El oficio del reo iluso
Aquella
oscura mazmorra de vez en cuando, se mostraba generosa y nos brindaba un
pírrico haz de luz celestial, que entraba por un postigo cuarteado, mientras la
oscuridad hacia acto de presencia envuelta en dos pequeñas lamparillas y las
ratas trepaban por los sumideros febriles. La noche se hizo dueña del escenario; un infierno doloroso,
infestado de fragancia parisina y paranoia pudorosa. Resbalé en un pequeño
charco de orina y caí inconsciente. De repente, miraba por la carcomida ventana
de mi habitación; veía algún coche por la calle y algún viandante con cara de
miedo. Decidí ir a la panadería de la esquina a esperar que pasara la mujer de
mi vida. Pero el azar no estaba por la labor. Seguí esperando y pensando.
Llegué a la conclusión, que tendría que ir al encuentro de las sombras: el viejo paramo de la infancia compungida. Un
lugar inocente y decadente. Volví por un momento, a aquellos días donde las
horas se hacían sempiternas dando vueltas por el centro comercial. Apenas, me
atrevía a salir de los bajos recreativos. No sabía muy bien si lo que quería
era encontrar mi vida, mi destino o el amor que tanto anhelaba. En el fondo, me
estaba perdiendo una gran parte de mi vida
en lo infinito del tiempo. Finalmente, salí y me senté en un banco. Vi
pasar a cientos de personas en un instante a través de mi mirada.
Mi campo de visión se llenaba de todo tipo de personajes. Me
entró la risa floja y absurda del pavisoso, pues me había dado cuenta que mi
mejor amigo, Blas, había cambiado su verdadero carácter por uno superior.
Seguía asombrado con la transformación, siempre dijo que tenía una hermano
gemelo y que un día se mezclaría entre el alboroto del gentío con él. Pero era
otra mentira, como la de los viejos escritores que osan contar la gran novela
de su vida. Nada era verdad, ni existía su hermano ni era gemelo; era un
espectro escondido entre la mediocridad del resto de sus iguales. Aún recuerdo
mi ingenua cara y pose bobalicona, cuando me hizo creer que era igual que aquel
gallego orgulloso emprendedor y exitoso de Busdongo; todo era una bellaca
mentira, como su propia identidad. Su verdadera vida estaba escondida en un
lienzo familiar que se había empeñado en lavar sus defectos por el deterioro de
la humedad. Ahora entendía el porqué de la
fascinación al observar los detalles más grotescos de los edificios y sus
habitantes. A través de las paredes podía imaginarse el interior de tipos, como
Blas y su fingido mundo habían hecho de
su vida simple rutina. Por fin, creí
verla como tres veces, pero no era ella. No era la mujer de mi vida.
Era la sombra del moho y el olor a urea de mi estancia.
Pasaban las horas delante de aquel folio sin ideas, encima de la mesa,
escribiendo sin rumbo ni gracia, lleno de alcohol barato en el mismo mugriento
bar de todos los días. Mi viejo oficio estaba muerto. Proseguí mi ritual: anestesiarme
con aquel alcohol de garrafón que servía el mismo camarero de la cara machacada
por la viruela. La noche se hizo madrugada y la helada se extendía tenue. El
frío me desvencijó en el mismo punto que la noche anterior. Blas, ya no
existía. Se quedó en el recuerdo de una risotada macabra, igual que el aroma
del amor de mi vida: las mentiras me consumían. Y, como todo ser humano
contaminado por su entorno, me dediqué a esperar. Una de ellas alumbraba el
rostro de un hombre, recostado en un harapiento jergón, con la única compañía
del frío, que le calaba hasta los huesos, y de un ermitaño que tras pasar sus
dedos por las cuentas del rosario, detuvo su rezo ante un sonido que percibía,
una extraña risa que brotaba de sus labios pero con un profundo esfuerzo. ¿Por
qué?—se preguntó en voz alta. Una luz pasó por su cerebro y en unos escasos
segundos, una riada de imágenes entretuvo su mente; pero ya era demasiado
tarde.
Sólo faltaba que la condena se consumiera, a esas horas todo
lo demás no importaba. Su cuerpo salpicado por las heridas de una inmediata
tortura había permitido arrancar a su garganta, la cual, le abrasa y concedió
el aspecto de un muñecote ajado, vestido con el ropón de los reos que pronto
encontrarían la muerte en la plaza pública ante un gentío expectante. En el
centro situaron el patíbulo, con un tronco rodeado de haces de leña al que le
ataron sogas a su alrededor, apretándole el cuerpo hasta que sus huesos
crujieron. La multitud que aguardaba en la calle parecía una alargada sombra
suspirante, mientras en la catedral las campanas tocaban a duelo y el graznido
de un cuervo se oía en la lejanía de los tejados. Ufff!, qué pasa, joder! Está
helada, demonios… ¡Venga, espabila y coge tu rancho que te quedan muchos días
por dilapidar, soñador! Ahora, empapado por el agua del fregado de la prisión,
comprendí mi miserable existencia: nunca veré Paris en primavera ni habrá un
lapicero para mi antiguo oficio. Es el tiempo de los intrusos, es el final de
un iluso abatido.
Dedicado
a Joe Cocker, mayo 1944/diciembre2014 In Memoriam
Fotogramas
adjuntos
Condemned
by Wesley Ruggles (1929)
Murder
in the First by Marc Rocco (1995)
Convicts
4 by Millard Kaufman (1962)
Hunger
by Steve McQueen (2008)