Cosas de la infancia de Sara

septiembre 20, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 



Los pantanos bordeaban la casita donde pasó su infancia el pequeño Marcelo López Recarte. Sus aventuras escolares le llevaron a capturar criaturas húmedas y viscosas; como anguilas, ranas y sapos. Pasaron 30 años, allí se hallaba, hacendado en una mansión completamente en ruinas. Ahí, sentado con una copa de Pacharán, encima del escritorio, estaba escribiendo cartas de disculpa a su esposa Sara; el inspector jefe del pueblo López Recarte. Cariño, lo siento mucho. Pero tengo algo que decirte... Abundaban montones de cartas sin terminar, en aquel escritorio. Por la noche, los secretos retorcidos se rizaban como renacuajos en la mente de Marcelo. La medianoche invitaba a ranas y batracios a arrastrarse hacia adelante, empujándolo hacia la locura. Apenas quedaba Pacharán en la botella. El viejo inspector conoció a Sara, en su pub favorito: “La espuela de Sabino.” Mientras ella soplaba las veinticuatro velas de una tarta de chocolate —que parecía decir, cómeme— él, celebraba un aumento de sueldo. Dos veranos después, las rosas carmesí llenaban la iglesia de San Isidro Labrador. Pedro Landa, el tutor de la infancia de Sara, la entregó en matrimonio. Sara se vistió con un vestido de seda negro, muy gótica ella, y fue deslizándose, por el pasillo, de un modo, que le hacía parecer la concubina del diablo. Marcelo sufría de fiebre del heno y estornudó un buen remojón sobre la cara del cura. Las palabras perdían su sabor. Las melodías, antaño llenas de emoción, sonaban planas, como un eco lejano sin reverberación. La creatividad, un manantial burbujeante, se había secado, dejando solo una tierra agrietada. Sara, lo tenía muy claro: despreciaba la casa de Pedro Landa. Las frías corrientes de aire, llenas de humedad, calaban  por sus  largos pasillos, los huesos de Marcelo y las ventanas traqueteaban, al unísono, por las veinte habitaciones del palacete de los Murrieta. Las ortigas brotaban junto a los cerezos raquíticos que flanqueaban el camino de grava. Se miraba al espejo su gran cabellera de pelo gris y le daba vértigo verse ahogado de asma y artritis; Pedro Landa se marchitó hasta la senilidad. Sus dedos huesudos se aferraban a los bastones mientras cojeaba por su invernadero, luchando contra su escueta memoria, por recordar su propio nombre. Los cuidadores le preparaban los baños. Sara le daba de comer, siempre, con cuchara hallmarks; una dulce compota de ciruela. Mientras, el inspector Marcelo arreglaba las tuberías rotas. Pedro Landa dejaba sus objetos personales, por ahí, incluido su diario. De repente, cayó en las manos de un avezado Marcelo que leyó el volumen verde que estaba encuadernado en cuero.





La letra garabateada de Pedro se asemejaba a una caligrafía encogida. Sara solo tenía cuatro años cuando sus padres murieron en un accidente de coche, y Pedro se convirtió en su padre adoptivo. Al igual que Sara, Pedro era el último de su linaje y no tenía familia viva, pero su amplio fondo fiduciario le permitía comprar cualquier cosa, incluidos los servicios sociales. El pelo rojo de Sara se volvió rizado y sus ojos verdes cada vez más grandes. Incapaz de reprimir la compulsión, las manos de Pedro acariciaban su suave y tersa piel blanca como la leche. Página tras página, su diario describía cómo le acariciaba el pelo, le tocaba los pechos en desarrollo y le acariciaba los muslos. Marcelo se estremeció de asco. Después de cada «sesión», como él las llamaba, Pedro le compraba —a su hija— adoptiva helados en cafeterías paralelas al paseo marítimo. Famosos subastadores vendieron los cinco collares de esmeraldas de su madre para financiar su educación. Ella tenía tres ponis en un campo cerca de su colegio privado. Pedro había reparado el daño, a su manera. Eso quiso pensar a lo largo de su vida. Macelo arrojó el diario de Pedro al fuego, destruyendo las pruebas. Todas las páginas se arrugaron y se quemaron hasta quedar negras, convirtiéndose en cenizas blancas. Las babosas ranas de la venganza se adentraron, con más ahínco, en la mente de Marcelo, exigiendo justicia. Los intentos de hablar sobre la infancia de Sara fracasaron. Marcelo se pasó días chupando las esquinas de las mantas de lana. Sara apretó los dientes. Marcelo temía que los periodistas locales se enteraran. Las noticias de primera plana arruinarían la vida de Sara. Reprimió su repulsión, los sapos resbaladizos envenenaban su juicio, su felicidad, su cordura. Los vecinos del pueblo nunca sospecharon nada. Años atrás, un Pedro Landa con más fuerzas, impresionó a sus vecinos restaurando un elegante Jaguar E-Type. Sus chaquetas de tweed olían a aceite y gasolina, o a tabaco de su pipa. Sara guardó el terrible secreto. Pedro tenía noventa y cuatro años cuando un cuidador descubrió sus restos mutilados en la biblioteca. Le habían apuñalado cinco veces en la nuca y los hombros con un cuchillo de veinticinco centímetros  para trinchar el pavo por Navidad. Salpicaduras de sangre manchaban una primera edición de “Barba Azul” de Charles Perrault que yacía olvidada sobre una mesa de palisandro. Sara lloró durante días, con los ojos enrojecidos y el rostro pálido.



