“El hombre que plantó Marihuana, tuvo un aborto y quemó una imprenta”

enero 19, 2018 Jon Alonso 0 Comments







Jeremías Rojas era un hombre lleno de ilusiones y esperanzas que se quedaron convertidas en tristes cenizas de crematorio esparcidas por un desbocado viento de abril. Todo aquello por lo que luchó, deseó y amó había desaparecido. Toda su vida se desvanecía como el pestañeo de un espejismo en el desierto. Poco quedaba de aquel chaval nacido, en un pueblo, de la frondosa sierra extremeña. De sus sueños de infancia. Su actitud laboriosa y solidaria en el colegio. Y es que el mayor anhelo de Jeremías Rojas estaba en un pozo negro, oscuro y lejano. De aquella frase del profeta Muhammad (mensajero del Islam) sobre las bondades de una expresión archiconocida: “plantarás un árbol, escribirás un libro, y tendrás un hijo”. Era una interpretación occidentalizada de una letras que citan, textualmente, estas palabras: “la recompensa de todo trabajo que realiza el ser humano, finaliza cuando este muere, excepto tres cosas, una limosna beneficiosa, un libro de conocimiento y un hijo piadoso que vigile por el alma, de su padre, cuando este ya no viva”. Nociva interpretación y tremenda desazón con el paso del tiempo. Cuantas veces, le pasaba por su cabeza, el revivir del viejo afán. Engañado y con aroma a fraude, llegó a maldecir mil veces al jodido profeta y sus frasecita. Ni árbol, ni puto libro, ni biberón de turno. Jeremías Rojas trabajó como un cabrón en una cadena de comida rápida, y en cuanto terminó la carrera comprobó; que sólo la preparación de oposiciones podrían darle un empleo —de por vida— como profesor de lengua. No tenía ese tiempo, ni ganas para seguir estudiando, luego aprovecho su atractivo físico para trabajar como modelo de catálogo de supermercado. Ni su avispada inteligencia y generosidad de cofradía. Ni su alto bagaje cultural —no en vano estudio filología— aunque, nunca exprimió el potencial de su preparación. Todo fue en vano. Hasta que unos tipos (de origen neerlandés) que conoció en la agencia de modelos, le invitaron a una zona del sur de España, y le mostraron —en situ— un campo repleto de plantas de marihuana. En ese instante, le vino a su mente la cara de su hermosa mujer, Adriana. Una joven de facciones muy marcadas, rasgos eslavos —era originaria de la bella Moravia— de unos intensos ojos azules algo estrábicos. Pero de mirada cautivadora. Aquellos carnosos labios, pómulos rosados y una delicada barbilla: impresionante. Era tan hermosa como un atardecer de verano en Tánger. Jeremías Rojas conoció a Adriana en el restaurante de comida rápida, mientras le servía una hamburguesa. Adriana estaba estudiando Historia del Arte, a través, del programa Erasmus. Se quedó eclipsado por su rostro y en menos de tres meses ya estaban casados. Eran tan felices. Además siempre contó con el beneplácito, en las decisiones difíciles de Jeremías. Fue la época, en donde, optó de lleno, por su introducción, en el cultivo extensivo de marihuana. Adriana, nunca lo puso  ningún impedimento. Invirtió todos sus ahorros. Ahora era el encargado de todo lo cultivado, en aquella enorme extensión de terreno. Así como del cuidado y la recolección de las plantas cannabicas, dueñas de un profundo verdor y, si cabe, un perfume más profundo, en los días de cosecha. Se convirtió en todo un experto. Dominando las técnicas de floración del producto, manufacturación de las semillas, proceso de regadío y protección de los ricos cogollos bien llenos de resina. La recolección del producto y el control de secado. Las cosas iban sobre ruedas. Aquel lugar estaba limpio de sospecha y muy bien integrado en la zona de cultivos tropicales del entorno. Mis relaciones con los agricultores y gente cercana; eran excelentes. Me tenían por un exportador de frutas exóticas que servían para blanquear parte del terreno dedicado al negocio del cannabis. Todo era demasiado bonito. Adriana, tenía lo que quería; a mí. Además, si necesitaba cualquier cosa o capricho de turno, sabía que le sobraba dinero o tarjetas de crédito. Lo dicho, era muchísimo mejor que plantar un cerezo, en el huerto de un chalé. Era realmente fascinante contemplar la felicidad de Jeremías Rojas; el hombre más feliz, encima de la tierra. Empero la mejor noticia, llegó tras una cena en un exquisito restaurante vasco. Mientras nos deleitábamos con el vino de la tierra y unos pintxos de aperitivo. Me dijo que estaba embarazada. Me quede del revés. Estaba tan contento que me temblaban las piernas, porque no sabía si saltar de alegría o empezar a pagar copas, al resto de los comensales.














