El piloto amnésico y el diablo









El biplano que pilotaba Alexander Jakov iba dando tumbos, tras ser alcanzado por las defensas antiaéreas. Los daños eran muy graves; fallaba la bomba de aceite y los depósitos de combustible habían sido agujereados. Perdíamos gasolina a chorros. Al teniente AJ no le quedaba otra opción que buscar algún claro para el alunizaje. No hacía mucho tuvo constancia del vuelo por encima de la costa mediterránea, gracias al radiotelegrafista. Empero la maniobra llegó bruscamente. A pesar de la pericia de Jakov y la convicción, en él, de sus cinco compañeros; la elíptica inclinación del aparato hizo que el morro se arrastrara por un suelo arenoso y desigual, haciendo que la hélice de aquel viejo Heinkel 111 se partiera en tres trozos. Finalmente, el cazabombardero, comenzó a frenarse, ante unos árboles que flanqueaban el claro de un humedal. El teniente Alexander Jakov, empapado de agua y barro, tenía un fuerte acúfeno en el oído izquierdo. Un ruido ensordecedor, que le hacía gritar horrorizado. Su cuerpo se sacudió violentamente, mientras lo que quedaba del vetusto biplano yacía, en una enorme nube de polvo y humo. Lanzó alaridos de los nombres de su tripulación. Aunque, lo único que se escuchó fue una brutal explosión en el tanque de cola. Se hizo un silencio sacro y tenebroso. Algo tan conmovedor como el olor metálico de la sangre fresca. Huele a cobre recién cortado. Es un olor limpio e impersonal, que sorprende la primera vez que se percibe. Luego cambia rápidamente a un aroma fétido, quizá más dulce, al morir las células y cuajar los hematíes. La luz matinal se filtró por la ventana de la exigua habitación e iluminó el rostro —lleno de cortes e incrustaciones— de Alexander, quien abrió el ojo libre de vendaje para ver que se encontraba en una cama que gruñía con el más leve movimiento de su cuerpo.















Estaba aturdido y confuso. Le vino a la memoria el aterrizaje forzoso y el terrible choque final contra los árboles, pero no recordaba nada de lo sucedido después. Pasó su mano por encima del vendaje de su ojo y temió tener una herida que pudiera privarle de seguir siendo un piloto. No obstante, esa preocupación la dejó para otro momento. Ahora lo que más urgía era averiguar dónde estaba. ¿Quién le había atendido y que harían con él? ¿Cómo logramos despreciar nuestro cuerpo y someterlo a una profunda dejación? Cuando el alma que lo posee lo azota sin castigo. Había sido abatido en territorio republicano y eso hacía que su futuro más inmediato, probablemente, no fuera muy halagüeño. Ya que pilotaba un bombardero de la Luftwaffe. Retiró la manta que cubría su cuerpo y comprobó que sólo tenía algunos golpes, rasguños y un tobillo vendado. De inmediato, comenzó a oír unas voces provenientes de fuera de la habitación y se volvió a cubrir con la manta. Escuchó una conversación sin lograr entender nada. Alexander no sabía ni una sola palabra de español, pero lo había oído hablar, y llegó a la conclusión de que lo que escuchaba era probablemente; una lengua autóctona del país. Esto no le animó en absoluto, dedujo que quienes estaban al otro lado de la puerta de la habitación eran; o bien anarquistas o comunistas, o quien sabe qué, dispuestos a llevar a cabo el interrogatorio de turno. Jakov, era lo que se dice un hijo de matrimonio entre alemanes y polacos. Era un tipo creyente, de esos que piensan, que llamamos alma a una gran virtud, por el hecho de ser la conciencia del ser humano. Algo así, como el principio de los mayores sentimientos.















Todo un mágico contubernio de emociones que nos permite hacer las locuras más inimaginables y llegar hasta los estadios más altos de la degradación humana.—Y se preguntaba: ¿Pero qué hago yo aquí? ¿Dónde está Tessia y que lejos queda la hermosa Cracovia? Yo teniente del ejército nazi... Cómo puedo llevar estas ropas, si son mis enemigos. Me desangro y sólo veo el sagrado corazón de mi Dios. Gracias a él, la sensación de angustia se apaciguaba. Una ambulancia republicana me sube en una camilla. Dicen que me van a hacer una transfusión y me preguntan mi grupo sanguíneo. Les digo que soy del grupo AB, receptor universal. Empero, cada vez estoy más débil y siento un susurro perturbador en el viejo hospital. Algo así, como, este tipo va a necesitar mucha sangre… El bazo lo tiene destrozado. No hay suficiente cantidad... Es el fin, de mi viaje. Pierdo el conocimiento y despierto postrado en una cama con un cabecero enrobinado de color blanquecino agrietado. A juzgar por mi barba, llevo dormido más de 48 horas. La verdad, es que no tengo ni puta idea. Un médico con sonrisa de felicidad permanente; me dice que me han operado y todo ha ido muy bien. Me han sacado metralla del intestino delgado y me han extirpado el bazo. También me han eliminado unos pequeños trozos de metal del avión, que andaban por el jodido fémur.












