La Navidad de los Olaizola

diciembre 23, 2019 Jon Alonso 0 Comments






La solariega casa familiar quedó vacía y deshabitada a los pocos días del fallecimiento de nuestra madre. Somos cuatro hermanos, aunque vivimos en ciudades muy distantes del globo terráqueo. Desgraciadamente terminamos muy alejados de aquel pequeño paraíso, lugar donde nacimos y pasamos una infancia inolvidable. El devenir de la madurez y eso de la responsabilidad para la supervivencia; trabajo. Han sido y lo siguen siendo nuestra asfixia diaria. Esas denominadas obligaciones con el deber moral y ético, las cuales, nos han obstaculizado resolver todo lo concerniente a la naturaleza de aquel hogar. Nunca fuimos tan felices, en otro sitio, nunca. Y eso que he tenido la oportunidad de viajar por medio mundo. Pero aquel caserío es lo que somos y le debemos nuestra existencia. Mientras se iban resolviendo los trámites de la herencia. Ésta, tiene la particularidad, que no pertenece a nadie. No tiene deudas de catastro y otros gastos de mantenimiento, lo cuales, quedaban cubiertos por una cuenta bancaria común, que dejamos abierta. Curiosamente, fui yo, quien tomó la determinación de comprobar los mensajes telefónicos, ya que nunca dimos de baja la línea de adsl. El gran operador nacional estaba con su nueva consigna de llevar la fibra óptica hasta el último rincón de las montañas norteñas. Pero, la adsl, era el sistema habitual de los lugareños de aquel lugar. Empero, comprobé notificaciones grabadas y evitar posibles prontitudes que pudieran quedar en el olvido, por culpa del abandono. No. No era el caso. Sin embargo, hace como un par de días: el 24 de diciembre, día de Nochebuena. Influido por la trascendencia del día e inconscientemente, acelerado. Sin atisbos de relativas novedades. Comencé a pensar en el soniquete digital tan característico de todo vecino en su aparador. Cuando sonó una llamada a deshoras, ya fuera o no, para nosotros. Aquel zumbido se me engulló a la boca del estómago e interrumpió el devenir de mi comida familiar, para la cual, me iba a preparar. Me asaltó la zozobra de un mal presentimiento.









Me quedé descolocado y nuevamente, sonó mi Smartphone que cogió mi sobrina, Usune y dijo:—dígame. Alguien, contestó con un tono afable, y cautivador, una voz, calcada a la de mi difunta madre. Me descoloqué, pero continúe ante el bullicio y el efecto de las viandas junto a los grados de alcohol. Mi cabeza entró en un runrún. No comenté nada. Además, Usune era una adolescente que no le interesaba lo más mínimo las cuestiones pretéritas de mayores y puretas de turno. Todos nos encontrábamos sentados en el típico restaurante que suele estar lleno de comensales en los días navideños, donde, algún altanero y sudoroso chef aparece, en escena, a preguntarte si nos había gustado la comida.


           Koldo —Exquisita, maestro.
           Pero, muy buena, demonios.
 Chef—¿Rica o muy rica…— Observó la mirada de los comensales.

           Si el local es uno de los que acaba de acceder a las tres estrellas Michelin y están en boga de la gente por hacerse con una mesa: tienes que realizar una reserva con un año de antelación. Esos chefs, que henchidos de ego, aguardan cientos de comentarios con una sonrisa de oreja a oreja. Un ritual que siempre me ha dejado, la duda, si por fingida piedad o puro sarcasmo.

            Chef—¿La lubina estaba en su punto?
Koldo—Por su camino.
Anónimo—Tururú

            No sé quién lo ha dicho. Creo que el camarero tiralevitas, con más de un grado en el cuerpo, que está detrás del gran maestro.










