Marcel Proust: 100 años de intacta genialidad. 35 años después, aquel ingenuo recluta, sigue leyendo en Toledo

diciembre 05, 2022 Jon Alonso 1 Comments


 

En la década de los años 20, uno de los muchos críticos literarios que han dicho de todo sobre Proust, afirmó lo siguiente; "puede que no sea lo que su héroe se propuso ser en su infancia, el mejor escritor del mundo, pero él es uno de esos". Es una afirmación realmente, hermosa, cuasi cristalina. Creo que es una de esas frases a la que todo escritor le gustaría, un día cualquiera, dijeran sobre él. Tenía 19 años, siendo un recluta, en la Academia de Infantería, hace ahora, 35 años. Alguien me dijo que la biblioteca era realmente fascinante y tenía 10 meses, por delante de mucha mili. Nunca pude llegar a imaginarme que, aquel lugar tan exquisito, pudiera darme tan gratas alegrías. Una tarde fría, como la de hoy, ensimismado en la vetusta biblioteca de la Academia de infantería toledana; todo se paró delante de mí. Un arrebato, para un chaval rebelde, que observaba la belleza de aquel lugar y la gran cantidad de joyas de negro sobre blanco, encuadernados en hermosos lomos: Moravia, Kafka o Twain… De verdad, que aquellas personas que piensen, en esto de lo castrense como un lugar de salvajes y pshychokillers (algún que otro, como en toda familia), pero cavilen en Garcilaso de la Vega o Calderón de la Barca, insignes infantes de Toledo. Pero mi mayor gloria, estaba a un metro, cuando me di de bruces con un tal Marcel Proust. Todavía tengo el recuerdo, del olor de las literas a hachís y colonia Brummel, mientras encendía un pitillo de Fortuna, en las tediosas tardes de verano. Mientras leía las páginas de El amor  de Swann. Los días pasaban entre el abrasador calor manchego y las actividades de instrucción, en tácticas de combate, por un campo de tiro y maniobras que estaba lleno de conejos con mixomatosis. Imagínense de que maneras llegue a hacerme una idea del rostro de Odette. Luego, llegas a la conclusión, que tras el paso de esos 35 años y mi primer encuentro con Proust —que el fenómeno francés— tiene razón: la lectura temprana nos trae el mundo que nos rodea, con palabras. Cuando presenta la tesis del escritor que mayor influjo produjo al escritor galo, John Ruskin, éste, aún no ha escrito “En busca del tiempo perdido”, continúa con su himno a la lectura. Esta última, para el escritor inglés, según explica Proust, “exactamente una conversación con hombres mucho más sabios e interesantes que los que podamos tener la oportunidad de conocer a nuestro alrededor”. Una pura maravilla, entonces. Al desafiar a Ruskin en un punto, Proust va más allá. La noción de “conversación”, matiza, quizás no sea la más adecuada para “llegar al corazón mismo de la idea de lectura”. De hecho, podemos tener amigos preciosos y brillantes con quienes conversar. Sin embargo, la principal diferencia “entre un libro y un amigo no es su mayor o menor sabiduría, sino la forma en que nos comunicamos con ellos, la lectura, a diferencia de la conversación, que consiste para cada uno de nosotros en recibir comunicación de otro pensamiento, pero permaneciendo solo, es decir, continuando gozando de la potencia intelectual que se tiene en la soledad y que la conversación disipa inmediatamente, sin dejar de poder inspirarse, de permanecer en pleno trabajo fecundo de la mente sobre sí misma”. Proust habla, por tanto, del "milagro fecundo de la comunicación en la soledad", precisando, sorprendentemente, que esta grandeza de la lectura es también lo que determina su inconcluso y lo que debe hacernos tomar conciencia del "papel a la vez esencial y limitado que la lectura puede jugar en nuestra vida espiritual”. ¿Sería por tanto una maravilla necesaria pero insuficiente? Leer, escribe Proust, es una amistad” que “se dirige a un muerto, a un ausente”, y eso tiene su precio. Los libros, prosigue el escritor, no exigen amabilidad por nuestra parte y por tanto permiten la “amistad sincera”. No los frecuentamos para complacerlos, sino porque “queremos”. En el centenario de la muerte de ese genio, de ojos expresivos, eso nunca ha sido más cierto de lo que es ahora, como lo demostraron algunos de los escritos ocasionados aprovechando la celebridad, de la publicación: El amor de Swann, el primer volumen de la obra magna de Proust.



