Besos mudos en Provenza


Existe el mito que dice que los jardines cercanos a Gordes están llenos de hectáreas de flores plantadas —equivalente— al número de muertos enterrados en las catacumbas de Sénanque. Las olas de prímulas amarillas, pequeñas campanillas de bruja y corazones sangrantes apestan con el dulce olor de la muerte, llegando a conseguir, divinos efluvios a lavanda en los primeros días de mayo. Días antes, en los que unos nazis sedientos de sangre reventasen medio lugar. Aquí estás, amor de mi vida, confinada por la tisis, el toque del rey, la peste blanca, para darle un nombre más sencillo: muerte lenta. Toda aquella pasión por la vida y sin miedo a morir: cuando, te matabas de hambre, fumando cigarrillos como las estrellas de cine que adornan las portadas de tus revistas. Te espera la belleza en la muerte; tu recompensa a la escasez y la ingenuidad. ¿Sientes un brillo febril en tu delgadez etérea? Ahora, piensas ¿Y por qué luchábamos en la resistencia? Preguntas complejas, respuestas cobardes. Lo siguiente: el silencio. El médico dijo que estarías más cómoda en el sanatorio de la abadía, esquemática palabrería para suavizar el golpe, cuando el hecho de salir de casa, en estos tiempos significa no volver.—Te prometo que lo superarás, inseguro de mí: hablo contigo o conmigo mismo. El reposo en cama, el aire fresco y la comida sana dicen que remedian esta enfermedad debilitante. Tiras del borde deshilachado del edredón bajo la barbilla, con las uñas cuidadas y el pelo arreglado. —Además de tu flaqueza, es imposible saber qué ha invadido tus pulmones, quién ha osado y llegado a inventar este turbio veneno que tapona tus alveolos y los corrompe día a día. Empero, resuellas, áspera y profundamente, y el pánico vuelve a apoderarse de mí.

—¿Qué puedo hacer, Dios. Di algo, ayúdame? Pregunto, suplico, a la desesperada. “Camina conmigo”. —Eres demasiado orgulloso para decir, empuja con toda tu alma.

A mediados de julio, te envuelvo en una manta de punto, que  hiciste, cuando tenías fuerzas para apretar las agujas. Te sentía, en tal alta estima, esa habilidad tan tuya.




Pura y auténtica, como tú. Pero ahora, te digo: “no más”, por miedo a que un ligero esfuerzo sobrecargue tus apáticos pulmones. Te llevo en silla de ruedas por la pasarela de madera que va del pabellón de las mujeres a los jardines, de la abadía provenzal, y me pides, con la voz rota, que vaya más despacio. Una fuente burbujea en un reservorio reflectante. Los lirios flotan en el estanque; sus anchas y planas almohadillas sostienen los pétalos blancos y rosáceos, flores en forma de copa que se abren como manos acogedoras por las tardes y vuelven a cerrarse al anochecer. Ni Chagall lo hubiera pintado mejor.—¿Es el traqueteo de la desvencijada silla que te atraviesa lo que te hace pedirme que camine más despacio? “Eso no”, me dices. Y sé que es el tiempo el que necesita ir más despacio, desenrollarse poco a poco entre nosotros. Sólo tienes diecinueve años; la infamia de la tuberculosis no sabe de morales ni otras entelequias más profanas. Me siento impotente, una vez más, durante mi visita quincenal. En los bailes y las fiestas, estoy solo, echando de menos tu risa gutural; el tenor nocturno como si hubieras estado gritando por encima de la banda del pueblo. Los chicos de la pandilla, preguntan por ti, y yo invoco tu sonrisa y les digo que estás en un viaje paradisiaco por el océano. Tu alegría reside en mí, y te veo con un vestido de lentejuelas y largos guantes blancos, girando, dando vueltas. En realidad, el aburrimiento casi te mata, haciendo cola detrás de la ruina que invade tu cuerpo, cada uno esperando su turno en tu tarjeta de baile como solían hacer los chicos.

Las rosas blancas, que celebran los nuevos comienzos, endulzan el aire con su verde rumor de vida mientras trepan por los enrejados que enmarcan los bancos de madera, invitando a los visitantes a detenerse y reflexionar. Y lo hago.

“Llévame de vuelta”, dices, sabiendo lo que te espera.



Un baño tan caliente que quema la piel fina o lo bastante frío como para dejarte temblando. Las toallas raídas envolverán tu esquelético cuerpo, con los omóplatos nudosos y salientes. Pienso en cómo, siendo niños, jugábamos en el lago. La fotografía descolorida, que sería del 34 o el 1935, de ambos, haciendo el tonto en un muelle de Marsella. Estudiantes de segundo y tercer curso como mucho. Con el pelo recogido en coletas, yo pronto destinada al lago por tus brazos extendidos. Confiaba en que siempre estarías ahí, justo detrás de mí, como en la fotografía.  

Aquí se sujeta a los niños para que estén tranquilos y descansen. Nada de damas, nada de jotas, nada de lectura: ni tarots diabólicos.  El esfuerzo pone a prueba sus pulmones moribundos. Demasiado cansados para luchar, demasiado inocentes para cuestionar, resignan sus brazos para que los obliguen a ponerse chaquetas hacia atrás. Los recién nacidos aúllan mientras se los llevan y se los presentan a sus padres y hermanos, mientras las madres se quedan con los pechos pesados y el corazón roto luchando por sobrevivir. Y, sin embargo, se sienten dichosas porque sus bebés estén libres de esta enfermedad. —¿Qué puedo hacer para ayudar? Me desespero, temiendo su respuesta.—“Quítame el dolor, bobo”




Dos años llevas, inerte y desvalida, tendrás que aprender a caminar de nuevo. Si alguna vez sales, claro, pero sé que nunca lo harás. Con los codos destrozados y los talones sangrantes por esta cura de reposo, yaces sobre sábanas blancas almidonadas, completamente rígida porque estás —convencidísima— que has perdido la batalla, del mismo modo, que el sol se ha puesto, un día más. Me cuentas las nuevas lesiones, tu voz apenas audible por encima del seco estertor. El médico me enseña el nuevo tubo, que han conseguido, más flexible, por donde te realizan las transfusiones de sangre. Pero en la cara del galeno, observo la expresión: desesperado. "Qué puedo hacer para ayudar?”. Ahora es más urgente.

"Por favor"suplican tus ojos, y tu voz es débil: el peso de la muerte sobre tu pecho.

—“Sí", digo, pero ¿cómo?

