El corazón de mi madre dentro de una concha en verano
La casa de estuco blanco se alza inmaculada y majestuosa en medio de la exuberante vegetación. Su tejado gris está perfilado por un cielo azul sin nubes. El único movimiento es el leve balanceo de los robles cercanos. En el centro de un césped sumamente cuidado hay una figura postrada. Es joven, no más de nueve o diez años, y sus manos se enroscan bajo la cabeza. Permanece inmóvil, con los ojos oscuros entrecerrados. Tan quieto que unas palomas robustas bailan a saltitos a varios metros de distancia. De repente, desde el interior de la bonita casa blanca, se oye un grito. Resuena a través de las ventanas abiertas y golpea en los campos abiertos. Los pájaros se dispersan y vuelan batiendo las alas. Las ardillas endurecen sus tupidas colas y se escabullen hacia la seguridad de los árboles cercanos. Incluso las hormigas aceleran el paso y se meten en sus pequeños agujeros terrosos. Sólo el niño no se mueve, sino que permanece tan inmóvil como el suelo, en el que descansa. Los gritos continúan. Ahora se oyen dos voces. La primera es áspera, grave y ronca, y sisea como una tetera que disipa el vapor. La otra es aguda, llena de desesperación, como el canto de un cisne. Al principio, se oye una voz, mientras la otra responde. Pronto se funden como dos discos que suenan simultáneamente. El niño sigue sin moverse. El pelo castaño le cae desordenado sobre la frente. Hace tiempo que debería haberse cortado el pelo, pero parece que nadie se ha acordado de llevarlo a la peluquería. Encima de su larga melena hay un par de voluminosos auriculares negros. El cable está suelto: no hay ningún dispositivo conectado, porque lo único que quiere oír es silencio. No había necesitado los auriculares cuando empezaron los combates. Entonces era invierno. Se abrigó bien y se tumbó en la nieve. Aquí intentó no pensar en el silencio helado de la casa. Cuando lo hace, siente escalofríos que nada tienen que ver con el tiempo. En el cielo vuelan pocos pájaros; la mayoría habían emigrado para escapar del frío. Piensa que ojalá la mayoría de los problemas de la vida se resolvieran tan fácilmente. Quizá él también pueda emigrar. Vuela a lugares donde los padres comparten sonrisas y se hablan en voz baja. Los pensamientos le calientan. Entonces la nieve se derrite y el suelo bajo, se reverdece con la primavera. A Eloísa, la criada, le gusta abrir las ventanas mientras limpia. Los gritos surcan el aire golpeando sus sueños. Uno a uno caen al suelo, desinflados. Intenta taparse los oídos y tararear para sí mismo, pero sigue oyendo los gritos amortiguados. Le pregunta a su amigo si puede prestarle un par de tapones para los soportar el maldito ruido. Murmura algo sobre obras en la casa. No es del todo mentira, aunque sabe que la relación con sus padres no tiene arreglo. Se pone los tapones de espuma y cumplen su función; sus sueños continúan. Se le ha posado un insecto en la frente y se lo quita con un cepillo. Al abrir los ojos, ve nubes grises que tiñen el cielo azul. El chico se quita los tapones para frotarse los oídos, justo a tiempo para oír cómo se abren las pesadas puertas de roble. Se obliga a permanecer en el suelo. Para combatir el impulso de mirar, se tapa los ojos con el brazo. Su corazón late desbocado como un pájaro atrapado. Entonces, con un movimiento brusco, agarra los auriculares que había perdido y se los pone en la cabeza. Es demasiado tarde, pues, lo ha escuchado todo.
El sonido de las diminutas ruedas de una maleta al subir y bajar los escalones de la entrada y rodar por el camino de guijarros. Se incorpora lentamente para observar la espalda de su padre que se aleja. Se dirige hacia su reluciente coche negro. Durante un largo instante, se queda mirando. Luego coge los auriculares negros y los parte por la mitad con un movimiento rápido y furioso. A continuación, lanza los trozos al pequeño estanque de los patos, donde caen con un chapoteo. Los patos graznan en señal de protesta y se dispersan. Mantiene la cabeza fija en el estanque, donde observa los auriculares mientras suben y bajan. Oye cómo se cierra el maletero y arranca el motor. No tiene que darse la vuelta para saber que su padre se ha ido. El chico se levanta despacio y camina hasta el lugar donde se había alejado el coche de su padre. Se sienta en el cemento negro y liso, para agachar la cabeza sobre su regazo. La lluvia, que ha comenzado a caer, golpea el suelo, cayendo con ganas, igual que las lágrimas en la cara del chico. Es sólo un chaparrón de verano, y el sol no tardará en reaparecer en el cielo.
