“Tres maneras de amar, tres maneras de llorar”
Bernhard Schlink (El lector)
Recuerdo este libro como llegó a mis manos y donde estaban ellas. Silentes y enrocadas de odio. Un tiempo de luminiscencia larga e infinita que nunca agoniza del todo. A veces el sol se vuelve horco y se empecina en enrobinar el aliento de mis pensamientos; como los maltas de sobremesa mirando al infinito. Me habían robado un año de vida por la cara. El ministerio del tiempo imperativo; el decreto de la imposición. La cantina de mis olvidos se oxidó en el hangar de los orgasmos y la desidia del aire se mezcló de nuevo en la biblioteca, de aquella ciudad que nunca terminé de conocer. Sin embargo, no dejaba de engullir páginas. Una tras otra y haciéndome la enésima pregunta: ¿Quién cojones era Bernhard Schlink? ¡Ah, claro, sí! Otro escritor alemán con ínfulas de Günter Grass o también, cómo… Aquel ¡cómo leches se llamaba, a ver…Ya lo tengo; el fascinante Patrick Süskind! Cada uno con una obra de culto. El resto de sus vidas: libros menores y a vivir de la conferencia, el artículo y lo que se tercie. El estómago es un Alien. No son buenos tiempos. ¡Para el carro, amigo! Este es un hombre de leyes, un jurista, persona con dotes. Ese individuo que los griegos hace milenios facultaron para decidir, que está bien o que está mal. La cuestión es que “El lector” me sedujo y mis recuerdos de pretéritos secretos fieles a mi adolescencia afloraron. Todavía, aún coleteaban los viejos efluvios del perfumista psicópata más sublime, que el yuppie Pat Bateman de la voraz América de Ellis adicto a las benzodiacepinas. No muy lejos, el hijo de la suciedad; Jean-Baptiste Grenouille. La obscena y cruel locura de aquella nariz enferma del XVIII ganaba por goleada. ¿Pero quién coño era BS y su lector? Sí. —Te has contestado hace unas líneas, ingenuo. —Ah, mis excusas a la platea. Un día conocí a una mujer como Hanna Schmitz de fuertes caderas, piel tersa, muy hecha y ruda. Aquella tosca hembra madura, que no se arrugaba como el papel de charol; franca y contundente. Me lavaba con ahínco, frotando la pastilla de jabón Lux sobre mi ancha espalda. Hanna como yo, pecábamos de honestidad y pasión. La adoraba y aún la amo.
La carne fría, sus miembros extendidos sobre mi cuerpo; la mancha oscura rastreando mi boca. Hanna sólo quiere mi cuerpo y mis palabras; el recuerdo de la lectura es el asueto de su alma. Pues, no sabe nada de códigos ni entelequias confortables. Sólo conoce la ferocidad impecable del sometimiento: claroscuros repletos de monstruos y crímenes. De castigos e imputas irisadas. Hanna es fuerte, aterradora, fría. Pero se siente más indefensa y desprotegida que nadie. Yo tengo miedo de Hanna, ésa que no ve el dolor. Hanna me excita muchísimo. Rastreando con sus labios crujidos los sitios más suaves. Lo ha hecho con el mismo empinamiento de sus señores; la generación que se había servido de aquellos guardianes y esbirros, o que no los había obstaculizado en su labor—pues el favor era impagable—expiatoria por las vergüenzas eternas de nuestros antepasados. En los lugares más impensados se presenta la fuerza que pervive en el pensamiento. ¿Tan mala fue aquella generación? ¿No recuerda a la nuestra? ¿Quién prendió la chispa en el bosque enajenado teutón? ¿Existe una culpa colectiva del pueblo alemán? ¿Los procesos son un mero lavado de conciencia a través de unos cabrones reparadores? No tengo respuestas, soy incapaz de elucubrar un discurso convincente, coherente con mi inteligencia. No la tengo. Mi amada Hanna, después de todo, representa un poco de dignidad en toda esta inmundicia. Siente la culpa y acepta el castigo. Ella es Hanna Schmitz, como otras tantas Hannas o Dolores de cualquier lugar de Europa. ¡Procede la pregunta! ¡Está la cuestión bien dirigida a Uds., los lectores! Yo a lo único que llego es al conocimiento de un adolescente de barrio bajo: remover el pasado y los fantasmas para qué sirve. Lo más fácil y sencillo es dejarlo como está. Mirar hacia otro lado, el tiempo lo escampará. ¿No va de eso la vida?—¿De que hablas, si tú no eres un intelectual?—De eso, de la dignidad del gangster—Y a qué hostías vienen los gangsters—Fácil, erudito... Un gangster, te matará, te violara, te torturará, te aplastará. Pero no te sentirás decepcionado-a. Los gangsters no saben hacer otras cosas. Ahí, reside su honestidad —¿No te entiendo?—Menos os entiendo, yo. Al final, como en la bodas; puros, licores y ceniceros por el aniversario. Todo quedará en una buena película, pues las conciencias se crearon para removerse tres minutos y medio. No hay dolor que pena alivie el recuerdo de cien años. Pero, yo sigo enamorado de Hanna Schmitz como Rossellini de Alemania Cero y Stephen Daldry de la literatura en el cine. Bendita historia y alabado sea el amor.