—Cocinar con sentido es difícil— rumiaba la voz faringítica de uno de mis cuñados (Ernesto el corrupto). Todo el mundo tiene un cuñado, es verdad. Los hay muy mimosos, bonachones y comprensivos. También están los huraños, ladrones y correvediles. Ahora en Navidad, aparecen como setas en octubre. No quiero entrar en el campo de la antropología para definir con mayor rigor al “personaje cuñado”, no tengo más que decir. Dejémosle el tema a los sociólogos o tertulianos de turno. Desde el fondo de la mesa, Armando (otro cuñado), se cree con derecho a hablar — ya que en esta ocasión— paga el homenaje culinario (con dinero de la diputación, donde trabaja) y se ha sentido molesto, aunque lo intentara disimular porque no le han preguntado a él. El menú ha sido muy esmerado y hecho con gran entusiasmo. A pesar de una cierta profusión por las salsas, solapara el auténtico sabor de las carnes. Nadie se quejó. Ya que las tajadas iban desapareciendo de los platos. El ritmo era vertiginoso: a carrillo suelto. Luego, doble ración de hogaza de pan casero. Más opiniones. Aquí todo el mundo se había subido al carro del mojarro con el opíparo menú. Alguien, dijo, con tono bajo:—Me ha gustado mucho.—Juraría, que era mi hermano mediano, Gorka. No obstante, conociendo a mi familia, se palpaba, una relativa tensión entre el primer y segundo plato, con profusión hacía el drama. Tengo cierta experiencia como buen gourmet, debido a mi trabajo y la cantidad de restaurantes donde suelo comer por reuniones. Era obvio, que el menú se había construido desde el interior del alma, donde me atisbaba un cierto cariz atormentado. Sin concesiones a lo excesivamente cocido y solo distanciado, lo justo. Independientemente, de la engañosa naturalidad. Una apreciación demasiado sibarita, con tanto comensal pedestre. 

 —A mí me ha parecido demasiado picante—susurra mi hermano Patxi (el segundo mayor), para no desentonar, él es así: un paso más allá de las reglas de la buena educación.

  Al menos, ha sido gratis—musita a mi izquierda, Óscar, el esposo de mi hermana (el cuñado bueno), Leyre, el más joven de toda la reunión.
           








Una pena las tostas—concluye, Óscar.

La expresión del chef denotó un relativo estupor, en torno, a los comentarios vertidos. Sin embargo, el camarero se llenó de un rubor, cuasi, anaranjado podría ser de gustazo, por el pitonazo, en la apreciación de Óscar o de pura envidia, por ser quien sacó los platos (los celos no son un buen negocio). Me pareció verle dar unos saltitos estilo Chaplin que provocó una sonrisa de medio gas en mi rostro.
            Todo lo contrario que los lameculos del otro lado del comedor. Sólo les ha faltado bajarse los pantalones y sacar un tarro de vaselina. La consecuencia más inmediata, ante el nuevo contexto, la puso nuestro hermano mayor, Iñaki, muy crecido. Espeto:
            —Quiero hacerle notar, si me permite, que la opinión de algunos de mis hermanos no importa tanto. Quizá les falta algo de formación—dice mirando hacia nuestro lado—. Yo entiendo que desearía usted obtener la inalcanzable unanimidad, lo que me parece humanamente comprensible, aunque también un poco inclinado a la peligrosa soberbia.
Pero lo primero es su propia satisfacción al probar sus creaciones, olvidando las críticas insolventes que la exposición al mundo nos propina, y solo hacer caso de los juicios bien fundados como los que algunos, pocos y elegidos, somos capaces de emitir.
No falla, Iñaki después de una botella de Muga entera para él. Es así.








—Otro whisky, guapa!—le pide Patxi a una camarera que tiene cara de propinarle un directo a la nariz. —No es una buena manera de dirigirse a una joven—.Y ponles también a estos dos—añade señalando al joven Óscar y a mí.

 Apúntalos a la misma cuenta que tú ya sabes— Voceó, Armando, desde el fondo, con un pacharán de más.