Para
el niño, sin embargo, ha llegado el invierno.
El aire fresco de los últimos días de otoño llenaba la habitación, mientras el constante vaivén de su mecedora, sonaba inquietantemente como un metrónomo. La mayoría de las hojas del nudoso roble del patio trasero hacía tiempo que habían caído al suelo. Las pocas que aún se aferraban a las largas ramas del árbol temblaban con el frío de la brisa nocturna. Dos recuerdos marrones y arrugados de un verano pasado se balanceaban en la rama extendida más cercana a la ventana abierta de su dormitorio. Empezó a tararear el recuerdo de un vals que creía haber olvidado.
Cómo
nos gustaba bailar.
El viento se arremolinaba en el pálido resplandor de una media luna, cuya luz serpenteaba a través de las nubes en rápido movimiento para acariciar suavemente el viejo algarrobo. Allí, las dos hojas temblaban juntas, aferrándose a un último baile, después de una larga vida pasada uno al lado del otro. No podía soportar dejarle morir en un hospicio, lejos del hogar que construimos juntos. Un torbellino ocurrente obligó a las finas hojas venosas a abrazarse durante brevísimos instantes para luego volver a separarse. ¡Cómo disfruto de estas primeras frías matinales, ahora que el calor del verano se ha desvanecido! Pero, con cada compás de este vals suavizante, el tallo de la primera hoja se tensaba un poco más, aferrándose desesperadamente a su antigua vida. Las nubes se condensaron y el viento arreció cuando, por fin, la hoja cansada cedió. Su delicado cuerpo cayó en barrena hacia el suelo. Sin embargo, cada vez que tocaba tierra, el viento encontraba alguna forma para volver a elevarla, como si esperase a que cayese la otra hoja para continuar la danza. Permaneció un rato meciéndose en aquella vieja silla, observando esta trampa para amantes impenitentes, hasta que su zumbido dio paso al de una máquina de soporte vital. Cansada, se acercó a su cuerpo, ahora frío, y apretó los labios sobre su piel translúcida y amarillenta para susurrar: “Quizá mañana, amor mío. Puede que consiga fuerzas para dejarte marchar”. Era finales de agosto y Enzo podía caminar por la arena caliente sin zapatos. Se quedó mirando las numerosas rocas y conchas. Parecían un gran mosaico que se extendía por el suelo. Recogió pequeñas piedras lisas, las revisó y volvió a depositarlas en la arena. No estaba seguro de lo que buscaba hasta que lo encontró: una pequeña concha dorada, lo bastante fina como para romperse si presionaba el pulgar contra ella con demasiada fuerza.
Uno
de los primeros recuerdos claros que Yago tenía de su madre era de un día que
pasaron en la playa de Bur Safaga, en Egipto, apenas, un año antes de que
falleciera. Era un día entre semana del verano de 1992. Su padre estaba
trabajando y su madre llevó a Yago, de tres años, y a Arabela, de seis, a la
playa. Su piel se enrojecía con facilidad, así que su madre les untaba crema
solar en la espalda hasta dejarlas blancas como las nubes. Les llevaba sándwiches
de mantequilla de cacahuete y huevo, además, de alguna bolsa de patatas fritas Lays premium. Después
de bañarse en la playa, Yago y Arabela se tumbaron en sus toallas, recogieron
piedras y se enseñaron mutuamente los distintos tipos que se podían llegar a encontrar. Su
madre se levantó de la silla, se acercó un poco al agua, se puso en cuclillas y
pasó las manos por las rocas como si estuviera buscando algo. Cuando encontró
lo que buscaba, volvió junto a Yago y Arabela y se sentó a su lado. Abrió la
palma de la mano y mostró una pequeña concha dorada.
—“Esto”,
les dijo. “Es un tipo especial de concha. ¿Habíais visto alguna como ésta?”. Las
dos negaron con la cabeza, sin poder apartar los ojos de la bonita concha.