No recuerdo muy bien las lecciones de anatomía de las clases de Ciencias, pero me hago una idea. A pesar de la sonrisa, casi de gilipollas, aquel Dr. Era una eminencia. Un tipo legal y con un gran sentido del deber. Gracias, amigo. Me contestó de nada con un; “You´re welcome, friend”, en un perfecto inglés. ¡Qué alivio, el cirujano de la sonrisa afable hablaba inglés! España es sorprendente. De repente, recuerdo aquel humedal lleno de barro y rodeado de mi equipo de cabina; el radiotelegrafista muerto y el segundo piloto artillero con las tripas fuera, en un enorme charco de sangre y juncos. No recuerdo nada de la misión. ¿Pero, cómo demonios acabé pilotando un Heinkel 111 sobre el Ebro? Le pregunté al médico de la sonrisa que hablaba inglés, si sabía de alguien de los que perecimos en el aterrizaje y con una gran mueca me dijo; todos muertos. Don't worry Lieutenant… Se pondrá bien. Y, please, ¿qué sitio es éste? Estamos en el Hospital militar Pére Virgil de Barcelona. Sonreí y le mostré el pulgar en alto. Volví pleno de cansancio al territorio de Morfeo. Cuando desperté, me vi en un chamizo, sonaba de fondo “el día que yo nací” de Imperio Argentina”. Se me acercó un capitán italiano, de bigote ridículo y me dijo: el tenente de la Germania. ¡Ya está presto! ¡Bravisimo! ¿Pero, dónde cojones estoy por Dios? Andiamo, amico, stai nella capitale del regno, tenente... Madrid! Y allí me quedé con los ojos llenos de pánico. Mientas el capitán italiano subía el volumen de la radio y bailaba como poseído por el diablo…Ya lo dijo Dios; quién es malo en el cielo, irá al infierno.




                                        

                                                 FIN





                              Dedicado a Albert Finney mayo 1936/febrero 2019 In Memoriam






Fotogramas adjuntados


Twelve O'Clock High (1949) by Henry King
Hell's Angels (1930) by Howard Hughes
Sully (2016) by Clint Eastwood
Tmavomodrý svet (2001) by Jan Sverák







                    

Una gran historia de seis años








Seis años dicen que se tardan en escribir una gran historia, donde la tinta negra se convierte en roja. Roja como la sangre de un corazón perforado, por una flecha envidiosa y traicionera. en plena pasión de la vida. La leyenda de una historia sin futuro; tan cercana y tan lejana, como tantas otras vistas, a lo largo de nuestras vidas. Atestada de ausentes emociones de los instintos, envueltos entre recuerdos —inverosímilmente fieles— de lo que sólo ocurrió en secreto. Entre provocaciones implacables y complicidad, a base, de medias sonrisas en las que caben universos enteros. Tantas noches amándose en el borde de un precipicio insostenible. Aún, a sabiendas, que no podían mantenerse más horas de las que tenía el reloj. Si se dieron una pequeña tregua para tomarse la justicia por su mano. En aquella pensión barata con la piel a trozos y un aura malvada que los sitiaba —de nuevo— para no permitirles ignorar; que algo cambió el día que se conocieron. A veces, ni se miran de las ganas que se tienen el uno al otro. Puede que esté roto el fregadero o se haya terminado la bombona de gas.












Pero siempre, liquidándose, pensando que la vida no ha continuado, ni se ha movido. Todo un bloqueo por su sempiterno roce de historia. Creen que no han hecho cosas serias ni trascendentes. Tienen el mismo gris que un cuaderno de Rubio. De libros viejos, que dicen inservibles, algunos magistrales y otros regalados; en los coleccionables de la televisión obispal. Algo no iba bien. De repente, observé que la tinta se había ido borrando hasta adquirir un tono más pardo que azul. El libro de notas había sido adquirido y escrito en fecha reciente: eran las memorias de nuestra vida. Todo lo que habíamos vivido antes de la gran tragedia. Mis manos comenzaron a temblar. Aquel libro no era igual que los tediosos libros de esos bisoños rompelápices de autoedición, hechos en la imprenta de un barrio con olor a nuevo rico. No eran ese tipo de libros: iguales y de idénticas palabras. Aquella historia fue retroalimentada en nuestros propios secretos, la certeza del desgaste de un secuestro y años de rehabilitación en el hospital.














