Las familias magnéticas de Nobili

diciembre 08, 2017 Jon Alonso 0 Comments







Todos los sueños de noviembre comenzaban de la misma forma; unas hermosas damiselas flotando sobre un campo magnético de cristal fluorescente con las caras desalentadas. Cada una de ellas, improvisaba un aria inmaculada y certera. A pesar de sentir la sombra del miedo, detrás de las cortinas, en cada respiración del imantado escenario: el espectáculo continuaba su itinerario. Sin embargo, aquellas sombras pavorosas; terminaron por convertirse en público luminescente. Desde, ese instante, comenzaron a cantar todo su repertorio en Do menor. Finalmente, sonrieron sardónicamente a la platea y desaparecieron como en un prestigioso truco de magia.
—Esto es insoportable. ¡Por Dios, qué crueldad! Me parece terribleesputaba una voz. Desde el fondo, del decadente patio de butacas. La barítono del cuarteto miraba su libreto de notas convertido en algoritmo caótico. 













Aquel programa cambiaba de grafía y se transformaba en pétalos de flores multicolores que caían y volvían a elevarse. El olor que desprendía aquel libreto, no era precisamente a orquídeas salvajes, sino un hediondo légamo dentro de un millón de letrinas embozadas.
—Todo sigue igual. Sin cambios. Tan solo, un halo de éxtasis, a modo de tiempo muerto, parecía ser la nueva eternidad. Me pareció la gran pantomima de un patético infierno —Comentaban las luciérnagas, mientras traían el celestial aroma a pan horneado. ¡No, no! Estás muy equivocado. ¡Tío listo! No voy a servirte ni te serviré jamás. Tu alternativa es lo más parecido a llorar o sentir el punzón de tu maldita enfermedad crónica. —Ah! Cabrona. ¡Piedad, por favor! Nunca cambiaras, ni sabrás del significado de tal palabra. No tiene sentido, perder el tiempo en tu puta cantinela. 












Tu ADN lleva grabada la palabra, perdedor.—Le respondió ella. El pilar del flujo de magma que olía a caspa y barras de chocolate recién desprecintadas del paquete, empezó a atragantarse entre risas flojas. En aquel lugar las vibraciones eran bizarras y descompasadas. Cuando la rotura del cristal de una bombilla crujió en mi estribo. Pero, todo quedó en una almádena que se estrelló contra el cerebro de aquella alcahueta.
—A esos que sirves, ya no te ven como una persona, ahora eres un arma sensible. Un artefacto viviente para guardar y sacar cuando necesitan. Algo destruido. Ansias la libertad, pero estás encadenado a tus Domines. ¡Sírveme y te daré toda la libertad que quieras! Una ola de rayos gamma se iba concentrado a marchas forzadas. Ella sacudió la cabeza violentamente y gritó. Parece que alguien o algo desconocido rompió las barreras; y ahora la ley pura está en los planos de la realidad virtual.











La ley pura es veneno para los seres vivos, pues, cambian. —Eso es tan malo como la propia interpenetración del caos. Ahora, sabrá cuál es la situación. —Prepárese para estar listo, en cualquier momento. Cuanta más información tenga; el diseño del plan de ataque dejará de ser una quimera. Mi garganta la notaba seca. ¡Hora de beber! Venga, idiotas! Beban. Es gratis. Nobili se inclinó ante su público y se dirigió rápidamente hacia la puerta. De repente, un extraño rayo de energía cayó del cielo y golpeó los cristales de la tramoya. Su armonía dejó una sonoridad tripartita que se intensificaba, cada vez que sorbías un poco de vodka. Nobili sintió la naturaleza de una deformidad —dentro del rayo ámbar— de energía que fulminó el escenario. Fuera lo que fuera, estaba hecho con una alineación y simetría perfecta. Realmente, prodigioso. Aunque la viga tenía un ángel pegado a una escocia. Nunca supimos si era un ser bueno o malo. Definitivamente, Nobili se despertó y espetó: ¿aprendieron algo de expuesto hoy aquí? —Creo que va a ser que no. No se preocupen, estas cosas pasan en las mejores familias.