Es casi imposible encontrar un artículo sobre el aniversario que no contenga la palabra "magdalena”. "De todo lo que se ha escrito de Marcel Proust" y escribió: "poco se ha dicho de lo que está contribuyendo a la novela en este hito creciente". Algunos críticos la descartan como una novela de modales; Otros lo aprecian como un producto de estilo. Nadie ha señalado que "La búsqueda del tiempo perdido" es un renacimiento e incluso, una recreación de la materia vieja y el viejo método en nuevos efectos, es lo que toda novela debería ser: un descubrimiento de algo nuevo tanto en la vida como en el arte, en la literatura mundial. Esta novela no tiene héroe, ningún personaje dominante cuyo destino sea la preocupación del lector. Sin embargo, a menos que el lector de estos volúmenes vea que el carácter anónimo, negativo e impersonal del niño, niño y joven que sucesivamente tiene el lugar de héroe es un triunfo de la habilidad creativa, tanto más poderoso porque su discreción es el punto de vista desde el cual observa, analiza, proyecta, pinta grupos enteros, se pierde la primera maravilla de la habilidad de M. Proust... El prólogo, un exquisito ensueño, establece el estado de ánimo poético del héroe, cómo debe ver su mundo. Tal vez nunca se haya demostrado que la memoria sea lo que Platón la llamó: la madre de las Musas. El dolor, la sensibilidad, el sufrimiento inexplicable de un niño nunca se han destilado en una poesía más melancólica. La psicología infantil tiene algo precioso en estas páginas, tal como lo tiene en "Retrato del artista" de James Joyce. El método de M. Proust es de los dos el más racional...La poesía se profundiza a medida que la memoria penetra sin miedo en el santuario de la emoción, la pasión, la belleza de todo tipo. Un joven temperamental e intelectual y su mundo viven para nosotros de nuevo, un mundo donde el pálido elenco de pensamiento admite poca alegría, pero toca en cambio nuevos temas toda una época donde el estado de ánimo da perspectiva a todas las escenas. ¡Cómo todo se expande y profundiza porque el revivir mental acelera la conciencia a un poder casi mágico! En el estilo más reciente, Las ciudades de la llanura o Sodoma y Gomorra, en 1928, el crítico Joseph Wood Krutch revisó cada nueva traducción de Moncrieff a medida que se publicaban. Quizás la característica más reveladora de la serie de reseñas, extraída a continuación, es que casi todas y cada una de ellas llaman a cada libro sucesivo bajo revisión al menos tan bueno, si no mejor, que sus predecesores. Uno "no cede a ninguno de los volúmenes anteriores en interés o belleza"; otro "es al menos un ejemplo tan llamativo como cualquier otro de la naturaleza de esa sensibilidad que le es peculiar"; y otro, el último, es "más esencial que cualquiera de los otros volúmenes individuales para una comprensión de Proust". Al leer las críticas (no recopiladas) de Krutch sobre Proust ahora, uno se despierta no solo al poder de la escritura de Proust y de los mejores escritos sobre Proust, sino también a la emoción que debe haber sido leer su trabajo, como escribió Krutch, "como han aparecido uno por uno" en lugar de "de un solo trago". Empero, Proust es una gran fiesta: y luego nos encontraremos con decenas y decenas de celebraciones, salones, grandes hoteles, grandes cenas, como si la vida se manifestara al máximo en su relación entre verdad y ficción precisamente en estos rituales mundanos. Estamos en los años treinta,  el príncipe Jean-Louis de Faucigny-Lucinge, su pareja —Baba d´ Enlanger— da una fiesta temática sobre la moda entre 1880 y 1905, y ya algunos de sus invitados aparecen vestidos como personajes de la búsqueda. En su colosal obra, Proust había trasladado la nobleza al arte, ahora la nobleza traslada su arte a la mundanalidad. El ciclo se cierra perfectamente. El joven Marcel Proust, hijo de un médico y científico burgués y del descendiente de una familia de corredores de bolsa judíos, entra en el círculo de la aristocracia, haciéndose apreciar por sus cualidades de hombre de mundo, un conversador brillante, misterioso y muy nocturno. ”Dolorida, enfermiza, muy pálida, translúcida, lunar”, como la describiría Maurice Duplay. La mariposa, especie de arcángel inquieto e inquietante, ha elegido a los aristócratas: los mejores se mezclan con ellos, los únicos cuya superioridad tiene algo de natural y desmotivado. Entonces la mariposa, invirtiendo el curso de las cosas, se transformará en crisálida, en la más severa de las metamorfosis.




