La cuestión meteorológica y la flaqueza del héroe

septiembre 26, 2018 Jon Alonso 0 Comments







Hace unos cuantos inviernos, demasiados para un mortal, que les pierdo la cuenta meteorológica.  Por aquel entonces, una lóbrega noche, la luna se posaba sobre un oscuro telón profanado por millones de pequeñísimas e incontables estrellas apagadas. Mi curiosidad me perdió y no pude evitar acercarme al marco de la puerta para contemplar aquel mar infinito; yermo y quemado. La bestia de la que siempre me había hablado mi abuela, estaba ahí, delante de mi nariz. Aquel animal, mitad humano, mitad cuerpo mitológico era completamente real. Sus ojos rojizos iluminaban la senda que llegaba a la fuente de la aldea. De pronto, rugió un aullido grave, que se quedó alicatado en mis tímpanos. Una la loca carrera comenzó desde los nogales de Fresno; el animal atacaba con espantosa furia y yo estaba exhausto de oponer mi parca resistencia, a tanta lucha continuada. Cuando, una lanza acertó, en uno de los ojos de la bestia y cayó entre la abundante sangre que salía de su cuenca orbital. Me quedé vigilante, mientras escuchaba sus agotados gruñidos y expulsaba una anaranjada espuma por sus fauces. El cazador se tiró sobre él —con salvaje rabia— hundiendo su cuchillo una y mil veces en el cuerpo de aquela alimaña. Aquel tipo estaba tan roto como la bestia; fatigado y herido se desplomó seminconsciente a su lado. Yo pensé que haría ahora, ya que si la bestia volviera a recuperarse: ¿Continuará su camino? ¿Se acercaría hasta nuestro caserío?... Las ideas se agolpaban y enmarañaban en mi jodido cerebro; extrañas alucinaciones me embargaban el ánimo, y terminé como aletargado.











No habría pasado media hora, cuando del espeso ramaje, donde había quedado abatida la bestia. Una mediana sabina se estremeció y entre dos ramas asomó la cabeza de un nuevo ser —supuesta cría de la bestia derribada— que el cazador había matado. Se erguía, como un humano, con la cabeza de un cabrito y sus cuernos bien definidos. Apenas, 60cms. Pero, me puso los pelos de punta. Aquella noche, era la más extraña de mi vida, cuando mi cerebro dio con el acertijo. Pues, aquel cabrón había pasado la noche acurrucado bajo las hojas, muerto de miedo, presenciando la gran pelea que su madre sostenía con aquél enemigo. En ese instante, observó que todo estaba en calma. Se atrevió a salir de su escondrijo —apoyando sus patas a lo largo del tronco— y comenzó a bajar muy despacio.
Eh, venga! Muévase—gritó el cazador.—Hablaba conmigo.
Sin salir de mi estado fantasmagórico. —Es a mí—¡Sí, venga, corriendo, o la bestia acabará con todos!
—Sr. ¿Quién es Ud?
—Soy Nimrod; el cazador del mal.
—Aquí nunca ha pasado nada.—Me sentía desbordado por los acontecimientos.
—Hasta que llega, chaval. El mal convertido en una criatura letal.
—Podría llamarme, Edmundo.
—Edmundo… (Risas, vaya nombre) En fin, ponte a cubierto. Voy a acabar con el demonio de Cernunnos.
—¿Cernunnos?
—Sí, amiguete. Luego, ponte a buen recaudo… 












A partir de ese instante, todo fue un baño de LSD. Desde una mirada volcánica que salió de los ojos de Nimrod, hasta el primer zarpazo que le arreó la criatura. Ésta, en apenas 30 minutos, pasó crecer 120cts más. Aquel desgarrón en el pecho le sacó de su letargo. En mi mente, sonaba, esta frase: una liebre que oye a la jauría, no corre más deprisa. Del héroe de la noche, Nimrod “el cazador” no quedaba nada, apenas un hombre despavorido, loco, muerto de miedo, sólo en el mundo que— corría y corría, para salvar el pellejo— se había desinflado de ese ardor guerrero, que apenas, unos instantes alardeaba. Cuando Nimrod pudo darse cuenta de sí, vio inclinado sobre él, el cariñoso rostro de mi madre.—Acojonante, yo la había perdido cuando tenía 7 años. —Ahí estaba, hermosa y sonriente. No soñaba, era ella la que le reía, la madre de sus hijos, viva y salvada, sin duda alguna por un milagro. Gruesas y ardientes lágrimas corrieron por las curtidas mejillas del cobarde guerrero.—Estaba atónito.











No obstante, me pregunté por esas lágrimas… ¿Eran las de la alegría del padre que despierta entre los suyos, o lágrimas de vergüenza de un orgulloso cazador que se cagó de miedo? Luego, se escuchó una voz celestial, y una plegaria; se dejó caer como algodón de azúcar, en aquel trozo de bosque. Un momento de paz que acariciaba, en la hora del inminente peligro. El mismo que siempre veló por el sino de aquellas criaturas humanas que luchaban por perder su anhelada mortalidad. Al final, uno dejó de soñar, durante un largo tiempo, para no convertirme en ese monstruo gris cobrizo que respira en los primeros días cálidos de los nuevos otoños. Esos que hacen que los veranos parezcan entremeses y los inviernos menos grises. Es el tiempo de los mortales. Debería de serlo. Ese, en el que se miran a los ojos. Empero no se confíen, los dioses son tan osados; que nunca sabrán si te ven, a través de los tuyos, o si tú te ves reflejado en los suyos. La mediocridad es conformista y el cambio climático tan repetitivo como el Tramadol y la previsión meteorológica.




                                      Dedicado a Celia Barquín Julio 1996/Septiembre 2018 In Memoriam








Fotogramas adjuntados


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La corona di ferro (1941) by Alessandro Blaseti
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