Las ofuscadas intenciones del crimen

octubre 01, 2017 Jon Alonso 0 Comments








Una noche de finales de otoño, mientras la luz se tornaba moribunda, sentí el llanto amargo de la oscuridad. Quise contárselo a un amigo, pero le dije que era demasiado hermoso para su vista. Aitor siempre fue un daltónico sin esperanzas. Era mi único hermano. El único amigo de fiar, en unos tiempos revueltos y tempestuosos. Saqué un cigarro y me quedé mirando las insolentes copas de los árboles de aquel nebuloso bosque. Fingí no escuchar mis tambaleantes pensamientos que atizaban mi mente, después de haber acabado con la vida del jodido "Mephis". Empero, todo este enredo comenzó a finales de septiembre de 2015. El comando Karevizf había planificado el secuestro del alcalde de Jobredc una localidad cercana a la nación del Estaño Verde. Aquella villa era una delicia entre jardines afrancesados y viejos robles. El ayuntamiento estaba recubierto con placas de caliza negra. Las hojas de los arboles cubrían los bancos del parque y el cielo se adornaba de un gris plomizo. Esperábamos al objetivo, en este caso, su alcalde; Reniam Driss. Un empresario jubilado del negocio metalúrgico; que entró en política por aquello de satisfacer a gran parte de la vecindad del pueblo. La captura fue muy sencilla, tan sólo tuvimos que esperar su salida del pleno municipal, a la hora de comer y hacernos pasar por soldados de la unidad criminal movilizada del reino de Brodas. Al mando estaba Domonkos Jorkaeff alias “Mephisto”. Un tipo de lo más inestable e imprevisible, al que le acompañaba —su habitual sonrisa psicótica enyesada— a su texturada cara, resultado de una viruela mal curada. Luego, estaba Aitor, mi hermano. Él era un pobre infeliz; que no pudo entrar en el ejército de levas de Tabross por su desdichado daltonismo. A raíz de aquel acontecimiento comenzó a presentar un desorden psíquico muy misterioso y a la vez esquivo. Le diagnosticaron un trastorno maniaco depresivo y comenzó a tomar litio y anticonvulsivos. Cada otoño entraba con el pie cambiado hacía el bajón. Yo siempre me sentí responsable. A fin de cuentas, éramos huérfanos y mi trabajo de asesino a sueldo era inviable con la atención de su patología. Lo introduje como uno más de la banda. Eso sí; siempre respondiendo por él. Nos situamos en un cruce de diferentes destinos de la carretera comarcal y al poco le echamos el alto al Tesla eléctrico que conducía el alcalde Driss. Mephisto le indicó con un ademán que aparcase en el arcén. Se dirigió a él y le dijo que había superado el límite de velocidad en una vía secundaría. Driss estaba algo intranquilo e inquieto. Eso de ver tres agentes en un mismo automóvil, no le cuadraba. Repitió una y otra vez que nos identificáramos. Mephisto le hizo bajar del coche, de malas maneras. Ahí fue cuando yo me acerqué para apaciguar los ánimos. La cosa fue en balde. El hombre estaba nerviosismo, pues, era sabido que la región del sur del reino de Estaño; se caracterizaba por el abundante número de raptos. Lo agarró por el cuello y le coloco un gran pañuelo rojo, empapado en cloroformo, que lo dejó grogui. Me quedé mirando al puto Mephisto y el me esbozó una sonrisa de puto demente sádico. —La vía rápida, Sr. Nojkaz. Ah! ya lo recuerdo que el sensible Nojkat. ¿Nunca has sido muy del boxeo? Eh! colega—Masculló el sibilino Mephis. Bueno, pues, no sabes lo que te pierdes, con eso de la vía rápida del cloroformo—Siguió con su sonrisa de hiena. Lo introdujimos en el maletero del todoterreno Nissan híbrido. Siempre me había jodido que me llamarán los conocidos por mi apellido y menos aún, sabiendo la retahíla de canciones que se inventaban en el colegio sobre los hermanos Nojkat.