                                                                                     FIN




                              Dedicado a Johnny Hallyday Junio 1943/diciembre 2017   In Memoriam






Fotogramas adjuntados


Edison, the Man by Clarence Brown (1940)
Primer by Shane Carruth (2004)
The Invisible Man by James Whale (1933)
The Imitation Game by Morten Tyldum (2014)









                   

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Las ofuscadas intenciones del crimen

octubre 01, 2017 Jon Alonso 0 Comments








Una noche de finales de otoño, mientras la luz se tornaba moribunda, sentí el llanto amargo de la oscuridad. Quise contárselo a un amigo, pero le dije que era demasiado hermoso para su vista. Aitor siempre fue un daltónico sin esperanzas. Era mi único hermano. El único amigo de fiar, en unos tiempos revueltos y tempestuosos. Saqué un cigarro y me quedé mirando las insolentes copas de los árboles de aquel nebuloso bosque. Fingí no escuchar mis tambaleantes pensamientos que atizaban mi mente, después de haber acabado con la vida del jodido "Mephis". Empero, todo este enredo comenzó a finales de septiembre de 2015. El comando Karevizf había planificado el secuestro del alcalde de Jobredc una localidad cercana a la nación del Estaño Verde. Aquella villa era una delicia entre jardines afrancesados y viejos robles. El ayuntamiento estaba recubierto con placas de caliza negra. Las hojas de los arboles cubrían los bancos del parque y el cielo se adornaba de un gris plomizo. Esperábamos al objetivo, en este caso, su alcalde; Reniam Driss. Un empresario jubilado del negocio metalúrgico; que entró en política por aquello de satisfacer a gran parte de la vecindad del pueblo. La captura fue muy sencilla, tan sólo tuvimos que esperar su salida del pleno municipal, a la hora de comer y hacernos pasar por soldados de la unidad criminal movilizada del reino de Brodas. Al mando estaba Domonkos Jorkaeff alias “Mephisto”. Un tipo de lo más inestable e imprevisible, al que le acompañaba —su habitual sonrisa psicótica enyesada— a su texturada cara, resultado de una viruela mal curada. Luego, estaba Aitor, mi hermano. Él era un pobre infeliz; que no pudo entrar en el ejército de levas de Tabross por su desdichado daltonismo. A raíz de aquel acontecimiento comenzó a presentar un desorden psíquico muy misterioso y a la vez esquivo. Le diagnosticaron un trastorno maniaco depresivo y comenzó a tomar litio y anticonvulsivos. Cada otoño entraba con el pie cambiado hacía el bajón. Yo siempre me sentí responsable. A fin de cuentas, éramos huérfanos y mi trabajo de asesino a sueldo era inviable con la atención de su patología. Lo introduje como uno más de la banda. Eso sí; siempre respondiendo por él. Nos situamos en un cruce de diferentes destinos de la carretera comarcal y al poco le echamos el alto al Tesla eléctrico que conducía el alcalde Driss. Mephisto le indicó con un ademán que aparcase en el arcén. Se dirigió a él y le dijo que había superado el límite de velocidad en una vía secundaría. Driss estaba algo intranquilo e inquieto. Eso de ver tres agentes en un mismo automóvil, no le cuadraba. Repitió una y otra vez que nos identificáramos. Mephisto le hizo bajar del coche, de malas maneras. Ahí fue cuando yo me acerqué para apaciguar los ánimos. La cosa fue en balde. El hombre estaba nerviosismo, pues, era sabido que la región del sur del reino de Estaño; se caracterizaba por el abundante número de raptos. Lo agarró por el cuello y le coloco un gran pañuelo rojo, empapado en cloroformo, que lo dejó grogui. Me quedé mirando al puto Mephisto y el me esbozó una sonrisa de puto demente sádico. —La vía rápida, Sr. Nojkaz. Ah! ya lo recuerdo que el sensible Nojkat. ¿Nunca has sido muy del boxeo? Eh! colega—Masculló el sibilino Mephis. Bueno, pues, no sabes lo que te pierdes, con eso de la vía rápida del cloroformo—Siguió con su sonrisa de hiena. Lo introdujimos en el maletero del todoterreno Nissan híbrido. Siempre me había jodido que me llamarán los conocidos por mi apellido y menos aún, sabiendo la retahíla de canciones que se inventaban en el colegio sobre los hermanos Nojkat.