Le di un beso en los labios y le dije; eres una bendición, amor mío. Sentía como —tras años de oír del verdadero amor— esa auténtica sensación, se manifestaba, con toda su belleza y grandiosidad, al verlo delante de mis ojos por primera vez. Sentía un vértigo inexplicable y sólo pedí que nos dejará ahogarnos en su inmensidad. Un bebé Rojas Ivanovic´ estaba por llegar. Sólo quedaba irnos a la playa y bañarnos en la inmensidad de las olas, o mejor dicho, que el tiempo se parase para siempre. Mientras nos besábamos con la misma pasión que B.Lancaster y D. Kerr. La vida nos sonreía de un modo, que jamás lo hubiera imaginado, en el mejor de los escenarios posibles. Pasó una estación y media: estamos en otoño. Mientras, andaba preparándome con gran donaire. La noche atrajo a la tormenta y la fría lluvia; pareció traer el temporal al dormitorio de nuestro apartamento, Adriana se había echado una cabezada por la tarde y se despertó con fuertes dolores. Decía que sentía una sensación de pinchazo constante, de un modo desgarrador. En las sabanas Bassetti de tonos azules y blancos cenefas resaltaban, como un golpe de dripping de Pollock, las pequeñas manchas de sangre que había dejado. Al marcharse al baño a lavarse. Le dije que lo dejara todo; que nos íbamos de urgencia al hospital. Una vez en la puerta del centro médico, Adriana, no paraba de llorar y espetaba:—No siento a Eric, no lo noto. En la camilla, el dolor se había agudizado y sentía fuertes calambres. Le cogí de la mano, pero se soltaba, llevándosela a la cara. Era un panorama desolador. Adriana estaba en la semana número 22, de gestación, camino de cumplir el sexto mes. Me acerqué a darle un beso y ella envuelta en lágrimas, me decía: —Jeremías el bebé no está bien. Se nos lo están llevando—Tranquila, cariño. Todo saldrá bien. Ipso facto, la camilla fue llevada a toda velocidad —directa— a la zona de quirófanos de maternidad. La obstetra de guardia me informó, que había unas pequeñas complicaciones, y posiblemente, habría que hacer una cesárea. No podría decirme nada sobre el bebé. El corazón se me quedó en un puño. Tragaba saliva y me maldecía hacia dentro. No me lo podía creer. ¿Por qué, cojones? ¿Cuál era el porqué de toda esta pesadilla? Me consumía por dentro. Además, no pude entrar al paritorio, pues, esgrimieron el agravante de intervención compleja. Sólo me dijeron —que en ese momento— Adriana estaba completamente anestesiada. Parecía que la intuición de mi esposa daba visos de una realidad trágica. No lo entendía, y si quería entenderlo. A lo largo de los últimos meses, todas las ecografías estaban normales. El bebé, se veía perfectamente, quedaba muy poco. ¿Qué estaba fallando? Dentro, del quirófano se estaba intentado reanimar al bebé. Había nacido sin pulso. Todo fue muy rápido, pues para evitar complicaciones, a Adriana, como la no salida del feto —sin latido— podría haber liberado sustancias inflamatorias y posibles riesgos de infección. Así, como de una mala coagulación. Cuando entré en la habitación, una vez que pasó a planta e informado de todo el proceso. Pude ver a Eric. Era tan pequeño y ya tenía unos rasgos tan humanos. De un ser hermoso, casi hecho, era nuestro bebé. Me quedé con la cabeza entre las piernas llorando y posteriormente, firme el acta del éxitus. El trato por parte del equipo médico —conmigo— fue impecable. Pero, por razones obvias, ya no a sería posible ver a Eric. Una vez que, despertó Adriana, se tocaba su vientre y notaba los enormes apósitos que le habían colocado tras las suturas. Me preguntó—¿Jeremías dónde está mi Eric?—Adriana, Eric...(tremendo nudo, en la garganta). Se ha marchado. —Qué cojones y leches, se ha marchado! ¿Dónde está mi hijo?(chillaba como una posesa)—Tranquila, corazón. No pasa nada. Yo lo he visto y se ha ido. Adriana, comenzó a lanzar diatribas en checo. No entendía nada (pero tenía muy claro que se estaba cagando, en mi familia, en todo el equipo médico y hasta en el rey de este país) —Por favor! Déjalo, estás muy débil y confusa. Ahora ponte buena y ya hablaremos cuando el tiempo nos dé fuerzas. —¡Jeremías, exijo ver a mi hijo! —Va a ser imposible, cielo. — ¡Quiero que me lleven al depósito!(gritaba)—No, no lo hagas.—A partir de ahora, no me digas lo que he de hacer.—Adriana (envuelta en lágrimas)—Vete, Jeremías. ¡Márchate de aquí. No quiero verte. Vete, vete, lejos! Una enfermera me preguntó si me encontraba bien. Y si todo estaba O.K.—Dije, que sí. Completamente hecho trizas. Salí de la habitación con el corazón a pedazos. En la calle llovía cántaros y no tenía paraguas. Me fui al parking del complejo médico y busqué mi auto. Sonó, la alarma y me introduje en él. Una vez dentro, cogí un kleenex y me sequé, el charco de lágrimas que cubría mi rostro. Arranqué el coche y desaparecí en la solitaria carretera del autopista camino hacia el sur, mientras la inmensa tromba de agua seguía siendo mi acompañante más cercano. Los parabrisas, a modo de manos que pasaban páginas de guion, a toda prisa, quitaban la majestuosidad de la potente lluvia.