Al final, tras haberse comido un corral de vacas y beberse el Duero entero, la comida navideña, fue un éxito. Aún, quedaba la cena de Nochebuena. En fin, que la familia salió cantando villancicos con un tono etílico que tiraba para atrás. Obviamente, era Navidad y nadie se acordaba de la auténtica hada de esta familia. Nos despedimos y cerramos un año, más, en el que fuimos muy felices. En el fondo, el espíritu del caserío de la casa de la colina, seguía perviviendo entre toda la familia. Entró la primavera de la nueva década y de forma repentina; me atravesó un extraño desasosiego que se fue colando por el interior de mi estómago hasta recorrerme, entre desangelados escalofríos por la espalda. Me sentía mal. Afligido y temeroso. Pensé en llamar, a alguno de mis hermanos. Pero, no me atrevía y me dije a mí mismo hay que volver a la casa de mamá. Llegué a la vieja casa y noté que un aura de fragilidad se había apoderado del enlucido de las paredes. Incluso el empedrado del pórtico se notaba más agrietado. De nuevo, otra vez, envuelto en una cefalea horrorosa de las que últimamente, no se separan de mí. Me tomé unos comprimidos de ibuprofeno con Tramadol y busqué algo de alcohol. Encontré una vieja botella, de Napoleón. No estaba, nada mal, aquel jodido coñac del viejo.








                                                                                       
A pesar de haberme bebido dos copazos el dolor se hacía punzante. Como si alguien estuviera golpeándome dentro del cerebro con un martillo. Sentí que no estaba sólo y por primera vez, me vi, con la sensación de ansiedad y miedo, en la casa de la felicidad. De repente, escuché unos pasos por el pasillo de las habitaciones superiores.

—Mamá, eres, tú...
—Crujía el suelo de madera
—Y empecé a oler a Cerrutti Woman. (Esto, no puede ser verdad)
Entregado a la desesperación volví a tomarme otra copa y una pastilla. El dolor era idéntico a la sensación de miles de pinchazos de agujas en tus brazos. Era como el día de la marmota, en una sala de extracción de sangre de la SS. Entrabas. Pinchazo, salida, pinchazo y así 999 veces. El pulso, se aceleraba y desaceleraba. Tenía que subir las escaleras y ver qué demonios ocurría allí arriba.
—Venga, Asier. Tú puedes, qué cojones. Al llegar al quinto escalón noté como el suelo se resquebrajaba y me hundía, en dirección al sótano. Caí, mientras, gritaba—Ahhhhh!

De repente, olía, un efluvio perturbador. Ese aroma, tan sensual. —No puede ser. Otra vez, ese perfume. Y el techo con los travesaños de madera.
—Buenos noches, dormilón.
—Mamá, mamá! Eres tú…
—Claro que soy madre, tonto. Soy Izaskun Olaizola. Y tú, mi hijo Asier Iriarte Olaizola.
Es Navidad y estamos esperándote para cenar.—Vaya siestecita, machote…
—De verdad Ay, madre! Cuánto te quiero. Feliz Navidad.



                                                                  FIN



                  
                              Dedicado a Patxi Andión octubre 1947/diciembre2019 In Memoriam




Fotogramas adjuntados

The Apartament (1961) by Billy Wilder
Green Book (2018) by Peter Farrely
La gran familia (1962) by Fernando Palacios
A Smoky Mountain Christmas (1986) by Henry Winkler
Cash on Demand (1961) Quentin Lawrence
Christmas Story (1983) by Bob Clark












                    

