Aguijones de Sílice

septiembre 12, 2016 Jon Alonso 0 Comments








Empecé el día con una pobre mirada de refilón al espejo del baño. Algo me desconcertó. Pensé en las buenas personas que había conocido. Apenas pude contener el aliento. Aquel pálpito se acercaba, una vez más, con mucho cuidado al agujero del desagüe. Mi corazón cada vez latía con más fuerza. No me atreví a tocar lo que parecía una extremidad humana. Comencé a perder el autocontrol e intenté auscultarme. Mis manos estaban intactas; todo parecía estar en orden. Sin embargo, en una de las cuantiosas ojeadas, descubrí —en mi dedo— una marca blanca sobre la piel, como si, en aquella falange colgase un anillo, durante muchos años y ahora hubiera desaparecido. Escuché un ruido estruendoso y de seguido, apareció una sombra sinuosa, que emergió con tímida mirada, de pronunciados y cúbicos pómulos. Un rostro descolorido, triste y apagado portando una mano de curtidos dedos; que se apoyaba en el borde de la puerta de piedra. Un nuevo sollozo de placer que repicó en la entrañas de este ser, mientras posaba sus garras en la fresca hierba de la aurora. Empero, aquel fenómeno, desapareció entre la oscuridad más taciturna. Mucho más adentro, más allá de su interior, de donde quise postrar nuestra contemplación, y nuestra atención. Disuadí al observador cauteloso y me introduje en la sombra del recinto.














Solo una hilera de candiles recién apagados parecía guiarnos por el pasillo del desfiladero como guía del Hades. Luego me condujo a un acuoso y pringoso pasadizo, donde el aire, a cada trémulo paso, que avanzaba se hace más bascoso. Como una brizna de viento de Levante; me deslicé por él. Proseguí la ruta perdida —descendiendo— sin ver el final del camino. Tan oculto y lejano como lo está ahora mi regreso. He perdido totalmente el rumbo; ni norte, ni sur. Después de vagar por pasadizos y túneles siguiendo ese sonido ahora convertido en música y cantares de vodevil. Se abrió el techo del primer túnel y las paredes se cayeron hacia atrás; como si fuera el decorado de un escenario de cartón piedra. Sentí flotar a la deriva, a la búsqueda de un sitio mejor, en una balsa, atravesando la mitad de la oscuridad, mientras en mi cabeza sonaba como si de un mantra se tratase la palabra perdición. El techo del pasillo desapareció y el sucio encapuchado —de ropaje negro— sostenía una vara, con una luna traspasada por una aguja acabada en gota rojiza. Alzándola una y otra vez. Aumentando la histeria de esta gente con cada vaivén de su brazo.















Tras esta puerta, un velo violeta, una fragancia densa y considerada, apartada en un rincón casi más oscuro que el exterior, sobre una tarima de mármol, cubierta por un telar de seda púrpura. Sería entonces cuando la vida, a través de una resurrección, intentaría adaptarse a un nuevo cuerpo. La luna se asomó al dormitorio con poderío; embastada en hilos de plata. Una luna llena henchida. La sed raspaba mi boca como la resaca incipiente, del día después, tras algo de sexo virgen. Recorrí a tientas el pasillo, caminando, hacía la cocina americana. En busca del frigorífico y, la suerte, me dio una botella colmada de agua fresca. Luego voló la imagen. De repente, abrí los ojos y miré el pecho. Estaba sangrando abundantemente. Durante la caída me había clavado un abrecartas de sílice —regalo de la promoción de carrera— en las costillas. Sentí que me faltaba el aire, era difícil respirar y cada vez veía todo más borroso. Esperando que alguien me ayudase a coger el teléfono y llamar a urgencias. Mientras, veía como transcurrían los segundos, pasando, por delante de mis ojos. Del mismo modo, que las gotas de sudor resbalan por el filo de una hoja, hasta caer al suelo. Por enésima vez, aquella maldita sonrisa burlesca y macabra de las gárgolas de la universidad seguía rechinando en mis oídos. 














Ahí estaba: exhausto y débil. Las blancas sábanas se hallaban empapadas de la poca sangre que retenía mi hundido corazón. Ahora entre expresiones innombrables —de viejos amigos— sentía que me iba, en mi último hálito. Empero, desde lo más alto del torreón de la vieja facultad me susurraron oscuras promesas a cambio de mi rendición. Un acatamiento que de buen grado aceptaría; si el miedo no fuese más fuerte que la desesperación. Pero los pasos silenciosos de mi perseguidor me empujaban a seguir corriendo, azotado por las colas del látigo de un terror más antiguo que la misma noche. Volví la cabeza de lado y delante de mí se encontraba aquel dedo acusador —que cubría parte del agujero maloliente— cuando de nuevo empezó a burbujear. Perdí el conocimiento y desperté. El cuarto de baño estaba completamente inundado y el despertador mancillaba una y otra vez, el zumbido de alarma de las putas 7 horas de la mañana. Cogí el móvil y llamé a un servicio de fontanería de 24h. Cuando me estaba lavando la cara, al mirarme en el espejo, comprobé, que tenía un enorme aguijón en mi espalda y mis ojos eran los de una mosca. Busqué en el mueble de aseo la espuma de afeitar, pero al final salí volando de casa, en busca de personas auténticas: la buena gente. En el fondo, todo somos, eso. Esplendidos seres humanos con grandes aguijones de sílice.





                                                                                                                 FIN









                                  Dedicado a Jon Polito diciembre 1950/septiembre 2016 In Memoriam






Fotogramas adjuntados


The Trial (1962) by Orson Wells
Lost Highway (1997) by David Lynch 
Spalovac mrtvol (1969) by Juraj Herz
Naked Lunch (1991) by David Cronenberg