Alberto, Rai y Carla: Diagnóstico enfermizo Vol.3
Después
del almuerzo, mientras conducía hacia el consultorio del médico, no podía
quitarse de la cabeza la imagen de su hermana. Le gustaba verla tan
feliz.—Alberto sonreía y silbaba un tema musical de la radio. La idea sobre la
forma de actuar del Dr. Lasalle o de lo
que pudiera pasarle era como una sombra oscura, en lo más hondo de su
mente, dibujaba un enigma. Aunque menguada,
por la imagen de su resplandeciente hermana. Cuando llegó a la oficina, estaba
preparado para sentarse y esperar, lo que hiciera falta. Hizo una consulta a la
recepcionista, ella le dijo que el Dr. Lasalle estaba listo para recibirlo. Le
explicó que el Doctor se había saltado el almuerzo para revisar sus archivos y
estaba muy emocionado de trabajar con él. La postal idílica que tenía de su hermana en
su cabeza se hizo añicos. De repente, se sintió abatido por esas preguntas que
acechaban en el desasosiego sobre el Dr. Lasalle.
La
recepcionista abrió la puerta y lo condujo por un pasillo largo, a una
habitación cálida con un sofá y una silla.—Adelante, Alberto: Ponte cómodo,
estará contigo en medio minuto.
Alberto
se sentó en el sofá, nunca antes había ido a un psiquiatra, aunque pensó que
estaría recostado en el sofá y le contaría muchas cosas sobre su infancia. Así
que decidió que lo mejor sería ponerse lo más cómodamente en el sofá.
Una
puerta se abrió silenciosamente, una que Alberto no había notado antes, una que
no podía ver desde su posición. Entonces, ¿no he leído que hayas pasado por
esto antes?— preguntó una suave voz detrás de él.
Luchó
por girar la cabeza para ver, pero el médico dio la vuelta y se paró frente a
su cuerpo tendido para extender su mano. Soy el Dr. Lasalle. —Dijo, él.—Yo he hablado con el Dr. Lasalle y
no es así.
Alberto, estaba decepcionado. Después de su hermana, el Dr. Lasalle no era mucho para mirar. —Vamos! Pequeñito y redondo con una cara igualmente por debajo de la media nacional. Alberto recordó que su salud mental estaría en sus manos, con suerte, mejor cuidadas, que su apariencia. Empero, yo hablé con el Dr. Lasalle y este tío no es él.
Dr.
Lasalle:—Se está bien, ahí.
—No,
solo lo que he visto en la televisión.— Dijo, disculpándose porque se había
tendido en el sofá.
Dr. Lasalle:— Si te sientes más cómodo, a mí no me importa. Yo me sentaré en esta silla detrás de ti.—Dijo mientras se alejaba de su vista.— Alberto notó un ruido muy molesto, al chirriar la silla, donde se sentaba el Doctor.
Dr.
Lasalle:— Entonces, el Dr. Ansorena, lo vio ayer y me comentó que sigue
tomando la medicación y ve avances. Alberto, no escuchaba al Dr. Lasalle, sólo
veía muecas y un blablablá de fondo. Hastiado de escuchar sus putos problemas
durante las siguientes dos semanas. Su plan diario era éste: ver al Dr. Lasalle
cada dos días y hablar de cosas que no recordaba al cabo de los 10 minutos.
Levantarse del jodido diván, sentirse sucio por las confidencias y volver a
casa para tomar una larga ducha. Parecía como si el sofá fuera un portal a otro
territorio, un mal sitio, desaparecido: cuando se recostó en él. Y así, pasa la
vida de Alberto. Cuanto más se vuelve, más culpable se siente, cuando se
levanta para irse, como si de alguna manera estuviera traicionando a su
hermana, a su amiga, a todo ese otro mundo.