Dos años más tarde...



Adriana mi esposa, se marchó a la bella Moravia, a la casa de sus padres. Su madre había fallecido de un ictus hacía un año y su padre estaba muy afligido. La vida en Olomouc era muy diferente a la de Málaga y mucho más, a la de Madrid. Seguía con su duelo y calvario particular. Despertándose, en mitad de la noche, llorando a causa de la perdida de nuestro bebé. El trauma persistía y la imposibilidad de haberse despedido de él, cuando estuvo en el hospital, hacía mayor mella. En sus sueños más terroríficos la imagen de un Erick malformado con aspecto de bicho versus Alien, le atormentaba y perseguía. El horror era su nueva compañía en el frío invierno de la Moravia checa. Cuidando de su padre y siendo tratada por un especialista en psiquiatría pediátrica. Yo hablé una vez por teléfono, pero no quería saber nada de mí. Nunca me pidió el divorcio. Era una actitud tan indolente, tan de la vieja Centroeuropa, entre lo kafkiano y lo triste de esos personajes complejos de Kundera. Pasaba de todo lo que nos unía. El día que perdimos a Eric, nos perdimos de por vida. Mientras tanto, la vida en Málaga, continuaba. Yo seguía adelante, intentado olvidar y creyendo en lo que hacía. La vida es así de puta, cuánto más hay, a ella le gusta ponerse peor. Había continuar y el show debía de seguir en marcha. Evidentemente, con una espina de ballena, en el corazón. Empero, quería seguir llevando el tren de vida, en el que me había subido. Mi misión era cultivar el mejor producto y vender cuanta más cantidad mejor. Y es así, el capitalismo es como cuando te encuentras con alguien ninfómano y necesita más. Ahí estaba yo, vender y vender, era lo que mejor sabía hacer. Y es que si de algo, me podía consolar, era que a mi hijo Eric, no le faltaría de nada. Esto que digo no es vanidad, ni que tuviera un repentino empacho de ego. Tenía mis defectos, como todo el mundo, pero en lo que a los resultados de mi trabajo se refiere, mandan los fríos y sinceros números y estos me cuentan que sí. Jeremías Rojas es uno de los mejores individuos de este negocio en el mundo. De que servía mi impoluto bachillerato, el paso por la universidad o mi portentoso físico, que ya quisiera algún veinteañero, poseerlo. De mis bellos ojos azules o los 185 cts. de altura y mis putas espaldas hercúleas. Había perdido a mi esposa y lo más importante: mi hijo. De momento, el árbol, tendría que esperar y el hijo, no sé…, que le pregunten a P.D. James. Yo seguía a lo mío y de paso, me quitaba la ansiedad fumando la mejor marihuana del mundo. Terminó el invierno, sin noticias de Adriana. Yo seguía con mi monótono ritmo de vida. Eso sí, casi a modo de anacoreta. Cuando, llegué, al Garden de la plantación. Me llamo mucho la atención la soledad del complejo. Apenas coches y tan siquiera, vecindad a quien saludar. De repente, me veo a cuatro agentes de la Udyco, diciéndome; ¡Policía antidroga! ¡Manos en alto y al suelo! Cuatro coches de la secreta y dos furgonetas con efectivos de la policía nacional. Rápidamente, me levantaron y me dijeron que estaba detenido por el cultivo de cannabis, la elaboración, tráfico ilícitos y la posesión —con estos fines— de drogas tóxicas, estupefacientes y sustancias psicotrópicas. Así como otras supuesta actividades y un larguísimo etcétera,   fueron leyéndome mis derechos y colocadas las esposas. Una vez dentro del coche de la secreta fui directo a la comisaría central de leganitos en Madrid. Ni siquiera, fui a la comisaria de la provincia, donde, supuestamente plantaba mi árbol de la vida. Hice unas llamadas, una de ellas, a mi abogado y otra a Adriana (la cual, apenas se inmuto. Era como hablar con un ataúd). Se personó mi abogado, y otro, con un traje impecable, que pertenecía al bufete de mis socios de los Países Bajos. Tras un proceso de filiación y fichado en la comisaria. Pase un par de noches en el calabozo. Y cuando salió la vista para la fianza, pude salir a la calle, en libertad provisional hasta la espera del juicio definitivo. Al final, el abogado de la corporación de cultivos y semillas —del clan holandés— sacó una condena generosa y terminé en la cárcel de Herrera de la Mancha, por un periodo de 24 meses y un día. Y les voy a decir una cosa. Todos esos días a la sombra dan mucho para pensar. Por la noche, éste, es un lugar curioso, hay un hombre en la litera de enfrente que comienza a llorar. El vecino del catre de arriba espeta:—Aquí, chavalote, he visto llorar a demasiados tíos duros y curtidos en mil peleas. De esos que intimidan. De los de verdad. Esto no es una peli sobre el talego. Esto es la puta realidad… Ya lo me contarás. Sin embargo, en este sitio hasta las almas más fuertes se rompen. 