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El viejo y la última luz

diciembre 01, 2019 Jon Alonso 0 Comments






Desorientado y aturdido por el golpe y la niebla incesante, necesitaba un reposo como método evasivo a la súbita realidad que le tocaba estar soportando. Sus pies todavía le custodiaban, altivo, sobre sí mismo, encaramado al abismo del miedo que intentaba sobreponerse como resultado de la nula visibilidad. Sus ganglios esfenopalatinos comenzaron, de nuevo, con aquel dolor; abrasador y gélido. Gemían de un sufrimiento implacable. Manifestándose en unos ojos azules imponentes llenos de lágrimas, hasta llegar a la extenuación. Lo cierto era que el roce había desaparecido —hacía ya, buen rato— pero la lógica se había perdido, junto con su perspectiva. Entre la bruma y su reacción se marchó el silencio y la quietud. Más miedo, más pánico, y más pavor, lo remataban. Abrió los ojos, por última vez, lo máximo que logró para intentar divisar, algo cercano, el causante del roce. Fue inútil, y la oscuridad blanca le cegó. Parecía que la niebla alcanzaba su mayor éxtasis.















Esa era la situación: una soledad absoluta, en un rincón llamado dolor. En el centro de una inmensa nube blanca que apenas le dejaba vislumbrar la silueta de sus extremidades. Por alguna extraña razón algo le hacía mantenerse parado e inmóvil en ese lugar. No conseguía dar ni un grácil paso para salir de su propio barrizal. Era una mezcla de desasosiego, desesperación, locura, tedio y un arraigado pesimismo, dentro de su cerebro que se hacía evidente: en ese impase, como el último estremecimiento, de alguna desgracia. Tal era su aislamiento visual que el resto de los sentidos se hacían saetas que corrían hacia la nada. Podía sentir el más ligero e ínfimo detalle de lo que ocurría a su alrededor. Aquella ilusión era inútil, pues parecía que el mundo se detenía para tan magna ocasión. La escena era sobrecogedora, pues ni el más suave de los sonidos se dejaba oír entre aquella espesura.














No creía percibir ni su propia respiración. Era el mayor monólogo de silencio y sufrimiento de un teatro completamente vacío. Pero lo preocupante no eran los segundos, los minutos o las horas del día, que le ponían la carne de gallina, y poder sentir algo. Su pausa persistía y el gesto, no se descomponía. Empero alguien más cruel estaba saltando sobre sus dedos. La brisa soplaba, suavemente, llegaba la hora de empezar la fúnebre ceremonia. El sacerdote ya estaba, ahí con la mirada impasible y circunspecta. Los chicos del coro también, en el centro del recinto estaba el féretro, las flores que adornaban el ataúd aromatizaban el lugar. Había una plácida sensación entre los presentes de que este funeral, no era uno cualquiera.














En el fondo, no había motivos para desgarrarnos a llorar —sabíamos que el viejo— ahora estaba en un mejor lugar, descansando de la cruel realidad: la de siempre a la que siempre habíamos estado entrampados. Se los llevó a los oídos para descubrir que esa espesa y maldita neblina no solo había acabado con su vista, carecía por completo, de la posibilidad de oír algo. Pero ese, jodido roce. Sí. El mismo, de costumbre, denotaba algo: puede que todo no estuviese perdido. Podía expresar cierto optimismo, pero no se movía. En ese instante, apareció, la luz celestial, del punto final. Un duende me susurró al oído que el miedo era mejor que la desesperación. Aquel elfo, no andaba fino, pues resultó estar equivocado. Finalmente, la desesperación gana la partida y terminó por adueñarse de todos nosotros.









                                                                          FIN








                              Dedicado a Terry O´Neill julio 1938 noviembre 2019 In Memoriam










Fotogramas adjuntos

Dark Victory (1933) by Edmund Goulding
Now and Forever (1934) by Henry Hathaway
Viskningar och rop (1972) by Ingmar Bergman
Love Story (1970) by Arthur Hiller









                    

