La estocada

enero 31, 2016 Jon Alonso 0 Comments









Un día cualquiera de una fría mañana de febrero quedas en un Café/Restaurante del viejo Madrid con un cliente nuevo. Pura rutina en el devenir del ahogado tedio laboral. Bien, el viernes pasado, me di cuenta que tenía que cerrar una cita. No es esa típica reunión que en diez minutos la solventas o quizá sí. La cuestión es que me puse en contacto con el bufete de abogados gestores de la fundación Cósmica Artes. Todo había quedado muy claro. Los representantes de la fundación mandarían a un abogado para concretar una operación de inmuebles antiguos. Perdonen que no me haya presentado; soy Blanca Aragonés una mujer madura, hermosa, de pelo castaño claro. Ahora me lo he tintado en un tono rubio paja Lady Gaga. Cosas de la edad. ¿Lo entienden o no? Bien, no es mi problema. Luego, si alguno de Uds. afina su mirada y busca en las profundidades de mis ojos pardos, atisbarán el sufrimiento de un divorcio mal llevado y el legado de 20 años de matrimonio con un abogado penalista de renombre: dos hijas en plena pubertad y una maldita hipoteca. La niebla apestada de contaminación parecía que quería escampar, en un combate nubevssol; finalmente el sol se impuso. Mientras comprobaba el correo y los whatsaap, de vez en cuando, miraba la hora en el reloj del viejo y glorifico café La estocada. Es un sitio que tiene mucho de icono entre la comunidad taurina del país y la mitomanía de las grandes leyendas de la farándula cultural. Puede que sea un defectillo genético pero a mí me gusta ver fotos de Manolete, Cooper, Hemingway, Sinatra, Picasso, Welles, o la Gardner y demás personal genocida (ese, tan de moda, en el gatillo, de los nuevos intelectuales of Poliburó social Network) que ha dejado su rubrica por el sitio. El local desprende una mezcla de fragancias de lo más diverso y curioso que una pueda imaginarse: almizcle, bergamota, tabaco, cuero viejo, pachuli y guiso de rabo de toro. Es un lugar limpio y muy acogedor, donde una se siente seducida por esa iconografía de elementos sangrientos que te da un puntito sádico. Un taxi paró delante de la puerta y un pie calzado por un Ferragamo de hebilla se apoyó en el bordillo. Si les digo la verdad, no sé por qué demonios, comencé a sentirme incomoda y llamé al bufete de abogados. Es curioso, pero nadie me cogió el teléfono. De repente, entró en el café un tipo alto, sobre un metro ochenta y seis, con un abrigo de piel de camello de Hermes, que recogió con mucho esmero el maître y entregó a la mujer del servicio de guardarropía.


















Sacó un billete de 50 euros y le hizo unas señas (está todo controlado, colega). La verdad que parecía uno de esos filósofos tertulianos cuarentones pletóricos de labia y un físico realmente de muy buen ver. Algo chocante con los de esta fauna, aunque la viña del Señor es muy grande. Luego, no se fíen de las apariencias, todos estos individuos suelen ser un encanto Profidén con aquellos clientes o medios de comunicación de grandes cadenas televisivas, los cuales, pagan un pastón por lucir piquito de oro u el desparrame de turno. Sí, en el fondo, son los sempiternos enamorados de su puto ego y los billetes de 500 pavos. Algunos miserables los denominan animales televisivos. En fin, todo el mundo, tenemos una historia, que nunca terminaremos de resolver o quién sabe; el día que termines contrato en el planeta tierra se acabaran tus 1001 desdichas. También, se podría decir, algo así, como: cosas que no debería de hacer un lunes por la mañana en Madrid. A veces, quedarse en la cama viendo series antiguas por el cable no tiene precio, pero ese es otro cantar. Didier Bertot es un apuesto hombre de 45 años: pelo rojizo oscuro, ojos verdes, y, habla cuatro idiomas (alemán, inglés, francés y español). Evidentemente, el español es una de sus lenguas preferidas, ya que toda su niñez y, parte de la adolescencia, la costa del mar de Alborán fue lugar de vacaciones del clan Bertot. Más curiosa, aún fue, su actitud y un descaro insólito de Monsieur Bertot, pues, le bastó una mirada para saber quien era yo, Blanca Aragonés, la mujer con quien había concertado su cita. Pero, lo que yo no sabía, es que DB me llevaba buscando toda su vida. Sí, les parecerá un anuncio de colonias de estas pasadas navidades pero, a veces, pasan estas cosas. Como, de un pálpito, se dejó llevar por la más irrefutable de sus corazonadas. Mi mesa estaba junto al ventanal, no muy lejana a la suya. Cuando un rayo de luz se abrió entre el brumoso y plomizo cielo, que penetró por el cristal, iluminándome vagamente, como si se quisiera filtrar para acariciar mi silueta, pero esquivando con mucho esmero el roce físico.
