Ya no tienes los rizos suaves y lisos, el champú es demasiado agotador. El maldito silbido del aire, que entra y sale, de tu tráquea, sin aliento ni candor. El compás de la sangre oprimiendo esa vena que es el camino de una vena sarpullidas por la aguja de un torpe vampiro; que transfunde sangre fría y sin brío. Éste, blasfema, en su redundancia: una armonía fúnebre y grotesca del abismo. La cirugía es tu última opción. Pero estás demasiado cansada para preocuparte, ni yo intentaré convencerte. Soy egoísta y me alivia que tu viaje esté a punto de terminar. Me tumbo a tu lado, tocando tu muslo huesudo, que se apoya en mi costado. Te cojo de la mano y espero, a los días de las flores de primavera, mientras tus besos mudos me dicen que ya no estás aquí.


                                                                                 FIN  




                               Dedicado a Antonio Skármeta Noviembre 1940/Octubre 2024 In Memoriam



Fotogramas adjuntos

       The Mortal Storm (1940) By  Frank Borzage

        A Hidden Life (2019) By Terrence Malick

        Arch of Triumph  (1948) By Lewis Milestone  

        Charlotte Gray (2001)  By Gillian Armstrong

 





Arkam y Soren: solteros ingenuos, multiusos y serviciales

 


Soren era típico soltero que se acercaba a la inquietante edad de los 35 años, demasiado joven  para ver lo que te queda de vida y demasiado mayor para no haber encarrilado tu existencia por el camino de Bonanza que decía el profeta de Cádiz. Estaba harto de su vida monótona, apática, y sin emociones. Ya no sabía qué hacer; solo quería algo para cambiarla. A veces, pensaba en la muerte como un remedio para dejar de sufrir. Como todas las noches, iba a su bar de toda la vida, un local que con el tiempo había derivado en un sitio mucho más chic —sin dejarte la piel por un par de copas— y tomarse su Martini con un chorrito de Absolut. Siempre, soñando y esperando, que en una de esas noches le sucediera algo. Soren era un eterno soñador —con alma de perdedor— a la espera de ese milagro que pudiera cambiar su aburrida y rutinaria vida. Esa noche, la temperatura era tan agradable, que invitaba a salir con la copa en la terraza del local. Soren se sentó en una mesa fuera del bar. De repente, vio un coche a lo lejos, muy grande y de un oscuro reluciente: una limusina. El coche disminuyó la velocidad y terminó por detenerse. Una mujer bajó, con ademanes, muy elegantes. Aquella fémina era la hembra más hermosa que Soren había visto, en sus tediosos treinta y tantos. Muy alta, pelo negro, azabache, muy largo y liso, que terminaba recogido, por la gracia, de un coletero. Sus ojos eran de un azul acero tan intenso que —cualquier terrestre—, que la mirase: se  quedaba encantado. Un cuerpo agraciado envuelto en un vestido de satén negro y unas sobrias caderas, las cuales, se  apoyaban en un cinturón formado por aros metálicos unidos por unos engarces gigantes de acero. Sus alucinantes pies, iban calzados por unos hermosos zapatos negros de Prada, con hebillas metálicas circulares y tacones muy altos que alargaban,—aún más— sus interminables piernas. Se dirigió con elegancia hacia el bar y se sentó en la mesa junto a Soren.

 



Él, estaba deslumbrado por  semejante visión, no tenía más ojos que para ella. La mujer pidió una copa de Chardonay Château Puech Haut. Soren, la miraba sin cesar y ella notó esa mirada casi desvergonzada, de un hombre inmaduro. Lo miró y le devolvió la mirada. En ese momento, Soren, se sintió avergonzado de haber sido sorprendido por ella. Ella, en cambio, no parecía en absoluto disgustada. Al contrario, se levantó y, con paso felino, puso un pie delante del otro, sosteniendo la copa de vino en la mano; se dirigió hacia él. Soren no sabía qué hacer o cómo resistir la situación. No estaba listo para alguien como ella. Se decía para dentro de él:—No es verdad, esto es un sueño. Cuando la mujer estuvo delante de él, puso las manos sobre su mesa e inclinándose hacia delante, casi tocándole los labios, sonó una voz grave y etérea:”—¿Le molesta?”. Él, avergonzado, respondió, tartamudeando a trallazos: —“No, no, no, en absoluto, qué no. Siéntate, por favor”. La mujer se acomodó. Era simplemente maravillosa. Pasaron casi toda la noche hablando mucho y descubriendo tanto de los intereses comunes que concertaron una cita para la noche siguiente y otras más, que llegaron a posteriori. Soren estaba tan obsesionado con esa mujer misteriosa que empezó a pensar que su vida podría haber tenido un giro interesante, hace mucho más tiempo del deseado. Se preguntaba: —¿por qué ahora y no antes? Lilin, así se llamaba esa visión. Hasta que en una de las largas veladas nocturnas de copeo, Soren, se lanzó. Preguntándole  si podían verse durante el día, pero ella respondió que estaba muy ocupada durante las mañanas. Lilin, se dio cuenta que esa respuesta le había hecho mella. Observó, una luz triste en sus ojos y le propuso pasar la noche en su casa, en la próxima cita. Soren sintió la emoción y la adrenalina del niño, en el día de Reyes, ante su primera cita intima, de verdad.



Había llegado el día en el que iría a verla y estaba ansioso por la sensación de ese encuentro, algo más congenioso. Esperaba a que cayera la noche. Mientras tanto, se cambió de ropa varias veces para ver qué le quedaba mejor. Estaba indeciso, como un adolescente, el día de su primera cita con la chica más encantadora de la clase. Finalmente,  se dirigió al bar y, como todas las noches, se sentó a la mesa, de costumbre, y pidió su Martini, de turno, tocadito con unas gotas de Absolut. Pocos minutos después llegó la enorme limusina. Lilin,  bajó la ventanilla y, asintiendo, llamó a Soren. Él, se levantó, dejó el dinero del Martini sobre la mesa y se dirigió, frenético, hacia el automóvil. Subió, cerró la puerta y el chófer comenzó a conducir con firmeza y garbo. Lilin lo acomodó de inmediato, le ofreció una copa y le dijo que estar a su lado le daba una sensación de nueva vida. Después de una hora de viaje, por diferentes itinerarios que Soren, desconocía y nunca hubo recorrido, pues, nunca los  había visto; llegaron a las proximidades de una villa aislada. La puerta se abrió y el coche entró. Después de recorrer la avenida iluminada, se dirigió hacia la entrada y se detuvo delante. Soren y Lilin bajaron de la limusina. Algo, extraño, no paraba de rondarle, por la cabeza a Soren. Y es que a lo largo del trayecto, nunca pudo verle la cara al conductor que tan bien condujo hasta la misteriosa villa. Visto y no visto, cuando mirando  por la ventanilla —medio bajada— del lado del conductor, vio un perfil con una profunda cicatriz en la cara. Luego, entraron a la casa, pues, el portal estaba abierto. Se encontró con una villa de dos pisos, con un estilo muy Bauhaus, muy grande y grandes vanos y espacios. Un escalón lateral se le presentaba. Soren le preguntó a Lilin si alguien más vivía allí. No podía creer que ella viviera sola en esa casa tan grande. Y le pregunto:—Vives con alguien, más. —“No, sólo yo y el mayordomo”, y dijo de nuevo con un suspiro: —“Nunca hay nadie que me haga compañía”. Lilin lo puso en el sofá del gran salón.