Cerrándose en sí mismo, en la oscuridad asfixiante de su enfermedad y de su habitación, consagrando su vida a la composición de una obra-mundo como En busca del tiempo perdido, con sus siete volúmenes, desde Swann's Road estrenada en 1913 hasta Il tempo recuperado, lanzado póstumamente en 1927. Una vida transcurrida entre los salones más célebres de la época, que el crítico  Scaraffia describe con un garbo y una simpatía irónicos y cómplices, entre Madame Lemaire, Madame d'Aubernon, entre la Condesa de Chevigné nacida Sade, descendiente de la Laura de Petrarca y del Divino Marqués y del Conde Roberto de Montesquiou, dandy y poeta, acaba cerrándose, envolviéndose... En un apartamento burgués, o mejor dicho en una habitación individual en penumbra, con alfombras clavadas en el suelo, paredes revestidas de corcho, y cápsulas de algodón empapadas de cera en las orejas para hacer aún más completo el desapego del mundo. Sin embargo, todo ese mundo, fatuo y como si hubiera sobrevivido, presta sus rostros a los personajes principales de la Recherche: la señora Verdurin, la duquesa de Guermantes, el conde Charlus no habrían nacido si Proust no hubiera buscado y frecuentado ese mismo mundo. Además de los aristócratas, Proust entra en contacto con políticos, músicos, escritores: Anatole France, Oscar Wilde, de quien sólo recuerda la corbata gris tórtola. D'Annunzio, que hace un chiste mordaz sobre el pobre Fogazzaro, Gide, con en el que habla del «uranismo», como entonces se definía la homosexualidad pasiva. Y conoce amigos como Reynaldo Hahn, músico, con quien tiene su primera relación homoerótica: es él quien relata el primer afloramiento de la llamada memoria involuntaria en el futuro escritor, encantado y perdido frente a una rosaleda en La casa de campo de Madame Lemaire, o como Alfred Agostinelli, el chófer, y Albert Nahmias, el secretario, ambos se fundieron en el personaje de Albertine. Pero el centro de su vida es su madre, Jeanne Weill, quien, consciente del genio de su hijo, sin embargo lo trata como a un niño retrasado: el beso perdido de su madre a la edad de siete años es la fuente de un trauma incurable para él, que cuando se le pregunta en el cuestionario: cuál es el colmo de la infelicidad, responderá: estar separado de mi madre. Antes de morir cuidado por la fiel Céleste, la última palabra que pronunció fue: madre. A Proust le encantaba concertar citas en el hotel Ritz a la una de la madrugada, derrochando todo el dinero en propinas, como aquella vez que, con los bolsillos vacíos, se encontró pidiéndole al portero 50 francos prestados, y luego se los dio. Volver a él diciendo: ¡Son tuyos! Le encantaba vestirse a la moda de su juventud, forraba sus abrigos con pieles y temía el sombrero de copa en la cabeza porque siempre tenía frío. La rica anécdota que nos sirvió la jugosa idea de aquellos mecenas de arte británicos Sydney y Violet Schiff conspirando para reunir, en su opinión, a los cuatro artistas vivos más importantes: Pablo Picasso, Igor Stravinsky, Marcel Proust y James Joyce. Al igual que con cualquier velada artística, los relatos de la noche varían enormemente. Según el libro de Craig Brown, “Hello Goodbye Hello: A Circle of 101 Remarkable Meetings”, Joyce llegó "en mal estado y borracho" y estaba terminando su día justo cuando Proust —que apareció a las 2 de la mañana— estaba comenzando el suyo. Cualquiera que sea la cuenta que elijas creer (y hay muchas), los dos no se llevaron bien. Estos son solo algunos: Como le dijo James Joyce muchos años después a Jacques Mercanton: "Proust hablaba sólo de duquesas, mientras que yo estaba más preocupado por sus camareras". Como le dijo James Joyce a su amigo cercano Frank Budgen: "Nuestra charla consistió únicamente en la palabra "No". Proust me preguntó si conocía al duque de fulano de tal. Le dije: "No". Nuestra anfitriona le preguntó a Proust si había leído tal o cual pieza de Ulises. Proust dijo: "No". Y así sucesivamente. Por supuesto, la situación era imposible. El día de Proust apenas comenzaba. “El mío había llegado a su fin". Como dijo William Carlos Williams: Joyce: —He tenido dolores de cabeza todos los días. Mis ojos son terribles. Proust: —Mi pobre estómago. ¿Qué voy a hacer? Me está matando.