Recuerdos que sólo existen en lo más estrecho del hipotálamo y el último hálito de nuestras retinas. Los mismos, que inexplicablemente, estropean el motor del tiempo; y así nunca saben cuánto tiempo ha pasado sin verse ni cuántas cosas no hicieron. Ella y su temor a ser una niña vieja. Su autonomía implacable, su alrededor prescindible, su protección incondicional. Sus compañías engañadas que miman su vanidad. Su soledad, siempre. Como los domingos de él, convertidos en un litro y medio de whisky y sus rendimientos capitalizados a día de hoy: Él y su patética ambición: revés tras revés. Una libertad hipotecada en la candidez y la falta de arraigo. Sus jodidas amistades y su aberrante promiscuidad. Ninguno se sorprende que tantos kilómetros de mar, no hayan conseguido ahogarlos en el fondo del abismo.












A los dos la vida les ha manchado, pero ninguno se sorprende de que les haya machacado a la vez. Empero esta vez no aceleraron voluntariamente la respiración, no firmaron un contrato de los de “cama a doce euros la hora”, a condición, de quererse hasta morir. Sólo, durante un par de minutos, después de alargar un domingo imprevisto; se rozaron los labios, de rondón, para no cometer el error de besarse. Simplemente, por cerrar los ojos un momento y sentirse como antaño, en casa. Únicamente por agradecerle a la vida otro encontronazo inexplicable que reaparece cada vez que sus vidas están cambiando. Un cambalache para recordarles; que los perdedores están señalados de por vida. Ahora, solamente, queda el hedor de los cuerpos en descomposición y un aura de ternura que no tiene nada que ver con la auténtica realidad de ellos. Los rincones de aquella vivienda enterraron los últimos secretos de un amor imposible: un gran libro de seis años.










                  Dedicado a Claudio López de LaMadrid enero1960/enero 2019 in Memoriam









Fotogramas adjuntados



Thérèse Raquin (1953) by Marcel Carné
La curée (1966) by Roger Vadim
Billy Liar (1963) by John Schlesinger
Nana (1983) by Dan Wolman






                       

El singular olor del remordimiento y el hastío navideño








“Vuelve a casa por Navidad”, dice la añeja casa turronera de este país —ahora con el almendro boca abajo—, pero sin Eloísa. Algo que truena y chirría por la vía de la velocidad más pope webesférica. Una tierra grande y orgullosa. Dirán unos. Una piel de toro infecta y proscrita, para otros. No tengo la menor duda. El problema de esa España tan orteguiana es su viciosa adicción al aroma del remordimiento que —hasta los vendedores de crecepelos más genuinos— caen en el embrujo de su efluvio. Luego, están esos de lo público y lo político —que apelan a la solidaridad— y ahí; somos demasiado especiales. Seré un bicho muy raro. Pues, sigo sin entender esa gran llamada de alerta máxima y reclutamiento a las plazas castrenses para ser solidarios. Me pregunto: ¿Acaso es que a lo largo del año no hemos sido los suficientemente fraternales con nuestra alma y la del vecino? Sí, la jodida Navidad es el tiempo, donde se invita a todo el mundo, a ser mejores y todo eso. No sería la primera ocasión, en la cual, a más de uno nos ha traído un mal de tripa. Probablemente, el remordimiento ha puesto su mecanismo a trabajar y comienza el primer conato de angustia: ir de visita a la residencia, donde sobrevive esa tía anciana, la cual, no hemos visitado en todo el año. Segundo, ir a la patética cena de empresa y observar langostinos congelados, al lado del madridista Rodríguez y enfrente, a Gálvez fororo culé (siendo nativo de Fuenlabrada). Por no decir, al nauseabundo trepa, del jefe que milita en el partido de la republica de Gilead y es un consabido maltratador de multigénero: no jode a los tíos, a las tías y los transex. Los quiere exterminar y eso me preocupa.