 

Una figura masculina, vieja y temblorosa les trajo una bebida. Soren se maravilló de la edad del mayordomo. Por un momento, pensó en Sunset Bulevard y Eric Von Stroheim —“tendrá más de cien años”. Pero inmediatamente después se dejó distraer por las curvas de Lilin, quien, después de ofrecerle un Martini con Vodka y ponerlo cómodo, le invitó a unirse a ella en su habitación. Ella fue hacia la escalera y comenzó a subir. Llegó a la habitación y dejó la puerta abierta. Soren todavía no se creía semejante invitación. Él también se dirigió hacia las escaleras, pero su atención se sintió atraída por los ruidos que provenían del jardín. Miró por la ventana y vio a un hombre cavando un hoyo. No se dio cuenta y él también subió. Llegó a la habitación y abrió la puerta. Lilin estaba acostada en la cama, parcialmente envuelta en una sábana de seda negra que dejaba entrever su hermoso cuerpo desnudo. Él se desnudó y se acercó a ella. Empezó a acariciarla. Ella se dejaba llevar, parecía gustarle. Pero en un momento dado, Lilin lo alejó de sí y, mirándolo a los ojos, dijo: —“Sabes, Soren, mi belleza tiene un precio” y diciendo esto lo besó en los labios.

—Soren abrió los ojos. Sentía que se le acababa el aliento. No entendía lo que estaba pasando. De repente, notó una enorme debilidad y se desmayó. Cuando se despertó vio a su lado ropas de mayordomo. Se miró en el espejo junto a la cama y vio reflejada la figura de un anciano, que podría tener unos ochenta y cinco años. Se quedó espantado hasta que la voz de Lilin, procedente del salón, dijo: “Soren, tráenos un par de Matinis con Vodka”. Soren bajó las escaleras con mucha dificultad. Vio a Lilin en el salón hablando con alguien. Tomó la botella, dos vasos, los puso en la bandeja y se acercó a ellos. También entonces vio un tipo extraño de perfil con una gran cicatriz y reconoció, en el huésped, al conductor. Lilin, mirando a Soren, le dijo:—Cariño! “Te presento a Arkam, él es mi súcubo”. Arkam se levantó, tomó el saco negro que había detrás de la puerta, por el que se podía ver el cuerpo podrido del viejo mayordomo, y se dirigió al jardín. Había un agujero muy jugoso de unos dos metros bajo tierra. Lilin aseveró:—Nadie los hace tan perfectos como el sagaz Arkam, te lo juro. Bizcochín, nos lo vamos a pasar de miedo!

 

                                                                  

                                                                      FIN



                Dedicado a John John David Souther Noviembre 1945/Septiembre 2024 In Memoriam  

 


Fotogramas adjuntados

 

 

The Queen of Spades (1949) By Thorold Dickinson

Blade af Satans bog (1921) By Carl Theodor Dreyer

The Entity (1982) By Sidney J. Furie

Suspiria (1977) By Dario Argento

 







El corazón de mi madre dentro de una concha en verano

 


La casa de estuco blanco se alza inmaculada y majestuosa en medio de la exuberante vegetación. Su tejado gris está perfilado por un cielo azul sin nubes. El único movimiento es el leve balanceo de los robles cercanos. En el centro de un césped sumamente cuidado hay una figura postrada. Es joven, no más de nueve o diez años, y sus manos se enroscan bajo la cabeza. Permanece inmóvil, con los ojos oscuros entrecerrados. Tan quieto que unas palomas robustas bailan a saltitos a varios metros de distancia. De repente, desde el interior de la bonita casa blanca, se oye un grito. Resuena a través de las ventanas abiertas y golpea en los campos abiertos. Los pájaros se dispersan y vuelan batiendo las alas. Las ardillas endurecen sus tupidas colas y se escabullen hacia la seguridad de los árboles cercanos. Incluso las hormigas aceleran el paso y se meten en sus pequeños agujeros terrosos. Sólo el niño no se mueve, sino que permanece tan inmóvil como el suelo, en el que descansa. Los gritos continúan. Ahora se oyen dos voces. La primera es áspera, grave y ronca, y sisea como una tetera que disipa el vapor. La otra es aguda, llena de desesperación, como el canto de un cisne. Al principio, se oye una voz, mientras la otra responde. Pronto se funden como dos discos que suenan simultáneamente. El niño sigue sin moverse. El pelo castaño le cae desordenado sobre la frente. Hace tiempo que debería haberse cortado el pelo, pero parece que nadie se ha acordado de llevarlo a la peluquería. Encima de su larga melena hay un par de voluminosos auriculares negros. El cable está suelto: no hay ningún dispositivo conectado, porque lo único que quiere oír es silencio. No había necesitado los auriculares cuando empezaron los combates. Entonces era invierno. Se abrigó bien y se tumbó en la nieve. Aquí intentó no pensar en el silencio helado de la casa. Cuando lo hace, siente escalofríos que nada tienen que ver con el tiempo. En el cielo vuelan pocos pájaros; la mayoría habían emigrado para escapar del frío. Piensa que ojalá la mayoría de los problemas de la vida se resolvieran tan fácilmente. Quizá él también pueda emigrar. Vuela a lugares donde los padres comparten sonrisas y se hablan en voz baja. Los pensamientos le calientan. Entonces la nieve se derrite y el suelo bajo, se reverdece con la primavera. A Eloísa, la criada, le gusta abrir las ventanas mientras limpia. Los gritos surcan el aire golpeando sus sueños. Uno a uno caen al suelo, desinflados. Intenta taparse los oídos y tararear para sí mismo, pero sigue oyendo los gritos amortiguados. Le pregunta a su amigo si puede prestarle un par de tapones para los soportar el maldito ruido. Murmura algo sobre obras en la casa. No es del todo mentira, aunque sabe que la relación con sus padres no tiene arreglo. Se pone los tapones de espuma y cumplen su función; sus sueños continúan. Se le ha posado un insecto en la frente y se lo quita con un cepillo. Al abrir los ojos, ve nubes grises que tiñen el cielo azul. El chico se quita los tapones para frotarse los oídos, justo a tiempo para oír cómo se abren las pesadas puertas de roble. Se obliga a permanecer en el suelo. Para combatir el impulso de mirar, se tapa los ojos con el brazo. Su corazón late desbocado como un pájaro atrapado. Entonces, con un movimiento brusco, agarra los auriculares que había perdido y se los pone en la cabeza. Es demasiado tarde, pues, lo ha escuchado todo.

