El abuelo Eufrasio y el lunático de Karmelo Tirapu
Siempre
recordaré la vida como era en 1987. Desde mi ventana, las noches hermosas, de luna llena iluminando el descorchado asfalto. Todos los días contemplo desde ella el latir
de aquel barrio. Un lugar en medio del centro, donde la clase media siempre fue
media. La clase media alta, lo mismo y la clase media baja se descolgaba un
kilómetro fuera del distrito. Ellos siempre habían sido medios, como nosotros
hasta que el golpe europeo; los defenestró. En nuestra zona vivíamos los medios
normales. Ni nuevos ricos ni híbridos aristocráticos. Empero, nos llevábamos
muy bien con todo el mundo. Nosotros tuvimos televisión en blanco y negro con estabilizador
de tensión. Menudo trasto unos años más tarde. Luego vino la TV color Pal, con
llave en la puerta de los controles. Además de veraneo de montaña. Un día de
esos que —la gente espera como el agua de mayo— se celebraba la festividad del gran patrón.
Nuestro patrón estaba hermanado con el duende del San Patricio irlandés. Era
nuestro San Patricio de toda la vida. Qué alegría en el barrio. Además, con eso de la colonia de estudiantes Erasmus (la primera promoción de esta nueva forma de estudiar en otro país), pasamos una
noche para la posteridad. La cerveza y los chupitos de whisky corrieron como
conejos en una cacería de Berlanga. Menudo colocón. Inolvidable. Esa noche fue Sodoma y Gomorra. Más divertida que una
noche fallera en la opera con los hermanos Marx. Todo estaba permitido, como en
una noche de carnaval en Rio de Janeiro. Música en directo, hierba y algún
éxtasis para ir dándole la bienvenida al tiempo de las Supernovas. Algo no funcionó
y los servicios de emergencias se colapsaron. Fue, como si la gente perdiera el
hálito. Me costaba decodificarlo, por no terminar de asumirlo. La gente, cuanto
apenas, se podía mover y les costaba respirar. Nadie sabía dar una respuesta. Los
médicos de urgencias, desconocían los protocolos, y barajaban la posibilidad de
algún tipo de virus muy voraz. El gobierno de coalición no sabía qué hacer.
Unas caras sacadas de un capítulo de la maravillosa y fascinante serie "Arriba y Abajo" del canal ITV: se miraban unos a otros. Cuando, el presidente ni corto ni
perezoso:—Decretó un estado de sitio. Sacó al ejército y militarizó la calle.
En 1987 ver al ejército en la calle era muy desagradable. Vamos que te ponía el vello como escarpias. Pero de nuevo,
militares pisando el asfalto de la ciudad. En base a toda una serie de
subterfugios, de la vieja constitución democrática. Todo el mundo quedó
confinado en su casa. Fueron días angustiosos, donde la zozobra y el
nerviosismo se habían instaurado en un barrio que siempre fue el reflejo de una
enorme convivencia, tolerancia y amor por la vida. Una tarde calurosa de aquel
hacinamiento por orden gubernamental y marcial, a cargo del erario público. Me
sentía aburrido de la sobredosis de horas de música en la FM y visionado de
clásicos de aventuras, en VHS y el carrusel de mis series policíacas grabadas.
De repente, entre tanto hastío comencé a divagar y a jugar a ser un pequeño
Sherlock Holmes. No he sido mucho de hablar, pero si un chaval de montarse mil
aventuras, a través de la ventana Made in Hitchcock. Avistando la casa de los
vecinos. Idéntica a la nuestra pero en disposición inversa. Vi cosas que
llamaron mi atención. Ya les digo aquella puerta tenía telarañas desde que se
fueron a la nueva dimensión el matrimonio de ancianos Torrado. La verdad que
resultaba muy chocante, en pleno confinamiento, y todas las medidas tan férreas que se habían dispuesto. Aquello de que la gente anduviera más preocupada de sus devaneos —mucho más que— del propio aterrizaje
de estos nuevos inquilinos: realmente era muy sorprendente. Empero mis sospechas se
hicieron más intensas al comprobar que esta troupe era muy, pero que muy del
clan superaritos.—Ya ven quien lo dice... En fin, cosas de la edad. Mi hermano mayor Íñigo —que le pilló todo este
estallido de rebote— me comentó que los vio aterrizar en su vehículo: un
todoterreno Land Rover, color mostaza, hacía como 15 días. —Dos semanas, pensé. Es demasiado tiempo. Observé que el hijo (sabía que era un niño porque iba de azul
y llevaba un muñeco de Spiderman y otro de Superman). Bajó del coche con la
cabeza cubierta por la capucha de una sudadera y la cara tras una máscara de
Bugs Bunny. Sí, del gran Bugs, ¡y aún no se la había quitado! Ni la máscara ni
la capucha. Dos semanas con el rostro tapado. Todavía no le había visto la
cara. Sus padres, a simple vista, parecían normales, excepto porque andaban de
una manera muy rara, como mi nuevo primo de Bermeo; Montxo.