                                                                                      En el refugio


Llegamos a cabaña de montaña que se hallaba cerca de la zona del sur de los limes del reino de Estaño verde con el reino de Tabross. Un refugio de unos 40m2 con un dormitorio, un baño y un sótano que, en el fondo, era el zulo donde el secuestrado Driss estaría en cautividad. Aquel habitáculo apenas llegaba a los 4 metros de largo por 2,5 de ancho y un metro ochenta y dos centímetros de alto. En el aire se condensaba la mugre, la soledad y la humedad. A veces, el hollín de la chimenea, la música de Coltrane y las ráfagas de viento sacudían el portón camuflado. En la mesa del comedor donde se juntaban Mephisto y Aitor lo consideré el lugar perfecto para dejar una nota de las labores de aseo y trato del reo. Mephisto decía que la tortilla de patata estaba dura. Le espeté:—¡Compra las patatas y la haces. Eh! ¡Te queda claro!—Venga, chaval no te pongas de ese morro, que tampoco eres el chef del rey de Tabroos. Las exquisitas tortillas de patatas de Tabross, con denominación de origen— Muy vacilante y petulante. Ni chef, ni pinche, ni pollas en vinagre...—En un tono chulesco. Abajo en el compartimento/zulo, Driss salía poco a poco del estado del colocón del triclorometano. Su tos aguda retumbaba en las mohosas paredes del chamizo. Y comenzó a gritar: Por favor! Por favor, sacadme de aquí... Roto de dolor y pena. Entre sollozos estaba absorto en aquel agujero, donde habían ido a parar sus huesos. Un castigado saco de dormir de marca blanca —que dejaría su maltrecha espalda del revés— al veterano alcalde. Un lumbago de cojones. Echándose la cabeza hacia atrás, contemplaba el anodino portón infernal, imaginando nubes a la deriva y unas pocas estrellas pálidas, que parecían iluminarse por las sonrisas de sus hijas: Kalindra y Kriska. Buscaba su cartera desesperadamente, intentado encontrar las fotos de ella y su esposa Nadizh. Mientras, arriba Sokrek le hacía un gesto a su hermano Aitor. Evidentemente, éste, se percató de sus tareas. Recoger la mesa y preparar el rancho al prisionero. De repente, Mephisto, se enciende un pitillo y sugiere: le voy a decir al pichón si le hace un cigarrito…—¿Eres idiota o te lo haces? Todavía no ha cenado y el hombre no estará para muchos cigarritos.—Tranquiloo, hombre pacífico—tono irónico. Aitor reclamaba a Sokrez y comenzó a golpear la mesa del comedor... Éste le dio un último consejo a Mephisto—Estate quietecito, y todos saldremos ganando—Manda cojones! Ahora los héroes son las ratas del sótano. Sokrez cogió una bandeja con un plato de tortilla de patata con un pimiento de lata y un plátano. Se acercó hasta el interior del zulo y abrió el portón. Driss estaba obnubilado y con el rosto ojiplático, cuando vio como Sokrez Nojkat, le llevaba la bandeja.—Aquí tiene su rancho. Si tiene más frío, dígalo. Entonces, Sokrez, se sacó una linterna de su bolsillo y se la entregó.—Cuando tenga ganas de orinar en ese cubo verde. Si tiene ganas de hacer de vientre, en el de al lado, color azul. En ese rincón hay un rollo de papel higiénico y no se preocupe. Si Ud. está tranquilo todo irá bien. Buenas noches. —Aitor, tómate tus pastillas y a dormir. Mañana será otro día. 
















                                                                             Cuatro meses después


Finales de enero, el invierno estaba exultante y la nieve parecía encender aquel lugar, dejando el territorio de postal navideña. Los copos caían como bolas de algodón a modo de cámara slowmotion, en una atmósfera típica del crudo y frígido invierno del territorio del reino de Estaño verde. Fumaba lentamente un cigarrillo y recapacité si este affaire iba en la dirección correcta. Cuando observé unas pequeñas manchas, que desprendían la horma de la rueda del todoterreno Rover, muy marcadas sobre la abundante nieve que creaba un resplandor de color blanco tierra. Me dolía la cabeza y el café con el paracetamol, no me había hecho mucho efecto, no sé. El carajón seguía en el fondo de mi cabeza. Aquel lugar era un sitio tranquilo y los pocos que sabían de él conocían la labor que se desarrollaba: sicarios a sueldo y bandas organizadas campando a sus anchas. Si algún cazador de las aldeas, fuera capaz de irse de la lengua, su destino podía ser una zanja a dos metros bajo la nieve. Juraría que Mephisto se había marchado sin decir nada. Fue un pálpito, pues, de semejante alimaña cualquier cosa es poco. Entré en la cabaña y fui al zulo, a ver a Reniam Driss. Ahí me di con bruces con Mephisto que le estaba renegando y zarandeándolo. El espectáculo era dantesco, aquel hombre, habría perdido más de 22 kilos y su rostro estaba casi momificado, entre una abundante cabellera blanca, que cubría hasta sus hombros. Así como una larga y copiosa barba de náufrago. Apenas veía tres en un burro y Mephisto le estaba reprimiendo porque se había orinado encima. —¡Qué pasa abuelo, otra vez nos hemos ido por abajo!—Le arengaba con violencia.
—Estoy hasta los cojones. Es la última vez que te meas encima. No soy tu enfermera. Tienes dos cubos el verde, pipi. El azul, cacota.—Reía con cinismo.
—No puedo más. Déjenme marcharme. No veo nada. Por favor, no quiero estar más aquí.—Entre jadeos imploraba compasión.
—Pues, o pagan los tuyos, o te queda mucha mili en el hotelito…
¿Qué pasa Mephisto?—Le espeté con ganas.
¿Qué pasa? Eso digo, yo. Príncipe de la inteligencia.
¿Ha desayunado el Sr. Driss?
—El Sr. Driss se cree que soy la chochona de su nuevo geriátrico.
—Esa no es la respuesta que quería escuchar...
—Mira, Sokretz, yo estoy hasta los reales huevos de este señorito con la próstata floja—El tono era muy despectivo.
—Sube arriba, que si bajo no cabemos.
—Ya subo, que hace un pestuzo, ahí abajo… Vamos, hace de una mofeta el nuevo Ambipur.—Risotada del personaje.
¿No crees que se podría asesar al Sr. Driss?
—Pero, tío, ¿te estás quedando conmigo?
 La puerta del zulo seguía abierta. A pesar del malestar del reo, éste, escuchaba atentamente la conversación del salón de arriba.
—Sabes una cosa Mephisto, te pasas de listo, cuando eres un tarugo y un zángano despreciable.
Pensé brevemente acerca de ir por el cuchillo que tenía en el bolsillo de mi abrigo, pero decidí que no valía la pena. No obstante, con lo que no contaba era con el revólver del 38; que llevaba en mi otro bolsillo.