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Los amantes Tracios

noviembre 09, 2019 Jon Alonso 0 Comments





Grozda no creía en Dios. Era una sabia mujer de grandes convicciones. Todavía recuerdo el día que juraste tu nombre en vano, pero dijiste que siempre estarías allí. Cuando las cosas se ponen tan tensas, bien sabes, que no puedo pensar ni respirar. He venido a este altar y así intentar que pudieras escucharme. Ella se sintió incomoda por un fingido affaire, fruto de una una artimaña elaborada, pero totalmente involuntaria. Parecía un vago y extraño recuerdo que terminaba de verlo con claridad. Son ese tipo de cosas que no hacen daño, pero se convierten en letales. Algo que terminó tergiversando la realidad de su pensamiento. Contaban los más viejos del lugar que asistía a la Iglesia con Lazar. Implícitamente llegaba a cantar alabanzas al gran señor por el sendero que le acercaba a la capilla, a medida, que se aproximaba más su voz cantaba con mayor ahínco. Sin embargo, sus ojos habían muerto hacía mucho tiempo para la fe. Aquella exposición prolongada a mí fue el causante de este deterioro. Todo el esmalte y el efímero glamour se borró, de inmediato, y la pintura se esfumó. Finalmente, el propio marco de sus creencias comenzó a oxidarse y debilitarse. Se derrumbó el día que lo descubrió sentada en el escritorio de mi oficina, las bombas zumbaron suavemente, mientras ella se sacudía ineficazmente ante la inservible refutación de su presencia. Estaba feliz, tal vez, de tener algo de compañía. Oí un grito: era agudo y espeluznante.














Capaz de atravesar todas las capas envueltas duramente y esmeradamente alrededor del último bastión de severidad , en lo más hondo de ella. Sin querer, se despegaron, en un fardel ensangrentado de pañuelos de papel —ineficaces para volver a arreglarse cuando él se sacudió un poco, posiblemente haciendo una mueca en respuesta a su dramatismo. Acababa de regresar a casa, desde su estudio en el laboratorio. Mi mano todavía apretaba el pomo de latón brillante mientras me ponía rígida. Al notar la ubicación, concerniente de Grozda, por el sonido: supe que ella acababa de verlo. Honestamente, casi esperaba una llamada en algún momento durante el día, pero aparentemente había sido apática en sus esfuerzos de limpieza programados regularmente. Un sudor frío recorrió mi espalda. Cerré la puerta con un clic y me dirigí rápidamente a casa, sin molestarme, en donde dejar mis cosas. Era un hombre delgado, desaliñado y previsible: por lo tanto, al alargar mi zancada pude recorrer la distancia rápidamente mientras aguantaba el equilibrio. El pánico es, después de todo, el alimento de los débiles y los ingenuos. Si entrase en la habitación, demasiado rápido, asustaría, nuevamente a Grozda.
















Estaba completamente ilusionada, aunque el desprecio anticipado me detendría de revisar los documentos que había destinado al consumo mental de esa noche. Mi mandíbula se apretó ligeramente mientras empujaba mis gafas concisamente hacia mi concavidad paranasal. Inspirando una respiración lenta y profunda, a una mucho más arrítmica y acelerada, antes de pasar por la puerta rota para encontrarme con ella. Se estremeció y dejó escapar un grito más corto y tranquilo al verme, colocando una mano sobre su pecho. Su cara estaba blanca y su corazón palpitaba visiblemente en el movimiento de su esternón. Ella retrocedió desde mi antiguo escritorio de madera y a la vez, su confidente.
—¿Eres un monstruo que se esconde dentro de esta pequeña piedra roja o son las decenas de miles de almas que se quemaron?
—¿Eres tú a la que los humanos te llamaban la blanca expiración?
¿Acaso no lo sabe todo el mundo, aunque tú me evitas, del mismo modo, que no quieres hablar de Dios?
Lloré en silencio lágrimas de angustia y, sin embargo, no estuve allí para limpiarlas, para evitar que cayeran al suelo. Para detener la sangre inocente que cae de las manos fieles.














