad de Naciones, la protoONU,
actual. Viajo a Inglaterra, Canadá y finalmente USA. Bien, habiéndose
formado como médico, encontró trabajo investigando el cuidado de la salud en
los Estados Unidos para la Fundación Rockefeller. Era la década de los 20 y se enamoró de la mujer que más quiso a lo
largo de su vida Elizabeth Graig, una
norteamericana, que conoció en Ginebra y tenía el sueño de triunfar en
Hollywood. No tuvo mucha suerte. Céline, escribió un informe sobre el trato y
maltrato de los empleados de la fábrica Ford, y pasó un tiempo en Manhattan,
que describe en su primera novela. “Journey
to the End of the Night” (1932). Obra que inspiró a FC y lo dedicó, en particular
en los personajes de Lola y Molly, como una proyección de la propia Liz. A modo de una vasta maquinaria de
multitudes, mano de obra industrial y comidas diseñadas comercialmente
exhibidas antisépticamente en restaurantes baratos donde a los clientes se les
proporcionaba lugares “impecables”
para escapar de sus vidas miserables y todas las camareras parecían enfermeras
dentro de hospitales. El mismo autor que se presentó a sí mismo como una
autoridad en poco más que el desordenado horror de la existencia humana, sin
embargo, le acarrearía muchas desgracias, en el apogeo de su fama, al defender
la eugenesia hitleriana en varios panfletos cada vez más preocupantes. Caso del
Mea Culpa en 1936, a la que siguió Trifles for a Massacre en 1937. Pero lo
más imperdonable es que Céline abogó estridentemente por una alianza
franco/alemana en School for Corpses
(1938) con palabras que lo perseguirían por el resto de su vida: “¿Cuál
es el verdadero amigo del pueblo? El fascismo. ¿Quién ha hecho más por el
trabajador? ¿La URSS o Hitler? Por su puesto, que Hitler. Solo tienes que mirar
sin toda esa mierda roja en tus ojos. ¿Quién ha hecho más por el pequeño comerciante?
¡No es Thorez, es Hitler! ¿Quién nos impide ir a la guerra? ¡Es Hitler!”
“Todo lo que
piensan los comunistas (judíos o judaizados) es reenviarnos a nuestra muerte,
para que cantemos en una cruzada. Hitler es bueno criando a un pueblo, está del
lado de la vida, le importa la vida de los pueblos, e incluso la nuestra.” Durante este periodo ya cercano al final de
la guerra y su exilio a Alemania y Dinamarca, conoció a su tercera esposa,
Lucette. Él es un ario. En la nueva biografía de Damian Catani, Louis-Ferdinand
Céline: Journeys to the Extreme, (está entre los libros que recomiendo, de costumbre) es el primer examen completo de la vida y obra
de Céline en más de 20 años, y el primero en explorar el debate de más rápido
crecimiento en la erudición de Céline: si la gente debería Seguir leyendo a un
simpatizante nazi. Una gran parte de
este libro considera varias opiniones, que caen en varios campos obvios:
aquellos que tienen un argumento, muy posicionado, en contra de leer a Céline; los que argumentan que era
nihilista, pero no nazi; quienes argumentan que su política tuvo poco que
ver con la grandeza duradera de sus libros, ya que el más importante de ellos, Journey to the End of Night, se publicó
antes de que comenzaran a aparecer sus polémicas fascistas. Dado que gran parte
del debate ha tenido lugar en Francia, también hay una fuerte dosis de
terminología de crítica literaria sobre cómo las “estrategias de lectura”
deberían informar nuestra “receptividad”
a los “textos” y demás; y aunque
Catani proporciona un argumento crítico bastante sólido para seguir leyendo a
Céline, gran parte de este libro tiene menos que ver con Céline y la escritura; que con nuestras ansiedades actuales sobre las responsabilidades de la
literatura. No es fácil distinguir la vida de Céline de su obra: al igual que
Thomas Wolfe, Jack Kerouac o incluso Walt Whitman, derramó su vida en formas
ficticias, hizo modificaciones caprichosas para lograr un efecto estético y
dejó a los lectores sintiendo que estaban leyendo la vida ficticia de un hombre
ficcionalizando a la persona sobre la que pretendía ser honesto. ¿Confuso? Absolutamente. Hay al menos un
par de largos pasajes en el libro de Catani en lo que no está claro; si está
contando la vida de Céline o resumiendo las versiones ficticias de Céline. En
sus novelas autobiográficas, Céline felizmente tuerce e incluso reinventa los “hechos” de su vida, presentándose como
un experto en la falibilidad y el horror humanos. Afirmaba que, como médico,
podría hacer un bien ocasional, pero como hombre, no servía de mucho a nadie,
especialmente a no serlo. Él mismo. Desdeñaba el orgullo, en uno mismo o en el
país, ya que engañaba a los hombres para que pelearan guerras por el "País
Número 1" o el "País Número 2" y los recompensaba con “una
medalla y una pastilla para la tos para aquel hombre que grita más fuerte”.
