El sabor de la indiferencia
Un día vi a mi abuela hacer magdalenas y mi madre dijo; ahora verás cómo lloran. Nunca le encontré respuesta a tan genuino enigma. Hoy en día, casi 50 años después, y con los deberes hechos; hallé esas magdalenas en Proust. Y es que si tengo, algo en común, con el insigne escritor galo ha sido una salud frágil y renqueante. No por ello, privado, de los mayores placeres mundanos y deleitosos, con mi divertida y enterrada vida criminal. Obviamente, eran tiempos donde los popes de turno estaban al quite y por aquello —de analizar a la chavalería— me di de bruces con un indagador de niños (otro celebre vecino del trasero de los Pirineos) Piaget. Tampoco lo sincronicé al dedillo, y a lo mejor, me perdí algo de empatía social y afabilidad sensorial. Pues, toda esa retahíla de operaciones concretas entre los 7 a 12 años, como meterse en vena el catecismo, el magreo maternal, el pan del horno de la abuela (en mi caso sus magdalenas), las dos hostias del viejo que te dejan del revés, atarte los zapatos (un auténtico show en mi primer equipo de fútbol), el himno de la patria, los cuadernos de Rubio y las tartas de bizcocho con chocolate, que hacía mi madre en mis primeros cumpleaños, no hicieron mella en las cachondas magdalenas Ortiz. Nasti de plasti, risas y más risas: Ortiz fue un Gentleman cannabico. No estos fumetas de lengua facilona, megáfono en mano, a la espera del plan renove. Decididamente, nada de todo aquello, ha dejado poso ni forma en mi manera de ser. No tengo religión.
No me gusta escribir y cada día —reitero de rodillas— me cuesta
un huevo y parte de la próstata— teclear en el escritorio del ordenador
chino, de la superoferta, a través de la webesférera. De algún modo, he terminado mi vida comiendo Sugus de morfina y
betabloqueantes. Los infartos y una cirugía con prisas te llevan al lado de ese
vago y cachondo burgués de D. Marcel y sus putas magdalenas, en una cama con
vuelo de alcoba en caoba, y no la ponzoñosa plegable con una sábana de Star
Wars, falsificada de los Gypsis del mercadito de Pelayo. Mi vida se revela
entre extrañas y pequeñas cosas de todos los sempiternos días. Un amalgama de
palabras muertas y perenes silencios. Auténtico pavor inaguantable. No sabes el
porqué de esta sensación y cuando llegó. Empero,
aparece y terminas volviendo a él. Nadar entre dos aguas llegando a una sola
orilla y sin oír de fondo a Paco de Lucía. Volver a empezar y no como el plasta
de Garci; sino con dos cojones escocidos por el camino inexorable al planeta
indiferencia. Así como al desprendimiento vigoroso, un desasimiento saludable
y un verdadero desapego traducido por algún listillo freudiano como: signos de
preocupante desequilibrio mental. ¡Que le den al comebolas y lea a gente
seria como Marco Aurelio! Pues la indiferencia es la anestesia afectiva, la
frialdad emocional y el insano despego psíquico.
Todo un hito en
estos tiempos de indolencia y caos social. El hecho de posicionarse desde insensibilidad intensificada, puede
conducir a la alienación de uno mismo y la paralización de algún cólico
nefrítico —que son muy jodidos— pero autentica nimiedad comparada a una
crisis de dolor neuropático. Hay gente
increíblemente fuerte que es capaz de aguantar ese ritmo durante años y años
pasando de un extremo a otro del espectro. Del anodino calentón arbitrario a
las lágrimas más amargas. Cuidado, que al final, éstos lo aderezan con un
sazonado sutil de unas gotas —de eso tan venenoso— como el buenísimo
paralizante. Ración de meloso, que provoca arengas
empapadas de miel. Cosas del estilo: yo no voy a ser como algunos o algunas. Es
mucho peor. Sé que existe. Sé que sigue viviendo, puedo incluso saber lo que le
sucede de bueno o malo (un telediario de Mediatres o Mediaset y sus páginas
de sucesos), pero comprenderán Uds. que me es totalmente indiferente. Me la suda. No me afecta. Dirán que estoy a
un paso de caerme por el acantilado. Sin embargo, la colina de la indiferencia supone
que jamás volveré a ver a muchos y muchas. En una ciudad pequeña es fácil
encontrase con los emoticonos de los conocidos y cambiar de acera. Así de
sencillo. La indiferencia y el aturdimiento ante la nada no son la consecuencia más
inocua ni la menos dolorosa de cuantas provoca el conocimiento de esa
grandiosidad: la nada.
Es más. Seguro, que no seré el primero ni el último, en probar esta
quintaesencia del aprendizaje vital y del buen desenvolvimiento de nuestras
potencialidades más elevadas. Si bien, nunca hay que confundir la sensibilidad
con la sensiblería. Por ende, la
pusilanimidad o la susceptibilidad. Si creen que soy el malo de GOT —es
verdad— lo soy, además de caerme de puta pena el politólogo vallecano. Así
soy yo: una mentira, un fraude o una equivocación del sentimiento de la persona
y es que no conozco a nadie que no sea indiferente a la nada o a los
automóviles innecesariamente grandes y vistosos con sus colores en tonos
caramelo y helado de pistacho, como si se asustaran a la menor salpicadura del
barro de un charco. Los mismos que se arrastran —apocadamente— por
las escabrosas calles que te llevarán a la ruta del Bakalao. Una vez allí, el
automóvil desaparece en el relajo de lagos mágicos. Rodeados de hermosos y
luminosos valles de tierra cobriza y vidrios desperdigados. Es el momento de
acercarse a los sinuosos senderos de las tierras orientales y buscar el karma del
aislacionismo. Es tiempo de recrearse en aquellos días, en el aparcamiento de
los aftherhours, mientras los hombres con tricornio se hinchan a
magdalenas y multas indolentes a la nueva burguesía beatnik.
Dedicado a Julio Giner Pellicer Julio 1960/abril 2016 In memoriam
Fotogramas adjuntados
Tystnaden (1963) by Ingmar Bergman
Gladiator (2000) by Ridley Scott
Gli indifferenti (1964) by Francesco Maselli
On the Road (2012) by Walter Salles