No imagino a nadie capaz de resistir a la locura que envuelve esta monstruosa construcción, esta terrible prisión, este infierno que ha sido erigido expresamente con gotas de odio. Aquellos ladrillos del pabellón de enfrente. Las piedras en que, yo estoy, tan solo es un lugar más de mi vida. Ese sitio donde habitan las mismas pesadillas de antaño. Los días se hicieron cansinos y lentos. Dos inviernos por delante y un segundo otoño, donde, ya estaría fuera. No quería problemas con nadie. La celda en la que yo estaba, la compartía con el viejo Hans—el mismo que me decía lo que era este lugar—por robo a mano armada y homicidio. Era un tipo holandés de unos 55 tacos que conocía muy bien el país. Hablaba un español pluscuamperfecto. Luego, estaban dos hermanos argelinos, Ali y Karim. Estaban condenados por tráfico de estupefacientes (20 kilos de hachís) y homicidio accidental. Eran muy reservados y demasiado religiosos. Nunca tuve problemas con ellos. Un día, el director de la prisión se interesó por mí. Sorprendido de mi licenciatura en Filología, pero, aún más, al comprobar que era del pueblo de donde yo nací. Como el que no lo espera; acabé en la biblioteca. Además, terminé siendo, algo así como un profesor de apoyo, de lengua española, para el resto de los presos extranjeros. ¿Quién lo iba a decir? La cuestión es que la monotonía y la cercanía a los libros; produjeron en mi mente una extraña curiosidad por escribir una especie de pequeña biografía. Hans, el holandés, abandonó la celda y estuvo muy jodido por un problema tumoral. Terminó en el hospital con un trozo de intestino en la basura. Estaba al tanto de su evolución, pero aún le quedaba bastante. Los tumores estomacales nos son tibias rotas. Me quedaban tres meses para salir de aquel triste y desangelado lugar. De escuchar, lloros nocturnos, gritos, ronquidos, risas extravagantes, jadeos, folladas de turno y onanismo puro y duro. A la mañana siguiente era fin de semana y aproveché para comprar cuatro cosas en el economato. No quería, pero tenía que llamar a Moravia. Seguí teniendo, en mis oraciones y en mi retina, los ojos de Adriana. Llamé, parecía algo más comunicativa, y me puso al día de cómo iban las cosas por Olomouc. Ahora se había trasladado a vivir con una prima suya y estaba trabajando en un Aldi.  Me dijo, que estaba bien. Pero no iba a regresar a España. Le comenté lo del libro y me espetó con ese tipo acento del Este, que parecía cogérsele con más fuerza…—Por fin, lo has conseguido, no plantaste un árbol pero si marihuana, no tuviste un hijo y si un aborto. ¡Ahora escribes un libro. Qué poético! — Por favor, Adriana. Vuelve, dentro de nada estaré en la calle y podremos intentar…,—Intentar, ¿qué vamos a intentar… Jeremías? A ver, ¿qué crees tú, que vamos a hacer?