No creía que los hombres pudieran traer el progreso al mundo cometiendo
violencia contra otros hombres, porque al final de cada guerra, como Bardamu (el alter ego ficticio de Céline en sus dos
primeras novelas) le explica a un amigo: Nada cambia realmente. Hábitos, ideas, opiniones, no las cambiamos
para nada, o si las cambiamos, las cambiamos tan tarde que ya no vale la pena.
Nacemos leales y morimos por ello. Soldados por nada, héroes de todo el mundo,
monos con don de palabra, don que nos trae sufrimiento, somos sus secuaces.
Pertenecemos al sufrimiento. Ser
feliz no era de lo que se trataba Céline. Una fuerte corriente de misantropía
recorrió su obra desde el principio, y sólo la práctica de la medicina lo salvó
de sus peores tendencias. Después de regresar de América, estableció una
práctica médica en Clichy, una de las zonas más pobres de París, y durante los
primeros años de esta práctica, escribió la novela fuertemente autobiográfica
que lo hizo famoso, Viaje al final de la noche (1932). Al carecer de contactos literarios, entregó personalmente el manuscrito
a los editores hasta que se encontró con Robert Denoël, un editor aventurero
que inmediatamente tomó gusto por el revolucionario manuscrito y se le
ocurrieron varias ideas igualmente revolucionarias sobre cómo venderlo.
Denoël inventó la figura del forajido literario moderno tanto como Céline,
promocionándolo como un outsider que desdeñaba los aireados salones literarios
de París para mezclarse libremente con la gente común como un “médico de los pobres”. El libro de
Céline compartió el sentimiento de indignación de la gente común ante los
horrores cotidianos de la pobreza, una guerra sin sentido y una clase dominante
totalmente aislada del sufrimiento que creaba. Y como una versión francesa de Whitman, Céline recorrió su propio
camino y escribió en el lenguaje de la gente común. Mientras tanto, exaltó
esos pequeños placeres comúnmente disponibles: sexo, buenas comidas sencillas y
una noche de sueño decente. Soñar con mayores placeres (como una sociedad justa) le parecía casi presuntuoso a Céline.
Sobre todo, fue el estilo de la prosa de Céline lo que llenó de energía a sus
admiradores: un incesante chisporroteo de observaciones y condenas que
asaltaban la sensación de separación del lector de las palabras en una página;
trastornó la convención literaria de que la prosa proporcionaba equidad,
equilibrio y consideración cuidadosamente redactada. Céline se enfureció contra su mundo en casi cada oración; era robusto,
incansable e hilarante en sus ataques contra todo, desde los escaparates de
moda hasta los hombres ricos y bien posicionados que dirigían a los hombres más
pobres para que pelearan guerras en su nombre. Se precipitó, viró, se estrelló
contra todo lo que vio, oyó y sintió hasta que casi, se llegó a considerar,
como si sus experiencias recordadas le estuvieran sucediendo al lector.
