La verdadera historia del mestizo Eric Urrutia
Dicen
que cuando hay una fiesta y aparece un
arma, o la policía, está, suele acabar, de igual modo, que la anteriores. Los
perdigones de un cartucho de escopeta aumentan, exponencialmente, la probabilidad
de dar en el blanco. Tienden a extenderse
más, cuanto más se alejan del arma, a modo de acto desesperado, pero de una eficacia realmente letal. Mi abuelo
siempre decía que si había que tirar de cartucho, había que llevar los de posta
del 18—Esos acaban con la cabeza de un jabalí gigante. Sí, el abuelo, era cazador y
tenía el gatillo fácil. Es obvio, que lo dicho por el viejo, va por del tipo de experiencia del tirador, todo haya que decirlo: nunca
disparé a un jabalí ni a nada que tuviera delante. Ni siquiera sostuve un arma,
pero una vez recibí un disparo, en mi propia casa, unos años después de comenzar la
universidad. Mi compañero de cuarto, un chaval de un barrio terrorífico la lío
parda. Era tarde en la noche de un frío otoño, donde, esa oscuridad, inundaba el ambiente y me dejaron fuera. Al ras. Sonaba el teléfono, pero no contesté.
Saqué la llave de repuesto de debajo del tapete en la parte de atrás y cuando
abrí la puerta había un doble cañón en mi cara. Nos reímos de ello tomando una
cerveza apenas diez minutos después. No sabía que tenía la escopeta. Me dijo
que la usaba para las palomas y que solía matar a más de cien de ellas, al día.
Deberíamos irnos alguna vez—dijo. Asentí y me hundí un poco más en el sofá, mi
corazón todavía latía con fuerza. El vidrio, tiene una característica muy peculiar y es que cuando se deja caer con suficiente fuerza, se hace añicos,
pues como diría Newton, se cae. Eso, es gravitatorio. Yo, apenas, tenía nueve
años. Cada fragmento del suelo era un recordatorio de lo que acababa de hacer,
una promesa de lo que estaba por venir. Era el vaso con biseles blancos de mi
abuela. Ella no era pobre, pero todavía no me había dado cuenta. Pisé uno de
los fragmentos, a propósito, para que ella no se enojara tanto conmigo. Aunque,
debí haberme cortado un nervio, porque al principio no lo sentí, sólo vi cómo
la sangre comenzaba a acumularse lentamente. El dolor vino después. Todavía
puedo sentir un cosquilleo si pienso en ello... Cuando levanté el pie y lo
miré: la forma en que mi talón se separó en dos trozos. Me entraron arcadas y acabé
en urgencias. Catorce puntos y funcionó. Afortunadamente, la abuela no estaba
enojada conmigo. Me pregunto qué se siente al no pisar los cristales después de
romperlos, dejar de lado los nervios sin tener que cortarlos nunca. Y qué viene
después si no es el jodido dolor. Creo que mi cerebro ha llegado a un punto de
agobio exagerado y todavía, va a ser peor, ya que esto va a más: Un cerebro
después de que lo atravesara una bala.
Cadáveres
en medio de un claro, después de que los cuervos hayan llegado a ellos. Y los
cuervos, esos animalitos tan sagaces y orgullosos. La limpieza no es necesaria,
pero ayuda. Hay algo revelador en ello. Eso es lo que recuerdo haber sentido
primero: ese podría ser yo. Me acerqué lo suficiente para ver que era un pavo.
Había mucha menos sangre de la que esperaba, pero había plumas por todas
partes. Y huesos... Oh! Los huesos todavía andaban recubiertos de pellejos de
carne. Al instante, me di cuenta, que posiblemente, podría haber ahuyentado a
algo más grande que los cuervos. Después, estaba corriendo. Lo más rápido que
pude a través de un campo de maíz en Nuevo México, me quedaban dos meses para
los trece años. Así es la vida —dijo mamá cuando le conté tales hazañas. Y
entonces, corroboré que tenía razón. Cuando volví al día siguiente, el cadáver
ya no estaba. El cráneo era todo lo que quedaba, limpio y pulido. Jugué con él
y cuando terminé lo tiré contra un árbol para ver si se rompía. Sólo ahora,
después de ver las innumerables siluetas con tiza de los chicos negros,
asesinados en las noticias, puedo mirar hacia atrás, al prado, al cráneo de
pavo que vuela blanco por el aire, y ver la mancha. Han pensado que el alma se
parece a las gotitas asperjadas después de un estornudo. ¡Salud! Un cuerpo
convertido en cenizas. Tiré a mi mamá al viento demasiado pronto. Eso es lo que
dice todo el mundo. Así es como ella quería que se difundiera mi heroica. Al
menos tenía ese tiempo. El momento de decidir. Ella ni siquiera tenía cincuenta
años. Subimos una pequeña montaña detrás de la propiedad que tenía la abuela en
Arizona, llegamos a la cima y la arrojamos. Estaba tan apretada en la urna que
se pegó a ella. Cuando terminamos de esparcir sus cenizas, toda la familia la
teníamos bajo nuestras uñas. No me di cuenta hasta que mi hermana lo señaló.
