La explosión humana oscura

junio 28, 2019 Jon Alonso 0 Comments








El sol de medianoche comenzó a buscar un ocaso efímero, a medida que el astro daba visos de crepúsculo intermitente. La tierra de fuego eternizaba mutis en toda la comarca. Apenas, quedaban hilos de vida, de otrora un jolgorio más incisivo. Sí, era el tiempo de los alisios de Orión. Ahora aquel lugar, idílico, construido de pequeñas chozas y cuevas silentes, permaneció de por vida como forja de esclavos. En el mismo centro de la tierra de fuego; se alza un gran castillo medieval de color rojo. Las llamas surgieron de las murallas de la fortaleza, pero no chocaban con la cobriza piedra. De su interior, aquellas flamas estallaban como truenos en una travesía por mar de Arwen. Gritos de hombres y mujeres, que luchaban por intentar salir con vida.Se vislumbraba un inmenso figón abierto, una batalla por la libertad y la honestidad, aguardaba entre unas desesperadas tropas, sin control. Las chispas de las espadas que se golpeaban entre sí eran la única fuente de luz durante toda la medianoche. Desde el suelo del gran salón, ahora convertido en estanque rojo de esbelto diseño de mármol rosa, flotaban cadáveres.













Cuerpos inertes de aquellos hombres y mujeres que lucharon por algo más que la libertad. Nada pudieron hacer contra los sicarios profesionales que contrató la reina Boudica. Horda tras horda llegaron. Sin importar el número, no tenían ninguna posibilidad contra el rebelde Tardisius y su espada de fuego. Una espada hecha del mejor hierro de las tierras azules del este. La habitación se quedó en silencio, momentáneamente, ya que no llegaron más tropas. La sangre le corría por la cara, mientras comenzaba a sonreír. Se levantó del suelo y sacó su espada cubierta de cartílagos. Repartiendo esgrima por los cuellos de quienes se atrevieran a blasfemarla. Una rosa blanca, que llevaba puesta en la cabeza, se puso roja, al igual que su sonrisa: la cara llena de salpicaduras de sangre densa. Ahí, en ese instante, la reina Boudica retiró su espada de los corazones de sus enemigos. Miró la hermosa hoja y se quedó atónita al ver su propio reflejo. De repente, se cortó la lengua con la gran tizana. Entre la catarsis del sacrificio personal y el sabor de la propia sangre; que dejaba caer por su garganta. Pensando en una victoria, sobre el rebelde Tardisius. Los incondicionales del insurrecto parecieron encogerse ante el escorzo de la reina y su cara de poseída. Momentos de duda que las pocas huestes mercenarias de Boudice se compadecían. En ese momento, de auténtico brillo radiante, los talones de ella caminaban como un leviatán.














Marchó sobre los enemigos debilitados hasta que sus corazones y cabezas acabaran por desangrase. Pasando, a través del lago de cuerpos caídos, Boudica empujó el foso de las grandes puertas de piedra negra. Allí yacía, detrás de las puertas, el trono sobre el que se sentaría hasta su muerte. Un gran trono, apto para dos, hecho de enredaderas de estrados con flores de loto y orquídeas. La reina soltó un suspiro de fatiga, estirando los brazos en el aire. Se lo tomó con mucha calma. Insertando la espada entre su pecho, apuntando primero, a medida que se iba reduciendo en su cuerpo. Desde el sillón real, fácilmente, le dio una patada con tal fuerza que un talón penetró la cabeza de un guardia de cohorte de Tardisius que estaba escondido detrás de un pilar. En las afueras del vetusto reino de Larios, un niño contemplaba los fuegos. El viento arreciaba del norte y se abrochó el armiño y su guerrera de color blanco. Se ató un pañuelo rojo alrededor de su cara inferior. Dio un salto ágil y dejó su posición de rodilla, en alerta, para cargar sus dos espadas de acero sajón; que colgaban de sus lados opuestos a su cintura. Dos espadas colocadas sobre su espalda, a modo de una equis. Con una sencilla y pasmosa facilidad, el joven se mostró a sí mismo, retirando parte de la nieve que el viento había hecho caer de las copas de los abedules y cubría sus hombros.














En medio de la espalda otra espada más pequeña pero de filo doble y punzante. Con su pulgar, limpió la superficie de la hoja, revelando un hermoso brillo y una inscripción por la empuñadura. En un texto en cursiva se podía leer el nombre Alea jacta est. Una lágrima se deslizaba por el pómulo izquierdo del joven lozano, mientras limpiaba pequeñas impurezas del mango. De repente, se escuchó un estruendo de voces al unísono: “Tardisius, Tardisius”, nuestro rey. El nombre era el recordatorio, de que todo el reino de Larios esperaba al joven guerrero. Es evidente, que nunca podría perdonar a la caprichosa y tirana reina Boudice por sus malas acciones contra él. No, él no era lo más importante. Lo verdaderamente transcendental era el pueblo de Larios. Ni una plegaria de rodillas, de aquella hermosa mujer de cabellos rubios, madura y antojadiza, le salvaría de su muerte por el vacío del desfiladero. Ni siquiera, el hecho de ser la hermana mayor de Tardisius. La ley y el deseo del padre de ambos se cumplían desde el lecho de muerte, del mismo padre que agonizó, enfermo del corazón a lo largo de veinte malditos años. La explosión de gozo humano en Larios era la mejor noticia del último siglo de la edad oscura y los peligros.








                             Dedicado a Franco Zeffirelli  febrero 1923/junio 2019 in Memoriam







Fotogramas adjuntados


Die Nibelungen: Siegfried 1924 by Fritz Lang
Exalibur (1981) by John Boorman
La corona di ferro (1941) by Alessandro Blasetti,
Conan the Barbarian 1982 by John Millius








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