Monsieur Bertot, se acercó y se sentó enfrente, sin decir palabra, mientras me miraba fijamente. Me di cuenta de sus intenciones y obviamente jugué a hacerme la ingenua, es decir, ignorar a Monsieur Bertot que estaba casi ajándome. Comenzó a buscar —insisténtemente— algo en su bolso de Prada marrón chocolate.
—Hola.
 Elevé mi mirada y sonreí. Al verla tan de cerca le pareció que se conocían de siempre.
—¿Qué tal? ¿Nos conocemos? —respondió ella con aire irónico.
—Me temo que no. Al menos no todavía.
BA sonrió nuevamente mientras sacaba un mechero del bolso. Lo cerró como si hubiese concluido la búsqueda que antes la abstraía.
—Tú fumas, ¿no?
—Sí.
Él acercó la cabeza. Sujetando con los labios un pitillo, que aún no había encendido, aunque no hubiera podido explicar porque no lo había hecho.
—Gracias. Lo necesitaba.
—Lo sé —dijo ella mientras guardaba el mechero Dunhill—. Aunque no es eso lo único que necesitas.
—¿A qué te refieres?
—Ya lo sabes, no te hagas el tonto. ¡Como si no nos conociéramos!
—Es que no nos conocemos —repuso.
Ella sonrió extrañamente mientras le observaba con sus poderosos ojos aturquesados.
¿Qué pretendes hacerme creer? A mí no vas a engañarme con ninguna de tus tretas. No creas que no conozco tus enfermizas diversiones, Monsieur Bertot.
—Di lo que quieras, pero yo no sabía ni que existieras antes de cruzar esa puerta.
—Entonces... ¿Por qué te sentaste justo aquí si no me conocías?
Didier Bertot se revolvió en su asiento. Realmente no lo sabía.
—No lo sé. Empiezo a creer que ha sido un error.
—Puedes apostar a que sí.
Abrió el bolso de nuevo y cogió algo que apretó en su mano.
—¿Sabes lo que es?
—No.
 Le miré vivaracha. Parecía disfrutar haciéndole participar en un juego que sólo ella conocía.
—¿No tienes nada para mí?
—No.
—¿Estás seguro?















De repente recordó algo. Se tocó el bolsillo de la hermosa americana que cubría sus anchas espaldas y descubrió un paquete. No entendía el porqué de ese paquete en su bolsillo.
—Espera —dijo consternado y excitado—, creo que tengo algo.
Sacó el paquete del bolsillo. Era pesado.
—Gracias, es justo lo que necesitaba —esbozó una amplia sonrisa—. Tú tenías algo mío y yo tenía algo tuyo. Pero tranquilo, te lo devolveré. Él sintió un terrible desasosiego.
—Ah! ahora recuerdo, las llaves de la Colegiata.
—Bonito detalle.
—Creo que debo marcharme.
—Aún no —respondió ella pronunciando lentamente cada palabra.
Tomó el paquete con una mano y lo abrió despacio con sus largas uñas pintadas de rojo. Dentro había una pistola.
—¿Qué demonios significa esto?
—¿Aún no lo sabes?
Abrió la mano que tenía cerrada: había una bala.
—¡Dios! ¿Qué diablos vas a hacer?
Ella se mordió los labios y le dedicó una mueca cómplice mientras introducía la bala en el cargador.
—Esto es tuyo, cariño.
Entonces él recordó algo, justo antes de que apretase el gatillo. DB le entró un terrible ataque de risa. Esa risa casi loca, que suele terminar en lágrimas de miedo y pánico. Las carcajadas, alertaron al servicio de La estocada.
—Ríe cabrón, porque esto es lo último que vas oír, antes de que me pierdas de vista.  Ay! Blanca, vosotros los españoles tenéis una manera de entender el amor…Como se dice, la palabra, es temperamental (con un claro acento francés forzado y estúpido)… —Se dice así.
¡Se dice estocada, idiota, 20 años a mi lado y en tu puñetera vida fuiste capaz de entender, querer, amar y joder!
—¡Blanca! Pero yo te quiero
El olor a pólvora y lana escocesa quemada fue lo último que se recordó en el añejo y atento Restaurante La estocada. Blanca guardo la Glock-19 en el Prada y encendió un cigarrillo.
—Adiós y buenos días.








                              Dedicado a Jacques Rivette, marzo 1929/enero 2016 in Memoriam










Fotogramas adjuntados

Quai des orfèvres (1947) by Henri-Georges Clouzot
Her to Heaven (1945) by John M. Stahl 
Blood and Sand (1922) by Fred Niblo
Une femme douce (1969) by Robert Bresson