—Adriana, por favor, sólo quiero verte, besarte y dormir contigo—Yo estoy muy bien, aquí. Tengo un trabajo y no quiero saber nada de ti, ni de tu país. El teléfono hizo el típico ruido de un colgado, en seco. Me quedé roto y conteniéndome las ganas de llorar. El fin de semana, fue un día durísimo. Me quedaba una semana para mi vuelta a la libertad y la aproveché para llamar a una editorial. Hablé con tal Nicolás Borrull. El tipo decía que era el dueño de Bártulos creativos SL. Bien, me dijo que le mandará el libro y valoraría la posibilidad. Pero, yo antes de todo eso, quería saber por su voz, como iba ese negocio. Ya saben, que siempre he sido un tipo de negocios. Un tipo que solo quiere hacer bien su trabajo y ganar dinero. No me importa trabajar, mientras haya una recompensa llamada dinero. Prefiero eso, que la mierda de país de mi mujer y todas las penurias que pasaron con el jodido comunismo. Sí, soy un tipo enamorado del capitalismo. Tampoco es ningún pecado.—Le dije Nicolás, esto es como funciona y así lo veo. Tú me dirás—Vamos a ver Jeremías, ya te he dicho, que nosotros hacemos una valoración y lectura exhaustiva del manuscrito y en vista de lo comprobado te damos el OK.—El OK, eso significaría que habría dinero por adelantado…—No, no. Jeremías…! Nosotros somos una editorial pequeña, trabajamos en un modelo cooperativo de coedición con el cliente.—¡Para, para, Nicolás! Entonces, yo tendría que poner plata en el asunto.—Hombre, todo es muy relativo…—¿Por qué no me lo envías…, yo te contesto y dependiendo de la calidad, te digo que podemos hacer? Me quedé pensativo, rabioso y un poco fuera de cobertura (tenía la imagen de Adriana, los socios del asunto de la marihuana, y en fin, me sentía muy jodido. Le dije que sí)—Vale, dame la dirección, y donde he de mandarte el original. La apunté y me fui directo a la cama a descansar. Tuve un extraño sueño, donde Adriana y yo nos conocíamos en un barco de lujo, pero este se rompía y no quedaba más remedio que arrojarse a las frías aguas. Estaba tan enamorado de ella y eso que no la conocía—que viendo el panorama— nos cogimos de la mano en un acto reflejo. Ella temblaba. Por primera vez en siglos sus ojos habían resplandecido en una sola mirada, un segundo fugaz en que se reconocieron casi extrañados. De pronto, se escuchó una voz de entre las aguas y escuchábamos atónitos: “Viviréis eternamente separados hasta el fin de los días, sólo entonces volveréis a estar unidos por un instante, antes de desaparecer." Yo me desvanecí y cuando desperté, Adriana no estaba a mi lado. Nunca más, logré volver a verla. Por mucho que me esforzará en una búsqueda continuada, con el único ahínco de romper aquella especie de maldición. Expiré un grito tremendo, que hizo que Karim el argelino, me dijera:—Tranquilo, Jeremías. ¡Hey, Tranquilo, tío! Qué es un mal sueño. Respiraba apresuradamente desde la litera y el ritmo cardiaco comenzó a bajar pulsaciones. Me sequé el sudor.—Eso colega, es la angustia, de que te marchas, pasado mañana y no te lo crees—Peor, aún tío. Hay mucho que hacer fuera de aquí. —Acuérdate de los viejos amigos.(Ponía una sonrisa de niño bueno)—Siempre me acuerdo, de los que se han portado bien conmigo. 