 

Marcelo dirigió la investigación policial. No se interrogó a ningún sospechoso. No se detuvo al asesino. No se estableció ningún móvil ni siquiera un esbozo de indicio. Nada de nada. Evidentemente, no se encontró el arma homicida. No hubo artículos sensacionalistas en los periódicos. El caso sin resolver siguió siendo un enigma. Tras la lectura del testamento, Sara descorchó una botella y, sonriendo, roció a Marcelo con champán francés. Él también sonrió cuando ella le compró una Harley-Davidson por su cumpleaños y lo llevó a las Maldivas en Navidad. La vida les sonreía, Sara acababa de heredar el Palacio de Murrieta, y toda la dehesa que conducía a la playa, y todos los activos de su tutor, compró diez caballos de carreras pura sangre con los dividendos de su amplia cartera de acciones. A pesar de las exigencias de Marcelo, Sara se negó a vender la propiedad. Pedro debía de haber querido que ella conservara la propiedad, argumentó. Las grabaciones de su música clásica favorita, incluida «Clair de Lune» de Debussy, resonaban en las habitaciones polvorientas. Marcelo prefería a Jimi Hendrix tocando la guitarra eléctrica y era mucho, más feliz, en el pub bebiendo sidra con sus amigos; luchaba por adaptarse a la vida en la gran mansión. Las pesadillas arruinaban su sueño. Las severas tallas góticas de su cama con dosel le miraban con malicia, como gárgolas sarcásticas. Sara cerró la biblioteca, convirtiendo las estanterías en tumbas. Cada semana, traía jarrones con flores, perfumando el aire viciado con el dulce aroma de los jacintos y los lirios. Una mañana de invierno, Marcelo echó leña al fuego y se acomodó en su sillón. Los aromas del asado dominical de Sara, la salsa de menudillos y el pudín casero de Oyarzabal llegaban desde la cocina. Sara lo llamó para almorzar. Su costilla de ternera llenaba una bandeja de plata. En el aparador de caoba, un antiguo tarro azul y blanco contenía las cenizas de Pedro. La mente de Marcelo se sumergió en el pasado.





Dos meses antes de la muerte de Pedro Landa

 

Como agente de policía, se ocupó de muchos casos relacionados con hombres que abusaban de niños. En tres incidentes distintos, varias niñas que vivían en la ciudad habían sido violadas y asesinadas. Marcelo atrapó a cada uno de los asesinos. Después de leer el diario de Pedro Landa, se había convertido en un dios pagano salvaje, meditabundo, observando a Pedro y maldiciendo a ese vil y malvado hombre. Cinco pintas de sidra le dieron valor a Marcelo. Cogió un cuchillo de trinchar de la cocina y apuñaló a Pedro hasta matarlo. La sangre salpicó por todas partes. Temblando de horror por lo que había hecho, Marcelo borró sus huellas y enterró el cuchillo bajo unos helechos cerca de un tejo. Marcelo intentó concentrarse en la deliciosa comida que Sara había preparado e ignorar el tarro de jengibre. En sus manos sostenía el nuevo cuchillo de trinchar, acariciando con los dedos la afilada hoja de acero. Temblaba, respirando lenta y profundamente, con el estómago revuelto. ¿Cuánto tiempo podría ocultar su propia culpa? Tomó una decisión. Definitiva y para siempre. Sara besó a Marcelo en la mejilla. «Encontré un sapo arrastrándose bajo las tablas sueltas del suelo de la biblioteca»—dijo. «Espero que no nos maldiga a todos».

 


                                                                                  FIN


                                 Dedicado  a Robert Redford agosto 1936/2025 septiembre In Memoriam




Fotogramas adjuntados


Lolita (1962) by Stanley Kubrick 

Born Innocent (1974) by Donald Wrye

Belinda (1948) by Jean Negulesco

The Last House on the Left (1972) By Wes Craven





                                                   


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El precio del silencio

agosto 05, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 


El humo del puro de Don Aniceto se mezclaba con el olor rancio a papeles y bártulos viejos en su oscuro despacho. Sentado al otro lado del imponente escritorio de caoba, se hallaba el pusilánime, Ramiro, envuelto desde las axilas hasta su frente, en un sudor frío perlado.—"Vamos a ver, Ramiro ¿Tú estás seguro de esto?"—la voz de Don Aniceto era grave, sonaba a nota de bajo, a través de un JBL, murmullante  y vibrante. —“A ver, majete, aquí, ya no hay vuelta atrás. Una vez que entras en este juego, las reglas cambian, de por vida". Ramiro tragó saliva. —Lo sé, Don Aniceto. Pero... la situación en casa es insostenible. El sueldo no nos llega, ni para la muda interior. No llegamos a fin de mes. Nada de nada. Mi mujer está enferma, y en la última revisión, las noticias no fueron nada optimistas y los niños, en fin, ya sabe, como son los críos... —Necesito esto. Se lo pido de rodillas, D. Aniceto. La gran bola de sebo, encima del sillón de cuero italiano; sonrió, una mueca más (de las muchas que tenía en su repertorio) que una expresión de alegría. —"Entiendo. La necesidad es un gran aliciente, ¿de verdad, Ramiro? Y créeme, que sé de lo que hablo. Te entiendo perfectamente. Yo también estuve ahí, igual que tú, hace muchos años". Nosotros somos gente que tenemos que hacer estas cosas, ya que el sistema funciona de este modo y para ello se necesitan personas con capacidad de decisión. Nada más. Se reclinó en su sillón de cuero, el Cohíbas entre los dedos... 



—Mira, el plan es sencillo. Esta semana sale la licitación del nuevo centro deportivo, algo habrás oído. Pues, bien,  hay una empresa que está dispuesta a pagar una buena suma por asegurarse el contrato. Y entonces, Ramiro, ahí, entras en acción: tu trabajo es evitar que los papeles de los otros no lleguen a tiempo, que siempre haya un pequeño error, motivo, defecto de causa burocrática; que los descalifique. ¿Y si alguien preguntase por algo?—Inquirió Ramiro, su voz, muy baja, apenas audible.—"Nadie preguntará nada que no deba. Todos aquí saben cómo funciona esto. Y si alguien lo hace, ya me encargo yo", Don Aniceto dio una larga chupada a su puro, el brillo en sus ojos se veían como una advertencia. Te llevarás un buen porcentaje. Suficiente para que esos “problemas domésticos desparezcan” y de paso te des cuenta que el dinero, querido Ramiro, es el lubricante que mueve el mundo. Días después, en la cafetería de la oficina, Gala, una compañera de Ramiro, se le acercó, con el ceño fruncido.—"Oye, Ramiro, ¿te parece normal lo que está pasando con la licitación del centro deportivo? Otra vez los documentos de Construcciones Koldoplex S.L. con errores. ¡Y es la tercera vez! Huele muy raro".—Ramiro se removió incómodo. "Mujer, las prisas y la condiciones de los pliegos. Ya sabes cómo es esto… Mucho trabajo y poco tiempo. Intentó sonar despreocupado.—¿Prisas y pliegos? ¿Cuándo llevamos meses con esto? No sé, Ramiro. Nosotros no somos dos becarios de Antena 3 en agosto. A mí me da el pálpito,  que aquí hay algo más.





