El viejo y la última luz
Desorientado y aturdido por el golpe y la niebla incesante, necesitaba un reposo como método evasivo a la súbita realidad que le tocaba estar soportando. Sus pies todavía le custodiaban, altivo, sobre sí mismo, encaramado al abismo del miedo que intentaba sobreponerse como resultado de la nula visibilidad. Sus ganglios esfenopalatinos comenzaron, de nuevo, con aquel dolor; abrasador y gélido. Gemían de un sufrimiento implacable. Manifestándose en unos ojos azules imponentes llenos de lágrimas, hasta llegar a la extenuación. Lo cierto era que el roce había desaparecido —hacía ya, buen rato— pero la lógica se había perdido, junto con su perspectiva. Entre la bruma y su reacción se marchó el silencio y la quietud. Más miedo, más pánico, y más pavor, lo remataban. Abrió los ojos, por última vez, lo máximo que logró para intentar divisar, algo cercano, el causante del roce. Fue inútil, y la oscuridad blanca le cegó. Parecía que la niebla alcanzaba su mayor éxtasis.
Esa
era la situación: una soledad absoluta, en un rincón llamado dolor. En el
centro de una inmensa nube blanca que apenas le dejaba vislumbrar la silueta de
sus extremidades. Por alguna extraña razón algo le hacía mantenerse parado e
inmóvil en ese lugar. No conseguía dar ni un grácil paso para salir de su
propio barrizal. Era una mezcla de desasosiego, desesperación, locura, tedio y
un arraigado pesimismo, dentro de su cerebro que se hacía evidente: en ese
impase, como el último estremecimiento, de alguna desgracia. Tal era su
aislamiento visual que el resto de los sentidos se hacían saetas que corrían
hacia la nada. Podía sentir el más ligero e ínfimo detalle de lo que ocurría a
su alrededor. Aquella ilusión era inútil, pues parecía que el mundo se detenía
para tan magna ocasión. La escena era sobrecogedora, pues ni el más suave de
los sonidos se dejaba oír entre aquella espesura.
No
creía percibir ni su propia respiración. Era el mayor monólogo de silencio y
sufrimiento de un teatro completamente vacío. Pero lo preocupante no eran los segundos,
los minutos o las horas del día, que le ponían la carne de gallina, y poder
sentir algo. Su pausa persistía y el gesto, no se descomponía. Empero alguien
más cruel estaba saltando sobre sus dedos. La brisa soplaba, suavemente,
llegaba la hora de empezar la fúnebre ceremonia. El sacerdote ya estaba, ahí
con la mirada impasible y circunspecta. Los chicos del coro también, en el
centro del recinto estaba el féretro, las flores que adornaban el ataúd
aromatizaban el lugar. Había una plácida sensación entre los presentes de que
este funeral, no era uno cualquiera.
En
el fondo, no había motivos para desgarrarnos a llorar —sabíamos que el viejo—
ahora estaba en un mejor lugar, descansando de la cruel realidad: la de siempre
a la que siempre habíamos estado entrampados. Se los llevó a los oídos para
descubrir que esa espesa y maldita neblina no solo había acabado con su vista,
carecía por completo, de la posibilidad de oír algo. Pero ese, jodido
roce. Sí. El mismo, de costumbre, denotaba algo: puede que todo no estuviese perdido.
Podía expresar cierto optimismo, pero no se movía. En ese instante, apareció,
la luz celestial, del punto final. Un duende me susurró al oído que el miedo
era mejor que la desesperación. Aquel elfo, no andaba fino, pues resultó estar
equivocado. Finalmente, la desesperación gana la partida y terminó por
adueñarse de todos nosotros.
FIN
Dedicado
a Terry O´Neill julio 1938 noviembre 2019 In Memoriam
Fotogramas adjuntos
Dark
Victory (1933) by Edmund Goulding
Now
and Forever (1934) by Henry Hathaway
Viskningar
och rop (1972) by Ingmar Bergman
Love
Story (1970) by Arthur Hiller
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