El ocaso del héroe
Hubo
un tiempo donde me creí el último héroe de una generación de solventes
mancebos, que seducían a hermosas mujeres con su voz. Un tipo capaz de
galantear a condesas, baronesas, duquesas, periodistas, nadadoras, empresarias,
tenderas y madres déspotas: iluminadas tras cortinas de tafetán. Hasta me
atreví con alguna limpiadora de Zotal y
el susurro de unas rimas de Alberti escritas en el reverso de una hipoteca ING.
Aquel hombre tenía un aura de Bruce Willis en el último Boy Scout. Idóneo
candidato para generar una hecatombe en el paseo de la Castellana y el caos más
terrorífico, a las puertas de los juzgados de Castilla. Ahora veinte años
después, me miro en el espejo y veo al verdadero Dorian Gray; sin impronta ni
honra que le valga. Desahuciado de sensaciones e impresiones cotidianas. Los
mismos que involucraban a los daños colaterales, como invitados VIP en un salón
de la nueva corte de Felipe VI. Aquella mañana de Agosto de 1987 fui abducido
por un remolino de emociones, vértigos y sobresaltos vitales que hurtaron la
felicidad de mi rostro. Aquel maldito día —en ese viaje—, conduciendo sonriente
sobre el cómodo sillón de nuestro nuevo automóvil. Sintiendo el calor de la
mano en mi nuca de Denise.
La
rubia de cabello ondulado y hermosos pómulos: enjuta y divertida. Sí, así era
Denise Delacroix; mi primera esposa. Estaba loco por ella. Contemplaba el
paisaje y pensaba el porqué de la
existencia de otrora pretéritas audaces conquistas, no impidieron la
amenazadora perdida de mi hijo Emile, y por ende, su madre Denise. La colisión
entre el autobús de pasajeros: un Volvo —último modelo— en aluminio ligero y el
Airbus-310, vuelo número 7127, de la Kripton Air lines era un hecho consumado.
La inminente caída de la aeronave, no estaba en los pronósticos. Pero el azar
se volvió caprichoso como el color del cielo. El autobús volvía de un viaje de
fin de semana a Santiago de Compostela y a la altura de Laforuguette, muy cerca
de nuestra antigua residencia en Toulouse; el mundo se convirtió en una feroz bola de fuego, entre las sombras de los pasajeros del trasporte aéreo con
el terrestre. Mis ojos no habían visto en toda su vida, semejante catástrofe
tan horrorosa. Denise lloraba y se
retorcía de sufrimiento, chillaba como una posesa ante la perentoria sacudida.
Mi reacción fue gélida, contenida y entera. Aparqué el coche en el arcén. Le di
un beso a mi esposa—notaba el sabor de sus labios trémulos— y le espeté muy
tranquilo que debía ayudar a toda esa gente; aturdida, despavorida, esparcida y
envueltos en llamas. Denise se agarró la cabeza con los brazos, quedándose
debajo del salpicadero chillando y sollozando.—¡Denise, te quiero. He de
encontrar a Emile. Volveré, te lo prometo! Cuando llegué a la zona cero el
espectáculo era aterrador.
Algunas
víctimas caminaban sin extremidades y los cabellos completamente chamuscados.
El olor a carne humana quemada era soporífero. Nadie sabía nada ni entendía lo
que decían los heridos. Tan sólo yo y unos cuantos automovilistas que pasábamos
por el lugar éramos los primeros testigos de una hecatombe dantesca. Entre lo
penoso, descorazonador y la mayor de las náuseas. Yo gritaba, ¡Emile, Emile! A
cual grito mayor. Dejé mi americana de lino a una mujer con la mirada
completamente ida, sentada en un asiento del avión—del que sobresalían los
muelles de la tapicería calcinada— sobre
la tierra y sus brazos sujetando un bebé ensangrentado. De repente, las sirenas
de bomberos, policía y unidades de salvamento acotaron el recinto. Media hora
más tarde, seguía buscando a mi hijo Emile sin perder la compostura ni la
calma. Qué irónico lo de mi integridad, cuando yo no sé ni lo que hacía, ni
como andaba. Era un autómata pleno de pena e indolencia. Ahí estaba, yo, en la
hoguera de los espantos. Mientras las ánimas se movían como en un carnaval
dantesco por la puerta de los infiernos. Entre los técnicos de la policía, se
veían balancear a un par de auxiliares de vuelo descompuestos y amasijos de
hierros salpicados de hematíes. Los cuerpos aplastados de turistas del autobús,
los asientos de escay hechos jirones; una sangría en mitad de un brindis al
sol, a la conjura de la adversidad, del azar, de nuestros pecados. Se hacía
difícil diferenciar los heridos del medio terrestre con el aéreo.