Además, tú que estás en el comité... ¿No has visto nada extraño?. —Gala, lo miraba fijamente: sus ojos escrutiñadores de color miel, impasibles. Ramiro, desvió la mirada hacia su taza de café. —No, nada. Lo normal. Errores por aquí y por allá. Pura burocracia. Se levantó bruscamente. “Lo siento, Gala. Tengo que irme. Me esperan en una reunión". Meses más tarde, el dinero había cambiado la vida de Ramiro. Su mujer había podido acceder a un mejor tratamiento, en la sanidad privada, con los nuevos acelerados de protones, los niños tenían cosas que antes eran impensables. Juguetes y ropas de marca. Paquetes de ECI o Amazon, inundaban la casa de Ramiro. Empero, el precio no era solo monetario. La mirada de Sol (su esposa), la sospecha silenciosa de algunos compañeros, el nudo en el estómago, cada vez que Don Aniceto lo llamaba a su despacho...Seguía en su interior. Un día, en el pasillo, Gala lo interceptó de nuevo. No había acusación en su voz, solo una tristeza infinita. —Ramiro, ¿sabes lo de Matías? El de contabilidad. Lo han despedido. Dicen que por —irregularidades—. Pero que yo sepa Matías era intachable. Son demasiadas casualidades, ¿No crees?—En un tono entre el cinismo y la rabia contenida.

 




Ramiro, sintió un escalofrío. Matías era de los pocos que todavía preguntaban, que se atrevían a señalar las cosas por su nombre. —"No sé nada, Gala. Ya sabes como es esta empresa .—Cómo— Pues, eso. Así.—"¿La empresa? ¿O ciertas personas en la empresa?". Gala se acercó. Su voz bajó a un murmullo. Lo he estado investigando por mi cuenta, Ramiro. He visto cosas. Cosas que no me gustan nada. Y la gente, Ramiro... La gente se da cuenta. Tarde o temprano, todo sale a la luz. Ramiro sintió, por momentos, que el aire le faltaba. —"Gala, por favor. No te metas en problemas. Es peligroso. —¿Peligroso? (Otra vez esa mirada fiscalizadora y demoledora) ¿Más peligroso que vivir en la mentira? Si sabes algo, Ramiro, si has visto algo... Dímelo. Aún estamos a tiempo de hacer lo correcto". La mano de Gala se posó suavemente en su antebrazo. Sin embargo, Ramiro, con el recuerdo del rostro de su mujer, Sol, mejorando y la imagen de Don Aniceto en su despacho, solo pudo negar con la cabeza y alejarse. El silencio se había convertido en su mejor amigo, y,  posiblemente, en su peor enemigo. Ese era el precio del silencio, pensó, que a lo mejor era mucho más alto de lo que nunca había imaginado. Subió en su nuevo BMW X7 y miro por el retrovisor ¡Pero, qué demonios: Carpe diem! 





                                                                                         FIN



                               Dedicado a Ozzy Osbourne  diciembre 1948/julio 2025 In Memoriam




Fotogramas adjuntados

 

Warui yatsu hodo yoku nemuru (1960) By Akira Kurusawa

El Reino 2018 By Rodrigo Sorogoyen

Shield for Murder (1954) By Howard W. Koch&Edmond O'Brien

All the President's Men 1978 By Alan J. Pakula

 


 

 

 


 


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La confesión de Estefanía Vitale

junio 28, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 



               Por favor, consideren esto como mi confesión completa. No deseo morir con el corazón angustiado.

 

Ojalá pudieras verlo ahora mismo. Él, se está preparando para asestar el golpe final, y sé que estaré muerta en cuestión de segundos; sin embargo, incluso, cuando alberga el asesinato en sus ojos: nunca he visto un ser humano más atractivo, más seductor, más, de los más. Joder! Tías. ¡Es la hostia, qué hermoso es el cabrón! Por favor, no te ofendas por esto, estoy seguro de que estás sintiendo la tentación como un escalofrío que recorre toda tu espalda. Probablemente te habría acosado y herido también, tantas veces como a él, si hubiéramos tenido el placer de conocernos antes de mi muerte. No estoy segura de con quién estoy hablando. Usted es probablemente un producto de mi imaginación, así que voy a dejar que vos elija su identidad. Lo dejamos, en: —un sacerdote con buenas intenciones? ¿Un ministro lleno de mierda? ¿Un juez nefasto? ¿Mi mejor amigo? ¡Qué puta que es la vida y que momentos me ha dado! —Sí, se lo digo con el corazón en un puño y casi de rodillas.

 




¿Crecimos juntos, escondiendo nuestras extremidades desgarbadas debajo de un escritorio, nuestras risas zaheridas y ensombrecidas por una de esas enormes sillas de oficina de Herman Miller después de haber aterrorizado a nuestros vecinos? ¿O fuiste tú quien finalmente me atrapó, me reprendió por haber existido alguna vez (como si hubiera elegido hacerlo), antes de tí, al igual, como mi querido Ernesto, en memoria de todas mis víctimas?—¿ Me golpeara muerta, abrumada por esa alegre sensación, de estar librando al mundo de una plaga? Aquí está mi consejo —por favor abstenerse de elegir su identidad hasta que termine mi confesión.

 



No deseo juicios mediáticos ni empatía. No deseo miradas de desdén o comprensión. Nací en una familia de acosadores, torturadores, corruptos, puteros y mentirosos patológicos: lo peor de lo peor. Cómo nos habían llamado… Ah! Sí. Ya recuerdo que éramos de esos que disfrutábamos del apuñalamiento, como si el hecho de perforar a otros, en sus torsos, fuera cómodo. Tremendo. Cuando, todo el mundo disfruta con una caricia, un abrazo, un beso tierno; pero no deseo morir como mi familia me hizo. Ya me concedieron medio deseo, morir en los brazos del divino Artemio. Así que concédeme la otra mitad. Concédeme el alivio de deshacerme de todas las etiquetas que otros han elegido y colocado en mí puta mi vida, hasta que tome: el último de mis alientos.