Para muchos franceses entre las guerras, debe haber sido como compartir las
trincheras con otro soldado que reconoció todas las locuras sin sentido como lo
hicieron. Céline hizo sentir a los
lectores que, en su inteligencia colérica, no estaban solos.
Los admiradores de
Céline no tardaron en llegar: Journey fue un éxito de ventas modesto, recibió
críticas prestigiosas y frecuentes comparaciones con las obras de Émile Zola; y
Céline ganó aún más respeto debido a que no ganó ninguno de los premios que
muchos creían que merecía: el Goncourt o el Prix Femina. Y aunque Henry
Miller fue uno de los primeros admiradores (afirmó
que después de leer Journey, reescribió por completo Trópico de Cáncer), la
primera traducción al inglés se consideró inadecuada, y no fue hasta la versión
de Ralph Mannheim, muchos años después, que Céline se diera cuenta que estaba
completamente desencantada. Jóvenes escritores estadounidenses que regresan a
casa después de la Segunda Guerra Mundial, como Joseph Heller, Kurt Vonnegut (quien escribió admirables introducciones a
tres novelas tardías de Céline) y Philip Roth, quien denominó a Céline “un gran escritor. Testigo brutal, feroz y
exaltado de un mundo elemental, que nos sumerge cada vez más en la noche.
Incluso si su antisemitismo lo convirtió en una persona abyecta e intolerable”.
La influencia de Céline en los Beats (o
tal vez su reconocimiento de él como un compañero de viaje) tiene mucho
sentido. Al igual que Kerouac y
Burroughs, Céline escribió novelas en lo que parecía un antiestilo: un frenesí
de pensamientos y observaciones irregulares del mundo que veía a su alrededor,
poco organizado, abrupto e incluso algo psicótico, y en su mayoría despreciado.
La soltura narrativa de Journey fue uno de sus encantos, pasando de una
atrocidad presenciada a otra: guerra de trincheras, la vida en un hospital
psiquiátrico (primero como paciente,
luego como miembro del personal), las vidas brutalizadas de los
trabajadores estadounidenses en Nueva York. Y, finalmente, el estado casi indefenso de ser médico en uno de los
barrios más pobres de París. Todo lo que Céline hizo, vio y escribió estaba
lleno de ira por las injusticias que presenció y de las que se vio cómplice. No
había muchas personas inocentes en el mundo de Céline, y la mayoría de las
fuerzas verdaderamente malignas siempre estuvieron escondidas detrás de la
fachada de una sociedad estratificada. Mantenida por soldados, médicos y
burócratas como él. Lo que no está del todo claro es dónde se escondían las
opiniones más feas de Céline sobre los judíos en sus dos primeras novelas, que
nunca parecían elegir una región específica de la humanidad para una condena
especial. Sus rabias casi convencionales de antisemitismo parecían surgir de la
nada. Mientras compartía comidas y
amistades con algunos de los ocupantes nazis de París, mantuvo amistades con
judíos a lo largo de su vida, y muchos intelectuales judíos destacados salieron
en defensa de Céline después de la guerra. Era casi como si los panfletos
políticos de Céline fueran un intento de trazar un mapa. Algo de la ira, apenas
humana, que había heredado de sus padres, especialmente de su padre. Confirmaron
que Céline nunca fue una figura “intelectual”
que vivía de expresar ideas y filosofías. Más
bien, fue un poeta del caos humano emocional. En 1945, Céline fue arrestado en
Copenhague tras una solicitud de Francia para su extradición por colaboración.