Piensa
en ir a almorzar con su hermana o al parque con su amigo, Rai. Empero, la culpa
le pesa demasiado como para llamar a cualquiera de los dos. Así que, en cambio,
simplemente recoge los materiales reciclables del parque y se va a casa a ver
sus películas favoritas o a leer sus novelas preferidas. Esto termina siendo su
vida hasta que vuelve a ver al Dr. Ansorena. Su mejor amigo, Rai, nunca viene a verlo. Lo que le hizo sentir
gran curiosidad. Normalmente, sorprendía a Alberto con una visita inesperada
cuando no habían hablado durante una semana más o menos, pero no esta vez. No
fue así. Alberto no pudo superar la culpa que sopesaba, tanta, como para
llamarlo. Una parte de él sabía que no quería enfrentarse a las preguntas que
le haría su amigo sobre ir al médico, sobre las pastillas o sobre lo que
necesitaba ser "regulado" en su cabeza. Pensó que esas eran las
razones por las que quería sentirse culpable en el fondo de su mente. Alberto
sentía lo mismo por su hermana. No había estado allí para verlo en un tiempo, y
sus llamadas telefónicas habituales tampoco habían llegado. Pensó que
probablemente estaba atrapada con ese nuevo chico que había conocido, sin
embargo, quería sentirse feliz por ella, pero la culpa se cernía, una y otra
vez, sobre sus pensamientos.
Tras ese balance personal. Cogió su automóvil y se dirigió a ver al Dr. Ansorena, hoy era el día de la segunda visita. Sentado en la sala de espera, le echó un ojo al revistero. Encontró un número de un magazine de fotografía profesional y se quedó mirando las hermosas imágenes. Cuando finalmente lo llamaron a la habitación, esperó un poco más hasta que entrase el médico.
—Entonces, Alberto, ¿cómo va todo?—Preguntó el Dr. Ansorena, cuando entró en la habitación.
—Va bien.
—¿Qué hay de tus amigos especiales, cómo les ha ido?— el médico lo miró mientras formulaba la pregunta.
—En
realidad, no les he visto desde que vi al Dr. Lasalle. Y fue entonces cuando
se dio cuenta por primera vez. No ha visto a su hermana ni a su mejor amigo
desde que comenzó los tratamientos, ¿podría ser una coincidencia?
—El
doctor Ansorena sonrió con orgullo. —Eso es realmente bueno, Alberto. No
esperaba que comenzara a funcionar tan rápido, pero es genial que el tratamiento
ya haya aliviado los síntomas tan rápido”.
—Alberto piensa mucho lo que va a decir —¿las cosas no parecen estar bien? —Sí, supongo que sí.
La
mirada de confusión está en el rostro de Alberto y el médico se da cuenta:
—¿Estás seguro de que todo está en su sitio, Alberto?
—Yo...
simplemente no me di cuenta de que el tratamiento estaba funcionando. —Dice en
voz baja. —¿Cómo podía ser que realmente estuviera tan destrozado de la cabeza?
Dr.
Ansorena:—Así es como van estas cosas. Dice el médico reconfortante. Ahora, dado que su cuerpo se acostumbrará a las drogas, la dosis
aumentará un poco. ¡Venga, ese ánimo!
—"Humm... sí". Todo esto está mal, ¿estaba loco?
Dr. Ansorena—Bien, recoja sus nuevas dosis al salir. Ahora vas a tomar cinco al día. Será más fácil tomar dos por la mañana, uno al mediodía y dos por la noche. —¿Alguna pregunta? el médico parece presumido, orgulloso de que su tratamiento haya dado sus frutos tan rápida y fácilmente.
—No, suena bien". ¿Podría ser? ¿Realmente podría haber estado tan al límite?—Un tono entre el cinismo y la indiferencia. —No, todavía tenía recuerdos de cómo eran reales... ¿No es así?
Dr. Ansorena :—Está bien, te veré en dos semanas más. No olvide programar su próxima cita al salir.— El médico toma un par de notas en su portapapeles y sale.
Alberto, intenta descodificar qué está mal, pero no puede con ello. Sale de la oficina, coge sus pastillas y programa su próxima cita.
Una vez en su coche, Alberto decide que debería ir a ver a Rai, o ver si alguna vez existió.—¿Rai es mi amigo?
Mientras
conduce, siente un presentimiento, una sensación de pavor. Tiene un pálpito
como de haber hecho este viaje, hace muy poco. Un trayecto cercano, pero
imposible de recordar. Nota como si fuera de noche; cuando doblaba estas
esquinas por última vez. Ese efecto tenía un propósito, siempre que lo estaba
haciendo, aunque de imposible recuerdo.
Se
detiene en el edificio de apartamentos donde vive su amigo. Sin embargo, algo
anda mal, parece sin vida, no hay nadie alrededor. Baja de su coche y entra al
rellano delantero, recuerda este rellano. Oscuro y con un aroma a humedad y
moho.—Lo atravesé, pero, no. Por qué, no me acuerdo. ¡Joder¡ Se abre camino por
las escaleras, pasando sus manos por el papel de la pared en la oscuridad para
mantenerse firme.