Y, luego, puedes elegir burlarte, simpatizar o encogerte de hombros. De verdad, después, ya no tendrás que pensar en mí, una vez más. Porque ya no estaré en la tierra. Seguirás tropezando en la misma piedra: volverás a pensar en mí y ese pensamiento te perseguirá, todos tus días. Pero el problema es que pensarás en mí otra vez. No importa quién seas, no importa lo fortificada que esté tu casa: mi familia está en todas partes. Y si eres real, entonces te encontrarán, te acecharán, te lastimarán y te tratarán como a una cucaracha. Sí queda algo de ti, se lo darán a los cerdos de postre. Te lo prometo. Ellos son muy buenos haciendo este trabajo. ¡Cuídate!



                                                                                                  FIN 



                                   

                                        Dedicado a Bobby Sherman julio1943/junio2025 in Memoriam




Fotogramas adjuntados

 

The Kennel Murder Case (1933) By Michael Curtiz

Knives Out  (2022) By Rian Johnson

Green for Danger (1946)  By Sidney Gilliat

Gone Girl (2014) By David Fincher 









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El testamento de un joven vampiro

mayo 21, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 


En el último día de mi vida, mientras me preparo para respirar por última vez, tú me convocas, desde mi lecho de muerte, a escribir una vez más. Pero esta vez para escribir algo diferente. Algo que nunca he escrito antes, compuesto de palabras que son mías, de mi propio corazón y vida, no de tu cabeza o lengua. Lo cual, si soy honesto, me resulta muy difícil. Porque no estoy acostumbrado a este tipo de libertad. Me siento mal, de alguna manera, redactar estas palabras por mi propia voluntad: al permitirme cincelar mi propia verdad, en lugar de transcribir su discurso de turno. ¡Y Dios sabe que he transcrito muchos de esos! Incontables, miles e innumerables, en todo tipo de formatos. Planes, contratos, reseñas, testimonios, cartas. Entradas de dietarios, horarios, amenazas de muerte, notas de rescate, demandas y chantajes. Historias de ficción y novelas basadas en eventos reales. Lista tras lista, listas de todo o nada. Desde comestibles hasta víctimas. Listas de herramientas, tareas, lugares de escape, claves de criptomonedas, clientes con bonos basura. Listas de objetivos y métodos de tortura. Y por supuesto, listados de asesinatos. Empero, al principio me impactó, finalmente me pareció aburrido de compilar. Porque no estaban en el contexto al que estaba acostumbrado. Los horribles y escalofriantes detalles de la muerte, la sangre y el dolor. Y, siendo virtuoso como se me permite: me entristece pensar que después de todos estos años de registrar minuciosamente los terribles eventos, que dictó, los detalles cruentos de como cortar una garganta, romper el cuello y disparar balas entre los ojos de inocentes. En definitiva, daños a algún culpable o algún inocente, todo odiado y aborrecido. A la postre, lo último que iba a escribir para Usted. La última vez que me llamó al trabajo, era para otra, lánguida lista. La más aburrida de todas, esas, de amigos y familiares que detestas y los regalos que les harías por Navidad. En nombre de mantener las apariencias. A la búsqueda  sempiterna por mantener una fachada.




De un hombre, un individuo normal, un autor con éxito moderado, que se esconde detrás de un seudónimo y una vida que es menos ficción de lo que nadie sabe. Pero afortunadamente, hoy, cuando me siento más débil de lo que he hecho, en  toda mi servil vida. Como tu escriba conscripto, cuando mi flujo sanguíneo se ha detenido y mis movimientos son más lentos de lo que puedo recordar: Usted se ha asegurado de que no sea el caso al comprometer mis habilidades, una penúltima vez. Dándome la oportunidad de decir lo que pienso. Porque, ahora, sí que me estoy muriendo, como el fuego de una hoguera, en la lluvia. Ahora, siento el olor a cripta con más fuerza. Después de todo este tiempo, estoy a punto de escribir mis últimas palabras. Estas cartas y frases finales. Por fin, ya las tengo. Esta misiva será lo último que escribo para vos, para mí, para cualquiera. Después de hoy, me habré ido. Y encontrará a alguien nuevo para anotar sus secretos. Para llevar a cabo su negocio, en papel, de la vieja escuela. Ese, libre de huellas digitales, para documentar su trabajo y memorias. Las cosas interesantes. Las cosas con trama y detalle, gráficas y demás jarcia. El material de coacción puro y duro: las pólizas de los seguros y el registro de golpes. Las cuentas compuestas por números y cantidades enormes e inconcebibles, las fechas de los incidentes, las cronologías de los acontecimientos, las historias. Ah! Un fuerte escalofrío recorrió mi espalda hasta el cogote del parietal—Queda poco. —¡Ay, qué joderse! Por tanto tiempo quise que terminara y ahora que finalmente se acaba me siento triste. Sabe muy bien que Usted, me empleó, durante mucho tiempo para registrar estas facetas de su vida y sus tiempos sicarios. Confió en mí, plenamente, y se sintió cómodo relatando los detalles de sus asesinatos. Fui su leal sirviente por más tiempo del que puedo recordar. Probablemente mucho más, del que debería haber estado. Sé que viví más tiempo que cualquiera de mis predecesores. Me lo mencionaba muchas veces. —Cómo he estado contigo el más largo de todos. ¿Cómo debería sentirme agradecido, ser apreciado por alguien como tú? ¡Qué se me permita continuar en este papel durante el tiempo que lo he hecho. ¡Compartir los detalles íntimos de tu trabajo. Maldito cabrón!




—¿Y por qué no debería estar agradecido?