Es evidente, que mi hermano Aitor era daltónico, empero yo era zurdo de nacimiento. Sin embargo, en el reino de Tabross, donde nacimos, se consideraba a los zurdos diablos. Ello no fue óbice para coger el revólver y en un preciso movimiento rápido... Disparé a Mephisto.
—Jódete, imbécil, cabrón y miserable. — Pum, pum…, y así hasta tres veces. Lo dejé frito en el suelo de la cabaña. Mientras un reguero de sangre salía del agujero del corazón, bazo y estómago. La misma sangre que se filtraba por los tablones del suelo de la cabaña y entraba en el zulo de Mr. Driss. En ese mismo instante, Aitor salía con las legañas todavía pegadas en los párpados y se quedaba mirándome anonadado. Yo seguía pensando en las cortinas cerradas de la cabaña, la simpleza del mobiliario, las sabanas remendadas de la habitación donde habíamos dormido Aitor y yo. Aitor me pregunto:
¿Qué  hacemos hermano?
—Marcharnos a nuestra casa y dejar a este hombre libre.
Bajamos a por Mr. Driss. Le dimos de comer y lo aseamos en el cuarto de baño. Confuso y extrañado. Aún presenciaba el cadáver de Mephisto. Al cual, arrastré y lo lleve a la ladera de la cabaña.
Cavé una zanja y lo enterré. En ese instante hubiera deseado poder gritar ante todo el mundo que me había conocido y a las que debería de haberles dado la mano. Posiblemente, las ofuscadas intenciones seguirían condenado mi propia locura. La vida de un sicario sentimental. Subimos en el coche a Mr. Driss y nos pusimos en marcha hasta llegar a la carretera secundaria. En donde había una tienda self-service. Nos marchamos. El alcalde Driss, envejecido, con su mirada cómplice se quedó sentado. Deseaba una despedida rápida, pero no un adiós. Habíamos sido sus captores; pero en fondo sentía un tapujo que le miraba de refilón una enorme tristeza: tan vidriosa y estéril. A la vez confusa. Llena de anhelo por llorar. Miraba el todoterreno como se alejaba de la estación de servicio. Posiblemente, todos estábamos locos, en aquel viaje enajenado hacia el corazón de las tinieblas. Una locura que fuese lo menos quimérica y quizás en busca eso llamado normalidad aparente. Tan normal como las miradas vagas, entre mi hermano Aitor y yo. Igual que las sonrisas espontáneas de dos niños. En el fondo, la vida de un daltónico puede ser muy divertida, cuando se es el hermano de un loco inmaculado.