De hecho, debo irme de inmediato. Joyce: Estoy en la misma situación. Si puedo encontrar a alguien que me tome del brazo. ¡Adiós! Proust: Charmé. ¡Oh, mi estómago! Como lo dicho por Ford Madox Ford: Proust: Como digo, Monsieur, in Du Côté de chez Swann, que sin duda usted tiene – Joyce: No, Monsieur. (Pausa) Joyce: Como dice el Sr. Bloom en mi Ulises, que, Monsieur, sin duda ha leído... Proust: Pero no, Monsieur. (Pausa) Proust se disculpa por su llegada tardía, atribuyéndola a la enfermedad, antes de entrar en los síntomas con cierto detalle. Joyce: Bueno, Monsieur, tengo casi exactamente los mismos síntomas. Solo en mi caso, el análisis... Sin embargo, este hombre cuya voz Cocteau juzgaba vacilante y el paso de Colette con él, como de un "joven de cincuenta años", que se convirtió en el autor, en el que muchos reconocen al más grande novelista del siglo pasado. Había en él un hombre de mundo exquisito y exhausto, y tal vez un hombre perseguido por un "viento embravecido", como lo veía Colette. Un artista inquieto e inquietante, que supo, como escribió en su ensayo Contra las tinieblas, que “si el poeta viaja por la noche, debe hacerlo como el ángel de las tinieblas, trayendo luz”. Las conversaciones eran ingeniosas, los salones eran emocionantes y los artistas, incluso los artistas contemporáneos, incalculablemente geniales. En una palabra, respetaba sus deseos, sus gustos y sus diversiones, y por lo tanto, aunque la experiencia podría ser predominantemente dolorosa, no era ni sin sentido ni mezquina. Y ese es quizás el secreto del encanto individual de su mundo. Es uno visto con la libertad crítica del pensamiento moderno y uno en el que gobierna el escepticismo. Sin embargo, también es de alguna manera glamoroso". El filósofo Maurice Merleau-Ponty dijo de la obra “En busca del tiempo perdido” del genio francés dixit: “Nadie ha ido tan lejos como Proust en la fijación de las relaciones entre lo visible y lo invisible, en la descripción de una idea que no es lo contrario de lo sensible, sino algo así como su forro y su hondura”, planteó el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty. Quizá que la muerte estuviera rondando tempranamente lo llevó a pulsear contra el paso del tiempo por la vía de la única eternidad a su alcance: el arte literario. Aun para aquellos que reniegan de su estilo, Proust es como un alquimista de la belleza que logra transformar en un milagro imperecedero lo más pequeño e insignificante. Se llegó a decir que Proust era “un Balzac degenerado”. Venía de casa bien, con dinero y no era joven. Además, se cuestionó al jurado y el primer presidente de la Academia Goncourt, Léon Daudet, ya no practicó las condiciones estipuladas. Finalmente, y con una contundente respuesta, Monsieur Daudet, dixit; se ha premiado el talento, no la juventud, y que Proust “se adelanta a su tiempo en más de cien años”. El 21 de diciembre. Lévy, que escribió bajo el seudónimo de André Arnyvelde, al igual que Bois, notó la palidez del rostro del escritor. También mencionó por primera vez en forma impresa la habitación forrada de corcho que se convertiría en legendaria. Exagerando la reclusión de Proust, Arnyvelde escribió que el escritor se había retirado del mundo hace muchos años a un "dormitorio eternamente cerrado al aire fresco y la luz y completamente cubierto de corcho". Proust fue citado diciendo que su reclusión había beneficiado su trabajo: "La sombra, el silencio y la soledad... me han obligado a recrear dentro de mí todas las luces, la música y las emociones de la naturaleza y la sociedad". La neumonía acabó con el talento visionario literario más importante del siglo XX y una última exhalación, Marcel pronunció sus últimas palabras: “¡Oh, sí, mi querido Robert!”. Su corazón dejó de latir con los ojos abiertos; sus ojos hiperexpresivos. Hoy en este 2022 de centenario, también se cumplen 35 años, que este amanuense, vestido de recluta castrense, descubría en la biblioteca de Calderón de la Barca, el Bolo (Toledo), su encuentro con el genio, que una vez volvió a replicar un frase lapidaria: “A veces el futuro está latente en nosotros sin que lo sepamos, y nuestras palabras supuestamente mentirosas presagian una realidad inminente.”



                   Dedicado a la memoria de Dominque Lapierre julio 1931/diciembre 2022 In Memoriam




Fotogramas adjuntados

Marcel Proust retrato

Le Temps retrouvé (1999) by Raoul Ruiz

Portrait-souvenir: Marcel Proust 1962 By Gèrard Herzog

La Captive (2000) by Chantal Akerman

 



Bibliografía consultada y recomendada

A la recherche de Marcel Proust by André Maurois 2003 Ed. Memorie du livre

L'Impossible Marcel Proust By Roger Duchêne 1993 Ed. FeniXX réédition numérique (Robert Laffont)

Marcel Proust et l'existentialisme By Pauline Newman 1953 Ed FeniXX réédition numérique

Hello Goodbye Hello: A Circle of 101 Remarkable Meetings By Craig Brown  2013 Ed. Simon & Schuster








1 comentario:

  1. Extraordinario texto y fantástica coincidencia.
    Yo también me leí los tomos de En Busca del Tiempo Perdido, uno y una hasta el final, cuando hice el Servicio Militar.
    Un abrazo

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