Jadeado por el viento de Tramontana, el viejo vestido con la túnica blanca llegó a la cima de la cordillera. El humo que viene de la ladera de la montaña. El pueblo que mandaste quemar. Lazar sollozaba de dolor y pena. Mostrándole el camino hacia los cielos, hacia la verdad, hacia el todopoderoso. Y por última vez, antes de sumergirse en la luz, Grozda miró hacia atrás y gritó: la voz farragosa e indescifrable. De repente, una luz brillante nívea y candente se puso delante de él y las puertas del cielo se abrieron. A veces, nuestra propia ignorancia se convierte en idiotez permanente. Siempre tan atrevida y enmascarada entre sutilezas de finos hilos de seda, en cualquier estación o edad de los sentenciados. Nada llega de un modo tan inesperado y hasta sorpresivo como un relámpago. Rebasa y enturbia, comprime en el dolor y en la angustia de nuestra propia alma y golpea en lo más hondo de nuestras entrañas. No será la primera vez que creamos saberlo todo de la naturaleza, cuando ésta, en lo que tarda un chasquido de dedos, puede resquebrajarse y desbocarse, una vez más, ante cualquier atisbo de dolor o tristeza capaz de embargarnos en pretéritos recuerdos.





                                                                                                     FIN
                                                                                




    Dedicado a la memoria de Margarita Salas Noviembre1938/Noviembre2019 In Memoriam






Fotogramas adjuntados

Kozijat rog (The Goat Horn) 1972 by Metodi Andonov
Barierata The Barrier 1979 by Christo Christov
Kuhle Wampe oder: Wem gehört die Welt?1932 by Slatan Dudow
Urov (The Lesson) 2014 by Kristina Grozeva&Petar Valchanov










                     

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Soledad, Schopennhauer, Salinger y el amable pakistaní

octubre 07, 2019 Jon Alonso 0 Comments










Vivimos en la era del ultrarápido Twitter, de la melosa orla colegial de Facebook, del flash pixelado de Instagram y del chascarrillo de WhatsApp. ¡Amén, de su insustituible emoticono de turno! A eso le podríamos sumar todo tipo de sistemas de red de mensajería. Aunque si les soy sincero, comienzo a tener dolor de cabeza. Además, como soy un adicto a los opiáceos y los analgésicos de toda índole, no quiero más carne de farmacia. Lo hemos conseguido, sí. Por fin, todas las herramientas para estar relacionados hasta las entrañas de un proctólogo, en un mal día de hemorroides. Todo ello para tener a tu amigo virtual, al día, de tu hastío personal que son nuestras auténticas vidas. Uds. tranquilos por eso que alertan los voceros del equilibrio demográfico y lo de la población mundial, esencialmente, en nuestro confortable occidente, no padezcan. Eso, sí. Otros nos avisan por activa y por pasiva, que estamos al borde de una nueva catástrofe: la pandemia de la soledad. Saben que soy un tipo de una tremenda vida social por los ambulatorios de esta ciudad. Nadie dice nada de como está la puta SS por mi barrio y otros dos más. No lo digo yo, que como no sé muy bien de lo que hablo. Pues, toda la desgracia de está ciudad está en los contenedores del mal. Bueno, hablando del ambulatorio. ¡Ahora hay que ir por cojones, ya que no les sale del gran potorro coger el teléfono...! Me encontré un amigo que me hizo la siguiente confidencia; cuando transita por su habitación y divaga, de la cómoda al bidet,  —según palabras suyas— asevera que está empapado de “una soledad aplastada”. No obstante, los amigos, salen como setas, en estos días. Y el ambulatorio, que es mejor que Barraca en los 80, te encuentras a casi todos los dealers de la época. Digno de ver, menudos crápulas. Palabra de un generoso consumidor de años mozos. Bueno, pues, como el que no quiere: me di de bruces con otro colega de viejas andanzas. El paio anda con la salud, en precario. Digámosle,  que está en nuestro querido club del furgón escoba. 









