Aguijones de Sílice
Empecé
el día con una pobre mirada de refilón al espejo del baño. Algo me desconcertó.
Pensé en las buenas personas que había conocido. Apenas pude contener el
aliento. Aquel pálpito se acercaba, una vez más, con mucho cuidado al agujero
del desagüe. Mi corazón cada vez latía con más fuerza. No me atreví a tocar lo
que parecía una extremidad humana. Comencé a perder el autocontrol e intenté
auscultarme. Mis manos estaban intactas; todo parecía estar en orden. Sin
embargo, en una de las cuantiosas ojeadas, descubrí —en mi dedo— una marca blanca
sobre la piel, como si, en aquella falange colgase un anillo, durante muchos
años y ahora hubiera desaparecido. Escuché un ruido estruendoso y de seguido,
apareció una sombra sinuosa, que emergió con tímida mirada, de pronunciados y
cúbicos pómulos. Un rostro descolorido, triste y apagado portando una mano de
curtidos dedos; que se apoyaba en el borde de la puerta de piedra. Un nuevo sollozo
de placer que repicó en la entrañas de este ser, mientras posaba sus garras en
la fresca hierba de la aurora. Empero, aquel fenómeno, desapareció entre la oscuridad
más taciturna. Mucho más adentro, más allá de su interior, de donde quise
postrar nuestra contemplación, y nuestra atención. Disuadí al observador
cauteloso y me introduje en la sombra del recinto.
Solo una hilera de candiles recién apagados parecía guiarnos por el
pasillo del desfiladero como guía del Hades. Luego me condujo a un acuoso y
pringoso pasadizo, donde el aire, a cada trémulo paso, que avanzaba se hace más
bascoso. Como una brizna de viento de Levante; me deslicé por él. Proseguí la
ruta perdida —descendiendo— sin ver el final del camino. Tan oculto y lejano
como lo está ahora mi regreso. He perdido totalmente el
rumbo; ni norte, ni sur. Después de vagar por pasadizos y túneles siguiendo ese
sonido ahora convertido en música y cantares de vodevil. Se abrió el techo del
primer túnel y las paredes se cayeron hacia atrás; como si fuera el decorado de
un escenario de cartón piedra. Sentí flotar a la deriva, a la búsqueda de un
sitio mejor, en una balsa, atravesando la mitad de la oscuridad, mientras en mi
cabeza sonaba como si de un mantra se tratase la palabra perdición. El techo del pasillo desapareció y el sucio
encapuchado —de ropaje negro— sostenía una vara, con una luna traspasada por una
aguja acabada en gota rojiza. Alzándola una y otra vez. Aumentando la histeria
de esta gente con cada vaivén de su brazo.
Tras
esta puerta, un velo violeta, una fragancia densa y considerada, apartada en un
rincón casi más oscuro que el exterior, sobre una tarima de mármol, cubierta
por un telar de seda púrpura. Sería entonces
cuando la vida, a través de una resurrección, intentaría adaptarse a un nuevo
cuerpo. La luna se asomó al dormitorio con poderío; embastada en hilos de
plata. Una luna llena henchida. La sed raspaba mi boca como la resaca
incipiente, del día después, tras algo de sexo virgen. Recorrí a tientas el
pasillo, caminando, hacía la cocina americana. En busca del frigorífico y, la
suerte, me dio una botella colmada de agua fresca. Luego voló la imagen. De
repente, abrí los ojos y miré el pecho. Estaba sangrando abundantemente. Durante
la caída me había clavado un abrecartas de sílice —regalo de la promoción de
carrera— en las costillas. Sentí que me faltaba el aire, era difícil respirar y
cada vez veía todo más borroso. Esperando que alguien me ayudase a coger el
teléfono y llamar a urgencias. Mientras, veía como transcurrían los segundos,
pasando, por delante de mis ojos. Del mismo modo, que las gotas de sudor
resbalan por el filo de una hoja, hasta caer al suelo. Por enésima vez, aquella
maldita sonrisa burlesca y macabra de las gárgolas de la universidad seguía
rechinando en mis oídos.
Ahí
estaba: exhausto y débil. Las blancas sábanas se hallaban empapadas de la poca
sangre que retenía mi hundido corazón. Ahora entre expresiones innombrables —de
viejos amigos— sentía que me iba, en mi último hálito. Empero, desde lo más
alto del torreón de la vieja facultad me susurraron oscuras promesas a cambio
de mi rendición. Un acatamiento que de buen grado aceptaría; si el miedo no
fuese más fuerte que la desesperación. Pero los pasos silenciosos de mi
perseguidor me empujaban a seguir corriendo, azotado por las colas del látigo
de un terror más antiguo que la misma noche.
Volví
la cabeza de lado y delante de mí se encontraba aquel dedo acusador —que cubría
parte del agujero maloliente— cuando de nuevo empezó a burbujear. Perdí el
conocimiento y desperté. El cuarto de baño estaba completamente inundado y el
despertador mancillaba una y otra vez, el zumbido de alarma de las putas 7
horas de la mañana. Cogí el móvil y llamé a un servicio de fontanería de 24h.
Cuando me estaba lavando la cara, al mirarme en el espejo, comprobé, que tenía
un enorme aguijón en mi espalda y mis ojos eran los de una mosca. Busqué en el
mueble de aseo la espuma de afeitar, pero al final salí volando de casa, en
busca de personas auténticas: la buena gente. En el fondo, todo somos, eso. Esplendidos
seres humanos con grandes aguijones de sílice.
FIN
Dedicado
a Jon Polito diciembre 1950/septiembre 2016 In Memoriam
Fotogramas adjuntados
The
Trial (1962) by Orson Wells
Lost
Highway (1997) by David Lynch
Spalovac
mrtvol (1969) by Juraj Herz
Naked
Lunch (1991) by David Cronenberg