¿Por qué cojones, hay que ir allí? Nos espera el Dorado, el Minerva o el gordo… Es imposible de refrenar. El sinuoso perfume del remordimiento me ha llevado a la primera gran diarrea, y busco Loperamida por todos los cajones de casa. ¡Joder! Es el caos. Mierda por todos los sitios. ¿Por qué en todos los rincones de nuestro territorio sean terrenales o virtuales nos piden caridad y generosidad para los menos afortunados? Si acabamos ciscados, en los mismos, a las 15h, delante del telediario de turno, cada primavera, verano u otoñó. Creerán que soy uno de esos malvados, que detestan la Navidad. Sí, ya lo estoy viendo. ¿Piensan que es puro postureo? Una de las palabras más buscadas en el puto Google. Pues, no. El arte de posar, no lo he llevado muy bien. Lo mío es genético y no van muy desencaminados, aquellos que habrán denotado mi falta de devoción con el espíritu navideño. No me gustan los regalos, ni que me regalen ni regalar. ¿Y de las celebraciones familiares? Fetén. Al final, voy a echar de menos a los plastas de Gálvez y Rodríguez. Pero, no puedo dejar pasar la ocasión para recordar esas modisitas conversaciones familiares, en la puta mesa, sentados como pinceles de escaparates del Corte Inglés. Hablando de intrascendencia consumista y climatología invernal. Mirándonos en el vacío de la futilidad más letal. De verdad, que por momentos, uno piensa en el estercolero de Mediaset, y le parece la Academia de Atenas: un lugar para la reflexión y el enriquecimiento personal. Al final, terminas apalancado a una botella de vino. La agarras con las manos fuertemente y entras en el divino aburrimiento. Ya no hay deseo, ni motivo que lo justifiquen. Ni guirnaldas ni Mirra.












Cuando no podemos hacer lo que queremos hacer o cuando debemos hacer aquello que no queremos hacer. Mal asunto. Se huele lo que está por llegar. Empero, también se cierne, amenazador, cuando no tenemos ni idea de lo que queremos hacer. Podemos estar aburridos de las cosas (el hastío es el alimento por excelencia de la sociedad de consumo) o de las propias personas (de otros o hasta de nosotros mismos). Aunque también podemos sentirnos aburridos cuando nada en particular nos aburre. Esto le pasa con mucha frecuencia a la lumbrera de mi cuñada y pregunta porque Marco Aurelio fue un emperador filósofo. Lo peor es que, al enunciarlo insistentemente, el aburrimiento se vuelve compulsivamente tedioso. El hastío es un estremecimiento ornamental ante la mediocridad y la vulgaridad de todo lo que rodea al ruedo ibérico. Muchos de Uds. me acusarán de puto estirado y engolado. Añadan enfermo crónico, gamberro y trastornado. Claro que también, a uno le da por acordarse, de Saturnino: un  profesor de filosofía de 3º de BUP —enfermo crónico, como este amanuense— que la palmó por un asunto de corrupción de los gestores sanitarios y las mordidas; que sacaban a cuenta de las máquinas de hemodiálisis. Habría que sacar el spray antinavideño del entumecimiento que magnifica la religión y aquello de la reconexión, a través, de la fibra de alta velocidad con Pascal. La propia dinámica de la acción y el trabajo, de la mano, de ese señor llamado Kant. El entretenimiento frente a la moralina burguesa y sus faenas, con un tal Schlegel.













O probar con el enamoramiento y el hábito artístico, arrimándose a  Kierkegaard. Comienza a sonar música de fondo ¿la oyen? Es el momento, en el que  la velada sube de tono, para dejar sitio en la mesa a la gestión del puto aburrimiento: la bestia de Warhol. Hasta caerse de la silla por el superpedo que ha cogido de la mano de Arnol Huelen. Intentando agarrar con el meñique a Nico y Lou. Finalmente, podrán experimentar la sensación de esas palabras que se quedan retenidas en sus mentes, chocando entre sí, como si quisieran abrir un espacio, de que no saben si  existe; en algún confín de sus psiques. Aquellas, que no se acuerdan de cuando, estuvieron por última vez, mientras bailaban a son de David Gahan. Cuando todos me hablaban y yo no decía una sola palabra, porque las palabras que esgrimiamos supuraban sufrimiento. Oímos como gemían Jim Morrison y Pamela Courson. Recuerdos y momentos que fuimos enterrando en la zona oscura de nuestro cerebro. Al final, es mejor silenciarlas para que no padezca nadie. Lo curioso es que todos esos silencios contenidos, en lo más profundo, del tedio han despertado de su reposo. Ahora, sí. España, parpadea y rechina. Como las luces led que zumban al superabeto de latón, del majadero corregidor vigués y su arbolito mágico. El gacho dice que es más grande que la polla de mi amigo Nacho Vidal. Vamos lo mejor del mundo. Al final, solo nos quedan los resquicios de las viejas bombillas Philips. La luz de aquellos casquillos con cadena de váter. El albor del aburrimiento se abre paso, entre el jolgorio, y la arrogancia de la Navidad. Como dijo otro tipo, de esos, que uno suele echar de menos en estos días; Voltaire dixit: El secreto de aburrir a la gente consiste en decirlo todo. El almendro de España está crujido y pide silla, en la mesa engalanada, con Eloísa y una caja de Loperamida.   