                                                  FIN




                           
                     Dedicado a todas las víctimas secuestradas por terroristas de todos los pelajes 







Fotogramas adjuntados




The Man Who Knew Too Much (1934) by Alfred Hitchcok
Prisoners (2013) by Denis Villeneuve
Grabenplatz 17 (1958) by Enrich Engels
The Captive (2014) by Atom Egoyan







  

                       

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El día que Dios repartió billetes

julio 07, 2017 Jon Alonso 0 Comments






Cuando te has pasado 9 años dentro del trullo tienes demasiado tiempo para pensar; en lo bueno y en lo malo de tu existencia. Me había jurado que nunca más pisaría este lugar y mis nuevos planes se asentarían; en el cacumen de mi escarmentada mollera. El golpe que daríamos mañana sería el definitivo. Eso cree uno o suele decirse. Luego, pasa lo del efecto John Lennon. ¡Pero qué cojones! De momento tocaba disfrutar del partido de fútbol, mientras me preparo un buen trago. Lo que tenga que suceder, evidentemente sucederá. Seguía con las mismas adicciones: las jodidas pastillas de morfina desde el último trabajo,—me rompí las dos piernas— y mi fémur, ya no fue el mismo. Por muchos pesares y ganas que le pusimos en la maldita rehabilitación. Sí, si ya lo sé. También, estuve con las alternativas y todo ese mundo zen. Un parche, un alivio y una forma de aguantar la vida en este maldito planeta. Seguía con ellas. Sólo los opioides paliaban, los endiablados dolores. La cosa se fue avivando y como el que no quiere; la contabilidad nunca fue mi punto fuerte y creo que nos pasamos con el Johnnie Walker. Sencillamente, me desvanecí.












                                                                En un país de Latinoamérica a finales de los 80.



7 años después de su último atraco; Marcelo — yo, el pequeño “Chelito”— aún seguía conservando mis viejos amiguetes de la infancia. Tan sólo llevaba tres minutos en la puerta de la vieja cárcel del Armisticio; cuando su primitiva banda de compinches del Chaparral lo esperaba con una botella de champán en mano. Era 8 de octubre, un día después de la independencia nacional. Los fastos habían dejado su rastro de confeti y vomitonas. La verdad que hacía demasiado frío para esas fechas. Pero claro, tantos años, como los que uno se había pasado a la sombra, que el síndrome del olvido del sabor de la vida se hace perenne. Estaba ahí, ese añorado aroma de la lluvia. Sin embargo, todo aquel tiempo, en presido y el fuerte aislamiento, entre aquellas cuatro paredes había hecho mella en mí físico. Aunque los viejos hábitos nunca se pierden. Puede que algo de agilidad, pero también se gana en eficacia y sabiduría. Durante aquel largo periodo de ausencia callejera; sus colegas adquirieron un estatus de peligrosos malhechores. La banda del Gordo (siempre al mando), Nachito y el Sebas pulieron su tosco estilo de los primeros años, y ejercían el oficio de ladrones de coche, con la soltura de un piano de bluesman. El Chelito chocó los cinco con la tropa y parecía aceptar el nuevo sino. Todavía se atisbaban las grandes brumas otoñales de la larga sequía en la república de Caradulandya. El aire era irrespirable y se posaba sobre la gran avenida del General Francochaves. El Banco de la patria estaba muy bien custodiado, quedándose en paralelo a la tienda de automóviles de lujo Porchetron. Eso era lo de menos. 










No era la primera vez, que la cosa se ponía del revés. La peña estaba curada de espanto en mil batallas. El Gordo y sus colegas cruzaron la avenida mirando discretamente hacia todos lados, mientras el Chelito cubría la retaguardia. La calle estaba desierta y el bar de enfrente —un antro de ludópatas— con la persiana medio bajada. El Gordo se quedó delante de la puerta del concesionario, como si de un cartero, dejando la correspondencia por debajo de la puerta. Su enorme cabeza arrojaba por la frente un sudor frío que le hacía tiritar. Como intentado disimular las veces; que la cagó en noches como la de hoy. La realidad era otra, pues, en aquel lugar esos detalles se convertían en imperceptibles. El gordo era un barril de adrenalina. Y cuando los alcaloides se proyectan al miocardio. Lo más lógico: es que uno, ya no sabe realmente qué es real y factible. Del mismo modo, todo podría ser una alucinación o el propio delirio del ansia. Una vez abierta la puerta del concesionario, el Sebas y Nachito reían entre maravillas del lujo con cuatro ruedas. Cuando el Chelito, les hizo una señal que la pasma estaba en la calle de enfrente. El Sebas salió del BMW 325i —una perla de 170CV— que estaba arrancando. Casi llevándose por delante a Nachito y jurando en arameo por la boca. Dos policías bajaron de su coche patrulla y les echaron el alto. Cuando el Gordo dio un silbido desde el callejón lateral. Estaba oscuro como el tren de la bruja. Ya en el angostillo apareció, Chelito —que estaba como una sílfide— y les echó una mano desde el muro. La pareja de polis sacaron una viejas Tokarek y dispararon al aire. El Gordo observó, como un nuevo coche patrulla se dirigía —directamente— hacia ellos. La agorera y espítica sirena llegaba a toda velocidad hacia la escena del delito.