 



El sonido de las diminutas ruedas de una maleta al subir y bajar los escalones de la entrada y rodar por el camino de guijarros. Se incorpora lentamente para observar la espalda de su padre que se aleja. Se dirige hacia su reluciente coche negro. Durante un largo instante, se queda mirando. Luego coge los auriculares negros y los parte por la mitad con un movimiento rápido y furioso. A continuación, lanza los trozos al pequeño estanque de los patos, donde caen con un chapoteo. Los patos graznan en señal de protesta y se dispersan. Mantiene la cabeza fija en el estanque, donde observa los auriculares mientras suben y bajan. Oye cómo se cierra el maletero y arranca el motor. No tiene que darse la vuelta para saber que su padre se ha ido. El chico se levanta despacio y camina hasta el lugar donde se había alejado el coche de su padre. Se sienta en el cemento negro y liso, para agachar la cabeza sobre su regazo. La lluvia, que ha comenzado a caer, golpea el suelo, cayendo con ganas, igual que las lágrimas en la cara del chico. Es sólo un chaparrón de verano, y el sol no tardará en reaparecer en el cielo. 

Para el niño, sin embargo, ha llegado el invierno.

El aire fresco de los últimos días de otoño llenaba la habitación, mientras el constante vaivén de su mecedora, sonaba inquietantemente como un metrónomo. La mayoría de las hojas del nudoso roble del patio trasero hacía tiempo que habían caído al suelo. Las pocas que aún se aferraban a las largas ramas del árbol temblaban con el frío de la brisa nocturna. Dos recuerdos marrones y arrugados de un verano pasado se balanceaban en la rama extendida más cercana a la ventana abierta de su dormitorio. Empezó a tararear el recuerdo de un vals que creía haber olvidado. 

Cómo nos gustaba bailar.

El viento se arremolinaba en el pálido resplandor de una media luna, cuya luz serpenteaba a través de las nubes en rápido movimiento para acariciar suavemente el viejo algarrobo. Allí, las dos hojas temblaban juntas, aferrándose a un último baile, después de una larga vida pasada uno al lado del otro. No podía soportar dejarle morir en un hospicio, lejos del hogar que construimos juntos. Un torbellino ocurrente obligó a las finas hojas venosas a abrazarse durante brevísimos instantes para luego volver a separarse. ¡Cómo disfruto de estas primeras frías matinales, ahora que el calor del verano se ha desvanecido! Pero, con cada compás de este vals suavizante, el tallo de la primera hoja se tensaba un poco más, aferrándose desesperadamente a su antigua vida. Las nubes se condensaron y el viento arreció cuando, por fin, la hoja cansada cedió. Su delicado cuerpo cayó en barrena hacia el suelo. Sin embargo, cada vez que tocaba tierra, el viento encontraba alguna forma para volver a elevarla, como si esperase a que cayese la otra hoja para continuar la danza. Permaneció un rato meciéndose en aquella vieja silla, observando esta trampa para amantes impenitentes, hasta que su zumbido dio paso al de una máquina de soporte vital. Cansada, se acercó a su cuerpo, ahora frío, y apretó los labios sobre su piel translúcida y amarillenta para susurrar: “Quizá mañana, amor mío. Puede que consiga fuerzas para dejarte marchar”. Era finales de agosto y Enzo podía caminar por la arena caliente sin zapatos. Se quedó mirando las numerosas rocas y conchas. Parecían un gran mosaico que se extendía por el suelo. Recogió pequeñas piedras lisas, las revisó y volvió a depositarlas en la arena. No estaba seguro de lo que buscaba hasta que lo encontró: una pequeña concha dorada, lo bastante fina como para romperse si presionaba el pulgar contra ella con demasiada fuerza.

 



Uno de los primeros recuerdos claros que Yago tenía de su madre era de un día que pasaron en la playa de Bur Safaga, en Egipto, apenas, un año antes de que falleciera. Era un día entre semana del verano de 1992. Su padre estaba trabajando y su madre llevó a Yago, de tres años, y a Arabela, de seis, a la playa. Su piel se enrojecía con facilidad, así que su madre les untaba crema solar en la espalda hasta dejarlas blancas como las nubes. Les llevaba sándwiches de mantequilla de cacahuete y huevo, además, de alguna bolsa de patatas fritas Lays premium. Después de bañarse en la playa, Yago y Arabela se tumbaron en sus toallas, recogieron piedras y se enseñaron mutuamente los distintos tipos que se podían llegar a encontrar. Su madre se levantó de la silla, se acercó un poco al agua, se puso en cuclillas y pasó las manos por las rocas como si estuviera buscando algo. Cuando encontró lo que buscaba, volvió junto a Yago y Arabela y se sentó a su lado. Abrió la palma de la mano y mostró una pequeña concha dorada.

 

Esto”, les dijo. “Es un tipo especial de concha. ¿Habíais visto alguna como ésta?”. Las dos negaron con la cabeza, sin poder apartar los ojos de la bonita concha.

 

“¿Adivináis por qué estas conchas son tan especiales?”.

 

“¿Es porque es dorado y brillante?”— preguntó Arabela. Yago y ella miraron a su madre en busca de la respuesta.—“Sí, esa es parte de la razón, pero la otra es porque se pueden hacer joyas. Se llaman cascabeles”.“¿Cascabeles?, preguntaron las niñas. ¿Cómo los cascabeles?”.

 

“¡Sí, exactamente! Ahora vamos a intentar recoger todas las que podamos, y ya os enseñaré cómo podemos convertirlas en joyas cuando volvamos a casa”.