Mientras estaba en prisión, Céline encontró su consuelo habitual escribiendo
sus experiencias "en forma fragmentaria"; y durante un período de
nueve meses en 1946 produjo 10 cuadernillos escritos a lápiz de pensamientos,
reminiscencias y experiencias ahora denominados Cahiers de prison, de los
cuales extrajo sus últimas tres novelas: Castle
to Castle (1957), North (1960), y Rigadoon (1969), publicado
póstumamente. Esas obras cubren sus años huyendo del arresto de los aliados, a
menudo en compañía de oficiales nazis y sus cómplices, y reflejan la caótica
vida interior de un hombre que nunca dejó de correr el tiempo suficiente para
comprender quién era, por qué lo despreciaban o dónde. Él estaba yendo en
tierra de nadie. Céline escribió estas
últimas novelas en una avalancha febril de pensamientos y frases entrecortadas (la elipsis era su puntuación preferida),
produciendo la sensación de que estos agitados últimos años fueron sin aliento,
desorganizados, intensamente sentidos y poco más que una serie de salpicaduras
desordenadas de experiencia. En una loca carrera hacia el cementerio. Pero
como deja claro el nuevo libro de Catani, el período más significativo de la
vida de Céline ocurrió después de su muerte. Gran parte de la controversia en
torno a Céline cristalizó en una serie de debates literarios abiertos conocidos
como el "asunto Céline",
cuando el cazador de nazis Serge Klarsfeld convenció al entonces ministro de
Cultura Frédéric Mitterrand de eliminar a Céline de una lista de autores
franceses en la fiesta de la “celebración
nacional de la cultura” en 2011. Esta acción llevó a varios autores judíos
a objetar con el argumento de que las opiniones políticas de Céline no deberían
determinar el mérito de su obra literaria; y el destacado novelista crítico,
Philippe Sollers, recordó a todos que había muchos otros autores políticamente
cuestionables que aún se leían después de la guerra, como Jean Genet, que
supuestamente se había acostado con soldados nazis, y Jean Cocteau, que había
socializado libremente con los nazis., colaboradores y luchadores de la
resistencia por igual. André Gide
defendió los panfletos de Céline por su “juguetismo
estético”, mientras que una carta grupal, firmada entre otros por André
Breton, afirmaba que no había una sola línea en el trabajo de Céline que
“indicara algo más que una capacidad puramente física para sostener una pluma y
sumergiéndolo en barro”.
Sólo
Camus pareció caer en la cerca en el lugar correcto para montar a horcajadas:
expresó el mismo disgusto por el antisemitismo y lo que llamó esos esfuerzos de
“justicia
política” que buscaban castigar a Céline. Surgieron argumentos sobre si
era más adecuado “conmemorar” a
Céline en lugar de “celebrarlo”.
Muchos de los que defendieron la importancia de Céline fueron denunciados como “extrema
derecha”, y los que lo denunciaron como un traidor nacional fueron llamados
hipócritas, como Frédéric Mitterrand, quien decidió eliminar el nombre de
Céline de la “celebración” incluso cuando su tío, François, siguió siendo amigo
de René Bosquet, quien supuestamente “colaboró en la deportación de judíos”. Catani argumenta que los lectores franceses
dejaron de intentar decidir si querían leer a Céline; se volvió más importante
decidir si era un “buen hombre”. Muchos escritores similares, como Ezra Pound,
habían logrado sobrevivir a los recuerdos de sus declaraciones más atroces;
otros, como Wyndham Lewis, nunca se recuperaron; y aún otros, como Paul de Man,
solo sufrirían la censura después de su muerte. Y otros personajes de la talla
de (citado, anteriormente) Cocteau,
Montherlant y Morand, quienes, el santo patrón de una buena sombra y rascar
mejores espaldas, a la espera de ver correr mucha agua bajo los puentes,
terminaron entrando por gran puerta —envueltos