Michael Ondaatje (El paciente inglés)
Un día de vendaval tropecé en la estantería de mi decana biblioteca con el libro; "El paciente inglés" de M. Ondaatje y me gustó. Lo cogí de préstamo para disfrutarlo en casa. A fin de cuentas, yo estaba en 4 de carrera y ahí uno elige especialidad; la mía para evitar jaleos de banderas y orillas fue la arqueología. En tres días devoré aquella novela y un trozo de mi corazón se cruzó con la pasión de un amor universitario irrepetible. Lleno de pecado e inmoralidad, pero todo me servía como a los protagonistas de esta historia. Cuando el adulterio es un visado a las vísceras de la pasión. Del mismo modo que su director, A. Minghella —fallecido no hace mucho— se colmó de amor y dolor en la zozobrosa búsqueda de parné para convertirla en su obra maestra. Pues, Minghella se enamoró de (los amores ciegos y aventureros de las tormentas de arena) ella y con el aroma a carne de celuloide que desprendía. Maravillosa e intensa historia, con un toque romántico volando por la inmensidad del desierto Libio. Película que me hipnotiza: la historia en paralelo del nacimiento de dos amores semejantes, imposibilitados por su prohibición de lo impúdicamente correcto.
Ambos seres condenados al fracaso y separados sólo por un tiempo distinto y una guerra que los seis personajes implicados en la doble trabazón conviven en un nudo gordiano entre la disparidad, la épica y los celos. Ondaatje, resucitó a un aventurero, un falsificador, un mercenario, un piloto, un romántico, un valiente y posiblemente un maldito; el Conde de Almásy. Siempre nos quedara la inmensa hermosura de la cueva de los nadadores (aunque la de la película no esté en Egipto como corresponde) y la débil luminosidad de la linterna, envuelta en angustia de la herida, Katharine. Ámame, quiéreme, siénteme. Volvamos a engañarnos— nuevamente— por unos días en aquel salón mientras bailamos mejilla contra mejilla. Por favor, no te olvides del último tango en un arnés alpino contemplando los frescos de Piero della Francesca. ¡Qué sople la ventisca del desierto y suene la música de Gabriel Yared! Yo sigo soñando -pacientemente- todas las noches de primavera. ¡Ojalá nunca se acabe!
Los puentes de Madison (Robert James Waller)
“Me resulta difícil escribir esto a mis propios hijos, pero debo hacerlo. Es algo demasiado fuerte, demasiado hermoso como para que muera conmigo. Y si queréis saber quién ha sido vuestra madre, con todo lo bueno y todo lo malo, debéis saber lo que voy a contaros. Ánimo. Como ya habéis descubierto, se llama Robert Kincaid. No sé a qué corresponde la inicial L. que había después de Robert. Era fotógrafo, y estuvo aquí en el año 1965, fotografiando los puentes cubiertos. Pero Robert Kincaid era alguien diferente; no se parecía a nadie a quien yo hubiera visto o de quien hubiera oído hablar o sobre quién hubiera leído algo en toda mi vida. Es imposible que lleguéis a entenderlo totalmente. En primer lugar, vosotros no sois yo. En segundo lugar, hubierais tenido que estar cerca de él, mirarlo moverse, oírlo explicar que estaba en una rama muerta de la evolución. Tal vez os ayuden los cuadernos y los recortes de las revistas, pero tampoco eso será suficiente. Además, él no era de este mundo. Es lo más claro que puedo decir sobre Robert. Siempre me pareció que era un ser parecido a un leopardo que había llegado en la cola de un cometa. Así se movía, y así era su cuerpo. De algún modo, era, al mismo tiempo, fuerte, afectuoso y bueno, poseído por cierto sentido trágico…”
¡Ay, Robert! Escribías y se estaba trasladando a la
pantalla lentamente; el amor. Sí, AMOR. ¡NO HAY NADA MÁS SOBRECOGEDOR Y HERMOSO
QUE ENAMORARSE! Las letras del libro de RJW traspasan el reflector; lentamente, en silencio, sin
palabras, de manera sutil como una fina lluvia que te va mojando poco a poco y
sin darte cuenta acabas calado hasta los huesos. El magisterio de ese director
que es Clint Eastwood y la increíble Meryl Streep. Llorando a mares y con un nudo en la garganta
que deseas que se te quede toda la tarde mientras te pegas a la butaca. Hay
pocas cosas en esta vida, más milagrosas
y misteriosas que enamorarse. El siempre joven añejo Clint Eastwood, como uno
de los directores vivos más grandes del cine americano se revela como un
cineasta de poliédrica y minimalista sensibilidad. Capaz de retratar con el aliento más poético la simple emoción de
dos seres humanos enteros y verdaderamente enamorados. Algo tan sencillo como
el rostro de ella (el descubrimiento de
estar siendo deseada, admirada) cuando él la está fotografiando en los
puentes, Y sólo por eso, vale la pena...verla y enamorarse una, dos, tres,
cuatro, cinco, seis…cientos, miles…Amor y lluvia en las mejillas.
Dedicado a mi amigo Benito Pajares y los fotorreporteros que han perdido sus vidas sin obituarios
P.S.; volveremos, como de costumbre. Ahora mismo estoy lleno de astenia primaveral. Algo desconectado de la webesfera. Es tiempo de paseos por la arena de mi Mediterráneo; terrazas, sedas, algodones y sandalias a la vera del rompeolas. Emulando a Rohmer, tengo ganas de darme un homenaje... Pero, como soy hombre de palabra en 15 o 20 días, más. Disfruten de la vida (eso que se nos escapa de la manos todos los días) todos-as