                                                                                      En el refugio


Llegamos a cabaña de montaña que se hallaba cerca de la zona del sur de los limes del reino de Estaño verde con el reino de Tabross. Un refugio de unos 40m2 con un dormitorio, un baño y un sótano que, en el fondo, era el zulo donde el secuestrado Driss estaría en cautividad. Aquel habitáculo apenas llegaba a los 4 metros de largo por 2,5 de ancho y un metro ochenta y dos centímetros de alto. En el aire se condensaba la mugre, la soledad y la humedad. A veces, el hollín de la chimenea, la música de Coltrane y las ráfagas de viento sacudían el portón camuflado. En la mesa del comedor donde se juntaban Mephisto y Aitor lo consideré el lugar perfecto para dejar una nota de las labores de aseo y trato del reo. Mephisto decía que la tortilla de patata estaba dura. Le espeté:—¡Compra las patatas y la haces. Eh! ¡Te queda claro!—Venga, chaval no te pongas de ese morro, que tampoco eres el chef del rey de Tabroos. Las exquisitas tortillas de patatas de Tabross, con denominación de origen— Muy vacilante y petulante. Ni chef, ni pinche, ni pollas en vinagre...—En un tono chulesco. Abajo en el compartimento/zulo, Driss salía poco a poco del estado del colocón del triclorometano. Su tos aguda retumbaba en las mohosas paredes del chamizo. Y comenzó a gritar: Por favor! Por favor, sacadme de aquí... Roto de dolor y pena. Entre sollozos estaba absorto en aquel agujero, donde habían ido a parar sus huesos. Un castigado saco de dormir de marca blanca —que dejaría su maltrecha espalda del revés— al veterano alcalde. Un lumbago de cojones. Echándose la cabeza hacia atrás, contemplaba el anodino portón infernal, imaginando nubes a la deriva y unas pocas estrellas pálidas, que parecían iluminarse por las sonrisas de sus hijas: Kalindra y Kriska. Buscaba su cartera desesperadamente, intentado encontrar las fotos de ella y su esposa Nadizh. Mientras, arriba Sokrek le hacía un gesto a su hermano Aitor. Evidentemente, éste, se percató de sus tareas. Recoger la mesa y preparar el rancho al prisionero. De repente, Mephisto, se enciende un pitillo y sugiere: le voy a decir al pichón si le hace un cigarrito…—¿Eres idiota o te lo haces? Todavía no ha cenado y el hombre no estará para muchos cigarritos.—Tranquiloo, hombre pacífico—tono irónico. Aitor reclamaba a Sokrez y comenzó a golpear la mesa del comedor... Éste le dio un último consejo a Mephisto—Estate quietecito, y todos saldremos ganando—Manda cojones! Ahora los héroes son las ratas del sótano. Sokrez cogió una bandeja con un plato de tortilla de patata con un pimiento de lata y un plátano. Se acercó hasta el interior del zulo y abrió el portón. Driss estaba obnubilado y con el rosto ojiplático, cuando vio como Sokrez Nojkat, le llevaba la bandeja.—Aquí tiene su rancho. Si tiene más frío, dígalo. Entonces, Sokrez, se sacó una linterna de su bolsillo y se la entregó.—Cuando tenga ganas de orinar en ese cubo verde. Si tiene ganas de hacer de vientre, en el de al lado, color azul. En ese rincón hay un rollo de papel higiénico y no se preocupe. Si Ud. está tranquilo todo irá bien. Buenas noches. —Aitor, tómate tus pastillas y a dormir. Mañana será otro día. 
