Un
chinorri que acababa de aprender a andar Era muy pequeñajo, pero muy majo. Bueno, excepto por eso, y por lo de
no salir de casa ni a hacer la visita, de turno, al sicario del futuro hacendado.
Llevé un recuento de todo lo que hacían y fui apuntándolo en mi diario personal.
Por ejemplo, mi ventana que corresponde al estudio: está justo al lado de la
ventana número 3. Esa es la del salón comedor. No tenían la costumbre de
descorrer la cortinas siempre estaban como en dos poses; primera. El padre o la
madre y el hijo agarrados de las manos y sentados en la mesa redonda de la típica salita
comedor. Dos; unidos por la manos sobre el tapete blanco de ganchillo —que
tiene en mi abuela una manitas total de la técnica— y las coloca en todos sus muebles,
para coronar el adorno, con un jarrón de motivos de la huerta valenciana. Una
tarde/noche, me pasó algo con lo que no contaba, y tenía muchas papeletas para
ocurrir. Mirando fijamente a todos ellos, me percate que la flor del jarrón
tenía un color extraño —un azul muy brillante— como si tuviera una bombilla en
su interior. Así como unas raíces muy largas, igual de radiantes, que salían
del jarrón y se estiraban hasta tocar a cada uno de ellos. ¿Por qué hacían
eso? Era algo más que sorprendente y no terminaba de pillarlo. Así un día,
otro, y otro… Hasta que una vez me di cuenta que el padre giró la cabeza a una velocidad diablesca y me miró fijamente. Yo me agaché y estuve sin moverme
un buen rato. Luego volví a asomarme, pero ya habían bajado la persiana. Esa
mirada no me gustó nada. Me asustó mucho, por eso, desde entonces, me asomaba
con sumo cuidado y poco rato. Total, no me perdía mucho; era un poco aburrido. Solamente,
se rompía aquel tedio, cuando me quedaba observando al chico que se sentaba en
el borde del colchón de su cama, de espaldas a mi ventana, y ahí se quedaba,
sin hacer nada, hasta que se hacía de noche. Finalmente, su madre corría la
cortina y dejaba caer la persiana. Yo siempre me escondía; por si ella me veía
como hizo el hombre. La verdad es que desde ese día, empecé a tener miedo, un
poco, tampoco mucho. Pero tenía mucha curiosidad por conocer a aquel chico y
saber cómo se llamaba. Mi mamá había decidido que había llegado la hora de que
fuera a conocer al niño. No era la primera vez que se preguntaba el porqué, de estos nuevos vecinos no salían nunca a la calle y siempre tenían todas las ventanas
tapadas. Pero nunca había ido a hacerles una visita de presentación con un
pastel recién hecho. Eso es como las invasiones alienígenas, solo se hace en
las películas americanas.—Aseveró mi papá cuando mi mamá le propuso ir a
hacerles una visita—. Ella, como siempre, le hizo caso y a ningún otro vecino
parecía interesarle los nuevos. Nadie abrió la puerta. De repente, apareció el auténtico
de mi abuelo: Eufrasio. ¿Qué haces Koldo? Aburrirme como una ostra y charlar
con mi madre… Hijo, mío. Tú madre se marchó hace unos días. Ya está con el
papá. No te acuerdas que se la llevó el maldito virus. Me quedé fuera de lugar.
No sé si fue una sensación parecida a la autoría de los Reyes Magos. Muy
triste. Venga, dame un fuerte abrazo y un beso—¡Me cagüen en la divina! Con lo
que yo te quiero Koldo. Escúchame muy bien… —Mi abuelo tenía un deje, en la
forma de hablar, muy parecido al cocinero Chicote y me resultaba muy divertido.