 

Con el encargo, los niños se pusieron en marcha: corrieron por la playa encorvados, buscando los pequeños tesoros que eran las conchas tintineantes. Una vez que habían dado la vuelta a tantas rocas como sus pequeños dedos podían controlar, volvieron corriendo junto a su madre, abriendo las palmas de las manos para revelar puñados de polvorientas conchas doradas.

 

“¡Oh, buen trabajo, chicas! Son perfectos. Ahora, vayamos a casa y hagámoslos collares”.

 



Los pequeños siguieron a su madre como patitos. Una vez en casa, se sentaron alrededor de la mesa de la cocina, esperándola. Buscó una aguja de coser e hilo. Las conchas eran lo bastante finas como para que su madre pudiera enhebrar la aguja a través de ellas con facilidad, tirando del hilo para crear una hebra que colgarles del cuello. Los dos pidieron cuatro conchas en cada collar, una para cada miembro de su familia. Como las conchas eran frágiles, los collares se rompían a menudo. La primera vez que a Yago se le rompió, le dio vergüenza decírselo a su madre. De repente, alguien empujó la puerta de su cuarto, y se encontró con Yago en su habitación llorando desconsoladamente, las lágrimas caían de sus ojos hasta la comisura de los labios. Su madre lo abrazo fuertemente y  aferrándose a las tres conchas que le quedaban. Ella le dijo, no pasa nada. Le dio un beso y salió de la habitación, indicando a Yago que la siguiera. Sacó una bandejita que había guardado en un armario de la cocina: estaba llena de cascabeles. 

“Vamos a hacerte otra. Cuando algo se rompe, lo único que tienes que hacer es arreglarlo”. Yago asintió nervioso y dio las gracias a su madre.

Cuando su madre falleció, Yago trasladó la bandeja de cascabeles del armario de la cocina a su mesilla de noche. Sin su madre, Yago se sentía más solo que nunca. El océano se encontraba con sus ojos todas las noches, su sal goteaba por su cara y caía sobre su almohada. Cuando las lágrimas ya estaban en sus labios, cogía una de las conchas. Le gustaba pensar que, por mucho que deseara unirse a su madre y sus cuerpos se llenasen de arena, y, fueran arrastrados por las mareas, siempre tenía caracolas a las que aferrarse. Y como su madre le había enseñado: si algo que estuviese roto, no significaba que no tenía arreglo. Todo lo contrario. Así que no importaba lo rotas, oscuras o descoloridas que estuvieran las conchas que él encontraba en la playa de Egipto, siempre se las llevaba a casa, como si coleccionara pequeños trozos de su madre que hubieran aparecido en la arena. Cuantas más conchas añadía a la bandeja, más despacio llegaban las olas a sus ojos por la noche. Chocando, cada vez menos, contra la orilla de su habitación. Yago, que ahora tiene veinticuatro años, se guardó en el bolsillo la pequeña concha que encontró en la hermosa arena de la playa egipcia, asegurándose de guardarla en el bolsillo delantero para que fuera menos probable que se rompiera. La añadió a la bandeja que tenía en casa. Nunca había sacado la bandeja de su habitación desde el día en que la trajo; le gustaba pensar que así era más tranquilo para su madre, un descanso eterno en la mesilla de noche de su hijo. Te quiero mami, aquí estarás tranquila, tu corazón late al ritmo del rompeolas del Mar Rojo.


                                                                              FIN

 

                                 Dedicado a Mariano Haro Cisneros mayo 1940/julio2024 In Memoriam



Fotogramas adjuntados

 

 

Estate violenta 1959 By Valerio Zurini

La piscine 1969 By Jacques Deray

Sommaren med Monika 1953 By Ingmar Bergman

Moonrise Kingdom 2012 By Wes Anderson

 


 








Érase una vez una chica a la que llamaban Pandora.


 

Gritó a las furiosas nubes de tormenta el día que ella vendió su piano, y lloró con chubascos de sol cuando ella compró un paraguas. Pasaron los años y su pelo encaneció. Se había hecho profesora de matemáticas y enseñaba a sumar y restar a niños de primaria entre semana. También se había vuelto mejor que su padre, jugando al ajedrez, y eso le ocupaba los sábados. Los domingos, se sentaba junto a la ventana con una taza de té que se enfriaba, mientras observaba cómo las gotas de lluvia salpicaban el cristal del mirador. Su cara regordeta no mostraba ningún tipo de angustia; de hecho, irradia una pizca de alegría, como si esto fuera normal para ella. Reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.

 



A lo lejos alguien soñaba con aquel lugar donde vivía la Pandora que amaba. Existió en esa rutina incluso cuando su pelo se volvió blanco y sus piernas delgadas trémulas. En sus últimos días, cuando se sentaba con su té frío junto a la tronera, se levantaba obstinadamente para limpiar el agua de lluvia que se había filtrado por el derrame. Al apuntar con los dedos de los pies para llegar donde su espalda encorvada no alcanzaba, resbaló y cayó contra la estantería. Los libros de música polvorientos ensuciaron el suelo de teca y una vieja caja de latón plateado cayó descabalgada. Un poco magullada, pero no de cataclismo. Corrió a socorrer el desorden —hacía unos cuantos años que odiaba el desparrame—, pero dudó al tocar la caja de latón desgastada. La cogió con los dedos arrugados y en su mente parpadearon recuerdos de una vida pasada, como el sueño de una noche de tormenta, había pasado una eternidad.




Se había quedado sentada, paralizada en esa neblina, sus dedos recobraron esa vieja tradición familiar de la inercia propia y abrió la caja. Se alegró con la salida de varios arcos iris y fue cuando Pandora salió a la calle sin paraguas. Sintió aquel aroma a hierba mojada en los pies descalzos y pasar las manos por las hojas perladas del rocío matutino, viendo cómo aquellos diminutos aljófares de agua rodaban como canicas. Reía con puestas de sol púrpura cuando ella se sentaba al piano de la calle y dejaba que sus dedos tropezaran como solían hacerlo. Juntos, sonrieron con todos los truenos que el cielo pudo reunir cuando volvieron a abrazarse. La vida pasó con la misma velocidad de la mitad de un año, en pleno cenit veraniego a la espera del olor a turrón y mazapán en el expositor del supermercado del barrio.