28 meses y un día, en la puerta de la prisión.


Nadie vino a recogerme. Era lógico y normal. Jeremías siempre fue el típico tío reservado y recogido. Autosuficiente, en todos los sentidos. Además, no tenía buen pálpito con sus antiguos socios. Todo el mundo, salió muy trasquilado con el asunto de la hierba, pero el pago, el precio más caro. Muy alto, para su lealtad con todos los que participaban y se lucraban de él. Nunca se quejó. No obstante, no le gustaba nada, el hecho de que hubiera quedado, algún acento o coma sin aclarar. La biblioteca, había hecho de Jeremías un intelectual atípico. La verdad, tenía muy poco de ese concepto. Siempre fue un tío hecho a sí mismo. Cogió un taxi y buscó un hotel de carretera. Se alojó un par de días y recibió la llamada del tipo de la editorial. —Jeremías, qué tal!—Bien, es Ud…—Nicolás Borrull de Ed. Ah, ya recuerdo. El bártulo creativo.—Bártulos creativos SL—Ah, vale.— Mira, hemos leído tu libro y nos ha encantado—Entonces, qué—Pues, nada.—Vamos a publicártelo—Sí. Vaya, qué bien!—Bueno, sólo tienes que firmar el contrato y cerciorarte bien que todo está claro.—Claro, qué está claro.—Bueno, ya te lo comenté, Jeremías. Nosotros no somos una gran editorial.—Ya estamos con el cuento lerelé de que la editorial tiene tamaña enano—Hombre, tampoco sin pasarse.—Qué le parece si nos vemos en su despacho. Bueno, te voy a dar una dirección y si quieres nos vemos allá sobre las 12 del mediodía.—Perfecto—Toma la dirección C/ Trafalgar 20 1º-pt3a Getafe.—Allí estaré. Me tumbé y me quedé mirando el techo. Luego llamé a Hertz y les dije que estaría más tiempo del contratado. Y posiblemente, necesitaría un coche más grande y de mayor cilindrada. No hubo, ningún problema, en el aeropuerto cambie el pequeño Opel Corsa por una Mercedes clase S. Esa misma tarde fui a la dirección que me había dado el pájaro. Pasé por un Carrefour y compré un bidón para rellenar combustible y una caja grande de cerillas. Paré en una gasolinera de la M40 y llené el bidón de 10 litros. Pagué y seguí conduciendo. Mientras me encendía un cigarrillo. Sentía una presencia muy especial, dentro de mí, interiormente, en lo más profundo y recóndito de mi mente. No paraba de pensar en Adriana, en aquel azul suplicante de sus hermosos ojos, rogándole que me perdonará, porque nunca pude mostrarle a Erik, porque no sé qué nos pasó. Porque la quería más que a mi vida. Rogándole a los dioses que volviera y me salvará. Me acorde de mi infancia, mis tiempos de la Universidad, de la puerta cárcel, de la biblioteca. De todo, lo que había escrito. Ya estaba en el puto Getafe, cuando, me doy cuenta que en ese número se encuentra una imprenta. Sí, una puta imprenta, de esas que ponen publicidad en los parabrisas; fotocopias, invitaciones de boda, estampaciones de camiseta de tu hijo, posters y tarjetas de visita. ¡Me cagüen Dios! Qué mierda se maneja el Nicolás éste. Sálvame Dios, sálvame. Déjame en