El Gordo— rápido, rápido que vienen… El Gordo sudaba como un cerdo, delante de su matarife, en el día de S. Martín. Alguien les había tendido una trampa. Ipso facto, aquel cabrón sacó un 38 y abrió fuego contra la policía. Nachito no pudo desenfundar su arma por una razón que le resultaba desconocida. Se quedó bloqueado. Observaba la situación a cámara lenta y seguía estrechado— ¡Nachito, joder. Qué nos van a freír socio. Menea el culo! —Sebas intentaba espolear a su colega, el pequeño Nachito, un chavalito de melena negra lacia y nariz aguileña. No mediría más de 1,65cm. Pero tenía unos cojones, como un buen morlaco, de Miura. Éste, parecía no salir de su eterno sueño y se ocultó —parcialmente— detrás del pórtico de entrada, en el edificio de Apartamentos la Maestranza. Yo estaba apoyando rodilla al suelo y con gran puntería disparaba a los dos coches patrulla. Agarré al Nachito y lo llevé en volandas hasta llegar lo más cerca de la marquesina del edificio de apartamentos. Mientras observábamos como uno de los coches de la policía volcaba. A Nachito se le vio cambiar el tono del rostro tras sacarlo casi a la fuerza. Era como Al Pacino de joven; cambiaba de alegre a triste en un santiamén.. Y así, cuando dábamos por ido a Nachito, empezó a gritar como un poseído y apretó los dientes tan fuerte que se hizo sangre en la base de las encías. Oprimió con ahínco el gatillo. La bala, lista en su sitio, estalló de júbilo. Salió despedida y se clavó en la cabeza del policía que conducía el Fiat Croma. Un trozo de cráneo voló hasta la rejilla de separación con el asiento trasero. El coche patrulla perdía el control hasta chocar con la rotonda de Cuatro barrios. —Bien, Nachito. Volviste, puto pirado! La madre que te parió. Eres dinamita. Retornaste a nuestro planeta. —El gordo se llenaba de regocijo y estallaba en carcajadas. —¡Putos polis! Iros a tomar por culo! Desde el otro lado de la calle, El Sebas nos hizo una señal y nos agrupamos. Tomamos un poco de aliento, pues, la noche era muy húmeda y el helor de la niebla por el efecto contaminación pulverizaba los alveolos pulmonares. 











El Gordo espetó:— A ver Sebas, esos polis, ya les hemos dado su medicina para un buen rato.—No cantes victoria, Gordo.—¡Estoy hablando, yo. Cojones! Al loro, antes de que envíen más refuerzos y se organice una búsqueda más exhaustiva tenemos que mirar todas las opciones — No jodas, Gordo. Tú siempre has de organizarlo todo y lo has de joder!— Le mirada con cara de hastío el Sebas. —Cállate! tontolaba. Aquí quien manda y dirige le espectáculo; es el tete. Métetelo en esa puta cabeza de chorlito.  En ese mismo instante, Chelito, habló con un tono conciliador y sensato en mitad del estallido —A ver, lo lógico es abandonar esta zona y buscar cobijo en el Chaparral. Ahora no podemos robar un coche para llegar a nuestro territorio. El Gordo estaba con la mirada perdida en el suelo—Vale, chaval, tranquilo… No es mala idea, pues... De nuevo, Nachito, movía el dedo en dirección al este. Se apreciaba un buen sequito de personal, detrás de las vidrieras de la farmacia, muy cerca de las paradas de autobuses.—¡Ahora o nunca, Gordo! Se miraron los cuatro a los ojos y se agruparon en un andar disimulado; como si de unos resignados trabajadores incorporándose al turno de noche de la petrolera Bolivarof. Siguieron juntos hasta llegar a la parada de Miraflores. Era una salida parcheada pero lo suficientemente discreta para salir de una noche desastrosa. El gordo puso en aviso al personal.—Llega el 74. Al loro y tranquilos. De uno en uno. El resto de personas que aguardaban dentro del autobús público miraba temeroso a Nachito —que denotaba— muecas, de un careto desencajado y superado. Fue el primero en pasar por delante del chofer y se desplazó lentamente por el pasillo de los pocos que estaban de pie. Casi, cayéndose y sin equilibrio fue a parar a uno de los asientos simples que tenía la ventanilla entreabierta. 