Mi pequeña, flota sobre el suelo del salón, agita su melena morena y gira la cabeza para mirarme. Estoy seguro que lo que veo es real. Al pellizcarme el antebrazo y sentir que la sangre se me encoge, mi teoría de que esto es un sueño se desmorona. En su lugar, el dolor se suma a la conmoción que siento al contemplar la escena que tengo delante. Entraba en la habitación, algo impalpable y a la vez sublime, por ninguno de estos placeres, sanguíneos. En ese instante, echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas canturreándoles mientras las mecía. No, pensarán que estoy loco o que he vuelto a comer hebras de tabaco. Recuerden este cuento, y no lo olviden, Érase una vez una chica llamada Pandora.


                                                                                               FIN


                          Dedicado a Edgardo Cozarinsky  Enero1939/Junio 2024 In Memoriam



Fotogramas adjuntados

 

Die Büchse der Pandoraaka (1929) By Georg Wilhelm Pabst

Avatar: The Way of Water (2020) By James Cameron

Pandora and the Flying Dutchman (1951) By Albert Lewin

Pandora (2019) By Mark A. Altman

 

 




La lluvia en Calais destapó el anhelo de venganza

 


A las afueras de Calais, la oscuridad nocturna se disipó más rápido que la niebla en una mañana de verano. Dejó al descubierto la solitaria figura de una mujer de mediana edad con el periódico del miércoles pasado sobre la cabeza para protegerse de la constante llovizna. Inspiraba el aire fresco y limpio, regalo de la tormenta que parecía marcharse. Sorprendía su penoso caminar por una estrecha calle que le seguía, paralela a un muro de almacenes abandonados, chapoteando, a través de los reflejos de los edificios en los charcos que rodeaban los adoquines rebosantes por las últimas tormentas. Mientras caminaba, cabizbaja, se debatía entre su complicada situación, que, por tercera vez en este año; le había hecho perder el trabajo y la habitación donde se alojaba. Todo se definía en una constante perenne. Ese palabro maldito: el pasado. Se dirigía a una iglesia local donde había oído que ayudaban a los necesitados. Un endeble grito rompió el silencio de la mañana. “Au secours”—Pronunciaba en francés de “un socorro desesperado”. Dobló la última esquina del almacén y se encontró con la escena. La voz gemía más fuerte. A unos cincuenta metros, vio la cabeza de un hombre en un agujero. Hacía señas con una mano mientras las yemas de los dedos de la otra luchaban por mantener su blanquecino agarre alrededor de un adoquín gastado y desconocido. Corrió hacia el hombre. Al acercarse se encontró con un gigantesco sumidero iluminado por las chispas de una confusión de cables subterráneos rotos; vio su cuerpo. Era un hombre de mediana edad, con el pelo ralo y blanco. En la calle, cerca de aquel boquete, había un maletín de cuero, algo que ella podría haber robado en circunstancias menos urgentes. —“Ayúdame”. Por favor. El hombre hablaba ceceando. Me dije—Joder! ¿Dónde había oído escuchado aquella voz?— Demasiados años.

 



 

Por debajo del hombre que luchaba por salir del agujero, el agua corría a toda velocidad, mientras el canal subterráneo de la ciudad se esforzaba por arrojar al mar, estos días de diluvio. Un penetrante hedor a cloaca le revolvió el estómago. Luchando contra las arcadas y el miedo a que la carretera siguiera cediendo, se arrodilló sobre los adoquines mojados y le agarró la mano. Sus dedos se encontraron y se apretaron con fuerza. Ahí, su mirada se deslizó por el brazo hasta su rostro y sus ojos. A la luz del amanecer, pudo ver que uno de aquellos ojos era azul y el otro verde. Azul y verde. Muy curioso. No hacía más que remover mis dendritas cerebrales. Aquellos inusuales ojos le obligaron a mirar mucho más de cerca la cara del hombre. Era, él, más viejo, más arrugado, pero sin duda él. Casi había renunciado a reparar el daño que le habían hecho. Un daño irreparable. Sí, hacía tantos años. Pero el destrozo seguía en su alma. Empero, su agresor estaba aferrado a ella en ese momento, suplicando por su vida. Mientras ella miraba fijamente a él. Los recuerdos reprimidos la inundaron y ahogaron todos los demás pensamientos. Por su mente pasaron imágenes rotas: una noche de luna llena, un cuchillo reluciente, burlas, rugidos, alientos a whisky, coñac. Un miedo indescriptible. Manos ásperas y callosas que le separaban las mandíbulas, una cuchilla que le rasgaba la lengua, sangre que le llenaba la boca y se le colaba hasta los pulmones, y sus piernas que se desplomaban sobre los adoquines. Se reían en ropa interior:—Judía pelirroja. Despierta, zorra, que viene lo mejor. Aquellos tipos eran alimañas, nada que pudiera parecerse a la condición humana: bestias. No pudo detener la embestida: esas manos peludas entre sus piernas, trozos de algodón metido en su garganta. Al borde la asfixia y sin quejidos. Toda resistencia a la violación de los leviatanes nazis fue en balde. Su frágil cuerpo golpeado con fuerza contra el pavimento y los cascos de los caballos desvaneciéndose en la noche. Más tarde llegaron voces apagadas: una sirena y pasillos iluminados que parpadeaban sobre su cabeza mientras las sombras se deslizaban cubriendo su mundo.

 



“Tira con fuerza” —dijo el hombre con el mismo ceceo apagado que antes había ordenado a los demás que le separaran las mandíbulas. Era el capitán Schneider. Increíble. No había la menor duda. Las frenéticas súplicas del hombre la devolvieron a la escena del sumidero y los ojos de dos colores diferentes se clavaron en los suyos. Se preguntó si se acordaría de ella, esa chica aterrorizada a la que había cortado la lengua, veinte años antes. Denisse Dreyfuss, era una mujer con los ojos gris acero, que todavía tenía abundante cabello, con muchas trazas canosas y recogido en una coleta. Habían pasado, por los menos, 20 años desde la masacre de Calais en 1940. Ya no era la hermosa joven de antaño, cuando,  pensando —erróneamente— que había traicionado a La Résistanc, con los alemanes, lo cual no era cierto. Aquellos malditos bastardos la destrozaron físicamente y mentalmente. Dos décadas entre las imágenes de ese día anhelado. Del cómo se vengaría, si se diera la ocasión y el azar se lo había puesto en bandeja. Clamaban unas plegarias sobre otras, exigiendo ser escuchadas. Se había imaginado llamándole a filas delante de su familia, atravesándole la garganta con una cuchilla, testificando ante un tribunal que le condenaba a cadena perpetua, drogándole en un café al aire libre y arrastrándole detrás del edificio, donde le infligía exactamente la misma herida: una lengua por otra. De repente, volvió al pavor del presente. Aquella mujer evitó los recuerdos, agarró la mano del hombre que la buscaba y tiró lo que pudo. Empero, era demasiado pesado para ella. Incluso podría haber resbalado un poco y ¡zas al garete! Recordó, de nuevo, aquellos años en los que pedir ayuda, igual que él ahora, y todo lo que recibió fueron portazos en la cara. La espalda de la gente que se daba la vuelta y esos niños que le arrojaban piedras y basura, mientras la señalaban: se reían y burlaban.




