Alimaña invisible

septiembre 14, 2015 Jon Alonso 0 Comments







Aquella tarde caminó unos pocos pasos hacia el dormitorio y se paró frente a la puerta. Estaba nervioso, no sabía del porqué ni quería saber; pero los nervios se volvieron angustias. Sin esperar más abrió la puerta, ya sin tanta atención y cautela, las ansias lo poseyeron y entonces creyó que necesitaba acabar con la vida del resto de la familia. Entró en el dormitorio y agudizo su vista como nunca. Descubrió a una mujer sola, descansando sobre la cama, medio dormida. Los niños no estaban, pero eso no era importante a estas alturas ni le produjo efímera comezón. Volvió en su recorrido hacía atrás y dedujo que era una casa sin niños; demasiado limpia ni juguetes de por medio. Sólo sabía que quería terminar rápido con la mujer para poder volver a su solitaria oscuridad, donde se sentía seguro. Se acercó a la cama sudando muchísimo. 












Las gotas se deslizaban por encima de los parpados y nariz. Miraba a su víctima de pies a cabeza, en ese instante, se enamoró de ella, prendado por su larga cabellera y exquisita silueta. La abrazó tanto que pensó que no podría hacerle daño, empero ese sentimiento cambio rápidamente, pues, empezó a odiarla como a todas las cosas; la odio porque no se daba cuenta de su presencia. La odiaba porque estaba casada y la detestaba por arrebatarle su corazón unos instantes, la siguió odiando, más que a nada en el mundo, porque con solo verla le hizo titubear; ahora la quería muerta. Sacó una navaja del pantalón y con extremo sigilo la acercó al cuello —preparándose—para dar el corte perfecto que acabaría con la vida de ella. En el momento que apretó el cuchillo contra su cuello, la mujer abrió los ojos y lo miró con una cara de espanto. En ese intervalo, de consciencia, presionó el cuchillo hasta hundirlo del todo, en el delicado cuello de la mujer.















La mujer movía sus brazos e intentaba gritar pero el único ruido que logró fue el de las gárgaras por la gran cantidad de sangre que salía del profundo corte en su cuello. Le tapó la boca con el canto de la almohada, ya que ese ruido le perturbaba, y con más fuerza deslizó el cuchillo—ya hundido en el cuello de la víctima—de izquierda a derecha haciendo que ésta se sacudiera con fuerza y desesperación. La sangre salía disparada desde el cuello hacia el cuerpo del asesino hasta que aquella hermosa mujer se quedó quieta con los ojos clavados en la cara de su homicida. Éste respiraba con dificultad debido a su cardiopatía congénita y la gran cantidad de adrenalina que había consumido. Terminada la labor se levantó mirando el cuerpo de su víctima, y con las sabanas que estaban limpias, sobre las piernas de la mujer: se limpió la sangre que le había salpicado la cara. Al retirar la sabana del rostro de ella, se quedó mirando el contorno del cadáver y tuvo un sentimiento que confundió con cansancio.













Buscó en sus bolsillos un par de betabloqueantes y unos caramelos de eucaliptus para quitarle la sequedad del paladar. Estuvo ahí como cerca de una hora contemplando la silueta y la belleza de la muerta hasta que se percató, que lo que había sentido era tristeza, en ese instante, la observó con cierto arrepentimiento. Sin embargo, tan solo, con verla una vez, ya en la oscuridad, supo que se había enamorado de ella: haciéndolo titubear y casi por un momento derrumbarse. Una lágrima brotó de su mejilla y sin más que hacer; se acercó a la papelera y tiró el papel del caramelo mentolado. Se marchó de aquel apartamento como había entrado. Cerró la puerta y esbozó una sonrisa. Seguía enamorado. Aquel criminal se marchaba tomando el ascensor como un técnico del gas el día de la revisión. No era un asesino cualquiera en una anodina tarde de septiembre, pues, el amor no aparece a simple vista. Nunca más se supo de aquella miserable alimaña. Tenía razón mi abuela: no somos nadie y no te fíes de tu sombra. El mal nunca avisa.











                                                 Dedicado a Moses Malone marzo/septiembre 2015 in Memoriam









Fotogramas adjuntados

Bluebeard  by Edgar G. Ulmer (1944)
Caníbal by Manuel Martín Cuenca (2013)
Diary of a Madman by Reginald Le Borg (1963)
The Couch by Owen Crump (1962)