El Gordo, en el asiento de enfrente, miraba el rostro de Nachito y comenzó a darse cuenta que sangraba por un costado. El sudor frío se deslizaba por toda su espina dorsal y el alivio del aire que entraba por la ventanilla, lo estaba dejando medio dormido. Chelito que acaba de salir del trullo era el que más entero se le veía. Sereno y convencido de que la maniobra del Gordo había sido la idónea y que la sombra de los barrotes se había cernido muy cerca. El Sebas andaba con cara de haberse comido un LSD en la isla Tortuga —entre el éxtasis del pálpito de las sirenas de policía y lo cerca que habían estado de ser carne de presidio— anonadado, pero sonriente. De repente, comenzó soltar unas carcajadas contagiosas. Esa actitud alteraba al Gordo. Éste, se apretaba con fuerza el costado izquierdo. Cuando le pregunta muy débilmente: —¿Sebastián y los billetes?— Por qué me llamas Sebastián, Gordo, no me gusta— Hey! Capullo, los billetes. —A mí que coño, me dices. Joder! Ni que fuera San Pancracio. Nachito vio la sangre como se escurría por el asiento del Gordo y dijo: aguanta. Tranquilo ya queda poco. El chofer me dijo que pasará. Sin más.— Me cagüen tu puta madre! Cómo coño no has comprado los billetes. Ni que fuéramos Robert Kardashian. Viendo el cariz de la conversación. El flipado de Sebas se levantó y observó que el jodido autobús no se había movido de la parada. Y se fue directo a por el conductor. Y con un tono categórico — Deme cuatro billetes para Miraflores. Chelito desde el asiento del fondo ponía cara de portero ante un penalti ejecutado por el pelusa Maradona.











El fornido chofer del autobús se marcó un gesto despectivo y de perdonavidas. No quiso mirar el rostro del Sebas. No le respondió. Frío como un témpano y la mirada firme en un punto perdido del parabrisas. Mientras sus manos firmes agarraban el volante y la palanca del cambio. El Gordo tragaba saliva y buscaba su 38, pero estaba muy débil. —¡Oye, tío te he dicho que quiero cuatro billetes! El Sebas, ya no era aquel chaval con cara de alucinado en un garito de surfers. Estaba realmente muy irritado.— ¡Cuatro bi-lle-tes, im-bé-cil! — Aquel quebrantahuesos de chofer robótico espeto:—A donde van Uds. No necesitan billetes. Joder! Aquel tono de voz grave y marcial le sonó familiar al Sebas, al Nachito, al Chelito y un lánguido Gordo que su cara era nieve en los Andes. Toda la banda se quedó en estado de shock .Después de una breve pausa, la cual, parecía una eternidad. El Sebas se dio cuenta que el resto de la gente que estaba subida en el grasiento autobús giraba sus cabezas y los miraban uno por uno, con disgusto y enojo. El Sebas se amedrentó. Aquel chofer de autobús con el pelo rizado rebelde azabache y profuso bigote, recordaba al icónico Pablo Escobar. Aquel tipo era el mismo conductor que los había hecho bajar del resto de los compañeros el día que salieron del colegio en sexto curso de básica: el puto conductor, Hugo cuerdo. Y a partir de ese momento, todo comenzó moverse a cámara lenta. El tambor del revólver estaba lleno. Lo cogí fuerte y apreté el gatillo tres veces: el percutor se accionó y reventó la carga explosiva de un cartucho del 38. Propulsada por la expansión de los gases. El fuego salió en trayectoria rectilínea hacia la espalda de uno de los viajeros que estaba detrás del Nachito. Vi cómo le impactaron tres balazos, dejándole, tres agujeros por donde la sangre salía a borbotones. El fuego cruzado y un bote humo convirtió aquel autobús en una pesadilla rabiosa. El Gordo fue fulminado de un disparo a quemarropa en el cuello. Se quedó doblado hacía la izquierda con la cara de cadáver de anatomía patológica. 















Debajo de su asiento había un maná de sangre. La gran mayoría del personal que nos miraba con desprecio eran polis camuflados del escuadrón de operaciones especiales de la policía libertaria. Iban muy bien preparados: Uzis y Glocks de trinqui con una potencia de fuego demoledora. Y el Chelito no sé dónde hostias se había metido. Había desaparecido de aquel infierno por arte de magia. Sólo quedábamos Nachito y yo. El Nachito replicó con su escopeta recortada del calibre 12. Vi con claridad como reventaba las tripas de uno de miembros del escuadrón—Juraría que tenía un trozo del píloro del grandullón que tenía delante, en una de mis cejas. Le hice una señal de Ok. Pero en el ademán del gesto de alegría. Una ráfaga de cartuchos de las letales Uzi, fueron agujereando desde el hombro izquierdo. el corazón, el hígado y los pulmones de mi colega Nachito. Lo acaban de coser a tiros como un colador. Estaba sólo atrincherado en uno de los asientos. Cuando todo se paró y hubo un largo instante donde aquel mortal autobús era el silencio de una misa en domingo de funeral. Y escuche un megáfono:— ¿Hay algo que debería saber querido Nachito Ulloa? No me lo podía creer pero esa voz. —¡Demonios. Nooo. Maldición! ¡Tú puta madre, choto de mierda. Tú, Chelito, tú. Cómo nos has podido engañar hijo de la gran putísima! Chelito, era el teniente Marcelo Ardiles. —Bueno, Nachito ya sabes cómo funciona esto. Sales con las manos en alto y dejas la pipa en el suelo. Ahí, adentro, todavía tengo a tres tíos apuntándote y aquí afuera somos 25 con plomo para forrar una catedral. —Nachito, respiró profundamente y miró al techo. —Contestó con una sonrisa sardónica, que deformaba aún su dibujo mental de toda esta movida.