               Dedicado a toda esa gente, que en estos días, siempre se echan de menos. In Memoriam






Fotogramas adjuntados


Le Monte-charge (1962) by Marcel Blüwal
Black Mirror: White Christmas (2014) by Carl Tibbetts
Lady on a Train (1945) by Charles David
White Reindeer (2013) by Zach Clark









                  

La cuestión meteorológica y la flaqueza del héroe







Hace unos cuantos inviernos, demasiados para un mortal, que les pierdo la cuenta meteorológica.  Por aquel entonces, una lóbrega noche, la luna se posaba sobre un oscuro telón profanado por millones de pequeñísimas e incontables estrellas apagadas. Mi curiosidad me perdió y no pude evitar acercarme al marco de la puerta para contemplar aquel mar infinito; yermo y quemado. La bestia de la que siempre me había hablado mi abuela, estaba ahí, delante de mi nariz. Aquel animal, mitad humano, mitad cuerpo mitológico era completamente real. Sus ojos rojizos iluminaban la senda que llegaba a la fuente de la aldea. De pronto, rugió un aullido grave, que se quedó alicatado en mis tímpanos. Una la loca carrera comenzó desde los nogales de Fresno; el animal atacaba con espantosa furia y yo estaba exhausto de oponer mi parca resistencia, a tanta lucha continuada. Cuando, una lanza acertó, en uno de los ojos de la bestia y cayó entre la abundante sangre que salía de su cuenca orbital. Me quedé vigilante, mientras escuchaba sus agotados gruñidos y expulsaba una anaranjada espuma por sus fauces. El cazador se tiró sobre él —con salvaje rabia— hundiendo su cuchillo una y mil veces en el cuerpo de aquela alimaña. Aquel tipo estaba tan roto como la bestia; fatigado y herido se desplomó seminconsciente a su lado. Yo pensé que haría ahora, ya que si la bestia volviera a recuperarse: ¿Continuará su camino? ¿Se acercaría hasta nuestro caserío?... Las ideas se agolpaban y enmarañaban en mi jodido cerebro; extrañas alucinaciones me embargaban el ánimo, y terminé como aletargado.











No habría pasado media hora, cuando del espeso ramaje, donde había quedado abatida la bestia. Una mediana sabina se estremeció y entre dos ramas asomó la cabeza de un nuevo ser —supuesta cría de la bestia derribada— que el cazador había matado. Se erguía, como un humano, con la cabeza de un cabrito y sus cuernos bien definidos. Apenas, 60cms. Pero, me puso los pelos de punta. Aquella noche, era la más extraña de mi vida, cuando mi cerebro dio con el acertijo. Pues, aquel cabrón había pasado la noche acurrucado bajo las hojas, muerto de miedo, presenciando la gran pelea que su madre sostenía con aquél enemigo. En ese instante, observó que todo estaba en calma. Se atrevió a salir de su escondrijo —apoyando sus patas a lo largo del tronco— y comenzó a bajar muy despacio.
Eh, venga! Muévase—gritó el cazador.—Hablaba conmigo.
Sin salir de mi estado fantasmagórico. —Es a mí—¡Sí, venga, corriendo, o la bestia acabará con todos!
—Sr. ¿Quién es Ud?
—Soy Nimrod; el cazador del mal.
—Aquí nunca ha pasado nada.—Me sentía desbordado por los acontecimientos.
—Hasta que llega, chaval. El mal convertido en una criatura letal.
—Podría llamarme, Edmundo.
—Edmundo… (Risas, vaya nombre) En fin, ponte a cubierto. Voy a acabar con el demonio de Cernunnos.
—¿Cernunnos?
—Sí, amiguete. Luego, ponte a buen recaudo… 












A partir de ese instante, todo fue un baño de LSD. Desde una mirada volcánica que salió de los ojos de Nimrod, hasta el primer zarpazo que le arreó la criatura. Ésta, en apenas 30 minutos, pasó crecer 120cts más. Aquel desgarrón en el pecho le sacó de su letargo. En mi mente, sonaba, esta frase: una liebre que oye a la jauría, no corre más deprisa. Del héroe de la noche, Nimrod “el cazador” no quedaba nada, apenas un hombre despavorido, loco, muerto de miedo, sólo en el mundo que— corría y corría, para salvar el pellejo— se había desinflado de ese ardor guerrero, que apenas, unos instantes alardeaba. Cuando Nimrod pudo darse cuenta de sí, vio inclinado sobre él, el cariñoso rostro de mi madre.—Acojonante, yo la había perdido cuando tenía 7 años. —Ahí estaba, hermosa y sonriente. No soñaba, era ella la que le reía, la madre de sus hijos, viva y salvada, sin duda alguna por un milagro. Gruesas y ardientes lágrimas corrieron por las curtidas mejillas del cobarde guerrero.—Estaba atónito.











