365 días después
"La vida son pecados capitales, y aquel que no haya pecado que trate de sobrevivir”
(Andrew Kevin Walker)
Días, tardes, noches, lluvia, frío, calor, granizo, nieve,
huracán, céfiro, gregal, poniente y tramontana. Desde el barro cuento 365 días
y después, Ovidio nos dejó abril lleno de color. ¿Qué ocurre cuando pasa un año
en nuestra vida? Tengo una vaga idea, pero voy a hacerme el sueco. Dijo una vez
el poeta Leopoldo María Panero; “es curioso estar en la cárcel, llega a ser
divertido. Todo el mundo es supercolega. La camaradería es una utopía. Nunca te
has sentido mejor. Claro, que cuando se acaba la cárcel, ya nadie es así. Nos
volvimos a ver fuera del trullo, habíamos cambiado”. El mundo se comporta del
mismo modo; en la cárcel, los hospitales, las guerras, las oficinas, las colas
de los supermercados, en los cines, en las reuniones de vecinos y su
administrador—incluido—, en la
blogosfera y en las sangrantes familias.
Es una mentira que devoramos como si fuera un bocadillo de Nocilla con 8 años.
Deseábamos el festín de la crema de avellanas colmado de reojo. No me considero “Zampanocilla”—demasiado
pijo— muy circundado de parné; prohibitiva para los charnegos del arrabal urbanita. En mi casa vi
un vaso molón de Nocilla con pantalón largo de pana y Suárez desguazado.
Siempre estuve más cerca del bote de Nutricia y aquella leche caramelizada
—cuasi amarillenta— chorreando sobre el pecho de la angelical madre (etiqueta
vintage azulada) dando de mamar a su bebe. Mientras mi vieja la mezclaba, que
ni un dripping de Pollock con el Cola-Cao de lata oxidada. ¡Qué bocatas, por
dios! El cansancio se apoderó de mí tras la somnolienta siesta. Pasadas las
pruebas físicas con sobresaliente alto, quise alistarme en la legión y llegó la guerra del Sahara. El Aaiún era un
hervidero y las callejuelas arenosas ardían. No me libré de ella. Pues quería
pelear cuando lo inteligente hubiera sido quedarme en mi viejo instituto. Yo
era maestro de secundaria—los arqueólogos—suelen aprobar una oposición y dedicarse
a la docencia; clases de Historia, Arte incluso la descompuesta Ciencias
Sociales. En el estío jugábamos a ser Indiana Jones con la paga extra.
Últimamente, barruntan humanidades como mugía D. Erasmo y poca soldada estival.
Lo hice hasta que me harté. Renuncié por escrito. Mandé a la mierda al cuerpo
de funcionarios de Educación, Ciencia y Cultura. Me convertí en soldado de
fortuna. Fue a principios de octubre de 1957. Aquel día sonaron más tiros que los de costumbre. Mi
capitán, Íñigo Onaindia estuvo haciendo surf en la playa de Legzira por la
mañana. Las olas estaban bravas y altas como en la bella Fuenterrabía, tras el festín matutino de crestas espumosas congregó a todos los sargentos de
pelotón.
