Planeta fútbol

julio 13, 2014 Jon Alonso 0 Comments









La vida da muchas vueltas; demasiadas cómo para encarar con valor que es bueno o malo para ti. Un ejemplo son esos días que comienzas con la pesada rutina de tu llegada al vestuario del equipo. Y sí. Lo confieso: el hedor es insoportable. El mismo inaguantable aroma de todos los manidos días de entrenamiento; el inconfundible penetrante olor de ungüento a linimento y sudor acre naciente en ese espacio de azulejos blancos amarillentos, por donde han pasado remesas de plantillas que nunca llegaron a ser nada. Piensas que el remedio a tu perversa suerte puede estar en los amigos, la familia, bajo una piedra o quizás Dios. Pero no. La verdad, posiblemente, acabas encontrándola en un bote aspirinas para la resaca. ¡Ay, las putas resacas! ¿Han pensando alguna vez por qué tenemos la sensación de que nuestros ojos están llenos de tierra? Mejor dejemos el asunto de la del cuello largo para otro momento. Yo era un portero estático, de esos que opositan a ser derribado por los tres palos. Siempre presto a verlas  venir. Quise ser delantero centro y marcar goles como Di Stefano.
















También soñaba que era el nuevo Armstrong pisando la luna en el siglo XXI. Un chico con una imaginación desbordante. No obstante, soñar es gratis. Pensé en mi compañero Trujillo, un tipo que jugaba de libero, situado al borde del área en los límites de la hipotenusa cartesiana. Un prodigio del cálculo. Creo que desde Baresi—ese del Milán— no había visto jugar a un tío tan bien en esa posición. Trujillo era mi seguro de vida. El férreo y silencioso libero era rapidísimo en el desplazamiento corto: un guepardo. ¡Jodido, Trujillo! Tenía la precisión de un francotirador balcánico para enviar el balón al espacio del volante de derecho o el extremo izquierdo. Un lujo de ciento ochenta y ocho centímetros que se remataban en un pie que trataba el balón como un guante de armiño. Yo lo bauticé con el nombre del  tercer ojo de Ra por su control del orsay. La pesadilla de todo juez de línea. Un deleite verlo jugar delante de mí. Esto se lo he contado antes…Perdonen mi torpeza. Pero hay cosas que por muy mayor que te hagas siguen persiguiéndote toda tu vida. Como la innata y cuasi espiritual timidez. La misma que me condenó a mi enrobinada portería. No sé si tendrá algo que ver lo de ser zurdo y a hostias hacerte derecho.


















La cosa, como el que no quiere es que uno sigue siendo tímido. Y soy portero. ¿Lo había dicho antes? Creo que sí. Saben que soy portero. Discúlpenme pero cuatro años después de mi lesión del ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha, sigo con mi adicción a la morfina y como en estas divisiones el doping no nos alcanza. Sigo inyectándome dosis tras dosis. Algo que en más de un ocasión me hace perder el hilo argumental. Lo que nos lleva a soslayar que entre morfina, las secuelas y mi timidez. Había algo en mí que era sobresaliente y eso se llama: capacidad competitiva. Pues hay que ser un prodigio para ejercer en el puesto con todas las contras que me acosaban. Mi abuela habló de un prodigio en lo poco de lo que podía alardear. Pues, para ser hijo de un currante de 1,69. Aquellos 187 centímetros eran  la  comidilla del barrio. Y claro, en aquella época no había muchos zagales tan altos. Las madres de mis amigos y sus hermanas no dejaban de mirarme con ojos de groupies en un concierto de los Beatles. Si en aquellos tiempos era una rara avis, que rompía el concepto de la figura del portero envuelto tras un jugador adicto y pacato. Alguno, dirá aquello de que no era una lumbrera. No, no lo era. Pero el que lo dijo sólo llegó a realizar un máster de albañilería.




















Sin embargo, mis interminables extremidades sacaban al equipo de más de un entuerto. Hasta cuando se organizaba algún barullo en mi área chica, me sobraba brazo para dar el golpe final de autoridad. El árbitro sentía la intimidación de mi presencia como el reclamo de la guardia civil. Su respiración se alteraba cuando escuchaba el tono de mi grave voz. A mí me producía una satisfacción efímera, pero muy confortable. El equipo solía gratificarme aquellas tardes de gloria; la parada de un penalty o el paradón de chiripa del fin de semana. Les parecerá un  poco ingenuo y bobalicón. No obstante, algo tan excitante como una suave friega superaba los deseos de un cualquier don nadie: un masaje. Éste, se ornaba con un halo sobrenatural. Aquella palabra y aquel aroma intenso entre lo dulzón y el almizcle  me trasladaban a un mundo mágico, a un lugar lleno de alquimistas, de elixires de eterna juventud y castillos en el aire.















Sentía que mi ignorancia se colmaba de cultos atisbos a intelectual de franela. El relax y la sensación de languidez de la morfina me producían  paganas fantasías  envueltas de un conjuro pueril y vil de lo que nunca seré. Y es que el fútbol es es un oficio áureo, joven, moderno, rico, estéta, arrollador y trágico como una obra de Shakespeare. En ese preciso instante el masajista estaba pasando sus suaves dedos por la rodilla. Un deporte que envejece como un buen Ribera del Duero y se perfecciona, cuando tenga un pie cerca de la tumba. ¿Será la muerte del pueblo o quizás el fin de la civilización? No me lo creo, nunca morirá. Por cierto, ¿les he dicho que me encanta el fútbol? El fútbol es el circo romano donde todo huele al recreo de las interminables  y  mágicas tardes de la infancia. La sutil y deleitable sensación de libertad que uno experimenta cuando llegas al campo de la tierra prometida. Pero, estoy seguro que ya lo sabían o, ¿vuelvo a repetirme? ¡Qué cojones! Me gusta el fútbol.























                                                          Dedicado a D. Alfredo Di Stefano Julio 1926/Julio 2014 In Memoriam












Fotogramas adjuntos 

Pelota de Trapo (1948) by Leopoldo Torres Ríos
Evasión o Victoria (1981) by John Huston
Das Wunder von Bern (2003) by  Sönke Wortmann
Die Angst des Tormanns beim Elfmeter (1972) by Wim Wenders
The Damned United(2009) by Tom Hooper
Bend It Like Beckham by (2002) by Gurinder Chadha