Una gran historia de seis años
Seis
años dicen que se tardan en escribir una gran historia, donde la tinta negra se
convierte en roja. Roja como la sangre de un corazón perforado, por una flecha envidiosa
y traicionera. en plena pasión de la vida. La leyenda de una historia sin
futuro; tan cercana y tan lejana, como tantas otras vistas, a lo largo de
nuestras vidas. Atestada de ausentes emociones de los instintos, envueltos entre
recuerdos —inverosímilmente fieles— de lo que sólo ocurrió en secreto. Entre provocaciones implacables y complicidad, a base, de medias sonrisas en las que caben
universos enteros. Tantas noches amándose en —el borde de— un precipicio
insostenible. Aún, a sabiendas, que no podían mantenerse más horas de las que tenía
el reloj. Si se dieron una pequeña tregua para tomarse la justicia por su mano.
En aquella pensión barata con la piel a trozos y un aura malvada que los sitiaba
—de nuevo— para no permitirles ignorar; que algo cambió el día que se
conocieron. A veces, ni se miran de las ganas que se tienen el uno al otro.
Puede que esté roto el fregadero o se haya terminado la bombona de gas.
Pero
siempre, liquidándose, pensando que la vida no ha continuado, ni se ha movido. Todo
un bloqueo por su sempiterno roce de historia. Creen que no han hecho cosas
serias ni trascendentes. Tienen el mismo gris que un cuaderno de Rubio. De libros viejos, que dicen inservibles, algunos
magistrales y otros regalados; en los coleccionables de la televisión obispal.
Algo no iba bien. De repente, observé que la tinta se había ido borrando hasta
adquirir un tono más pardo que azul. El libro de notas había sido adquirido y
escrito en fecha reciente: eran las memorias de nuestra vida. Todo lo que
habíamos vivido antes de la gran tragedia. Mis manos comenzaron a temblar. Aquel libro no era igual que los tediosos libros de esos bisoños rompelápices de autoedición, hechos en la imprenta de un barrio con olor a
nuevo rico. No eran ese tipo de libros: iguales y de idénticas palabras. Aquella
historia fue retroalimentada en nuestros propios secretos, la certeza del
desgaste de un secuestro y años de rehabilitación en el hospital.
Recuerdos
que sólo existen en lo más estrecho del hipotálamo y el último hálito de
nuestras retinas. Los mismos, que inexplicablemente, estropean el motor del
tiempo; y así nunca saben cuánto tiempo ha pasado sin verse ni cuántas cosas no
hicieron. Ella y su temor a ser una niña vieja. Su autonomía implacable, su
alrededor prescindible, su protección incondicional. Sus compañías engañadas
que miman su vanidad. Su soledad, siempre. Como los domingos de él, convertidos
en un litro y medio de whisky y sus rendimientos capitalizados a día de hoy: Él
y su patética ambición: revés tras revés. Una libertad hipotecada en la
candidez y la falta de arraigo. Sus jodidas amistades y su aberrante
promiscuidad. Ninguno se
sorprende que tantos kilómetros de mar, no hayan conseguido ahogarlos en el
fondo del abismo.
A
los dos la vida les ha manchado, pero ninguno se sorprende de que les haya
machacado a la vez. Empero esta vez no
aceleraron voluntariamente la respiración, no firmaron un contrato de los de
“cama a doce euros la hora”, a condición, de quererse hasta morir. Sólo, durante un par de minutos, después de alargar un domingo imprevisto; se rozaron
los labios, de rondón, para no cometer el error de besarse. Simplemente, por
cerrar los ojos un momento y sentirse como antaño, en casa. Únicamente por
agradecerle a la vida otro encontronazo inexplicable que reaparece cada vez que
sus vidas están cambiando. Un cambalache para recordarles; que los perdedores
están señalados de por vida. Ahora, solamente, queda el hedor de los cuerpos en
descomposición y un aura de ternura que no tiene nada que ver con la auténtica
realidad de ellos. Los rincones de aquella vivienda enterraron los últimos
secretos de un amor imposible: un gran libro de seis años.
Dedicado a Claudio López
de LaMadrid enero1960/enero 2019 in Memoriam
Fotogramas adjuntados
Thérèse
Raquin (1953) by Marcel Carné
La
curée (1966) by Roger Vadim
Billy
Liar (1963) by John Schlesinger
Nana
(1983) by Dan Wolman
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