Hoy nos vamos a marchar de aquí, de esta casa y de este lugar llamado España. ¡Estoy
hasta los cojoneees!—¡Pero abuelo, hay toque de queda! Mira me han tenido
encerrado en un complejo militar haciendo pruebas por todos los sitios. Un
montón de científicos como si fuera una peli del Spielberg. Y según el estudio
de mi ADN, tengo un fuerte sistema ultrainmune, unos pocos aseguran que alguna
sustancia de mi organismo repelió al “cannis conversus”…—Abuelo, sabes lo que
significa? La verdad es que da igual. Hijo mío, yo de latín, pocas misas comí. El
abuelo Eufrasio dijo:— Por primera vez en tres meses, soy muy feliz. Qué
alegría de teneros aquí, mis queridos nietos, Koldo e Íñigo. (También, se
alegra, pero delega en mí la custodia a Íñigo). ¿Sabéis una cosa? No lo puedo
evitar. Nos vamos a casa chicos. ¿Dónde abuelo? A Bermeo a pescar un bonito del
Norte. ¡Agarramos la barca y para que te quiero Cantábrico! El abuelo preparó
una cena muy rica: tortilla donostiarra, con ensalada de pimientos del piquillo
y bonito en escabeche.
De
postre cenamos un poco de helado. Hasta que me fui a la cama. —Abuelo ven y me
cuentas un cuento.—Eso está hecho. Íñigo se quedó viendo una serie de todas
aquellas que grabábamos de la TVE. Mi
abuelo vino a la cama y me relató con gran detallismo uno de sus cuentos, tan
alucinantes, que me dejaban en territorio de Morfeo. Comenzó sin el "érase un
vez…"Y directo al desarrollo. Nuestro improvisado minero de medianoche había nacido con un defecto en
las vértebras cervicales que le impedía enderezar el cuello y lo obligaba a
caminar con la cabeza gacha mirando al suelo. Eternamente pensativo y
cabizbajo, humilde y sumiso a su pesar. Pero con la mirada de un Victorino
amargado; listo para embestir. Karmelo Tirapu, era su nombre, conocía la piel de
las calles de su pueblo mejor que la palma de su propia mano. Cada milímetro
cuadrado del firme municipal, deteriorado y plagado de baches, le era más familiar que
las yemas de sus pulgares. Una vez al mes, justo cuando la luna se hallaba en
la fase de rotunda plenitud: Karmelo salía. Cerca de la medianoche, recorriendo las calles de su pueblo, buscando tesoros en el suelo. Armado con un completo
equipo de "buscatesoros", localizaba fácilmente el codiciado
botín, casi con los ojos cerrados. Una noche radiante de la hermosa y reluciente
fortuna, desplegaba sus estimados utensilios y muy lentamente, con la suprema
delicadeza y ternura de un amante devoto. Se aplicaba con sutil destreza y precisión
de un experto neurocirujano. Recogiendo el preciado bien, para introducirlo en el
recipiente, habilitado a tal efecto, para transportarlo y conservarlo en las
más óptimas condiciones. Y así durante años, todos los meses, cada 28 días, puntual al ciclo lunar, Karmelo Tirapu, fiel a su ritual. Rastreaba palmo a palmo
las desiertas callejuelas recolectando, con indescriptible deleite y
retemblando de emoción: los brillantes y divinos diamantes que resplandecían
bajo la supernova. La veteranía le había enseñado que en las noches de luna
llena y previo chaparrón norteño se presentaban las mejores condiciones de
avistamiento y nitidez de las fascinantes piedras. Un fatídico día, el Sr.
Alcalde, en época electoral y con la oposición pisándole los pies, hizo caso a
su jefe de campaña y decidió; que ya iba siendo hora de renovar el firme de las
calles y tapar todos los baches. El hombre
aullaba de rabia a medida que su ira y frustración crecían y se desbordaban. Bajo la luna llena de agosto sus denodados esfuerzos resultaban baldíos. Una
capa de cemento de más de 8 centímetros de escabrosa espesura homogénea,
compacta y nivelada. A la espera del tupido asfalto. Roto de dolor y pena,
permaneció largo tiempo con la cabeza baja mirando al suelo, rumiando su desgracia;
desesperado y desamparado. Lloró como ese niño que —impotente y espantado—
observa como su madre es tragada por la tierra, mientras él permanece inmóvil
al borde del insondable precipicio. En más hermoso de los plenilunios de
agosto, Karmelo Tirapu pateó todas las calles arriba y abajo. Abatido y
desolado contemplaba, como todas sus brillantes piedras habían desaparecido. Empero
se dejó caer de rodillas y golpeó y arañó el suelo con la furia de una bestia
salvaje tratando de arrancar a zarpazos la negra y gélida mortaja de alquitrán.
