Érase una vez una chica a la que llamaban Pandora.
Gritó
a las furiosas nubes de tormenta el día que ella vendió su piano, y lloró con
chubascos de sol cuando ella compró un paraguas. Pasaron los años y su pelo
encaneció. Se había hecho profesora de matemáticas y enseñaba a sumar y restar
a niños de primaria entre semana. También se había vuelto mejor que su padre,
jugando al ajedrez, y eso le ocupaba los sábados. Los domingos, se sentaba
junto a la ventana con una taza de té que se enfriaba, mientras observaba cómo
las gotas de lluvia salpicaban el cristal del mirador. Su cara regordeta no mostraba ningún tipo de angustia;
de hecho, irradia una pizca de alegría, como si esto fuera normal para ella. Reviviendo la vida de cada una de ellas por la
dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.
A
lo lejos alguien soñaba con aquel lugar donde vivía la Pandora que amaba.
Existió en esa rutina incluso cuando su pelo se volvió blanco y sus piernas
delgadas trémulas. En sus últimos días, cuando se sentaba con su té frío junto
a la tronera, se levantaba obstinadamente para limpiar el agua de lluvia que se
había filtrado por el derrame. Al apuntar con los dedos de los pies para llegar
donde su espalda encorvada no alcanzaba, resbaló y cayó contra la estantería.
Los libros de música polvorientos ensuciaron el suelo de teca y una vieja caja
de latón plateado cayó descabalgada. Un poco magullada, pero no de cataclismo.
Corrió a socorrer el desorden —hacía unos cuantos años que odiaba el desparrame—,
pero dudó al tocar la caja de latón desgastada. La cogió con los dedos
arrugados y en su mente parpadearon recuerdos de una vida pasada, como el sueño
de una noche de tormenta, había pasado una eternidad.
Se
había quedado sentada, paralizada en esa neblina, sus dedos recobraron esa
vieja tradición familiar de la inercia propia y abrió la caja. Se alegró con
la salida de varios arcos iris y fue cuando Pandora salió a la calle sin
paraguas. Sintió aquel aroma a hierba mojada en los pies descalzos y pasar las
manos por las hojas perladas del rocío matutino, viendo cómo aquellos diminutos
aljófares de agua rodaban como canicas. Reía con puestas de sol púrpura cuando
ella se sentaba al piano de la calle y dejaba que sus dedos tropezaran como
solían hacerlo. Juntos, sonrieron con todos los truenos que el cielo pudo
reunir cuando volvieron a abrazarse. La vida pasó con la misma velocidad de la
mitad de un año, en pleno cenit veraniego a la espera del olor a turrón y
mazapán en el expositor del supermercado del barrio.
Mi
pequeña, flota sobre el suelo del salón, agita su melena morena y gira la
cabeza para mirarme. Estoy seguro que
lo que veo es real. Al pellizcarme el antebrazo y sentir que la sangre se me
encoge, mi teoría de que esto es un sueño se desmorona. En su lugar, el dolor
se suma a la conmoción que siento al contemplar la escena que tengo delante. Entraba en la habitación, algo impalpable y a la vez
sublime, por ninguno de estos placeres, sanguíneos. En ese instante, echaba el
pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas
canturreándoles mientras las mecía. No, pensarán que estoy loco o que he vuelto
a comer hebras de tabaco. Recuerden este cuento, y no lo olviden, Érase una vez
una chica llamada Pandora.
FIN
Dedicado
a Edgardo Cozarinsky Enero1939/Junio 2024 In Memoriam
Fotogramas
adjuntados
Die
Büchse der Pandoraaka (1929) By Georg Wilhelm Pabst
Avatar:
The Way of Water (2020) By James Cameron
Pandora
and the Flying Dutchman (1951) By Albert Lewin
Pandora
(2019) By Mark A. Altman
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