La explosión humana oscura
El
sol de medianoche comenzó a buscar un ocaso efímero, a medida que el astro daba
visos de crepúsculo intermitente. La tierra de fuego eternizaba mutis en toda
la comarca. Apenas, quedaban hilos de vida, de otrora un jolgorio más incisivo.
Sí, era el tiempo de los alisios de Orión. Ahora aquel lugar, idílico,
construido de pequeñas chozas y cuevas silentes, permaneció de por vida como
forja de esclavos. En el mismo centro de la tierra de fuego; se alza un gran
castillo medieval de color rojo. Las llamas surgieron de las murallas de la fortaleza,
pero no chocaban con la cobriza piedra. De su interior, aquellas flamas
estallaban como truenos en una travesía por mar de Arwen. Gritos de hombres y
mujeres, que luchaban por intentar salir con vida.Se vislumbraba un inmenso
figón abierto, una batalla por la libertad y la honestidad, aguardaba entre
unas desesperadas tropas, sin control. Las chispas de las espadas que se
golpeaban entre sí eran la única fuente de luz durante toda la medianoche.
Desde el suelo del gran salón, ahora convertido en estanque rojo de esbelto
diseño de mármol rosa, flotaban cadáveres.
Cuerpos
inertes de aquellos hombres y mujeres que lucharon por algo más que la libertad.
Nada pudieron hacer contra los sicarios profesionales que contrató la reina
Boudica. Horda tras horda llegaron. Sin importar el número, no tenían ninguna
posibilidad contra el rebelde Tardisius y su espada de fuego. Una espada hecha
del mejor hierro de las tierras azules del este. La habitación se quedó en
silencio, momentáneamente, ya que no llegaron más tropas. La sangre le corría
por la cara, mientras comenzaba a sonreír. Se levantó del suelo y sacó su
espada cubierta de cartílagos. Repartiendo esgrima por los cuellos de quienes
se atrevieran a blasfemarla. Una rosa blanca, que llevaba puesta en la cabeza,
se puso roja, al igual que su sonrisa: la cara llena de salpicaduras de sangre
densa. Ahí, en ese instante, la reina Boudica retiró su espada de los corazones
de sus enemigos. Miró la hermosa hoja y se quedó atónita al ver su propio
reflejo. De repente, se cortó la lengua con la gran tizana. Entre la catarsis
del sacrificio personal y el sabor de la propia sangre; que dejaba caer por su
garganta. Pensando en una victoria, sobre el rebelde Tardisius. Los
incondicionales del insurrecto parecieron encogerse ante el escorzo de la reina
y su cara de poseída. Momentos de duda que las pocas huestes mercenarias de
Boudice se compadecían. En ese momento, de auténtico brillo radiante, los
talones de ella caminaban como un leviatán.
Marchó
sobre los enemigos debilitados hasta que sus corazones y cabezas acabaran por
desangrase. Pasando, a través del lago de cuerpos caídos, Boudica empujó el
foso de las grandes puertas de piedra negra. Allí
yacía, detrás de las puertas, el trono sobre el que se sentaría hasta su muerte.
Un gran trono, apto para dos, hecho de enredaderas de estrados con flores de
loto y orquídeas. La reina soltó un suspiro de fatiga, estirando los brazos en
el aire. Se lo tomó con mucha calma. Insertando la espada entre su pecho,
apuntando primero, a medida que se iba reduciendo en su cuerpo. Desde el sillón
real, fácilmente, le dio una patada con tal fuerza que un talón penetró la
cabeza de un guardia de cohorte de Tardisius que estaba escondido detrás de un
pilar. En las afueras del vetusto reino de Larios, un niño contemplaba los
fuegos. El viento arreciaba del norte y se abrochó el armiño y su guerrera de
color blanco. Se ató un pañuelo rojo alrededor de su cara inferior. Dio un
salto ágil y dejó su posición de rodilla, en alerta, para cargar sus dos
espadas de acero sajón; que colgaban de sus lados opuestos a su cintura. Dos
espadas colocadas sobre su espalda, a modo de una equis. Con una sencilla y
pasmosa facilidad, el joven se mostró a sí mismo, retirando parte de la nieve
que el viento había hecho caer de las copas de los abedules y cubría sus
hombros.
En
medio de la espalda otra espada más pequeña pero de filo doble y punzante. Con
su pulgar, limpió la superficie de la hoja, revelando un hermoso brillo y una
inscripción por la empuñadura. En un texto en cursiva se podía leer el nombre
Alea jacta est. Una lágrima se deslizaba por el pómulo izquierdo del joven
lozano, mientras limpiaba pequeñas impurezas del mango. De repente, se escuchó
un estruendo de voces al unísono: “Tardisius, Tardisius”, nuestro rey. El
nombre era el recordatorio, de que todo el reino de Larios esperaba al joven
guerrero. Es evidente, que nunca podría perdonar a la caprichosa y tirana reina
Boudice por sus malas acciones contra él. No, él no era lo más importante. Lo
verdaderamente transcendental era el pueblo de Larios. Ni una plegaria de
rodillas, de aquella hermosa mujer de cabellos rubios, madura y antojadiza, le
salvaría de su muerte por el vacío del desfiladero. Ni siquiera, el hecho de
ser la hermana mayor de Tardisius. La ley y el deseo del padre de ambos se cumplían
desde el lecho de muerte, del mismo padre que agonizó, enfermo del corazón a lo
largo de veinte malditos años. La explosión de gozo humano en Larios era la
mejor noticia del último siglo de la edad oscura y los peligros.
Dedicado
a Franco Zeffirelli febrero 1923/junio
2019 in Memoriam
Fotogramas adjuntados
Die Nibelungen: Siegfried 1924 by Fritz Lang
Die Nibelungen: Siegfried 1924 by Fritz Lang
Exalibur (1981) by John Boorman
La corona di ferro (1941) by Alessandro Blasetti,
Conan the Barbarian 1982 by John Millius
La corona di ferro (1941) by Alessandro Blasetti,
0 comentarios: