365 días después

abril 01, 2013 Jon Alonso 36 Comments


           
           
       

 

             "La vida son pecados capitales, y aquel que no haya pecado que trate de sobrevivir”      
                                                                                                         (Andrew Kevin Walker)





                          
Días, tardes, noches, lluvia, frío, calor, granizo, nieve, huracán, céfiro, gregal, poniente y tramontana. Desde el barro cuento 365 días y después, Ovidio nos dejó abril lleno de color. ¿Qué ocurre cuando pasa un año en nuestra vida? Tengo una vaga idea, pero voy a hacerme el sueco. Dijo una vez el poeta Leopoldo María Panero; “es curioso estar en la cárcel, llega a ser divertido. Todo el mundo es supercolega. La camaradería es una utopía. Nunca te has sentido mejor. Claro, que cuando se acaba la cárcel, ya nadie es así. Nos volvimos a ver fuera del trullo, habíamos cambiado”. El mundo se comporta del mismo modo; en la cárcel, los hospitales, las guerras, las oficinas, las colas de los supermercados, en los cines, en las reuniones de vecinos y su administrador—incluido—, en  la blogosfera y  en las sangrantes familias. Es una mentira que devoramos como si fuera un bocadillo de Nocilla con 8 años. Deseábamos el festín de la crema de avellanas colmado de reojo.  No me considero “Zampanocilla”—demasiado pijo— muy circundado de parné; prohibitiva para los  charnegos del arrabal urbanita. En mi casa vi un vaso molón de Nocilla con pantalón largo de pana y Suárez desguazado. Siempre estuve más cerca del bote de Nutricia y aquella leche caramelizada —cuasi amarillenta— chorreando sobre el pecho de la angelical madre (etiqueta vintage azulada) dando de mamar a su bebe. Mientras mi vieja la mezclaba, que ni un dripping de Pollock con el Cola-Cao de lata oxidada. ¡Qué bocatas, por dios! El cansancio se apoderó de mí tras la somnolienta siesta. Pasadas las pruebas físicas con sobresaliente alto, quise alistarme en la legión y llegó  la guerra del Sahara. El Aaiún era un hervidero y las callejuelas arenosas ardían. No me libré de ella. Pues quería pelear cuando lo inteligente hubiera sido quedarme en mi viejo instituto. Yo era maestro de secundaria—los arqueólogos—suelen aprobar una oposición y dedicarse a la docencia; clases de Historia, Arte incluso la descompuesta Ciencias Sociales. En el estío jugábamos a ser Indiana Jones con la paga extra. Últimamente, barruntan humanidades como mugía D. Erasmo y poca soldada estival. Lo hice hasta que me harté. Renuncié por escrito. Mandé a la mierda al cuerpo de funcionarios de Educación, Ciencia y Cultura. Me convertí en soldado de fortuna. Fue a principios de octubre de 1957. Aquel día  sonaron más tiros que los de costumbre. Mi capitán, Íñigo Onaindia estuvo haciendo surf en la playa de Legzira por la mañana. Las  olas estaban  bravas y altas como en la bella Fuenterrabía, tras el festín matutino de crestas espumosas congregó a todos los sargentos de pelotón.


















El nuestro era el burgalés Álvarez, un cabrón de buenas formas, alto con bigote y barba. Pero hombre de ley. Llamaron a los cabos jefes de las patrullas. Ahí, estábamos: yo, Fernández, Pazos y el loco Vizcaíno; los cuatro balas perdidas junto con los cuatro gregarios grises; Domínguez, Gómez, Pérez y Ramírez. Buena gente. Sabían oír, ver y callar. Ni una mala palabra, ni una buena acción. Me inquietan este tipo de individuos. Decidió que fuera en la avanzadilla como jefe de pelotón y mis ocho rasos. Las órdenes eran contundentes y precisas; había que encontrar al resto de compañeros de la emboscada del lunes. La temperatura había bajado como unos 8 grados de golpe y descendiendo en caída libre. Lentamente, la luz entró en su noche. A  tientas, lanzando señuelos mudos, cuidadosos, sin abarcar mucho. El cielo del Sahara es calidoscópico e hipnótico tiene las estrellas más brillantes de la galaxia. Giré mi cabeza y vi al extremeño, temeroso de perderse en aquella maraña de chumberas, que nunca se acababan y te confundían en un movimiento continuo. Cavilé y me vi a los primeros bereberes del Riff armados hasta los dientes. Hice un amago a mi sargento, para que se detuviera y pusiera a resguardo de unas rocas al grueso de la compañía. Me miró con cara desconsolada y resignado. Nos posicionamos y me quedé realizando la primera guardia. Vi la sombra de sus turbantes, descargando desde el interior del Rover al vasco Iriarte. Lo identifiqué por el tono de voz grave y su mala hostia, tirando de una breve cuerda junto con el resto de compañeros reos —cinco seis, siete y ocho más de los nuestros—,  atados entre sí. Bajando entre la desgana y el esfuerzo baldío. La regla era aquella marcha pausada, de sórdida solemnidad, que angustiaba aún más el corazón. No  dejaba de pensar en mi esposa, la cual, nunca  se acostumbró a la guerra ni a mis prematuros exilios hacia el mismo sitio: el terraplén de mis zozobras. El capitán Llamas —un madrileño de Chamberí con acento de casa bien— dijo que descansara. No podíamos hacer mucho más por Iriarte y me quedé traspuesto. No era lo habitual, pero el agotamiento dejaba al más pintado exhausto. Entre el  hedor insufrible a descomposición de cadáveres que te fermentaba la piel  y los cambios de temperatura; mis ojos se iban cerrando. Luego, transcurrían dos o tres minutos en los que siempre me sentía a punto de gritar, de salir corriendo, de hundirme en algún sitio donde pudiera no mirar, no escuchar, no oler. Escapar de mi sombra y de la atávica África. Sueño, mucho sueño…















¡ARRIBA, ARRIBA, SEÑORES, VENGA…EL DESAYUNO! —La dieta del Sr. Alonso… (Veía una cofia blanca nuclear y un tono de voz Gracita Morales que perforaba mis tímpanos) Estaba embadurnado de sudor aceitoso con un ligero aroma a éter. Vi a mis colegas de siempre. Conté… Ocho, nueve y diez… Todos, cruzándose y enredándose en el aire que no se veía. No estaba en las dunas de Ifni.  De sopetón, me pregunté  —no tengo azúcar, pues no he sido muy dulce en mi vida. No padezco de colesterol y soy hipotenso. No he leído la letra pequeña de los consentimientos informados porque los carga el diablo. Ahora soy Gary Grant disfrazado de granadero prusiano buscando antitusígeno. ¡Puto frenopático —qué hago aquí! ¿Dónde cojones estoy? La enfermera Ratched  mirándome con el cegador hielo de sus ojos. No me lo podía creer. Cómo había ido a parar a ese maldito sitio. ¿Por qué? ¿Cuándo? Ante la ausencia de recursos onerosos sin remites ni ecos durmientes del alma; sólo me queda luchar. Es lo único que se me da bien. Pues algo voló sobre el nido del viejo reloj de cuco, que heredé por decreto notarial. Desquiciado y amargado entre chupitos de Codeína envueltos en pizpiretas enfermeras serviciales con tocado lleno de horquillas, pasadas de vueltas gracias al ginseng matutino y la jalea real. Repletas y envueltas de pestilentes fragancias neutras a exfoliante Vichy termal. No quiero mirar a los ojos de la gente, pues me dan miedo; siempre mienten. —Tenía razón Coppini. Lo menos popes se insultan entre ellos como perros de presa transmutados y chalaneados tras arengarse a partirse los morros. Cuándo no tienen ni media hostia. ¡DÉJENME SALIR DE ESTE HOSPITAL DE LOCOS, CABRONES. JURO QUE OS MATARÉ A TODOS! De nuevo, aparece la enfermera Ratched— llevad a McMurphy a la sala de electroshock. Los miro; me dan pena, pues ellos son el relevo generacional de tan ínclitas y selectas mentes intelectuales; los partos de los exilios provocados, ausencias prolongadas y perseverancia de la longanimidad. Son ellos.  La guerra terminó, pero a mí me abandonó en un extirpado sanatorio mental. Las mejores letras van ser puertos desguazados de un recambio pactado para audaces amanuenses, que por cuatro euros escriben en panfletos millonarios de orondos Opusdeistas o flemáticos Proleninistas de melenitas Dadaístas, bigotitos Francis Montesinos, gominas de bróker con tirantes fucsias y berlinas germanas con baca familiar a la puerta de sus adosados urbanitas. Lo tétrico es que no saben que es un Cross directo a la ceja—Me estoy repitiendo, pues a joderse. Son los efectos secundarios de la medicación. Primera descarga, pierdo el conocimiento: la fiesta mental trascurre. Se despachan con el discurso de “todos una Fuenteovejuna”. ¡Ay, de aquellos no que no tengan el santo prepucio del  Sr. Feudal y dueño de los condados medievales! Nuevos proscritos e inocentes que tragan pan con tumaca por imperativo  solariego. 365 días después. Qué ven mis ojos…

















Esto es la mierda de país donde se escupe sistemáticamente al micrófono y se ofende porque la nueva clase patricia dice que puede. Los apestados ni optan a la aventura de la ofensa ni les sirven una cucharilla de café descafeinado marca blanca de economato de postguerra. Ellos, los señores de los  gallumbos sargados en franela  e hilo bramante como la boina de los nuevos esquizofrénicos Aranas redoblan timbales. Retroalfabetos postmodernos y Walternativos almodovarianos.  Implorando al cielo la capa de Fitche. Saldrán en masa, dentro de  20 años y reivindicarán el Cervantes por la patilla. Entrando en la universidad de Alcalá, previa patada Corcueril y hueso de pernil pelado en mano.  Pues, el genio suizo-porteño de las letras —Zeus de la literatura hispana— despreció el olor de los viejos mandingos, a pesar de haber salido de najas la noche de bodas al redil de las cachas maternales. Lo dijo, sin remordimientos el  insigne autor, como una estrella del viejo Hollywood. Halógenos y  taquígrafos escuchaban atónitos la cargante sobredosis de ironía e ingenio. Qué suerte tuvo de no haberse encontrado con mi maestro Fuller; nos hubiéramos reído de la diarrea que le hubiera entrado al esteta porteño. 365 días después, sigo igual de obsoleto y trasnochado para estos niños terribles, ya que no me huele la entrepierna a Artapalo. Ni tienen valores de aizkolaris ni castellers desbraguetados. Se despeinan leyendo abreviaturas Hegelianas. Cuánto miedo y pavor me producen los  news popes que alardean de trilinguismo y cutrilinguismo en Facebook y no saben decirle a un matrimonio guiri de Bristol perdido en la hermosa Calle de la Paz: —“to recto y la derecha está el ayuntamiento”. Sin embargo, señalan sin complejos que conocen el verbo de Shakespeare. Otros tenemos el Pentalinguismo desde churumbeles para buscarnos la manduca, aunque nos metiésemos a Nebrija en vena. Empero, nos da igual un revolcón con las hijas de Mao, que un buen meneo entre damiselas de Kinshasa: ciegos de pólvora y frenándoles por vía nasal. Peleamos en la guerras porque nos dan nauseas ver cómo nos reventamos las tripas hermanos contra hermanos, primos contra primos, morenos contra rubios, blancos contra negros. Qué más da. Nos ciscamos  en las banderas de nuestros padres. Pues la patria es un ente fétido por imperativo legal. No quiero patrias ni salvapatrias que miren de reojo a la encantadora  cajera argelina del super de mi barrio. Es hermosa, habla tres idiomas y tiene los ojos azabache más  poderosos que he visto en mil ínsulas. Ha terminado la sesión de electroshock y me doy de bruces con el  Sargento Steiner. Me dice: — ¿dónde está Álvarez? y le contesto, que en Sid ifni. —Pues, qué mala suerte,  ¡joder! A mí me dejó tirado Peckinpah en Ucrania. —Da igual colega, nosotros los soldados estamos para jodernos. No quiero, volver a salvar a Ryan. 365 días después, no hay necesidad de rescatar a nadie. Nadie merece la muerte ni el desprecio de la indolencia de nuestra especie. 365 días después estoy muy abatido. Pero no voy a cerrar el kiosco, porque cuando quieren partirme la cara, más tersa se me pone y os espero con el pantalón corto y las vendas de Hemingway. Aunque, los nudillos están igual de desgastados que el alma de Haneke y el pundonor de Gardfield. ¡En el  córner del ring os espero, nenazas! — ¡Enfermera, Ratched, el  Sr. McMurphy sigue igual! 365 días paso por este lugar, que no sé si es ignorante, inquietante, neosemiótico o primitivo como una manta escocesa.






















Es evidente, me cuesta mucho escribir. 365 días después; no volveré a nadar como mi admirado  Michael Phelps (Los largos de Juliette Binoche en “Azul” de Kieslowski) el tiburón de Baltimore. Soñaré con el bañador y las piernas de Julie Vignon. El olor a cloro de Don Draper se esfuma, cuando todo ha dado un giro de 360 grados en tu vida.  A pesar, que nada es un desafío cuando ves la cara de ese chaval, Rubén riendo como William Holden en “Grupo salvaje”. Va tan sobrado de masa testicular e inocencia, que le saca las lágrimas a la princesa plebeya. La asturiana becaria de prensa, deseosa de beldad con cirugía facial a cargo del erario público. Rubén, ese pequeño risueño; es el héroe silente y por accidente de este mundo. Del que nadie se acuerda, ni les apetece acordarse. Menudo mal rollo para la parroquia, tras los Idus de Marzo vaticanistas; nuevo papa tifosi. ¿Se ha dado cuenta que ha cambiado la barra brava por un Báculo? A lo mejor, Strummer, Garfield o Power tuvieron más suerte. ¿Quién sabe? Cuestión de la tramoya mediática. Resumiendo, otro añito dando guerra o preparándome para volver al frente. ¿Qué frente? —A dónde vas iluso… Si tu única misión es llegar a la muda noche y tumbarme en tu confortable colchón hipoalergénico y rezar a vulcano para que no te falle el tic-tac. Mañana será otra historia. La cofia observante te persigue y sabe de tus movimientos, criatura. Pues hoy hemos visto olas de espuma, que quieren abnegarse a las brumas. Paseando por  suelos cristalinos con deportivas hechas en Vietnam y he expandido mi risa sarcástica ante una nueva tropelía. 365 días después, vivo como un novato tras su primera terna en la trinchera al lado de mi capitán Willard—me pasa la botella. La enfermera Ratched, insiste: — ¿A qué te sientes mejor McMurphy?—Escupo un lapo denso y me vuelven a poner la camisa de fuerza. Pues, la piel de toro entera tiene tantos años como la mona Lucy y así llegamos hasta 365 días y noches de las criaturas potscrónicas marcianas del histrión millonario Sarda y su camarilla diarrea South. Sólo hay una obviedad a los valores y las agallas: el silbido del tiempo de mi amada Indochina, nuestro Coronel Kurtz. Aguarda, fumando opio en la guarida rodeado de su guardia pretoriana. Aunque, los ojos siguen instalados en el lago azul. Los ojos del profesor de literatura inglesa, en una aldea de Pennsylvania: mi viejo amigo, el valiente Capitán Miller.  Paciente y reposado como un buen vino. Envueltos de desasosiego a la espera de la próxima batalla entre hermanos de sangre. ¿Creen que soy un tipo raro? Puede que sí o que no. Un desertor de la nueva educación pedagógica; la Nouvelle Vague de las cuatro “P,s”? No saben quiénes son. Sí es muy fácil, ¡cojones! Empiezan por la letra P; padres, pedagogos, políticos y psicólogos.


















Ya renegué a los honores de mi oposición. ¡Qué le den! Dicen los que me han conocido: —colega, es muy difícil contigo: peor que una canción de U2. Contigo, sin ti. Qué tedioso ha sido y lo sigue siendo el nuevo millonario irlandés. Es muy complicado ser un prófugo de la honradez y del cansino establishment. 365 días después. Ergo, sigo caminando por el barro de la isla. La plástica de los cocoteros nos importa un pimiento mientras podamos devorar el próximo desierto oscuro. Al final moriremos como soldados; de pie y sin gloria. Pues, no hay patria baldía ni promesas que implorar al muro de las desvergüenzas. La ciudad soñada se ha concretado ahora en una imagen... Una calle indefinida, abstracta; un puente sobre un ancho río; un dédalo de portuarios callejones al anochecer. Soñaré mientras cae fuego de mortero. Paseando por aquellas calles, por aquellos puentes, por aquellos lúgubres callejones; que cruza en mi mano lerda. Soñando que la  apoyo en la cintura de una hermosa mujer, de las que siempre he deseado, como las calles envueltas en ecuaciones indescifrables de la aturullada  ciudad — ¡Suban 3000 voltios! —Lo mataremos enfermera— ¡haga lo que le digo y punto! Se funde la luz del sanatorio. Y aparece en monovisión Olatz Garmendia, qué hermosa eres — ¿Estás bien, Jon…?—Nola ederra duzu—Cómo es que hablas euskera…—Mi abuela era hija de vascos y mi mejor amigo de Abadiano. —descansa laztana—Ez Joan Oraindik… Se aleja Olatz, seguro que su marido el pintor/cineasta de los rizos con pareo le espera. Cuchichean unas burguesas y escucho el barrunto—en el “Hola” han confirmado su  divorcio. Tiene rasgos abstractos y difusos, en los que tan sólo se perfilan algunos detalles concretos: la melena rubia,  larga y sedosa, a punto de ser rasurada por un ávido barbero estrávico y trémulo. Estoy muerto o soñando.  Oigo voces dentro de mi cabeza; “La estatura moral del abyecto ayudante de brocha—aspirante a la nada— de envenenada y cóncava vileza. El viento que sopla contoneos  de talle esbelto. Suena Marianelli de fondo y  vuelvo a pensar en aquellos  senos altos y firmes, la cadera rotunda, las piernas largas y robustas. No siento la parafina en los dedos de Olatz. Apenas veo nada de la estrecha habitación —Agur, oso maite zaituk xarmanta Olatz… No veo nada. Estoy muy cansado de estereotipos de  jóvenes barbarás y cónyuges extranjeros a punto de configurar la derivada aritmética de la exaltación del sexo y la libertad. Sus manos pueden  recorrer los senderos mil veces recorridos. ¿Dónde estoy yo?  ¿Y esta nueva representación? Aquí todo es real, brutalmente real. Sin escorzos. Los cuerpos, unos dos mil quinientos, silentes, tocados y despedazados. No me lo puedo creer pero las damas sonríen con una ternura casi maternal entre extrañas habilidades. Ahora ya todo es más flácido. Una necia mentira omnipotente amante de lo raro y exótico: fieras de lejanos países; el pobre chantaje de  las lágrimas. Ecos como los reflejos de Ifni y el viejo Durango.

























Retumban  mis oídos el son de las olas maravillosas. Las noches batuecas y metálicas; aventureros, libertinos y tahúres disléxicos. Adivinos magnetizadores y nigromantes; enanos, gigantes y hermafroditas de tergal. De pronto, siento como un estremecimiento, como una desazón, como un latigazo. El dolor delega en Jean-Louis Trintignant mi estrépito kármico. Después, enciendo un cigarro y entra la paloma floja de tripas al pasillo de mi morada. Se cisca impunemente. Veo a menos de dos metros  al viejo Georges —tan joven— como aquel “Conformista” de Bertolucci. Soy yo. Me estoy volviendo loco. ¡No, por Dios! Resignado a la fatalidad de una Hiroshima complaciente e indolente, que se nos escapa. Ella, nuestra hermosa Emmanuelle  Riva ¿Dónde están tus glúteos? Devorados en Ifni. Falso,  Hiroshima crujió por defecto y cauterizó las arrugas del tiempo. Incapaz de mantenerme a flote por la fotografía iluminada que preside la tarima del maestro Resnais. Hay una bandera en un rincón sobre su pedestal de hojalata, mapas enmohecidos, carpetas de hule, y  viejos tinteros de porcelana. Puede que asome algún  tomo de las vetustas enciclopedias. El armario donde se guardan los yesos está roto. La silla de ruedas apesta. No hay  lápices ni  cuadernos. Apenas pizarras donde escribir. Nado indiferente hasta la orilla—medio alelado— sin mirar hacia atrás. Salió del agua una iguana borracha de mescal que chocó contra el peñascal. A menos de un metro, una lagartija. La cogí y le arranqué la cola. Se movía como una vaqueta de Rick Allen. Se quedó tumbada al sol, quieta e infeliz por su mutilación. Como el paisaje indiferente a las imágenes. Los gritos que rompen la quietud, la siesta réptil. Lo atrapo en un vaso. Me regocijo y suenan las voces…— Corre, Alonso. — ¡Corre tío qué el fuego cruzado nos está achicharrando. Busca al puto Álvarez y dile que es una trampa!  Rompieron los gritos guturales de Fernández, diluidos y entrecortados. La placidez de la electricidad mandaba. La agitación se instaló de llenó en el templo sodomita. Por un momento, la morbosidad resucitó mi regreso al puto Sahara, convencido de que se estaba metiendo en una encerrona. Pero, todo se paró en el sueño de Batavia y yermas sirenas bebiendo D. Simón en las tabernas de Valdepeñas. No vi los círculos concéntricos, ni las burbujas, ni la mano que se asomó tres veces a la superficie. Sonó, repentinamente el órgano  que comenzó a tronar con la primera sílaba. Habló de la división del mundo en buenos y malos, del encargo divino que tenían de evangelizar a los malos y si no matarlos. ¿Elucubraciones del universo Picassiano? Pregúntenle al genio. Los muertos no hablan. Yo sólo entiendo de compras sobre preferentes  y no pertenecen al mundo futbolístico. Es algo así, como la indolencia de un notario del barrio de Moncloa. Hablaron de  prolongar la subvención, que  la guerra perduraría; un daño colateral más. Cosas del ministerio del mal. La conjura de los necios es un hecho consumido. Ya he vuelto a la era de los monstruos. Se proclamó el retorno de la Santa Inquisición. Redoblan atabales en la arcaica Villa Cisneros.

























