Los castillos de Simón Luque

agosto 11, 2016 Jon Alonso 0 Comments





Ese lunes parecía terminar con la paciencia de Simón Luque; se mordía las uñas compulsivamente. De repente, cogió las escaleras, como alma en vilo y bajó a la calle. Andaba rápido como un andropausico por la orilla de la playa. Necesitaba ir a la farmacia y —como quién no quiere— levantó su cuello y observó el cielo. Apenas le quedaba luz al día, pero le pareció el más hermoso de su vida. Nunca había caído en la cuenta de lo bello que podía ser: cirros amarillentos despidiendo el sol y el piar de los estorninos; un momento, realmente, único. Al oírlos pensó que iba a explotar de felicidad, nunca lo hubiera imaginado. Poco a poco, aquel ingenuo de Simón, daba muestras de una madurez insólita y atípica.












Sus ideas maduraban, a partir de una base sólida de su arcaico bachillerato, aunque su ternura comenzaba a darle aplomo, y, sentido en su nuevo oficio de amanuense. Sin embargo, en ese instante, donde todo se atisbaba al candor, de la gloria del negro sobre blanco: su final parecía una obviedad. Un fuerte dolor en el pecho lo impidió. Encogiendo su cabeza, se recostó en la libreta de esos apuntes más íntimos; y sus brazos retenían unos frustrados pectorales. Sus dedos pretendían arrancar el órgano que causaba tal sufrimiento. Nada llenaba sus pulmones, sus ojos no podían abrirse, y, estuvo a punto de expirar... De repente la cortina se movió, de nuevo la brisa, llegó hasta su cara, haciendo que su boca la ahondara.














Al parecer le regaló un chute endorfínico para seguir. Descansaba tumbado en el colchón, recuperándose del susto. No se había aterrorizado, pero le descorazonaba la idea de no terminar el final de su primera obra. Simón Luque, soñaba con su primera entrevista en el café literario: Castillos en el aire. Decidió dar poderes a su cuerpo ante el nuevo hábito que se le planteaba. No sin apuros volvió a sentarse. Su mano fue directa a hacer lo que debía. Ahora ya contenía el placer de haber recibido una breve visita de la oscuridad. Notaba que se hallaba preparado y no debía de ser tan subjetivo con unas palabras —que engarzasen— con las que proyectaba encontrar. Todo se regía por un lento devenir. Pensó en Aurelia, su musa, aquella con la que hizo el amor de un modo primitivo —ya talludito— pero muy placentero.












No dejaba de buscarla en un laberinto oscuro y seguía con ahínco intentado encontrarla. Finalmente concluyó. Su mente releyó como en un sueño de una noche de verano, un soneto de Shakespeare, aunque la musa no aparecía. Lo intentó en un ataque de ira, pero la solemnidad del esfuerzo lo recostó, de nuevo, en el catre. Sólo le quedaba la flema de una sonrisa dibujada y encallada. Sin apenas asperezas, vio en la cara de Aurelia, aquellos ojos impotentes, en un espejo cuarteado, apagándose como la llama de un candil. Simón Luque estaba frío como un témpano y tieso como la mojama en diciembre. Pero la brisa de verano, aquella ligera brisa, nunca más saldría de boca, pues las letras de la musa Aurelia no volvería jamás. Pobre Simón, siempre soñando con castillos en el aire






                                                                                                      FIN






                          Dedicado a Gustavo Bueno, septiembre-1924/agosto-2016 in Memoriam









Fotogramas adjuntados

Simon en el desierto (1965) by Luis Buñuel
Monty Python's Life of Brian (1979) by Terry Jones
El verdugo (1963) by Luis García Berlanga
Ray Donovan (2013) by Ann Biderman