No obstante, me pregunté por esas lágrimas… ¿Eran las de la alegría del padre que despierta entre los suyos, o lágrimas de vergüenza de un orgulloso cazador que se cagó de miedo? Luego, se escuchó una voz celestial, y una plegaria; se dejó caer como algodón de azúcar, en aquel trozo de bosque. Un momento de paz que acariciaba, en la hora del inminente peligro. El mismo que siempre veló por el sino de aquellas criaturas humanas que luchaban por perder su anhelada mortalidad. Al final, uno dejó de soñar, durante un largo tiempo, para no convertirme en ese monstruo gris cobrizo que respira en los primeros días cálidos de los nuevos otoños. Esos que hacen que los veranos parezcan entremeses y los inviernos menos grises. Es el tiempo de los mortales. Debería de serlo. Ese, en el que se miran a los ojos. Empero no se confíen, los dioses son tan osados; que nunca sabrán si te ven, a través de los tuyos, o si tú te ves reflejado en los suyos. La mediocridad es conformista y el cambio climático tan repetitivo como el Tramadol y la previsión meteorológica.




                                      Dedicado a Celia Barquín Julio 1996/Septiembre 2018 In Memoriam








Fotogramas adjuntados


Lanka Dahan  (1917) by Dhundiraj Govind Phalke
American Gods (2017) by Bryan Fuller
La corona di ferro (1941) by Alessandro Blaseti
Ulises (1954) by Mario Bava & Mario Camerini




                  

El aroma de la Sra. Shelley







Aquel día perdí el rumbo y el cuaderno de bitácora, donde recogía las últimas notas. La tormenta se mostró con una fuerza inusual. Cayeron bártulos y soldados de plomo, como enormes bolas de granizo. Era un tobogán sin final y claro; el libro de bitácora despareció. A pesar de aquel desastre; la Sra. Shelley se acariciaba el pelo, mientras contemplaba el hundimiento de nuestras vidas. Desgraciadamente, las horas se volvieron erráticas y tediosas. Afortunadamente, llegó el momento, donde la pantalla del viejo teatro mostraba el The End. El silencio se volvió jolgorio y la oscuridad luz de cristal, hasta la siguiente semana. Desde los urinarios llegaban inquietantes efluvios a orina rancia y lejía. A través, del pasillo se atisbaba una figura sentada, remarcando una sombra inmóvil. En la calle del viejo Londres; la oscuridad terminaba de impregnar la nebulosidad total. Incluso nos dejó ver los últimos destellos de las luces de gas.
















La figura inmóvil toma vida y comienza a seguirnos. Gira su cabeza hacia la derecha y baja la escalinata del teatro con desparpajo. Allí se queda en la penumbra. En el último rincón del boulevard, el viento ciega a los peatones y cambia el itinerario, de aquellos que no saben dónde ir. Conversaciones avisan de la muerte del verano. Los silbatos y las voces de la policía llaman al orden, y éste aparece, como espuma de diazepam, en el capuchino del aguerrido personal. La noche en tormenta no era apetecible para aquellos chavales tímidos y pudorosos que vimos en la terraza del puerto. Otra vez, el rostro resplandeciente de la Sra. Shelley desistía de la atemporalidad momentánea —no hizo ningún gesto expiatorio— mientras mantenía la compostura. La pérdida de la inocencia y la caída meteorológica de la moral, dejó a la vista un panorama lleno de prejuicios hacia su persona.















Se escuchaba el tic-tac del grupeto de relojes de los estados del tiempo. Era el mismo artilugio que nos acompañaba allá donde fuéramos y tan inexacto como una predicción apocalíptica. No obstante, confiábamos ciegamente en su mecanismo, que velaría por nuestra seguridad. La noche se arrancó con unos truenos que nos generaban taquicardia. Era el preámbulo de la función. Inesperadamente, el telón no subió en esta ocasión. Cuando todos lloramos la caída del reloj de arena. De inmediato, se esparcieron las areniscas del runrún de la tragedia. Todos mirábamos a la Sra. Shelley con el anhelo de una inocencia confundida. Nuestros sueños se quebraron —de la misma forma violenta, que el reloj— nunca más despertamos de aquella pesadilla. La Sra. Shelley se marchó envuelta entre tinieblas y sombras con el gigantesco monstruo de la mano.
















