La familia Alonso, los fantasmas y Conrad
Aquella tarde me había dejado caer por la vieja mansión de mis abuelos. Comí un delicado lechal, acompañado de un sublime Ribera del Duero, que me sirvió con exquisito mimo; la buena de Eugenia. Aquella mujer había sido durante más de 40 años la sirvienta de la casa —seguía siéndolo—. Muchos años, de comidas, limpieza y consejos imperdonables: la fiel centinela del resto de la familia. Como de costumbre a la hora del café tomé mis comprimidos de Tramadol. Eugenia sabía lo de mi adicción, por la patología que desarrollé tras la vieja intervención quirúrgica. Me espeto: ¿Algo más? —Conteste, en fase “out”: —No, nooo. Gracias, Eugniaa—Me desvanecía, dando tumbos y caí en uno de los orejones del viejo sillón, terciopelo burdeos oscuro. No recuerdo donde estaba ni la dimensión por la que cabalgaba. Sólo, contaba con mi olfato y la curiosidad de ese disco duro que siempre he tenido por cerebro. Las casas tienen un poso de lejana sustancia espiritual indeleble—muy propio— de sus auténticos moradores que las habitan. Suele quedarse en los rincones oscuros de las paredes, entre las vigas del techo. Inclusive, en los agujeros furtivos que abre la polilla. En el fondo, nuestras vidas no son más que unas líneas de partículas definidas como células vitales: hasta que mueren. Mi vida, no sé a qué tipo de vida pertenece.
Ni la cantidad
de partículas que preciso. En las casas
antiguas, por las que han desfilado venturas y
tristezas de muchas generaciones. Dicen que esa licuación de savia es
tan fuerte que influye en la nuestra. Supuestamente, nosotros no la podemos ver
en la ficticia quietud de las cosas. Pero existe. Los espíritus de los niños,
el influjo de sus duendes sensibles, cercanos a lo sobrenatural y que advierten
con impoluta claridad meridiana. Es curioso, su capacidad de empatizar con esos
ectoplasmas. Empero, éstos tienden a abrigarse en las habitaciones oscuras.
Repletos de vago terror y trémulos de diversión. De repente, los truenos y
relámpagos crearon un espectáculo caleidoscópico. Un grupo de exploradores en
mitad de la selva, víctimas de un aguacero despiadado; decidieron detenerse en
una zona donde los troncos de teca
estaban más espaciados. Extendieron lonas para improvisar un refugio
pasajero mientras persistiese la tormenta. Cuando cerraron la puerta la dejaron—nuevamente—
sola en el más absoluto silencio. Afuera, bramaba la estática y el rugido de los
elementos.
Todavía la mente me
daba vueltas. Había emergido a la asonancia, voces estridentes que se gritaban
instrucciones. El grupo estaba allí con sus ropas secas idénticas a las del Dr.
Livingston. Todo era parte del carnaval de fotovectores que proyectaba el
proyector de Super 8. Luz y color;
psicodelia de fotones que dibujaban sonrisas en el espacio. El resto de
porteadores tiritaban de frío bajo otra lona sin soporte, que la mantuviese
extendida y sujeta. Los nativos murmuraban convulsos. Aquella mujer lo era
todo: una partícula material, densa, silenciosa, que flotaba en medio de una
espiral multicoloreada. Rotaba lentamente, masiva, enfrentando el impacto de
chorros de energía convergentes en el infinito. En su centro sólo había masa,
átomos adosados a moléculas, trazas incrustadas entre sí en una orgía de
entropía tácita. Sólo el lento rotar, el suave desplazamiento en la nada de
luz. El destello no consiguió escapar a su percepción cuando sucedió, sintió la
conciencia de la carne y escuchó el susurro de un haz de nimbos contra la pared.
Entonces, oyó las
voces: oscuras, densas y chillonas. Sintió aquellas manos vibrantes que
descargaron electrones sobre su piel. Sintió todo el peso de su humanidad y
cayó derruida; un montón de tejido organizado en una cama de hospital. Lo
último que pensó antes que la dejaran sola, fue un nostálgico recuerdo de
alguna realidad cósmica. Contemplé con extrañeza esa ausencia. Y recordé aquel
libro favorito de mi abuelo; “El corazón de las tinieblas”. Sólo el más viejo
de los Alonso era capaz de recitarlo de memoria. Luego, solía salir pocas veces
del estante. Pude leer su título y no
era la magistral obra de Conrad. El libro estaba escrito en sefardí y se titulaba: “Pactando con la muerte”—obra de
un escritor anónimo, con un número extraño en lomo inferior— título que hizo
que mi vello se erizara. Algo extraño en mí, pues el escenario del sufrimiento corporal no
condiciona mis actos: equívocos o acertados. Los 300 mg de morfina diaria se
han convertido en cuatro carajillos de un camionero al volante de un Volvo. Inexplicable,
pero real como que existe la catedral de Burgos. Me pregunté, ¿Cómo nacen los
fantasmas? Y en ese preciso instante, una de las baldas más cercanas comenzó a
sacudir.
Otro libro caía para
desvanecerse en el suelo. Me inquiete, fui a por la botella de Martell. Me serví una copa hasta el borde de ese
bendito licor francés y seguí como mis preguntas. ¿Cómo nacen los fantasmas?
Una voz interior, me largaba; nacen del odio inconcluso, irresoluto. Son
ángeles etéreos de venganza mutilada. Seres con una sola vida, como mariposas
imposibles cuyo día no acaba hasta cumplir con su cometido. Los imagino
besándose sobre mi cadáver, brindando con mi sangre y pisoteando mis recuerdos
de adolescente. Una sensación de ahogo recorre el epigastrio para llegar a la
altura de la glotis. Mi corazón se acelera, hierve mi sangre y noto que me
falta el aire. Mi cuerpo se retuerce en una violenta arcada fulgura, que el
agua la expulsa. De repente, escucho: —Señorito Alonso… Por favor, no vea como
está dejando la alfombra persa que trajo su tío de Damasco. —Tome, beba agua y
expele todos los residuos que ha soltado–. Le dije, que esas cápsulas blancas
le van a traer la ruina. Observaba, anonadado el moño de Eugenia. La biblioteca
del salón de casa de los abuelos. Y notaba, como emergía del agua, rodeado en un hervidero de burbujas. Me mentí de nuevo
y decidí que mi vida se componía de unas partículas adulteradas. No sé su
nombre pero la conozco. De verdad, no me pregunten por nada más.
Dedicado al pueblo venezolano y ucraniano que sueñan con ser libres
Fotogramas adjuntados
The Cat and the Canary 1927 by Paul Leni
The Hauting 1963 by Robert Wise
The Shining 1980 by Stanley Kubrick
The Innocents 1961 by Jack Clayton
The Changeling 1980 by Peter Medak
Los Otros 2001 por Alejandro Amenábar