                                                                             Cuatro meses después


Finales de enero, el invierno estaba exultante y la nieve parecía encender aquel lugar, dejando el territorio de postal navideña. Los copos caían como bolas de algodón a modo de cámara slowmotion, en una atmósfera típica del crudo y frígido invierno del territorio del reino de Estaño verde. Fumaba lentamente un cigarrillo y recapacité si este affaire iba en la dirección correcta. Cuando observé unas pequeñas manchas, que desprendían la horma de la rueda del todoterreno Rover, muy marcadas sobre la abundante nieve que creaba un resplandor de color blanco tierra. Me dolía la cabeza y el café con el paracetamol, no me había hecho mucho efecto, no sé. El carajón seguía en el fondo de mi cabeza. Aquel lugar era un sitio tranquilo y los pocos que sabían de él conocían la labor que se desarrollaba: sicarios a sueldo y bandas organizadas campando a sus anchas. Si algún cazador de las aldeas, fuera capaz de irse de la lengua, su destino podía ser una zanja a dos metros bajo la nieve. Juraría que Mephisto se había marchado sin decir nada. Fue un pálpito, pues, de semejante alimaña cualquier cosa es poco. Entré en la cabaña y fui al zulo, a ver a Reniam Driss. Ahí me di con bruces con Mephisto que le estaba renegando y zarandeándolo. El espectáculo era dantesco, aquel hombre, habría perdido más de 22 kilos y su rostro estaba casi momificado, entre una abundante cabellera blanca, que cubría hasta sus hombros. Así como una larga y copiosa barba de náufrago. Apenas veía tres en un burro y Mephisto le estaba reprimiendo porque se había orinado encima. —¡Qué pasa abuelo, otra vez nos hemos ido por abajo!—Le arengaba con violencia.
—Estoy hasta los cojones. Es la última vez que te meas encima. No soy tu enfermera. Tienes dos cubos el verde, pipi. El azul, cacota.—Reía con cinismo.
—No puedo más. Déjenme marcharme. No veo nada. Por favor, no quiero estar más aquí.—Entre jadeos imploraba compasión.
—Pues, o pagan los tuyos, o te queda mucha mili en el hotelito…
¿Qué pasa Mephisto?—Le espeté con ganas.
¿Qué pasa? Eso digo, yo. Príncipe de la inteligencia.
¿Ha desayunado el Sr. Driss?
—El Sr. Driss se cree que soy la chochona de su nuevo geriátrico.
—Esa no es la respuesta que quería escuchar...
—Mira, Sokretz, yo estoy hasta los reales huevos de este señorito con la próstata floja—El tono era muy despectivo.
—Sube arriba, que si bajo no cabemos.
—Ya subo, que hace un pestuzo, ahí abajo… Vamos, hace de una mofeta el nuevo Ambipur.—Risotada del personaje.
¿No crees que se podría asesar al Sr. Driss?
—Pero, tío, ¿te estás quedando conmigo?
 La puerta del zulo seguía abierta. A pesar del malestar del reo, éste, escuchaba atentamente la conversación del salón de arriba.
—Sabes una cosa Mephisto, te pasas de listo, cuando eres un tarugo y un zángano despreciable.
Pensé brevemente acerca de ir por el cuchillo que tenía en el bolsillo de mi abrigo, pero decidí que no valía la pena. No obstante, con lo que no contaba era con el revólver del 38; que llevaba en mi otro bolsillo.













Es evidente, que mi hermano Aitor era daltónico, empero yo era zurdo de nacimiento. Sin embargo, en el reino de Tabross, donde nacimos, se consideraba a los zurdos diablos. Ello no fue óbice para coger el revólver y en un preciso movimiento rápido... Disparé a Mephisto.
—Jódete, imbécil, cabrón y miserable. — Pum, pum…, y así hasta tres veces. Lo dejé frito en el suelo de la cabaña. Mientras un reguero de sangre salía del agujero del corazón, bazo y estómago. La misma sangre que se filtraba por los tablones del suelo de la cabaña y entraba en el zulo de Mr. Driss. En ese mismo instante, Aitor salía con las legañas todavía pegadas en los párpados y se quedaba mirándome anonadado. Yo seguía pensando en las cortinas cerradas de la cabaña, la simpleza del mobiliario, las sabanas remendadas de la habitación donde habíamos dormido Aitor y yo. Aitor me pregunto:
¿Qué  hacemos hermano?
—Marcharnos a nuestra casa y dejar a este hombre libre.
Bajamos a por Mr. Driss. Le dimos de comer y lo aseamos en el cuarto de baño. Confuso y extrañado. Aún presenciaba el cadáver de Mephisto. Al cual, arrastré y lo lleve a la ladera de la cabaña.
Cavé una zanja y lo enterré. En ese instante hubiera deseado poder gritar ante todo el mundo que me había conocido y a las que debería de haberles dado la mano. Posiblemente, las ofuscadas intenciones seguirían condenado mi propia locura. La vida de un sicario sentimental. Subimos en el coche a Mr. Driss y nos pusimos en marcha hasta llegar a la carretera secundaria. En donde había una tienda self-service. Nos marchamos. El alcalde Driss, envejecido, con su mirada cómplice se quedó sentado. Deseaba una despedida rápida, pero no un adiós. Habíamos sido sus captores; pero en fondo sentía un tapujo que le miraba de refilón una enorme tristeza: tan vidriosa y estéril. A la vez confusa. Llena de anhelo por llorar. Miraba el todoterreno como se alejaba de la estación de servicio. Posiblemente, todos estábamos locos, en aquel viaje enajenado hacia el corazón de las tinieblas. Una locura que fuese lo menos quimérica y quizás en busca eso llamado normalidad aparente. Tan normal como las miradas vagas, entre mi hermano Aitor y yo. Igual que las sonrisas espontáneas de dos niños. En el fondo, la vida de un daltónico puede ser muy divertida, cuando se es el hermano de un loco inmaculado.




                                                  FIN




                           
                     Dedicado a todas las víctimas secuestradas por terroristas de todos los pelajes 







Fotogramas adjuntados




The Man Who Knew Too Much (1934) by Alfred Hitchcok
Prisoners (2013) by Denis Villeneuve
Grabenplatz 17 (1958) by Enrich Engels
The Captive (2014) by Atom Egoyan







  

                       

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