paz, déjame que estos ojos doloridos no me mancillen más. Por favor. Yo no tuve la culpa de nada. Rogándole amparo, pidiéndole que no la dejara sola nunca más. Pensé en el cabrón de Camus, mientras en la habitación taciturna del sujeto N. Borrull, iba introduciéndole el contrato y le obligaba a comérselo. —Le dije: Nico, Nico…No tienes ni puta idea de quién soy yo. Yo no soy un chico de casa bien, que le sobra el dinero y se aburre. Escribe, aunque lo haga mal. Del mismo modo, podría hacer calceta. No, pajarito, aquí se acaba su singladura de Mastuerzo Creativo SL— ¿Te gusta el nuevo nombre de la editorial? Es más acorde, a un tipo como tú. Con esa cara de miserable, ojos juntitos como un insecto y tú inmensa calva, rematada por una coletita con cuatro ricitos.(Parecía un jodido calamar) — ¿Sabes una cosa, Camus hablaba de la angustia y el terror y de la miserable condición del Hombre, pero hablaba de ello de un modo tan florido y agradable…? Yo no soy un tipo muy agradable, incapaz de escribir como ese tío. Estoy condenado y ahora llega el momento que estabas esperando. ¡Fotocopiador de tres al cuarto! Se quedó sentado, en la silla, intentado buscar sus lentes. Se había dado cuenta que sus pantalones estaban encharcados de orina y lloraba, lloraba como un niño sin juguete, muerto de miedo, de vergüenza e impotencia. Lo dejé cerca de la ventana para que contemplase el espectáculo. Saqué el bidón de gasolina y lo vacié por la pequeña imprenta de aquel tipo. Agarré las cerillas de cocinero y encendí un cigarrillo. De fondo, el ruido de las sirenas de los coches de policía y bomberos, se hacía más intenso. Con la mirada completamente ida, pero cierto halo de satisfacción. Aún, tuve tiempo de acordarme, de algunos, personajes de mi novela; antes de tirar la cerilla en la puerta del chiringuito copista. Uno de los aludidos, el más idóneo, para el momento, era el profeta  Muhammad —que murió como Franco en su cama— un islamista que soñaba con sus hijos muertos y promulgaba aquello que—un publicista diseñó— como la utopía de todo buen hijo de vecino tendrás… Era así la frase o estoy perdiendo facultades. Juraría que sonaba así: “plantarás un árbol, tendrás un hijo y escribirás un libro.” ¡Lo siento, Adriana, pero no soy nadie sin ti! Todo lo hice al revés… Quizás en otra vida. No lo sé, no soy profeta. 






                                                                                          FIN
                              



                        Dedicado a Dolores O'Riordan septiembre 1971/enero 2018 in Memoriam







Fotogramas adjuntados



Reefer Madness (1936) by Louis J. Gasnier
She Shoulda Said No! (1949) by Sam Newfield
Valeri týden divu (1970) by Jaromil Jires
Only God Forgives(2013) by Nicolas Winding Refn 
Gomorra (2014)  by Francesca Comencin




                                                                    

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