del boato correspondiente— de la Academia Francesa. Empero ningún
artista vivo fue mejor testigo de los debates sobre la relación entre sus
escritos ficticios y no ficticios que Céline. El libro de Catani pasa más
tiempo lidiando con estos fantasmas políticos que abordando los méritos y
deméritos específicos del trabajo de Céline. Y así Catani defiende la capacidad
de Céline para “reapropiarse de la
modernidad con fines estéticos” y por su “estrategia estética
recuperativa”; y afirma que sus “frases no solo representan la siniestra
destructividad de la modernidad, sino que la asimilan y la desvalorizan… y
luego la transforman gradualmente en un espectáculo estético de una belleza sin
precedentes”. Cuanto más continuaba el “asunto Céline” (y en muchos aspectos nunca terminó), menos parecía que alguien
leyera sus libros. En cambio, estaban resolviendo un juego de ajedrez
lingüístico entre sí sobre “valorizar” o “deconstruir” la “modernidad”. Céline
a menudo afirmaba que no estaba escribiendo novelas sino comunicando emociones
crudas a sus lectores. Como le dijo a un
amigo: “Lo que me interesa es un mensaje directo al sistema nervioso… No
soporto la charla ociosa”. Pero, por supuesto, la “charla ociosa” es una gran
parte de lo que se trata la mayoría de las conversaciones: ¡Hola. Cómo estás! ¿Dónde has estado? ¿Qué es
eso en tu camisa? ¿Has visto a Betty? Y cualquiera que sea la decisión
de los lectores sobre el valor de Céline o su política, ya no lee tan bien como
antes. Tampoco proporciona muy buena compañía. Hoy, incluso los mejores libros
de Céline parecen demasiado largos, serpenteantes y repetitivos. No importa cómo los lectores lo aborden
políticamente, es difícil ver que sigue siendo tan desafiante, provocativo o
incluso tan profano como lo fue alguna vez. Y aunque los libros ofrecen
largos pasajes de estridente buena diversión y, en ocasiones, una prosa
sorprendente y hermosa, no están a la altura del trabajo de muchos de sus
admiradores, como Henry Miller, Vonnegut o Roth. Y cuando se lo considera junto con otros modernistas, como John Dos
Passos, James T. Farrell o incluso Zola, parece un novelista inferior y menos
inventivo. A menudo es interesante, o incluso emocionante, presenciar las
emociones humanas genuinas que brotan de libros crudos e inusuales como el de
Céline; pero después de unos cientos de páginas, toda esa intensidad emocional
parece demasiado buena. Al igual que el borracho sorprendentemente elocuente
que se sienta a tu lado en un bar y comienza a emocionarse por sus iras y
ansiedades recientes, se vuelve aburrido cuando esas expresiones pierden el
foco o se separan de cualquier narrativa coherente. Cuando esa persona
nunca se va y nunca deja de hablar, incluso podría empezar a sonar un poco como
Louis-Ferdinand Céline. ¿El treintaiugésimo
aniversario de la muerte de Céline verá a
los Célinianos encomendarse? Nada es menos seguro. Pero que, a pesar de
este frenesí, los lectores no olviden lo imprescindible: leer a Céline. Como dice Emile Brami, uno de sus grandes biógrafos, “la única celebración que vale
la pena para un escritor son sus lectores. En lo que respecta a Céline, se
celebra todos los días”. Nada mejor para formarse una opinión y descubrir a
un autor que, admirado u odiado, sigue siendo uno de los más grandes de la
literatura universal del siglo XX.
Dedicado
a D. Fernando García de Cortazar septiembre 1942/Julio 2022 In Memoriam
Fotogramas
adjuntados
Ferdinand
Celine&Elizabeth Graig
Céline&Gen
Paul in Grosrouvre
Céline&Marcel
Aymet&Colette
Céline&Lucette
in Denmark
Biografía
consultada y recomenda
Céline
à rebours by Emile Brami 2011 Ed. Archipoche
Journeys
to the Extreme Damian Catani 2021 Ed. Reaktion Books
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