Si no me hubiera llevado cuando era joven, quién sabe del tipo de aburrida vida —un gris funcionario— hubiera acabado, posiblemente, con un cáncer de estómago. Uf! No me quiero, ni imaginar. Eso sí, todo lo que me dijo, se quedó en mi bóveda. Reproduje sólo lo que quería, donde pretendía y cuando lo quería hecho. Recuerdo un libro mayor o los diarios púrpuras y aquellos pequeños libros negros. Lo transcribí exactamente como se describen las grandes cosas. Poniendo la más excelsa caligrafía, rectilínea: fina y limpia. Sin manchas. Continuamente, siguió elogiándome por ello. Dijo—que era el mejor con el que habías trabajado. Y disfruté de ese enaltecimiento, hasta encontré consuelo. Significaba que estaba haciendo un excelente trabajo. Lo sentía, como un pequeño bálsamo. A pesar de las injusticias de mi vida y la manera en que fui tratado, por usted. Mi captor y empleador: secuestrado, encerrado, profanado, a veces golpeado, contra los muebles o arrojado al suelo con furia. Mi voluntad nunca pudo ser quebrantada. Mi espíritu había prevalecido. Algo que me convirtió en un activo enorme para el devenir de los acontecimientos. Y eso hizo que mi existencia valiera la pena. Porque al menos, era una presencia, una que podría haber sido pero no había sido cortada. Uno que sobrevivió y superó los años de hacer tu voluntad, de repetir sus palabras, grabándolas, por su cordura y terminar admitiendo la salvaguardia.

Evidentemente, fue muy difícil al principio. Podría haberme rendido o haber intentado acabar con mi vida, mucho antes lo previsto. Me ahogué, creé un bloqueo, corté mi suministro de aire. Pensé— O liberó mi sangre y la dejó derramar, como vos drenaste la inocencia y la esperanza de mi alma. O igual esas manos húmedas acaban en mi cuello, imagínense  esos dedos gruesos estrangulándome, haciéndome bailar a su ritmo.

—No voy a mentir. No ahora, cuando me dejas escribir libremente. En esos primeros días me asustabas. Eras impredecible, fácil de enojar, volátil. Cuando alguien le molesta o un trabajo sale mal, si fallas en una misión o un asesino rival te golpea hasta la marca... Caerías en un pozo de rabia incontrolable, y esos días me lo echaba encima. 




Contra viento y marea, como el peor plasma de mi vida, —no se les ocurra consumir, plasma bielorruso. De lo  peor de mi  vida: tuve que bebérmelo. Atraparlo y escribirlo todo, del tirón. Mientras Usted gritaba, escupía y maldecía. Así fue desde el momento en que me encontró, cuando vio algo en mí, decidió hacerme suyo y llevarme. Por eso me necesitaba, por supuesto. Yo y todos los demás. Llegué a entender eso. Claro, como todo en la vida: el tiempo. Necesitaba un confidente, alguien con quien compartirlo todo, alguien que no se retractara ni le traicionara. Y cuando no podía encontrar a nadie que estuviera dispuesto a hacerlo; tenía que entrenar a alguien para la tarea. Alguien como yo. ¿Y los demás? ¡Qué se jodan! —Un alguien, pero cómo ¿Quién vendría a continuación? Pues, he llegado al final de mi camino. Puedo sentir que la vida se me está acabando. Y todo lo que queda por hacer es decir gracias. Por permitirme compartir mis pensamientos, en esta página, en medio de sus entradas personales, donde permanecerán y vivirán, con vos, para siempre. Quiero que sepa, algo. No todo fue malo. Sí, en el pasado me dominó.  Me encerró y tiró la llave. Me arrastró de un lugar a otro, a veces, dejaba que otros me usaran, pero siempre se aseguró de que estuviera a salvo.

Cuando me perdí, me buscó. Cuando me secuestraron, se aseguró de traerme de vuelta. Porque me apreciaba—supongo. Y sí, estaba gratificado por eso. A lo mejor, tantos años…, no sé. Igual, el tiempo puede haberle cambiado. No lo tengo claro. Se fue suavizando. Perdió su borde cruel, se volvió más controlado y silenció su temperamento. Incluso, se logró una especie de respeto mutuo. Aunque su acatamiento por mí provenía de mi determinación y la negativa a estar siempre agotado. Mi respeto por vos creció en el miedo. El pánico y el conocimiento que obtuve de lo que hiciste. Cosas que deberían haberme vuelto loco. ¡Quizá lo consiguieran. A saber! Porque a pesar de la naturaleza de su trabajo y los detalles macabros del negocio que me hizo transcribir. De lo traumático y enfermizo que fueron para ayudar a grabar su maldita obra. No puedo negarme y mirar de perfil: cómo finalmente llegué a disfrutar de ella. Fue, sin duda, interesante. Y disfruté ser su confidente más cercano, el único, personaje, en el mundo que conoce sus secretos. El único que vive, por ahora. Por elección y gracias a su gentileza: como su sirviente y su compañero, durante, todos estos años. Le digo: un hasta siempre. Mientras garabateo mis últimas palabras en cursiva perfecta. Sin manchas ni defectos. Pulcro y bello. Como todo lo que escribí para Usted. Antaño, cuando mi tubo de tinta estaba lleno. Como estas palabras le dejo ahora que mi plumero que se está secando. De todo corazón, gracias. Por mantenerme a su lado todos estos años.

                                                                                                 FIN


P.S.; Espero que su próximo bolígrafo le sirva también. Suyo para siempre. Fielmente, Orlok



                                 


                                    Dedicado a George Wendt octubre 1948/junio 2025 In Memoriam 




 Fotogramas adjuntados

 

The Last Man on Earth (1964) By Ubaldo Ragona&Sidney Salkow

Nosferatu (2024) By Robert Eggers 2024

The Addiction (1995) By Abel Ferrara

Let Me In (2010) By Matt Reeves

 






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El silencio del río de la vida