Nada que no soporte este veterano amanuense y que finalmente, no para de conversar alegremente consigo mismo. Insisto, he visto gente de todos los pelajes y colores. Hasta he sido testigo de toda un petición de mano, con beso, in situ, a una lámpara de titanio de diseño nórdico. Incluso las divas del cine, han probado en sus propias carnes, de un modo simulado, la acción de alquilar a unos figurantes de atrezzo, a modo de familia de ficción. La cosa es muy  sencilla, con sólo hacer una transacción, vía network, previo pago de 50 euros por barba: podremos sentir el roce de unos labios fríos. Instante, donde a uno le besan, al abrir la puerta a un donnadie que viene a darle compañía a nuestra actriz mediática. Siguen, ahí. Estoy convencido. No suelo ser aburrido y si lo soy cambien de canal. Por el mismo precio, les cuento algo más interesante o más atroz. Empero, esto de la soledad ya tiene su recorrido. En el siglo XVIII, aquellos ínclitos años, de las luces y la ilustración, alcanzó su énfasis con el propio individuo. Ya me dirán Uds. que rediles sociales se cocían por aquellos tiempos. Veamos, que lo de la soledad y las estadísticas no le afectaron, ni un colín a mi querido Schopenhauer que con 19 años fue expulsado de primaria por escribir un poema en tono burlesco a su profesor. Dos años antes de este affaire, su padre no me pregunten, el porqué, decidió suicidarse. La madre cambió de aires y de la noche a la mañana término convertida en una de las escritoras más famosas de Alemania. 








Vamos que sacaba sus perras con la tinta sobre el blanco. Además pintaba, un rato bien. Madre e hijo, a pesar de quererse hasta lo más hondo de sus ventrículos, terminaron separándose. Eso de vivir sólo fue algo más que productivo en la mente del gran filósofo. Durante ese tiempo que pasó por la universidad estudió medicina, psicología y filosofía, disciplina en la que todos Uds., sabrán se doctoró y acabó dándole lo mejor de su talento. Sus estudios permitieron establecer un puente entre Platonismo y el Budismo. Un fenómeno, ya no se fabrican tipos así. Schopenhauer dejó muy claro, una máxima, como creador: "La mayoría de las personas indagan estar acompañadas porque no se encuentran bien consigo mismas, demandan compañía para salir del tedio, ya que están demasiado preocupados por lo que hacen los demás y por saber que jodida opinión tienen de ellos." No todo está perdido, siempre podríamos recurrir a Salinger cuando dijo aquello de… “Los sentimientos del anonimato y la oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida”. Salinger descubrió que el escritor del Reino Unido; Ian Hamilton. Se había encaprichado con la idea de publicar una biografía del genio de New Hampshire.










En ella, incluía cartas parafraseadas del escritor a amigos y a otros autores, lo cual, derivó en un contencioso judicial, al interponer una denuncia contra el biógrafo británico. Obviamente, el proceso de todo aquel affaire, terminó por dejar a la vista del respetable: una sustanciosa cantidad de referencias de la vida de Salinger.  Algunas novelas no publicadas, infinidad de relaciones con jóvenes estudiantes —aspirantes a escritoras de rimbombante éxito— y su bajo apetito sexual con su esposa: digámosle comprensible. Ahora, eso de su glosolalia y los atracones de orina. Es algo que se lo tendría que haber revisado. No se sientan solos de ella, sí. La soledad, pueden sacar reflexiones y aportaciones de lo más positivas. Cierren los ojos y piensen en la sensación de aislamiento y déjense llevar. Lo ven, es como las olas del mar, un vaivén que acaricia los pies, repetible y constante porque esa auténtica sensación: perdura. Es complicado, aunque funciona. Ábranle la puerta, a la soledad, cuando te visita. A cualquier hora. En el fondo es tan adictiva como una droga dura, empero no mal vista. Nadie trae problemas, a solas. Y la soledad es una forma de vivir. Tan cierto como que estamos en el S.XXI. ¿Se sienten solos? Siempre les quedará Schopenhauer, Salinger, Twitter, Facebook e Instagram. Y si de verdad, quieren dar un paso más aventurero: el calor de la mano del frutero pakistaní, cuando les devuelve el cambio de un billete de 20 euros.