—“¿Adivináis
por qué estas conchas son tan especiales?”.
“¿Es
porque es dorado y brillante?”— preguntó Arabela. Yago y ella miraron a su
madre en busca de la respuesta.—“Sí, esa es parte de la razón, pero la otra es
porque se pueden hacer joyas. Se llaman cascabeles”. —“¿Cascabeles?, preguntaron
las niñas. ¿Cómo los cascabeles?”.
—“¡Sí,
exactamente! Ahora vamos a intentar recoger todas las que podamos, y ya os
enseñaré cómo podemos convertirlas en joyas cuando volvamos a casa”.
Con
el encargo, los niños se pusieron en marcha: corrieron por la playa encorvados,
buscando los pequeños tesoros que eran las conchas tintineantes. Una vez que
habían dado la vuelta a tantas rocas como sus pequeños dedos podían controlar,
volvieron corriendo junto a su madre, abriendo las palmas de las manos para
revelar puñados de polvorientas conchas doradas.
—“¡Oh,
buen trabajo, chicas! Son perfectos. Ahora, vayamos a casa y hagámoslos
collares”.
Los pequeños siguieron a su madre como patitos. Una vez en casa, se sentaron alrededor de la mesa de la cocina, esperándola. Buscó una aguja de coser e hilo. Las conchas eran lo bastante finas como para que su madre pudiera enhebrar la aguja a través de ellas con facilidad, tirando del hilo para crear una hebra que colgarles del cuello. Los dos pidieron cuatro conchas en cada collar, una para cada miembro de su familia. Como las conchas eran frágiles, los collares se rompían a menudo. La primera vez que a Yago se le rompió, le dio vergüenza decírselo a su madre. De repente, alguien empujó la puerta de su cuarto, y se encontró con Yago en su habitación —llorando desconsoladamente—, las lágrimas caían de sus ojos hasta la comisura de los labios. Su madre lo abrazo fuertemente y aferrándose a las tres conchas que le quedaban. Ella le dijo, no pasa nada. Le dio un beso y salió de la habitación, indicando a Yago que la siguiera. Sacó una bandejita que había guardado en un armario de la cocina: estaba llena de cascabeles.
—“Vamos a hacerte otra. Cuando algo se rompe, lo único que tienes que hacer es arreglarlo”.— Yago asintió nervioso y dio las gracias a su madre.
Cuando su madre falleció, Yago trasladó la bandeja de cascabeles del armario de la cocina a su mesilla de noche. Sin su madre, Yago se sentía más solo que nunca. El océano se encontraba con sus ojos todas las noches, su sal goteaba por su cara y caía sobre su almohada. Cuando las lágrimas ya estaban en sus labios, cogía una de las conchas. Le gustaba pensar que, por mucho que deseara unirse a su madre y sus cuerpos se llenasen de arena, y, fueran arrastrados por las mareas, siempre tenía caracolas a las que aferrarse. Y como su madre le había enseñado: si algo que estuviese roto, no significaba que no tenía arreglo. Todo lo contrario. Así que no importaba lo rotas, oscuras o descoloridas que estuvieran las conchas que él encontraba en la playa de Egipto, siempre se las llevaba a casa, como si coleccionara pequeños trozos de su madre que hubieran aparecido en la arena. Cuantas más conchas añadía a la bandeja, más despacio llegaban las olas a sus ojos por la noche. Chocando, cada vez menos, contra la orilla de su habitación. Yago, que ahora tiene veinticuatro años, se guardó en el bolsillo la pequeña concha que encontró en la hermosa arena de la playa egipcia, asegurándose de guardarla en el bolsillo delantero para que fuera menos probable que se rompiera. La añadió a la bandeja que tenía en casa. Nunca había sacado la bandeja de su habitación desde el día en que la trajo; le gustaba pensar que así era más tranquilo para su madre, un descanso eterno en la mesilla de noche de su hijo. Te quiero mami, aquí estarás tranquila, tu corazón late al ritmo del rompeolas del Mar Rojo.
FIN
Dedicado
a Mariano Haro Cisneros mayo 1940/julio2024 In Memoriam
Fotogramas adjuntados
Estate
violenta 1959 By Valerio Zurini
La piscine 1969 By Jacques Deray
Sommaren med Monika 1953 By Ingmar Bergman
Moonrise
Kingdom 2012 By Wes Anderson
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