Ahí
es cuando se da cuenta que esa fue la
noche en que comenzó su proceso de medicación. —Ahora, si lo recuerdo. Me desperté, después de que
terminase la película, y vine aquí. Seguro
Alberto llega a la puerta de su amigo. Hay un aroma
en el lugar, que le recuerda a una mezcla de almizcle y entrañas de pescado. Es
muy áspero y desagradable. Llama y espera. —Nada, maldición. No contesta.
Alberto
vuelve a llamar, luego intenta abrir la puerta, pero está cerrada con los
pestillos a cal y canto. Está preocupado por su cordura, por su amigo, por la
última vez que estuvo aquí. Alberto da un paso atrás y encuentra la llave que guarda debajo del tapete de la puerta. La introduce en la cerradura y gira
el bombillo.
Cuando
abre la puerta, recuerda lo que pasó cuando vino esa noche. La sangre estaba esparcida por todo el apartamento. En la pared del fondo están, a modo de
garabatos, las palabras: "No es real". Alberto comienza a secarse el
abundante sudor de su frente.
De
repente, todos los recuerdos vuelven a fluir. —¿Cómo llegué aquí…? ¿En un
hipnótico trance? Más o menos, en el momento, en que su amigo lo dejo entrar: sacó
un cuchillo y se lo llevó.
Se
derrumba y cae de rodillas. —¿Cómo pude haber hecho esto? Nooo!
Alberto recuerda todos los apuñalamientos, todas las cortaduras. Recuerda a su amigo suplicando por su vida. Escucha unas voces que le dicen, en tono, fantasmagórico: culpable, asesino, eres un malvado. Se siente mal y vomita. La voces, seguían mancillándole, con un tono más bajo.—No he hecho nada. Yo no soy un asesino.—Gritaba desesperado.
Le vino a la retina un gélido presentimiento. La sensación de que era un sueño, de que no existía, estaba vagando por la habitación de Rai. Un sentimiento aterradoramente entumecido. Muy parecido a la sensación que tuvo, cuando comenzó a tomar la medicación de su tratamiento. Se queda con una sensación repugnante que no puede deshacerse, lágrimas rodando por sus mejillas. Luego oye pasos subiendo las escaleras. En un momento de pánico, cierra la puerta y la bloquea. Pasan los pasos. Pero la enfermedad no lo hace.
No
sabe cuánto tiempo permanece sentado en el suelo. Pero cuando regresa a su
auto, está oscuro, trae los recuerdos de la pesadilla que le persigue, una y
otra vez de la última vez. Cuando salió de aquel apartamento. Casi choca con
otro auto, en una intersección, cuando comenzó a secarse la sangre que abundaba
por todo el coche.— Noto el olor y no quiero decirle nada a la gente. Callaos—
La voces han vuelto con fuerza. Pero ese aroma a sangre fresca humana, continua
siguiéndole.
Alberto pasó la noche llorando en su ducha, tratando
de quitarse el hedor y completamente K.O. Sus recuerdos no se irían por el
desagüe, no importa lo sucios que estuvieran. El agua se había enfriado mucho,
mucho tiempo atrás, y la luz comenzó a entrar por la ventana. Alberto había
agotado el cupo de lágrimas, pero nunca
perdería los sentimientos inmundos que lo habían inundado.
Una
vez que salió de la ducha, se dirigió al teléfono, ni siquiera se secó. —¿Qué
hago. A quién llamo? Esta situación no tiene ningún sentido.—Qué coño me ha
pasado?. Finalmente, marcó el número de la única persona con la que podía
hablar: su hermana. Consciente de lo difícil que le podría resultar entender lo
que contaría.
En
la mesilla del teléfono estaba su frasco de pastillas, lo miró mientras sonaba
el teléfono. Ayer, al mediodía, tomó su último comprimido. Ese era el último
que tenía programado tomar antes de su visita al médico, y antes de ir a ver el
horror que le ha causado a su amigo. Alberto apartó los ojos de la botella, se
suponía que debían arreglar, sus cosas pendientes. Alberto en un soliloquio
espetó:— Los amigos están para lo que haga falta, los buenos te perdonan lo que
seas… decía K. Cobain —Se equivocan, no soy un
monstruo. No he podido hacer lo que he visto con Rai.