Estaba demasiado ocupada mirándola dibujar patrones en el viento. Seguía
ensimismada en una especie de estado pseudotrance, lo suficiente, para fingir
lo atareada que estaba para decir; que no quería dejarnos, aunque estaba
demasiado ocupada. Nunca sabré la razón de por qué hostias andaba allí. Lo poco
que quedaba de los Urrutia se quedó en un pequeño montón de hojas después que
una ráfaga de viento que las hubiera disipado al libre albedrio. Dicen que los
dientes de león son buenos para estimular el apetito. Uno de mis colegas del
equipo de futbol me regaló uno después del partido, le rompió el vástago y me
lo entregó. Éramos diez. Media respiración es todo lo que necesitas, inhalar o
exhalar. Mandé las semillas a volar. Algunos de ellos aterrizaron en su cabello
y nos empezamos a reír a mandíbula suelta. Sacó un diente de león y me lo
soplé. Al final, todo el mundo estaba enfrascado en una guerra de dientes de
león. Esa fue la última vez que vi a Armando, al final de la temporada.
Su papá lo recogió y, cuando se iban —su padre— me preguntó si yo era negro. Sí, he dicho. Afrovascoamericano,—se nota? Man. Él, asintió y me senté a soplar más dientes de león hasta que llegó mi propio padre. Observando lo que para mí eran miles de sus semillas flotando, girando y desapareciendo en la nada. Le di a mi papá el mismo asentimiento que me había dado el viejo de Armando. La sonrisa gingival, era tan arrebatadora, que en el fondo, era todo lo que necesitaba. Él sabía cosas de mí. Cuando sonreía parecía idiota, pero cuando fruncía el ceño: era demasiado listo, como para tragarse cualquier milonga. Unas semanas más tarde, terminó arrestado y encarcelado por tercera vez. Después de eso no lo vi con tanta frecuencia. La simiente del diente de león permite que el aire fluya a través de él y crea una burbuja de baja presión de aire llamada anillo de vórtice. Es un vuelo eficiente, lleno de propósitos y anhelos, pero para mí por entonces, eran tan solo pequeñas semillas blancas indefensas, la parte de mí que nunca podría ser, volando con el viento. Veía desde el ras del suelo a los mosquitos del césped mientras corretean por un campo de hierba. De repente, empezaron a caer horrorosos frijoles de mezquite. Aunque no es tiempo de amantes, tampoco es momento para recomendar los mezquites. Dicen que son cancerígenos. Por un montón de razones diferentes. Las razones, cuando las miras, cambian de posición y expectativa. Teníamos veintitantos años. El momento no era el adecuado. Estaba enrollado con una chica muy hermosa pero muy exigente: a punto de mandarme a paseo e iba a dejar un amante por otro. Bueno, lo mejor de todo, es que era una chica de color; una hermosa pantera. Pero una un pantera devoradora. Había aprendido una buena lección. Otro día conocí a alguien con mucho feeling. Nos reunimos en un campo de fútbol por la noche. En las gradas habían muchas parejas fumando hierba y apenas se decían una palabra. Le dije que iba a entrar en un coche. Ella dijo—Es tuyo?—No. —Idiota ese coche al que acabas de romperle la ventanilla para meterte dentro, es el mío. Abrí la puerta y me puse a limpiarle los vidrios. Ella no podía dejar de reír.—Venga, bobo Deja de limpiar. Cuando me fui nos rozamos las yemas de los dedos y le pedí disculpas por los siguientes dos años mientras ella estuvo en mi órbita. Cada vez que la veía era una sensación de éxtasis permanente. Ella nunca me pidió que dejase de verla ni me dijo nunca que ya no me quería. Al contrario, le parecía que todo lo que hacía estaba bien. Igual, me estaba mintiendo a mí mismo. Si me iba a ir por alguien, habría sido por ella. Eso lo tengo muy claro. Además, tendría un millón de razones más; que no vienen a cuento. Una de ellas, es que yo era negro. Un negro demasiado blanco y ella era blanca muy pelirroja. Nos amábamos con locura. Me fijo en las gotas de agua son un espejo después de pasar el pulgar por las cerdas de un cepillo de dientes y mi cara dentro de ellas. La luz cuando choca con algo, difiere, en una intensidad, relativa, volviéndose arrítmica y celestial. Luego, partiendo de esa premisa física, todo lo que veo es parcial. Todo corre, muy deprisa. Lo suficientemente delicado como para pasar los dedos por un haz. Demasiado tierno como para quemarse.
FIN
Dedicado
a Mario Tascón Ruiz Noviembre 1962/Octubre2023 In Memoriam
Fotogramas
adjuntados
Take
a Giant Step (1959) by Philip Leacock
The Chase (1966) by Arthur Penn
The
Wind of Change (1961) by Vernon Sewell
Ame
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