abril 13, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 


A veces, tenemos delante de nosotros esos momentos de grandes oportunidades que hay que aprovecharlos o se nos escapan de las manos. Como el agua, no se pueden recoger una vez, ha sido derramada. Una figura avanza por la orilla del río Rivadavia. Un espacio grande, hermoso, de una fauna y flora realmente exquisita. No obstante, mantiene el clima familiar y tranquilo. Un enorme bosque lleno de magia y belleza prístina; envuelto  de coníferas, castaños, cipreses, cedros y hayas. Por donde pululan martas, zorros, tejones, ginetas, comadrejas y nutrias. Y por los cordones cordilleranos águilas culebreras, gavilanes y cigüeñas blancas. Al fondo, un sendero que gastaría yendo y viniendo. El aroma de la tierra húmeda.  Por la tarde, en los últimos días de primavera, cae la cálida luz del noroeste patrio y asoma una silueta oscura. Obviamente, por su tamaño, sé que es Ciriaco, la leyenda: el mejor instructor de pesca de este país. Cruzo los escalones que utilizamos como atajo hacia el campamento principal y sigo el sendero que bordea el arroyo, pasando junto al estanque sombreado donde Ciriaco da sus clases de pesca. Hace un año que no lo veía y creo que este verano es la ocasión perfecta para aprender lo mejor del maestro celta. Sigo en busca de ese gran salmón, como dicen los astures; el guapetón campanu. Ciriaco es un hombre grande y bonachón, medirá sobre el 1,90, toda la gente de la comarca y provincia lo conocen por la generosidad y su conocimientos que trasmite en el arte de la pesca de río. Un personaje que siempre estará ahí, para todos los amantes del río de la vida. Soñar es gratis, pero en esta ocasión, la expectación es máxima porque me acompaña, alguien muy especial. Casualmente, he decidido que mi hija, Iriel, viniera conmigo en este viaje y se iniciara en esta noble faceta de la supervivencia del hombre desde tiempos neolíticos. Este es su primer verano en el campamento, y deseaba, que Ciriaco le diera los mejores consejos a la pizpireta adolescente. Hay que  reconocer que el grandullón está muy solicitado y todo el mundo quiere ser su amigo. Siempre está rodeado de gente, los cuales, están muy pendientes de su dulce acento gallego. Los niños se sienten atraídos por él como por un imán y los adultos acuden en busca de consejo constantemente.



Él, escucha sin juzgar ni intentar contar su propia historia. Me he sentado, día tras día, esperando a que el pez picase, deseando tener un momento de intimidad: para exponerle mis heridas. Pero siempre hay alguien que llega primero. Es el personaje más Freudiano que he conocido en muchos veranos por la fascinante península. A la mañana siguiente, dando por hecho que Iriel, querría tomar las primeras clases de Ciriaco. Me dice:—Papi, puedo irme con Lucía a pescar. —Hija, —¿Quién es Lucía? Una niña de mi edad, pero muy divertida y sabe un montón de peces y sedales. —No me digas.—Qué, si papi. Venga! Déjame que me vaya con ella.— Vale, bien, te puedes ir. Ahora, primero, coge la caña, que no la veo y segundo: no alejéis demasiado de la vera del río. Curiosamente, ante, esa soledad, aparente de padre que se queda, a solas, sin el primer día de magisterio con el sedal y su hija. Bien, dejó a Iriel, que se marché con su amiga y unos metros dirección Este me saludan. Yo le dibujo un corazón y soplo, a modo, de envío. La emoción de un padre que ve como lo que más quiere, cada día crece más y más. De repente, me doy cuenta que Ciriaco, está apoyado en la barandilla del puente: sólo y como ensimismado. Ésta, es la mía—pensé. (Cómo han hecho otras personas este verano). Veo mi oportunidad de reclamar un bocado de su tiempo y su atención. Me quito la goma que me sujeta el pelo en una coleta y dejo que me caiga sobre los hombros. Lo observo y compruebo como se halla sumido en sus pensamientos. Mis zapatillas no hacen ruido en el puente. No se da cuenta que estoy allí hasta que mi reflejo se une al suyo en el agua. Quizá espera que pase de largo, sin pararse a hablar. Apoyo las manos en la barandilla y su reflejo me dedica una sonrisa de saludo. Sonrío hacia el agua. La superficie del lago es como una seda de Zhejiang: hermosa y adictiva. Atrapa el cielo azul que se desvanece y el rubor anaranjado del oeste, donde el sol se despide un día más. El agua, tan suave desde la distancia, se ve continuamente perturbada por la danza de un insecto o un suave soplo de aire. Nuestros reflejos, momentáneamente perfectos, se rompen y distorsionan por los pequeños movimientos.



Ambos, nos quedamos en silencio, mirando cómo el sol se refleja en el lago. La noche está llena de pequeños sonidos: el suave canto de un pájaro que se posa para dormir, el grito ronco de una rana, el ruido de las cigarras que crecerán y llenarán la oscuridad de una presencia cálida y viva. Pero aún no es de noche. Estamos atrapados en un aro de suave luz entre dos cielos. Espero hasta que el sol casi ha alcanzado las puntas de los árboles en el horizonte antes de cruzar el estrecho puente y apoyarme en la barandilla del lado opuesto, esperando. Él permanece de espaldas a mí, mirando al agua. Estoy efervescente y burbujeante por todas las cosas que quería decirle en la consulta de pesca, pero que me guardé. Siempre había alguien más que lo necesitaba: —como mi hija. Aunque, creo, que Iriel, estaba entrando en esa fase donde los salmones buscan salir de los remolinos de las aguas bravas del río para alcanzar el océano. Zoila, la chica de la secretaría del campamento, sí que necesitaba, el calor de Ciriaco, para hablarle de su divorcio o Antón, el jardinero siempre hablando de los fríos inviernos en estas tierras y como se adelantó el del año pasado. Supero un cáncer de colon hace un año. Un jabato. Ciriaco se vuelve hacia mí, de espaldas a la puesta de sol. Mi cara está iluminada por la luz del atardecer, mientras que la suya está en la sombra. Normalmente me escondo detrás de mi timidez, pero ahora siento la necesidad de revelar quién soy y preguntarle quién es. Tengo muchas preguntas: ¿Cuál es su vocación? ¿Cómo aprendió a tener un gran corazón para todos los que se cruzan en su camino? ¿Cómo se aprende todo eso? Es demasiado tarde para hacer algún comentario banal sobre la belleza de la noche. Ya hemos compartido su silencio. Aunque es difícil empezar con palabras profundas, las superficiales no servirán. No sé qué hacer…