Ahora, si se escuchaba el tic-tac del reloj, y ella llevaba un gran ramo de lirios, en los brazos. Se giró y nos sonrió, mientras daba un inocente beso a su querida criatura. Después, arreció el viento y su melena de cabellos blancos desapareció en el horizonte de la bahía. Alguien, pensó que éramos demasiado viejos para estar muertos.—Yo sólo me preguntaba: ¿alguna vez vimos, antes de la tormenta, un bergantín en algún lado del otro, por aquel viejo Londres? ¿Somos los últimos habitantes del viejo cementerio? La Sra. Shelley parece feliz, pero se marchó sin invitarnos a tomar su rico pastel. Finalmente, Las calles estaban anegadas de agua y se formaron riachuelos que terminaron arrastrándonos, uno a uno, al lado de cosas sin valor. En el fondo, sólo creí en Dios, aquella tarde de otoño, cuando la Sra. Shelley nos invitó a su morada. 





                                                                                                  


                                                                                        FIN


                                 Dedicado a  Macario Gómez Quibus Marzo 1928/Julio 2018   In Memoriam
                              








Fotogramas adjuntados


Frankenstein 1931 by James Whale                                                      
The Frankenstein Chronicles 2015 (TV) by Benjamin Ross
The Bride of Frankenstein 1935 by James Whale
Mary Shelley's Frankenstein1994 by Kenneth Branagh,









                    

Braulio, amor mío








Me hubiera gustado se un poco más feliz. Tampoco lo sabía muy bien. Aunque una cosa es experimentar y otra quebrantar. Nada más lejos de la realidad, querido Braulio. Es inefable, el jodido dolor que me causas, día a día. Tu ausencia es como el veneno dentro de un ambientador de marca blanca esparcido por toda la casa. Aún puedo sentirte, olerte y escucharte. Sí, Braulio. Te veo en cada rincón, de este lánguido y enorme casoplón que construimos juntos. ¿Dónde estás? ¿A dónde te fuiste? ¿Por qué lo hiciste? ¿Tanto te costaba aguantar un poco más? ¿Cómo pudiste ser tan egoísta para marcharte, y dejarme sola? Me muerdo las uñas y el pelo se me cae. No sé si estarás pasando frío en la gélida noche. Si te has ido al otro lado del charco o si estás cerca, riéndote de mí. No sé qué pensar. Empero este sinvivir sigue dentro de mi cerebro. Deseando que aún respires, que sigas con vida, allá donde estés. Ya está bien, Braulio. ¡Basta de esta lenta agonía! ¡Por favor! Te lo pido de rodillas, mientras mis lágrimas crean un estanque de agua salada. Veo el sofá, nuestro dormitorio y el estudio, Braulio. Pero no te veo a ti. Sin embargo, Braulio, no era la primera vez que cometía el error de desaparecer. 













A la búsqueda de un afán desesperado por intentar definirse a sí mismo, por ordenarse mentalmente. Braulio era uno de esos tipos que nunca podía decir: “yo soy...” Del mismo modo, que sus labios pronunciaban las palabras, de turno. Ese maldito ser desaparecía... Sólo existía el pasado, ese que únicamente podía definir un borroso esbozo de lo que había sido: enturbiado, ex profeso, por las diferentes tonalidades que se mezclaban en la paleta de la circunstancia. Braulio, no podría llegar a conocerse nunca a sí mismo. La angustia le asaltaba de un modo repentino y caprichoso. En cualquier momento, estallaba. No llamaba a su puerta, entraba así de sopetón, sin previo aviso. Era la llegada del ese momento de desnaturalización del personaje; que lo inundaba todo. Braulio, era demasiado joven... posiblemente, le faltaba mucho por experimentar, y ahora le asaltaba la duda de vivir o morir. 











El mero hecho de percatarse de ello se lo impedía, y entraba entonces en una vorágine de enlaces racionales que deberían haberle permitido comprender su agonía absurda y sin sentido. Braulio, intentaba bucear en sus contrasentidos, causas, consecuencias, emociones, esperanzas y humillaciones. El resto de sensaciones quedaban muy lejos, como los humores etéreos que se arremolinaban, en ese molde, donde ninguna pieza encajaba; que seguía siendo, su atribulada cabeza. — Sí, lo sé todo de ti y lo desconozco todo. Braulio ¿por qué no me dices dónde estás? Te he buscado por los rincones más extraños que pudiera pisar mi honor. Estoy enloqueciendo, siento mi locura, más intensa de lo habitual. Y sólo sufro por ti. ¿Braulio, sabias que nadie más, denota tu desaparición? Pero, solamente es mi imaginación, mi mente que se niega a aceptar la realidad.