Empero,
las voces seguían su cantinela…—Monstruo, bestia, demonio…Asesino. Pensaba—
Seré un leviatán o me he convertido en ello hace mucho tiempo. Cuando el
contestador del teléfono de su hermana dio paso al contestador de voz
automático. No pudo dejarle un mensaje. Intento, una nueva llamada, pero
saltaba el maldito contestador. Decidió salir de su apartamento. Bajo las
escaleras hasta el garaje y cogió su vehículo. Necesitaba alguien con quien
hablar y no podía esperar. Solo le rogó que estuviera en casa durmiendo.
En
su camino, comienza a tener destellos y voces que le alentaban al lugar de los
hechos. Su memoria se iba abriendo. Del mismo modo, que sus ojos comenzaban a
dejar caer pequeñas lágrimas. —¿Por qué? Yo no soy malo. No he hecho nada, que
me dijeran. Sigo sin entender nada. Las voces seguían con su repertorio…— ¿Qué
recuerdos tiene que no pueda recordar? Por alguna razón, empezó a respirar
profundamente, comienza a pensar en los eventos más recientes. Le recuerda la
primera vez que fue a la consulta del Dr. Lasalle. Y se preguntaba:—¿Cómo nunca
puedo recordar nada de lo que me había dicho?
La
primera vez que estuvo con el doctor debió haberle hablado de su hermana, de
cómo la conoció en el restaurante, de cómo se revolvía en su vestido, luciendo
como una mujer así... elegante y dulce. Otra vez sus pensamientos pasaban del
gris al negro y la voces… —¡Culpable, criminal. Di la verdad!
Lágrimas, donde ya no había, y una sensación de malestar en su pecho. De repente una oscura sensación de éxtasis lo invade. Las partes equivocadas de él se excitan… Alberto comienza a temblar, a sudar y mover las cejas de la cara como un personaje de AHS. Si vuelve el recuerdo de todos estos síntomas, recuerda las curvas, pero eran diferentes. Aquellas curvas que tomo fueron muy suaves, como si el viento manejase el volante. Lentas y delicadas de lo que son ahora. Le vino un fogonazo de aquel momento y el entumecimiento que sintió. Había algo muy escondido, sucio y obsceno que era incapaz de recuperar. Las voces le hicieron detener el coche y parar en el arcén. Se desvaneció por unos instantes. Empero, la otra vez que condujo hasta aquí las luces estaban en verde, lo hizo todo sin dudarlo, sin pensarlo dos veces. Tenía muy claro sus objetivos.—¿Qué queréis cabrones qué os diga que soy un asesino y una bestia que disfruta rajando a la gente? ¡Es lo que queréis. A la mierda!
En cambio, hoy, iba por aquel itinerario a toda hostia. Las luces no están todas en verde. Entre el pánico y la confusión de las voces, aceleró cruzando el disco rojo de un semáforo y entró en un SUV japonés de grandes dimensiones. Muy distinto al pequeño Renault Clio. De nuevo, se desvaneció y se escuchó un estruendo. Alberto despertó en el hospital universitario. Sus médicos están de pie junto a él. Se oye la voz de ambos —intercambiando impresiones— y una frase: el paciente está confundido e histérico. El Dr. Ansorena, recita tranquilamente mientras escribe en su portanotas. El Dr. Lasalle se cubre la boca con la mano y solo puede negar con la cabeza. Alberto intenta alcanzar su rostro para secarse las lágrimas, pero sus manos están atadas a la cama. El paciente continúa recitando crímenes que ha cometido a personas que no existen. El Dr. Ansorena, sigue escribiendo. —¿Qué me está pasando? —se tambalea entre sollozos.
—Alberto,
escúchame bien. Y hazme un gesto, para que yo pueda entender que me comprendes
perfectamente. Bien, has tenido un accidente. Las drogas no parecen funcionar.
El Dr. Ansorena, intenta consolarlo con una explicación básica y muy coloquial
de clase de facultad.
Las
luces del hospital parpadean. Una imagen destella en su mente. Las paredes
blancas del hospital se vuelven lúgubres, la luz se atenúa. Los médicos son
simplemente guardias. No está acostado en una cama de hospital, sino en una
cama de prisión de máxima seguridad. Un guardia parado junto a él está
sonriendo y espeta con sorna:— ¡Tío estás...Ja,ja! Pero que muy bien jodido...
El
más rechoncho está sonriendo y sacudiendo la cabeza hacia Alberto, las voces
vuelven, en esta ocasión con mucho sarcasmo: —la has cagado, cabrón. Eres un
puto psicópata. Y te van a meter un montón de años, asesino de mierda.