Quiero hablar del dolor y el rechazo, de la soledad y el desamor, pero en la belleza de este momento, no parecen importar más que los duros guijarros del lecho del lago.—Quisiera decirle lo orgulloso que me siento de  mi hija, Iriel. De traerla aquí, para que la conozca y le enseñé este noble arte de los sedales y garfios. Siento la necesidad de acurrucar mi cabeza contra su pecho y sentir sus brazos a mi alrededor. Pero si intento tenerlo para mí, ¿será menos de lo que está destinado a ser? Ciriaco, de repente, espeta: —"Lo que más me gusta de la pesca es el silencio. Por eso vengo aquí por las tardes, cuando puedo".—Me quedo más anonadado. Muy feliz. Temo hablar por si perturbo algo perfecto, como una brisa en el agua; que convierte una imagen nítida en fragmentos retorcidos. Expreso mis pensamientos. —“No quiero perturbar el silencio”. —“Lo has compartido. Eso es lo que me gusta de pescar contigo. No ahuyentas a los peces parloteando demasiado. Sabes esperar en silencio”. —“Llevo esperando toda la primavera”.—“Ayy! Algún día conseguirás ese pez. Ya lo verás”— sonríe. Y cuando lo haga, “lo volveré a meter". Por favor, un Campanu! Ambos sueltan una gran carcajada en sottovoce y volvemos por enésima vez al silencio: la belleza del mutismo. —Luego, Ciriaco, se da la vuelta, tomando el camino, a su cabaña y a sus obligaciones con los niños. En este momento, el lago está tan oscuro como el cielo. Todas las cosas que quería decir y no dije ondean en mi mente como las marcas de los pies de los insectos sobre el agua. Sin embargo, le he dado lo que necesitaba a todo este mágico lugar; le he devuelto el silencio y me siento el hombre más feliz del río.

 

                                                                               FIN



                   Dedicado a Mario Vargas Llosa 18 marzo 1936/13abril 2025 In Memoriam 



Fotogramas adjuntados

 

Tiger Shark (1932) By Howard Hakws

Man's Favorite Sport? (1964) By Howard Hakws

The Edge of the World (1937) By Michael Powell

A River Runs Through It  (1992) By  Robert Redford










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Malaquías, el marino desterrado y los cantos de sirena

marzo 11, 2025 Jon Alonso 2 Comments

 


Una lejana voz llamó a Malaquías desde la angustiosa oscuridad que envolvía la nave. Había algo familiar en ella, como si perteneciera a alguien con quien hubiera hablado, hace no mucho tiempo, pero de un tono más estrangulado y gutural que la de una típica voz. Intentó ignorar el sonido, pero la familiaridad le carcomía, y, se encontró poniéndose los zapatos y el abrigo para poder encontrar la fuente. Mientras subía por la escalerilla hasta la cubierta del barco, el sonido, audible por encima de las olas y el aullido del viento, le rodeó. El ritmo del canto aumentó hasta alcanzar un crescendo que no cesaba de crecer y crecer pero no terminaba de llegar a su punto cúspide. Malaquías Gabor se agarró a las jarcias del Rosa de Jericó, el cual, se dirigía hacia el este del mar del Norte, en la noche más oscura y temible que se recordaba. Respiró el aire fresco y salado. Seguía con el omnipresente mareo, que parecía ir a menos, como si quisiera darme una tregua a tanto tinnitus. No obstante, algunos de aquellos sonidos de la voz incorpórea le inquietaban. Se alegró de estar de nuevo sobre la cubierta y lejos del hedor de interior de la goleta con quince marineros sin lavar y de las horribles raciones de comida que enmohecían lentamente. A través de la cacofonía de sonidos, recordó a los viejos marineros de las tabernas locales que contaban historias de sirenas, las cuales, llamaban desde las profundidades y atraían a los marineros hacia una tumba acuosa. Nunca había dado crédito a aquellas fábulas, leyendas y mitos; los marineros borrachos no eran el tipo de personas a las que uno da crédito cuando trata de distinguir la ficción de la realidad. La idea de una mujer perdida en el mar embravecido le hizo inclinarse y mirar por encima del borde del barco para encontrarla. Hacerlo era una temeridad, pero sus pies no atendían a razones y le acercaron al pasamano de estribor. Buscó frenéticamente el siguiente trozo de cuerda al que agarrarse mientras el temporal arreciaba. La única diferencia entre el cielo y el mar eran las olas que chocaban contra el casco del barco. Malaquías forzó la vista para aclimatarse a la oscuridad y escudriñó las aguas en busca de alguna señal de alguien que pudiera haber sido arrojado por la borda.

 

                                 


Lo más probable era que aquellos sonidos no fueran más que el viento deformando, por los gritos, de algún miembro de la tripulación. Era una respuesta mucho más plausible que una sirena pidiéndole que saltara a la muerte. Algo salpicó a medio metro de donde el Rosa de Jericó cortaba el agua. Seguro de que alguien flotaba en el mar, miró a su alrededor en busca de una cuerda suelta o algo lo suficientemente largo para que la pobre alma pudiera agarrarse, pero lo único que encontró fue un tablón de madera. El canto se hizo más fuerte, como si emanara de su propio cráneo. Malaquías no oía nada más. El sonido del viento y las olas casi había desaparecido. El tablón que tenía en la mano no era lo bastante largo como para ser útil a alguien que estuviera en el mar; sin embargo, juró que vio una mano etérea que lo alcanzaba desde las aguas. Cuando gritó pidiendo ayuda por la cubierta vacía del barco, su boca se movió y sus cuerdas vocales se tensaron. La mayor parte de la tripulación estaba abajo, durmiendo, y ni siquiera él podía distinguir sus propios gritos entre el canto. Cuando el volumen amenazaba a Malaquías con la locura; todo se volvió mortalmente silencioso. El mutismo le sorprendió y, mientras se llevaba involuntariamente las manos a los oídos, dejó caer el tablón al agua. Se introdujo los dedos empapados en los canales auditivos, esperando encontrar en ellos la sangre de los tímpanos reventados cuando los retirara. Pero, observó que no había nada. Un extraño halo de luz azul verdosa flotaba en la superficie del agua, donde hacía un momento había estado la mano. La luz se transformó muy  lentamente, en la forma de una mujer hasta la cintura, en medio del mar embravecido. Parpadeó, incapaz de moverse. No podía ser la mujer que conocía. Estaba muerta. No lo dudo, por un instante. Recordó como las bestias de sus compañeros le habían atado las manos a las rocas y los pies, y de seguido, la empujaron desde el puente.