                         Dedicado a Ginger Baker Agosto 1939/Octubre2019 In Memoriam





Fotogramas adjuntados



Tokyo no onna 1933 by Yasujirō Ozu
Searching (2018) by Aneesh Chaganty
El cielo sobre Berlín (1987) by Win Wenders
Naked (1993) by Mike Leigh



                

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El hada Zoe y las lágrimas mutantes

septiembre 05, 2019 Jon Alonso 0 Comments






El suave goteo del agua era similar al coro de una canción. Con la cola esponjosa ondeando detrás de ella. De repente, Zoe, saltó sobre la hierba salpicada de flores. El polen fue enviado a bufar contra el viento que se presentaba a su paso. Alegremente echó la cabeza hacia atrás y extendió las patas mientras corría, con movimientos completamente vagos. ¡Por los dioses, cómo amaba la estación cálida! Había nacido en el comienzo de la primavera, pasó su primera infancia en el mundo, llena de esmero, siempre rodeaba de un mimo gentil. Lo mejor de todo, por supuesto, era la gran cantidad de insectos y gorgojos; pequeñas maravillas que escaseaban en el frío. La hierba sacudiría el rocío regalado por la luna, y las flores a mi alrededor abrirían sus rostros para devolverles la sonrisa al pasar.















Sentí su toque en mí, y me desplegué de la cama en la que había nacido, bebiendo la luz que   invitaba a tanta libertad. Empero, mis hermanos y hermanas dormían soñando con abundante lluvia y vientos cálidos. En ese instante, observé la primera visión de los ojos dorados; que iluminaban el mundo entero. Me encantaba el sol y confiaba en ella, como en todo lo demás. Ella llegó a la cima de una pequeña colina y se detuvo bailando, con las orejas erguidas. La corriente se extendía por la otra cuesta, avanzando gozosamente. Zoe se lamió las mandíbulas, a modo de escorzo, ante su inminente matalotaje de frescos líquidos.










Se giró y miró por encima del hombro, entrecerrando los ojos para distinguir los puntos de sus compañeros de viaje unos pocos metros atrás. Su cola revoloteaba de un lado a otro, para alzarse sobre sus patas traseras. De algún modo, estaba batiendo al viento y remó. “¡Agua, agua!” Ella les devolvió la copla, su hermosa voz barítono, rebotando en las colinas. Un deleite para los sabios oídos. Obviamente, su humor parecía no tener límite. Habían luchado, todos ellos, dejando Friburgo atrás, pero siempre había una nueva esperanza en los ojos color azul acero de Zoe. Impacientemente se amasó en el suelo, la mirada más tormentosa de una caída libre.









Muy abajo, demasiado, para las libres alas de un hada. La distracción llegó, con una contundencia, que las abejas terminaron flotando en la brisa. Fingiendo ser transportadas cómodamente de flor en flor. Kaspars inclinó la nariz y observó el espectáculo de hadas jugando con los niños del bosque. Mirando hacia atrás, encima del puente, lejos de la ruta establecida: vi el remolino familiar de polvo de estrellas salpicando el vacío de otro mundo. Aquel vano se estremecía de vez en cuando, revelando imágenes de edificios en ruinas y luz cristalina del agrietado reactor. Siempre te había imaginado saliendo de esa luminiscencia y cruzando el puente hacia donde esperaba a mi madre, envuelto de lágrimas mutantes.



                                                   

                                                                                                          FIN 




                      Dedicado a Blanca Fernández Ochoa abril 1963/septiembre 2019 InMemoriam





Fotogramas adjuntados


Tom Thumb (1958) by George Pal
Alicia en el País de las Maravillas1931 by Bud Pollard
Labyrinth 1986 by Jim Henson
Carnival Row 2019 by Anna Forestar&Jon Amiel






                    

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