Alberto
solo puede cerrar los ojos y negar con la cabeza, tratando de controlar lo que
está sucediendo, dónde se encuentra. Recuerda un accidente automovilístico,
pero al mismo tiempo recuerda que lo arrestaron. Su mente confusa, ve flashes de
un juicio… Los días pasan...
—Veamos,
Alberto, entre el desastre en el que estabas y tu estado mental, has estado
entrando y saliendo de la conciencia durante los últimos días. El doctor
Lasalle intenta recapitular lo que aparentemente no puede recordar, explicarle
las cosas para que pueda salir del marasmo en que se ha convertido su vida.
—Posiblemente
te estábamos presionando demasiado con las drogas, no lo sé. Creo que necesitas
una observación más cercana. Creo que vas a necesitar más ayuda de la que
nosotros dos podemos darte. Tus delirios parecen haberse enraizado, esto es
positivo desde el punto de vista de la psiquiatría. Es mucho más fácil actuar
sobre ellos. Pareces sentir un profundo sentimiento de culpa, tal vez por algo
que te sucedió cuando eras niño. El Dr. Ansorena, mira al Dr. Lasalle, que
todavía niega con la cabeza. La alegría de curar a este paciente parece haber
desaparecido del rostro del Dr. Ansorena, y, en su lugar, ha llegado ese
desplome de pura sensación de fracaso. La imposibilidad de proseguir en el
caso.
—¡Estás
jodido, cabrón, 42 puñaladas a tu mejor amigo y encima; le cortaste la cabeza!— Dice el
guardia impresionado. Las fotos estuvieron en las noticias y toda la prensa hasta que decidieron
que eran demasiado sangrientas. —Estás acabado, perro. Hay una sonrisa en
la cara de los guardias; esta prisión debe estar ante los infractores graves si
lo que está diciendo le ha traído una sonrisa a los labios. Alberto pierde el
aliento. —¿Cómo pude haber hecho eso? Sus ojos se ponen vidriosos, no quiere
confrontar lo que pasó, Alberto no
quiere saber más del porqué está aquí.
—No
lo dejes afuera hombre, siéntete orgulloso de ello, figura. Aquí te mantendrás
a salvo y estarás en este lugar, durante mucho, mucho tiempo: el resto de puta vida.
Parece saborear contarle su destino.—El guardia compañero le espeto:—Si quieres
que dure más de un par de semanas, es mejor que empieces a presumir de lo que
le hiciste a tu hermana y su novio. Encuentra saliva y comienza a usarla para
gritar como un loco.
—El
guardia, dos, el regordete sonríe ante los gritos locos, parece disfrutarlo.
Los médicos se sientan juntos, Este trabajo es difícil. Odio ver a gente tan
prometedora consumirse en delirios.
El Dr. Lasalle solo puede mirar la mesa y negar con la cabeza.—Es muy triste
pensar que una mente tan creativa se desmorona en lugar de pintar, escribir o
demonios... Cualquier otra cosa. El Dr. Ansorena hace una pausa para
hacer girar su café en la taza que tiene frente a él. —Si tan solo hubiéramos
podido encontrar una manera de reprimir su imaginación en lugar de dejar que se
rompiese como lo hizo. —Toma un sorbo de su café frío y niega con la cabeza. Hicimos
todo lo que pudimos. Estoy seguro de que si no pudiéramos salvarlo, no podría
salvarse en absoluto. El Dr. Lasalle pone su mano sobre su hombro.—Unos 3
segundos. La retira— Es como si esas ideas fueran tan reales para él como tú
para mí. Tal vez al suministrarle ese coctel de
medicamentos y alejarlo de esa otra realidad que estaba en su mente.
Quién sabe. Quizás eso fue lo que lo hizo desquebrajarse y lo llevó a cometer esos actos
inenarrables, con esas personas, en su cabeza.
— ¡Hey, Pura! Encerramos
a ese puto psicópata en el infierno. —El guardia (regordete) de la prisión le cotillea a su esposa. —Ella
se estremece mientras sostiene su mano sobre su pequeña mesa. En la otra,
sostiene una taza de su café matutino, del que bebe un pequeño sorbo, Gracias a
Dios que el hombre está encerrado. Nunca pude entender porque alguien le haría
esas cosas a su propia hermana: violarla y asesinarla. Es simplemente, una
locura enfermiza. El horror, el mal y las almas.
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