                                                                                     Dos años después



Unidad de investigación de personas desaparecidas en un lugar de Segovia…El cuerpo de Nekane Iturralde López ha sido localizado, en un viejo cauce, a la altura de una pedanía cercana a la población de Pedraza. La portavoz de la Undad ha comunicado a los medios de comunicación presentes; que entre las pertenencias localizadas de los restos del cadáver; se encontraba un sobre con una carta, en su interior. 









Una vez levantado el acta del cadáver, por el juez, éste  ha sido enviado al Instituto de Patología Forense del Hospital Ramón y Cajal. Esa misma tarde un medio digital reproducía parte de un extracto de la misiva que llevaba NI. “Braulio, amor mío, vuelve... Yo te quiero. Eres la persona más importante de mi vida. En tantos años pasados; quemaría todo lo escrito y retrocedería a las vigilias que me llevaron al borde del suicidio (a pesar de haber nacido en el seno, de una añoranza de perpetua tristeza, de tú extraña dependencia, siempre me rondó la misma pregunta: ¿se sentiría cómodo siendo feliz?). Posiblemente, ya no era necesario. No obstante, Nekane dijo: ya no lo aguanto más. Esta angustia me está matando. De verdad, Braulio. Es otra de tus crisis habituales o ¿Tienes pensado volver? Porque te necesito más que nunca de vuelta. ¡Braulio, amor mío! Por fin, te encontré para siempre.




                                                                        FIN




                      Dedicado a Harlan Ellison mayo 1934/junio 2018 In memoriam





Fotogramas adjuntados 


Mystery in Mexico (1948) by Robert Wise 
The Night Of The Following Day (1973) by Hubert Cornfield
Séance on a Wet Afternoon (1964) by Bryan Forbes
Le mépris (1963) by Jean-Luc Godard




                               

El dolor sordo de los extraños








Aquel instante me pareció el más importante de mi vida en mucho tiempo. Aún, tengo la sensación que, en otro lugar, el sentimiento se hubiera vuelto inexplicable. Pero no dejo de pensar, lo ocurrido ese día. No encuentro palabras para descifrar, mis sueños o la ausencia de lógica en mi comportamiento diario con ese jodido dolor. De repente, la melancolía se apodera de todo mi tronco esquelético. Hay furia y tristeza. La más exultante impotencia que uno pudiera imaginar. La desolación de un hombre excluido. No sé dónde ubicar todos estos efectos. Y de nuevo, volvió aquel intrigante pensamiento: amar o abominar la crueldad de los pinchazos en el tórax.












Las quemazones y las descargas eléctricas. En un segundo, recordé algo, esencial. Si mi mente está dividida en múltiples compartimentos: ¿en cuál de ellos encontraría la auténtica esencia de los humanos perfectos? Empero, si la mente fuera un solo ente, sin estructurar, las diferentes partes del cerebro; evidenciarían que no estarían enteradas —específicamente— de las funciones concretas. Yo lo sé, porque me lo dijeron hace mucho tiempo en la facultad. Pero como explicarle al otro yo; en el oeste de mi cerebro. A lo mejor, la solución, estaría en la frescura de cualquier alumno de primero de medicina. Tan simple, como creer en la etimología de la enfermedad, la cual, lleva expresa tan grosera falacia.











Al final, el dolor te consume, como la ceniza de un cenicero en un bingo. Al igual que la desesperación de no poder comunicarte con el de enfrente. Angustiosa y patética experiencia. Soy incapaz de explicar este sentimiento, pero recuerdo aquel instante, ese momento, en el que fuimos felices. Simplemente, sentados, uno al lado del otro. A pesar de la distancia geográfica y la casuística del lenguaje. Al final aprendimos a escuchar, a traducir, a observarnos y descubrir entre minucias de acertijos. Fue duro y desolador. Cuando, finalmente, asumimos el inexplicable secreto de la sordera del dolor. El dolor de los cuerpos extraños y su perpetua soledad.  








                              Dedicado a Philip Roth marzo1933/mayo 2018 In Memoriam





Fotogramas adjuntados


Jezebel(1938) by William Wyler
Sybil (1976) by Daniel Petrie
Lilith 1964 by Robert Rossen