Sintió un infinito dolor, que se fue diluyendo en ese persistente aroma familiar de la pólvora y la sangre. Recordó aquel lejano día en que su padre le enseñó a disparar por primera vez. Alzó la mirada y vio el panorama de sangre, casquillos, vísceras y viejos amigos en distintas orillas. Finalmente, el Sebas, anduvo hasta las puerta de salida del bus y le espetó:—Bien, Chelito, te crees mejor que todos nosotros; y sólo el cielo lo sabe, que tú has comido en mi plato y nos has mordido las manos, a quienes éramos tus hermanos. ¡Rata, que eres una sucia rata! ¡Sólo Dios nos pondrá a cada uno en su sitio! No pierdas de vista esta cara, la del rubio, Sebas, porque esta cara te perseguirá toda tu vida— Se dejó la mirada fija en los ojos del Chelito, ya descubierto con su uniforme militar. Entonces, cuando, ya todo el mundo lo daba por entregado. En un movimiento, tan rápido, como un pestañeo de ojos, sacó una beretta 21.  Preciso y certero; se voló la tapa de los sesos.  Las campanas de la iglesia sonaron como en una letanía al alba. Los trabajadores de la petrolera Bolivarof se disiparon entre la muchedumbre que se congregó alrededor del asalto. Después un montón casquillos. El teniente Marcelo Ardiles se dirigió a sus hombres.—Sres. Esto es así , nunca escuchen a los malhechores. En estas situaciones es mejor mostrar indiferencia y hastío por estos criminales. Esta unidad tiene un lema: cargar, apuntar y disparar.—Sí, mi teniente.—Contestaron los efectivos de la compañía. Buen trabajo y enhorabuena, caballeros.












                                                                  Finales de la primera década del S.XXI



Desperté del profundo sueño y olí el efluvio del alcohol de curar. Escuché a una mujer discutir con un hombre.—Sebastián, déjalo en paz. Mi padre está hecho una mierda. Salió de prisión porque tiene Alzheimer. —Ese cabrón, no tiene nada. El viejo, sabe más por diablo…Mónica que es un pieza. Se las sabe todas.—Sebastián, el novio de su hija iba vestido como un enfermero.—Hombre, D. Marcelo, cómo está. ¡Ay, qué gamberrete que nos ha salido! Ya sabe Ud. que con esa medicación no se debe beber. Esta botella de Johnnie Walker etiqueta negra para la ambulancia. Esto es bueno para nosotros: sus enfermeros.—Enfermeros, yo no tengo enfermeros. Yo estoy de puta madre. Esta noche he quedado con mis colegas —Y yo con mis amiguetes del grupo de Facebook del colegio. ¡Todo el mundo queda con alguien, eh, socio! Me quedé aterrorizado cuando el tal Sebastián cogía de una mano una jeringuilla y la llenaba desde un bote de Rivotril. —Oye eso no es para mí. Sí, es sólo un pinchacito, D. Marcelo. ¿Verdad, o te gusta más, Chelito, abuelete? Recuerde que los billetes son obra de Dios.




                                                                                       FIN









         Dedicado a todos los presos políticos de Cuba&Venezuela y los enfermos de Alzheimer. 







 Fotogramas adjuntados


Six Bridges to Cross by Joseph Pevney (1955)
One Day in the Life of Ivan Denisovich by Caspar Wrede (1970)
Wild Boys of the Road by William A. Wellman (1933)
Heist by Scott Mann (2015)
Shake hands with the devil by Michael Anderson (1959)
Cortex by Nicolas Boukhrief (2008)
The Gentle Gunman by Basil Dearden (1952)
Remember by Atom Egoyan (2015)
Time table by Mark Stevens (1956)
De zaak alzheimer by Erik Van Looy (2003)





                    

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