Él, se había quedado a la orilla del río, sacudiendo la cabeza en señal de condena silenciosa —no de la bruja acusada, no creía en esas tonterías—, sino de la gente enloquecida de su pequeño pueblo, que se apresuraba a ejecutar a cualquiera que no comprendiera lo que ellos creían. Su asesinato fue el catalizador de su marcha desde el Nuevo Mundo, para volver, a las refinadas y razonables costas de Inglaterra. Su mirada se cruzó con la de ella y un relámpago de frío recorrió su espina dorsal hasta llegar a su cerebro. Los pelos de la nuca le hormiguearon y se levantaron como escarpias. Sus manos se aferraron con tanta fuerza a la barandilla del barco que el dolor empezó a subirle por los antebrazos. Recordó, el día de su ejecución, estaba tan delgada y pálida como la mayoría de los campesinos desnutridos de la ciudad, y su piel, parecía media talla más grande en los bordes. Sus ojos tenían semicírculos oscuros, pero las pupilas estaban dilatadas por una excitación feroz. Ya no era una víctima, era una depredadora. Su boca esbozó una leve sonrisa, lo que hizo que su rostro resultara aún más amenazador mientras miraba sin pestañear. La mente de Malaquías se agitó y buscó una explicación racional en todos los estudios y artículos científicos que había leído o escrito. Lo que encontró fue arrepentimiento. Debería haber ayudado a aquella mujer cuando tuvo la oportunidad. En cambio, su actitud altanera y su indiferencia habían permitido la muerte de otro ser humano. Ninguna ayuda que ofreciera ahora expiaría su complicidad en el asesinato. El remordimiento era brutal y en ese instante, sus manos se soltaron de la barandilla y su cuerpo se incorporó bruscamente, con la mente atrapada en el cuerpo de una marioneta. No pudo romper el contacto visual con la mujer espectral mientras doblaba las rodillas, apoyaba los brazos en el agarradero y se lanzaba de cabeza hacia las gélidas aguas. No había nadie cerca para quedarse de brazos cruzados y presenciar el horror mientras ella lo envolvía y se hundían en las oscuras aguas.

 

 

 

                                                                      FIN


                 


                                  Dedicado a Gene Hackman enero 1930/febrero 2025 In Memoriam



Fotogramas adjuntados

Miranda 1948 by Ken Annakin

Splash 1984 by Ron Howard

The Lighthouse 2019 by Robert Eggers








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La abducción de Ercilio

febrero 09, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 



Estaba todo planeado, no solo el viaje sino que Ercilio Puertas iba a cometer un delito. Mientras tapaba su coche, con una lona. Su mente repasaba los detalles y cómo asegurar sigilosamente aquella cosa y escapar sin ser detectado. No era una cuestión de codicia ni de extrema necesidad, sino el deseo de llevarse algo que le fuera útil. La carretera era el autovía AP-68 una de las más largas del nordeste y que unía dos territorios con fundamento. Allende de su final, Ercilio, la veía: larga e infinita. El coche había sido preparado para un viaje hacia el oeste, mucho más lejos. No volvería en muchas semanas. Eso formaba parte del plan, no sería fácil encontrarle. El sol de la mañana emergía a sus espaldas, proyectando las sombras de los penetrantes árboles de hoja perenne sobre la carretera, creando un efecto caleidoscópico de sombras y luces. Ercilio  repasó, de nuevo, el plan. Punto por punto. Todo dependía de no ser detectado, de escapar y desaparecer antes de que se perdiera el ente. Le estremecía la idea de que lo descubrieran, de sentirse culpable, de sentir los dedos acusadores que lo señalaban, que le gritaban al admitir su fechoría, de poner en peligro su carrera de registrador de la propiedad.



El tráfico aumentaba a medida que Ercilio se acercaba a una circunvalación de la ciudad. De momento se concentró en conducir con cuidado, olvidando su búsqueda. Unos camiones ruidosos se pusieron delante de su Lexus hibrido: haciéndole frenar en el último momento. Les gritó y lanzó abominaciones. El indicador de combustible le reclamó que aprovechara la primera oportunidad para llenar el depósito; una vez hecho esto, agarró el volante y pisó el acelerador, a fondo, para adelantar a un camión tras otro. Con el puño en alto, gritó: «Ya verán. No tienen ni puta idea de con quién están tratando, no tengo escrúpulos, estoy planeando el mayor atraco de este asqueroso país». Sus peroratas fueron ajadas al silencio por la grandeza del viento. Las nubes se acumulaban en el cielo y el día se volvía gris y sombrío. Ercilio se dirigió a su destino, la primera parada del viaje. Miró las señales de tráfico para encontrar alojamiento. Advirtió uno adecuado y salió de la autopista a la altura del territorio foral. Ahora, sentía alivio y un pequeño regocijo, por el hecho, de haber abandonado la carretera durante un día. Su cuerpo se quejaba del largo viaje y lo único que quería era estirar piernas, exhalar aire puro de los abetos del bosque; que bordeaba la salida de la autopista y dar un largo paseo. Pronto, pensó, raudo.



Otra vez aquella cosa le producía una tremenda comezón. Al día siguiente seguiría conduciendo hasta llegar a las montañas de Llodio, en busca de paz y consuelo. Recordaba lejanos veranos con la familia de subida al monte Ganekogorta. De repente: ¿Le atormentaría el recuerdo de sus actos y le privaría de esa intención? ¿Se estaba poniendo en peligro de cargar para siempre con la culpa? No, esa cosa bizarra e inexplicable estaba ahí para que cogerlo con la mano y aprenderla. La haría suya. Llegó la mañana y Ercilio dejó que el agua caliente y calmante de la ducha masajease sus músculos. Contempló por enésima vez los detalles del plan — confiado en que podría ocultar el hecho de que faltaba el objeto. Tiró todas las toallas usadas— la alfombrilla de baño y un par de toallitas faciales usadas, quedaron amontonadas en el suelo del cuarto de baño. Dando por hecho que la chica de la limpieza las recogería. No quiso contar todo lo que acopió en la habitación. Una vez vestido y con la maleta hecha, de nuevo, se dirigió con decisión al cuarto de baño y cogió una toalla y un paño secos, doblados con mucho arte, y los escondió cuidadosamente en el fondo de la maleta. Buscó furtivamente por el pasillo, salió y escapó a la penumbra de la mañana como alma que persigue el diablo.


                                                                                                 FIN


                                        Dedicado a David Lynch enero 1946/enero 2025 In Memoriam


Fotogramas adjuntados 

D.O.A (1949) by Rudolph Maté

Lost Highway (1997) by David Lynh

In a Lonely Place (1950) by Nicholas Ray








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