Al principio las notas fueron tan leves que apenas las oyeron los más próximos, pero cuando alcanzaron el púlpito formaban un bloque sonoro compacto. Eran unas voces limpias, disciplinadas por ensayos de los hijos ilegítimos que seguimos enterrado en el lodo y saboreando el  cálido Siroco. ¿Entienden este periplo del iletrado cabo Alonso? Bien, Les proporcionaré mayores facilidades a sus vástagos; estudiarán en los mejores colegios de Estados Unidos o el Canadá. Ganas me dan de sacar las fotos de la cartera y de estacionar en una transversal para recrearme en ellos. Pero sería inútil y ridículo. ¿Has conseguido la felicidad; significa una verdadera paz tu existencia; acaso eres quién dices ser?— No responde Dr. — ¿McMurphy está sin pulso? — Prepare 5 miligramos de atropina. ¿Te acuerdas Alonso otrora el  trovador de tu inquietante juventud? — ¿Quién?—Coño, Arroyo, el republicano ingenuo. Ya no me acuerdo. Aquí no llegan las cartas de España. Nos animaban, con strippers postmenopáusicas. Empero, dicen las autoridades que es pan para hoy. El hambre la traerá un boletín oficial del estado por valija el agente 007. Pírricas aspiraciones de mercenarios apátridas. Todo sigue igual compañero. 365 días después, creo que estoy vivo. En cueros, yo, pus y asco, ante ese ceño. Me había juzgado, me había sentenciado. Me había caído al vacío de Madison Square. Un sujeto de engañifa intenta sortear los vehículos y me obliga a un giro violento.  Al escaquearse, expectoró la frase que no se me borra: “¿Y tú eres uno  de los nuestros?”  Me figuraba que contribuía a la redención de la humanidad explotada, y que mi compungida España se salvaba, también, de la miseria, de la indignidad y del fanatismo, por nuestro esfuerzo, gracias a nuestra dedicación. La promesas desaforadas en el este. Por fortuna, el fantasma comparece de tarde en tarde, cuando Clayton lo deja suelto. Los mismos labios, delgados y quebrados. No obstante, es reacio a  prestarse a iniquidades. Tiene un código. 365 días después estamos en esa edad donde los acontecimientos más adversos, ya no rompen la senda monótona de los días, parecen eventos gozosos, susurros proscritos, noticias estériles. Viejas esperanzas de Dickens como los temores que a diario exasperan la curiosidad de los niños. 365 días después: así es la vida. Pues, como bien dijo el filósofo “no se ha hecho para comprenderla, sino para vivirla”. 365 días después, lo importante es sobrevivir.














“Dedicado a mis ex esposas, mis viejas amigas, mi actual esposa y toda la gente que en estos 365 días le dio por pasar por este lugar; leer, mirar, escuchar, sonreír, llorar o maldecir…”