Encorajinado de rabia, se fue en busca de un pico, y se plantó en el centro de
la plaza del ayuntamiento. Armado con un enorme pico, aquel hombre, arremetía con
saña contra el recién estrenado pavimento que recubría la plaza del
Ayuntamiento. Comenzó a cavar como un poseso. Muchas de las viviendas colindantes
abrieron las luces y la gente salió a los balcones. Karmelo, estaba roto. Su
agotamiento era obvio; tanto mental como físico. Asumiendo la nulidad de sus colosales
esfuerzos. Cayó a plomo de espaldas y se quedó mirando al cielo, con los ojos
semicerrados.
Todos
los vecinos de la localidad contemplaban la extravagante y espeluznante escena:
un hombre tumbado de espaldas, con los brazos en cruz y en la mano derecha su
pico percutor dirigiéndose, a la hermosa supernova que tenía, encima de su
cogote. Se escuchaban los murmullos del personal, pues, Karmelo le dio por
hablar con su luna. Así la llamaba. Mi luna, mi Sra. Tú, fiel esclavo. Riendo como un endemoniado. Unas carcajadas
macabras y a veces, lanzaba un aullido que ni el lobo más grande de la comarca.
La Guardia Civil se personó en su vivienda, donde halló unos enormes recipientes
de vidrio. Totalmente sellados, se veía el agua y unas marcas de los diferentes
grados de pureza. También estaban ordenados por un etiquetado de fechas, muy
bien grafiado, con tinta azul de rotulador. La investigación siguió, con el
posterior interrogatorio de los agentes, pero Karmelo no dijo ni una sola
palabra. Le preguntaron por las reseñas numéricas y el porqué de las
coincidencias con los días de plenilunio. Siempre 28 días. Finalmente, Karmelo,
habló. Lo primero que les dijo: el ayuntamiento y su acalde son unos hijos de la gran puta. Algo, que hizo que los agentes, le rebajasen el tono del
exabrupto, y se tranquilizara. Se le preguntó por la gran cantidad de
jeringuillas que encontraron en un cajón de haya. Así como una gran cantidad de
esponjas de baño de diferentes tamaños. Karmelo Tirapu, le respondió, con
relativa perplejidad. Eso, sí. En un tono pedagógico y muy colaborador. Comentó
que el uso de las jeringuillas era para extraer todo su tesoro de piedras sin
crear deformidades y los juegos de esponjas para el proceso de absorción. Los
agentes se miraban con cara de incrédulos y el teniente de la casa cuartel
mando colocar grilletes a Karmelo.—¿Sabe una cosa, Sr. Tirapu?—No. Voy a llegar
hasta el fondo de esta historia.—Algo me huele mal—Si Ud. lo dice. Aquí solo
huele mal el alcalde.—¡Cállese y deje de insultar a una autoridad pública! Karmelo miró hacía el techo y se calló. De repente, dos hombres entran en la
habitación de detención. Van con una indumentaria muy similar al personal de un
laboratorio —de alto nivel vírico— con trajes muy similares a los de cualquier astronauta. Detrás de
sus máscaras, oscurecidas, no se apreciaban bien sus rasgos. Era evidente, que no se distinguieran bien sus rostros. Sin embargo sus voces resultan muy afables.— Karmelo
Tirapu, somos el capitán Valdivieso y la alférez Escolar. Pertenecemos a la unidad del
servicio bacteriológico del ministerio de defensa. —Muy bien. —Vamos a llevarte
con el coronel, tranquilo no te vamos a hacer nada raro. Intentan calmarme e ir
de enrollados. No me creo nada y este paripé; es una nueva patraña del cabrón
del alcalde. Ahora mismo, no sé dónde me hallo. Me quitan las esposas y me
sientan en una silla de ruedas.—No se preocupe Sr. Tirapu, por sus seguridad, vamos a vendarle sus ojos.—¿Toda esta historia es necesaria?—De verdad, confié
en nosotros. Noto como alguien me
empuja, desde atrás para mover la silla, avanzando en alguna dirección que no
consigo determinar. Calculo como un par de minutos y paramos. Me quitan la venda
y veo que estoy en la habitación blanca del miedo. No me lo pienso y me quito
una de mis botas. Muevo la suela y saco dos ampollas del falso fondo. Es un líquido idéntico al
brillo de una luna llena de verano. Pero, Karmelo, no perdona y rompe las
ampollas de Covid19.—Excelentísimo, la próxima vez pregunte o haga un
referéndum antes de imponer. Yo soy así, dicen que un poco lunático. ¡Joder! Si
se ha quedado como un lirón. Buenas noches, Koldo. Tu abuelo te quiere
FIN
Dedicado a Michel Piccoli, diciembre 1920-mayo 2020, In Memoriam
Fotogramas
adjuntos
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