 

Los dedos del hombre se deslizaron aún más. Lo mejor que podía hacer, pensó, era retrasar su caída y esperar que alguien se topara con ellos antes de que ella desfalleciese. "Grita pidiendo ayuda"—le dijo. Con el tiempo se había adaptado a su lesión, pero en aquel momento volvió a emitir los mismos sonidos que en aquellos dolorosos primeros meses. Abrió la boca de par en par y vomitó ruidos indescifrables sin dejar de mirarle a la cara. Un segundo intento y vio lo que había soñado durante veinte años. Era imposible dejarlo pasar. Volvían todos los recuerdos. Los ojos del hombre se abrieron de par en par y de repente se entrecerraron. En ese desvanecimiento, se preguntó qué estaría recordando en concreto. —¿Se estaba arrepintiendo? ¿Sentía culpa por lo que había hecho? ¿Seguía creyendo que era una traidora? ¿O la expresión de su rostro era la constatación de que esta vez ella llevaba las de ganar? El agua brotaba y gorgoteaba como si la naturaleza quisiera al hombre para él, su propio cadalso. Miró al cielo despejado de la mañana y dio gracias a Dios por encontrarse en aquel lugar. Vio cómo sus ojos desorbitados iban transformándose del miedo a la muerte al terror de su certeza. Una suave paz la invadió y liberó una fuerza reprimida. La rabia y el ansia de venganza con la que había vivido durante años parecían evaporarse. ¿Debía intentar salvar al hombre? Ese pensamiento fue interrumpido por otro: ¿seguía siendo una amenaza? Mientras se aferraba al hombre y se preguntaba qué hacer… De inmediato se escuchó el ruido de los neumáticos sobre los adoquines. A la derecha, apareció un vehículo policial. Tiró, todo lo que pudo. Aunque, el hombre de los ojos de dos colores ya dejó de latir.

 

                                                  

                                                                                FIN

 


                      

                            Dedicado a Paul Auster febrero 1947/ abril 2024 In Memoriam



Fotogramas adjuntos

 

Behind the door movie 1919 By Irvin Willat

Death and the Maiden (1994)  By Roman Polanski

Shura (1971) By Toshio Matsumoto

The Debt (2010) By John Madden

 





Una primavera con muy mala leche; el psiquiatra engañado y los demonios internos

 


Se han preguntado en alguna ocasión, eso, de ¿Por qué no dejamos de luchar contra nuestros demonios internos e intentas negociar—contigo mismo— darte una pequeña tregua? He pasado unas semanas raras e insomnes. La culpa de todo; se rompió el Pc de sobremesa, el portátil y otro que es muy viejo y lo tengo por puro romanticismo tecnológico. Sé, que tiene un nombre anglosajón, esta manía, pero estoy asténico. No quiero rebuscados ni palabros de Don Juan Manuel.  El sábado pasado comenzó la maldición, después de una noche de sueño intranquilo, la mañana se convirtió en una montaña rusa. Pensé que las preguntas que tenía pendientes querían tomar algo; por ejemplo, cafeína. Éstas, muy gentilmente, me agradecieron mi hospitalidad y se tomaron la libertad de pedir un expreso descafeinado. Hablo de las preguntas. Recuérdenlo. Los galenos nos advierten que la cafeína nos pone nerviosos. Puede, pero que cosas que no acaben, en ina, terminan por sacarte los nervios y cambiarte los colores. Admites que estás agotado de mirar siempre por encima del hombro, esperando que ocurra lo peor. Hasta tu jefe parece haberse dado cuenta de que no cumples con los plazos y la calidad de tu trabajo es cada vez peor. Las alarmas se disparan, y uno, no puede más, como el viejo boxeador: tira la toalla. Estoy muy cansado. Trabajar de noche, mantenerte despierto, nos deja de mala leche y se paga por la mañana con quienes más quieres. Ese mal humor matinal, te está cavando tu propia cripta. Me preocupa— En serio. Sabía, de un tipo, que no aguantaba más y los remordimientos le han llevado a olvidarse del aseo dental. Siente tanta vergüenza, como mal aliento deja por dónde pasa. Hasta, la ha tomado con el agua. Apenas, tiene tiempo para ducharse, por no decir, que anda con el síndrome del gato escaldado. Huye del agua. Realmente, apesta. Alguien que se preocupa por él, le ha puesto alguna pila de litio y ha conseguido convencerlo para que ir a una terapia psiquiátrica,  una vez a la semana. Han pasado dos semanas y esta pareja se han enamorado de la jodida terapia. Ni calvo ni tres pelucas. Va vendiendo las bondades de su cháchara y el mindfulness. Evidentemente, se han comprometido a recuperar todas esas oportunidades perdidas, pero están de acuerdo en que los ataques de pánico comienzan a ser más cortos y menos intensos. Por lo menos, el asunto de la higiene y la mala uva va por buen camino.