Un
pasajero me decía—¡Agua por favor, deme agua! Sus intestinos completamente
fuera de su abdomen, incluso, se podían ver el hígado y el bazo. Me fui directo
a él y cogí sus tripas. Aplasté lo pude, mientras pedía auxilio. De entre el
fuego y el humo apareció un paramédico con un enfermero y una enfermera. No
había pensado en otra cosa que en mi propia muerte ¿Por qué no fui yo en ese
vuelo o en aquel viaje purificador a Santiago de Compostela? Uno, que siempre
ha pecado de ingenuo y todavía duda si hacer o no el testamento. Intenta buscar
la felicidad en el consuelo de los idiotas, el fulgor de los héroes y las voces
de la muerte. No encontraba a nuestro hijo Emile y sólo recuerdo, la hermosa
enfermera de salvamento civil —a cámara lenta—hablándome. No escuchaba nada. En
ese instante, sólo me llené de una ligera evocación marina, como una puesta de
sol en la costa marroquí y disfrute con el movimiento de su cabellera azabache,
sus negros ojos sombríos, aquella corta y sensual nariz, y sus labios rojos
ennegrecidos: donde sonreía la bondad. Me repetía una y otra vez: ¡Señor está
bien!¡Se encuentra bien! ¿Es suyo ese niño que lleva en brazos y la niña que
lleva de la mano? El niño que llevaba en brazos, lo dejé sentado a mi vera. La niña
del cabello rizado observaba, mientras hacía fuerza en balde. El pasajero pateo
un último esfuerzo. Su sangre inundaba mis pantalones y el negro suelo que
pisábamos. Había tantos niños y niñas con las caras ennegrecidas por el humo
del fueloil y la combustión de los neumáticos que se me había quedado una
sonrisa etrusca.
Todo
se ralentizo, aún más. El picor de ojos era insoportable y me llevaron a un
hospital de campaña, en estado de shock. Ver a la gente sufrir y morir es
igualmente monótono, que visionar un telediario a la hora de la comida, la
mímica repetitiva del sufrimiento de las crónicas de Gaza. Desgraciadamente,
toda esa gente resistiendo y muriendo, no condiciona el hecho de vivir en una
sociedad perfecta, impoluta y sin fisuras que apesta a asepsia y cinismo.
Aquellas almas olían mucho más que los cuerpos enfermos, torturados y disolutos
en keroseno. Nunca más volví a saber de mi esposa Denise. Según una lista
oficial del recuento de víctimas del accidente entre el Airbus y el autobús
había más de 125 muertos y unos 70 heridos. Así como varios desaparecidos. El
nombre de Emile Giroud, nunca apareció. A modo de maldición bíblica, Emile se
volatizó o qué sé yo. El gobierno francés me condecoró con la medalla al valor
y mérito civil. Yo seguí en un grupo de terapia para víctimas de accidentes
aéreos y catástrofes extraordinarias. Al final mandé a la mierda al grupo. Dos
meses después recibí una documentación desde Paris, con el remite donde se
leía: Denise Delacroix. Me enviaba una carta muy escueta, redactada en una
prosa muy notarial, interesándose por mi
estado. Me comentaba que ella también se encontraba bien y había conocido a un
abogado; su nueva pareja.
El
sobre contenía los papeles para la solicitud del divorcio. Me quedé sentado,
mirando ese maldito sobre relleno de espumillón, con las letras escritas en
formato imprenta por un rotulador y puse en marcha el estéreo. Había un CD de
Max Richter. Al tiempo que sonaba la música, no pude contener una lágrima al pensar en la brisa de otoño. Paseando por la fina arena de las playas de Noja—
el color del cielo— como se cubría de hermosos cúmulos y los tordos cruzaban el
paraíso por delante del luminoso edificio del Pineda Beach. Me quedé en
silencio preguntándome, ¿de qué sirve ser un protegido de la virtud, donde todo
mundo mitifica al héroe de aventuras que nunca sabrá la verdadera historia de su vida? Cuando no puedes alcanzar la
felicidad de los pájaros. Es mejor, no hacerte oír, aún a sabiendas de que el
engaño puede ser mucho mayor. Aquel hombre de sensaciones e impresiones cercanas al vértigo vital, se zambulló en la
existencia de lo audaz y la inanidad. A cambio de un silencio temeroso, en el
que su voz podía sonar a discordancia irrisoria. Nunca volví a ser aquel hombre
enamorado de Denise y orgulloso de mi hijo, Emile. Ahora, entenderán la
ubicuidad de la heroicidad: el valor más
absoluto de la mierda en la mayor de sus concepciones. No existen los héroes,
sólo hombres decepcionados dentro de esqueletos parlantes. Creo que estoy vivo,
mientras espero al crepúsculo de los extraños: el ocaso de los héroes.
Dedicado a Alex Ángulo
(Abril-1953/Julio-2014) In Memoriam
Fotogramas
adjuntados
The Flight That Disappeared
(1961) by Reginald de Borg
Fearless (1993) by Peter Weir
Unbreakable(2000) by M. Night
Shyamalan
Skyjacked (1972) by John
Guillermin
Lost (2004) by J.J. Abrams
The grey (2012) by Joe
Carnahan