                                      Quince días después del primer encuentro con el Dr. Elías


Los demonios personales de Luis y Elsa pueden ser sorprendentemente cooperativos si les recuerdas que una vez fueron ángeles.—Ríen, al unísono. Sólo Dios sabe lo que hacen esos bichos cuando no están arrastrándose por sus mentes, revolviendo recuerdos para revelar el jodido trauma, que se esconde debajo de sus máscaras. Se despiden con sus garras. Nos vemos el próximo martes a las 5 de la tarde. Atropellados, y tropezando, camino de la puerta de salida. Cuando, Luis espeta:— Queda pendiente…, un pequeño asunto Dr. Elías. Perdona. Por favor, quería preguntarle por los demonios internos. —El careto del comebolas, Dr. Elías, alucinante— insiste con cierto apuro; a la próxima cita… Al final, se marchan como si no les hubieran servido el postre en su restaurante de cocinero mediático, esperando 7 meses, en una lista de espera, para esa cena. Pero, el colmo, viene porque no son muy buenos con la tecnología. Pasan los días y durante dos semanas: vuelve la angustia y la apatía. Te llaman cada cinco minutos del trabajo para recordarte que el martes vuelves a tu silla. Te llenan el correo electrónico de anuncios de pastillas para adelgazar. Te envían emojis de una mujer encogiéndose de hombros y poniendo los ojos en blanco como solía hacer Elsa. Comparten publicaciones en las redes sociales de tus hijos con un  supuesto novio, que no saben de donde ha salido ni conocen. Sacan a relucir calcetines y guantes perdidos bajo el sofá del pasado invierno. Hasta que comienza un fuego cruzado por aquello del cuando te quedaste con los niños un fin de semana que no era Navidad. Bien, han pasado 17 días y la moral está muy tocada. Llega el martes a las 16:45 en la puerta de la consulta del Dr. Elías. El terapeuta, los saluda y asiente con simpatía. —No pasa nada, tengo mucho trabajo—Sólo intentábamos ser amables. No sabíamos que estabas ocupado y pensamos que te interesaría lo que hemos encontrado. De inmediato, el entrecejo de comebolas, se tuerce. Es digno de estudio antropológico y su cara un poema. Luis y Elsa con cara de vendedores del Círculo de Lectores. —De verdad, nos haría mucha ilusión.—Uno que no sabe que decir y sigue pseudocatatónico. Así, a bote pronto, nuestra pareja neurótica, le proponen una invitación para cenar. A ver, no es una peli de aquellas que hacía Allen, antes de perder los cascabeles. No, no. Esto es más cercano, casi como un momento Erasmus. Cómo si fueran esos viejos amigos de la Universidad que no has visto en 15 años. 






La cara del Dr. Es la de un tipo solitario, muy cansado de todas esas comidas en el microondas, mientras otea expedientes y un pequeño TV al que no hace ni caso. Pasa esa imagen, de nuevo, y dices; ¡Qué cojones, por qué no! Aceptas su invitación. Pues, da la casualidad, que conocemos el sitio perfecto. Es una Trattoria donde Elvira (la ex esposa del Dr. Elias) le dijo que quería el divorcio. Se escucha una canción de Lana Del Ray, en ese instante, es la misma que sonaba entonces cuando acusaste, a tu ex mujer de tirarse al vecino. Por suerte, la melodía cambia, y ahora, es Johnny Cash, el músico favorito de tu padre. Recuerdas la voz grave de Johnny zumbando en los altavoces del camión cuando te llevaba al entrenamiento de las ligas menores. Tu corazón palpita como un viejo motor que se enfría cuando recuerdas la última vez que salió del camino de entrada para no volver jamás. Cuando, los dos, a la vez:

¿No te gusta esta canción?

De repente, el Dr. Elías se teletransportó a un tiempo muy lejano. Era muy joven, abundaba el pelo por la coronilla y parietal e ir en camiseta de manga corta era un regalo para los ojos de aquella estimada vanidad. Nuestros amigos Luis y Elsa—remarcan. Ahora llega lo mejor de la noche…Su sinceridad cala más hondo con cada acto de amabilidad. Un camarero con un mostacho a lo David Niven aparece con unas cajas de bombones gourmet, seguidas de cestas de galletas de regalo y unos chupitos de Limoncello. Nuestro Dr. Entró en pleno éxtasis. Cuando Luis le advirtió—Mastica esas calorías, Hey Man! Rechinando los dientes por todas las veces que tu ex mujer te pinchó la cintura y te dijo que estabas demasiado gordo. Recordó cómo tu madre solía esconder un montón de barritas de Huesistos por toda la casa para poder tragarse su desesperación semidulce mientras dormías. —Y como murió, eh, Elías: sola y llena de remordimientos, como probablemente morirás tú. Para. Para esto—Gritó un desesperado Elías. ¿Podemos volver a como estaban las cosas? Por un momento, el camarero y el resto de los comensales alucinaban.


El Dr. Elías está hablando sólo. Haciendo ademanes a la silla de al lado. —No tienen ni puta idea de lo que es aguantar todos los días las mismas monsergas. Les ruegas que negocien otro sábado y, sorprendentemente, acceden. Sin embargo, llegan pronto y se cuelan en tu cita del viernes por la noche con esa mujer de contabilidad. Le levantan el pelo y soplan su aroma a lavanda en tu dirección.—Jodida lavanda. El olor del champú de Elvira. Piden chupitos de tequila. Siguen sirviendo margaritas mucho después de que les cuentes todos los trapos sucios de tu anterior matrimonio.— Tu cita, esa que has tenido que hacer lo más heroico de tu vida, no deja de mirar el reloj e insinúa que se está haciendo tarde. El camarero le espeta: Dr. Elías, se encuentra bien.—Claro que estoy bien, Alberto. Dame la cuenta. Enseguida. A la mañana siguiente, en casa de Luis y Elsa, apenas se oye nada. Legañas y la sensación de tener los párpados llenos de tierra. Una resaca del 29 va a marcar un lluvioso día de primavera. Posiblemente, el mismo que se encuentra a buen recaudo, bajo una almohada asfixiante. —Se oye el ruido de los platos, en la cocina moverse; y es una perforación de tímpanos. Las puertas de los armarios se cierran de golpe. Los cajones de los cubiertos se desparraman por el suelo de la cocina. El triturador de basura gorgotea enjuague bucal y Elsa con la boca llena de pasta dental contesta:— ¿Por qué no me dejas en paz? Luis: eso lo dijo ayer el Dr. Elías. Algo muy parecido. Elvira dice—¿Qué cojones—Si eso mismo dijo, qué demonios queréis? Y dijiste:— Sólo queremos ayudar.—Ayudar! Eres una venganza, tío. A ver, ya no te acuerdas de los demonios internos y tus affaires. Hombre habló D. Damien que drogó a su psiquiatra sólo porque se follaba a tu antigua novia de la facultad. Elsa, de buen rollo:—¿Tienes algo más que café descafeinado? Va a ser un día largo, cariño. Hala, ponemos el  filtro de café blanco en mano, respiras, miras al techo y consideras una nueva táctica: rendirte.—A ver, Luis lo tuyo es realmente diabólico y preocupante. Lo dicho, la primavera, tiene estas cosas.

 


                                                                                    FIN

 



                                  Dedicado a Jaime de Armiñán marzo 1927/abril 2024 In Memoriam


Fotogramas adjuntados

 

Spellbound (1945) By Alfred Hitchcock

Annie Hall 1997 (By) Woody Allen

Das testament des dr. Mabuse (1933) By Fritz Lang

Sling Blade (1996) By Billy Bob Thornton