El nuestro era el burgalés Álvarez, un cabrón de buenas
formas, alto con bigote y barba. Pero hombre de ley. Llamaron a los cabos jefes
de las patrullas. Ahí, estábamos: yo, Fernández, Pazos y el loco Vizcaíno; los
cuatro balas perdidas junto con los cuatro gregarios grises; Domínguez, Gómez,
Pérez y Ramírez. Buena gente. Sabían oír, ver y callar. Ni una mala palabra, ni
una buena acción. Me inquietan este tipo de individuos. Decidió que fuera en la
avanzadilla como jefe de pelotón y mis ocho rasos. Las órdenes eran
contundentes y precisas; había que encontrar al resto de compañeros de la
emboscada del lunes. La temperatura había bajado como unos 8 grados de golpe y
descendiendo en caída libre. Lentamente, la luz entró en su noche. A tientas, lanzando señuelos mudos, cuidadosos,
sin abarcar mucho. El cielo del Sahara es calidoscópico e hipnótico tiene las
estrellas más brillantes de la galaxia. Giré mi cabeza y vi al extremeño,
temeroso de perderse en aquella maraña de chumberas, que nunca se acababan y te
confundían en un movimiento continuo. Cavilé y me vi a los primeros bereberes
del Riff armados hasta los dientes. Hice un amago a mi sargento, para que se
detuviera y pusiera a resguardo de unas rocas al grueso de la compañía. Me miró
con cara desconsolada y resignado. Nos posicionamos y me quedé realizando la
primera guardia. Vi la sombra de sus turbantes, descargando desde el interior
del Rover al vasco Iriarte. Lo identifiqué por el tono de voz grave y su mala
hostia, tirando de una breve cuerda junto con el resto de compañeros reos
—cinco seis, siete y ocho más de los nuestros—,
atados entre sí. Bajando entre la desgana y el esfuerzo baldío. La regla
era aquella marcha pausada, de sórdida solemnidad, que angustiaba aún más el
corazón. No dejaba de pensar en mi
esposa, la cual, nunca se acostumbró a
la guerra ni a mis prematuros exilios hacia el mismo sitio: el terraplén de mis
zozobras. El capitán Llamas —un madrileño de Chamberí con acento de casa bien—
dijo que descansara. No podíamos hacer mucho más por Iriarte y me quedé
traspuesto. No era lo habitual, pero el agotamiento dejaba al más pintado
exhausto. Entre el hedor insufrible a
descomposición de cadáveres que te fermentaba la piel y los cambios de temperatura; mis ojos se
iban cerrando. Luego, transcurrían dos o tres minutos en los que siempre me
sentía a punto de gritar, de salir corriendo, de hundirme en algún sitio donde
pudiera no mirar, no escuchar, no oler. Escapar de mi sombra y de la atávica
África. Sueño, mucho sueño…
¡ARRIBA, ARRIBA, SEÑORES, VENGA…EL DESAYUNO! —La dieta del
Sr. Alonso… (Veía una cofia blanca nuclear y un tono de voz Gracita Morales que
perforaba mis tímpanos) Estaba embadurnado de sudor aceitoso con un ligero
aroma a éter. Vi a mis colegas de siempre. Conté… Ocho, nueve y diez… Todos,
cruzándose y enredándose en el aire que no se veía. No estaba en las dunas de
Ifni. De sopetón, me pregunté —no tengo azúcar, pues no he sido muy dulce
en mi vida. No padezco de colesterol y soy hipotenso. No he leído la letra
pequeña de los consentimientos informados porque los carga el diablo. Ahora soy
Gary Grant disfrazado de granadero prusiano buscando antitusígeno. ¡Puto
frenopático —qué hago aquí! ¿Dónde cojones estoy? La enfermera Ratched mirándome con el cegador hielo de sus ojos.
No me lo podía creer. Cómo había ido a parar a ese maldito sitio. ¿Por qué?
¿Cuándo? Ante la ausencia de recursos onerosos sin remites ni ecos durmientes
del alma; sólo me queda luchar. Es lo único que se me da bien. Pues algo voló
sobre el nido del viejo reloj de cuco, que heredé por decreto notarial.
Desquiciado y amargado entre chupitos de Codeína envueltos en pizpiretas
enfermeras serviciales con tocado lleno de horquillas, pasadas de vueltas
gracias al ginseng matutino y la jalea real. Repletas y envueltas de
pestilentes fragancias neutras a exfoliante Vichy termal. No quiero mirar a los
ojos de la gente, pues me dan miedo; siempre mienten. —Tenía razón Coppini. Lo
menos popes se insultan entre ellos como perros de presa transmutados y
chalaneados tras arengarse a partirse los morros. Cuándo no tienen ni media
hostia. ¡DÉJENME SALIR DE ESTE HOSPITAL DE LOCOS, CABRONES. JURO QUE OS MATARÉ
A TODOS! De nuevo, aparece la enfermera Ratched— llevad a McMurphy a la sala de
electroshock. Los miro; me dan pena, pues ellos son el relevo generacional de
tan ínclitas y selectas mentes intelectuales; los partos de los exilios
provocados, ausencias prolongadas y perseverancia de la longanimidad. Son
ellos. La guerra terminó, pero a mí me
abandonó en un extirpado sanatorio mental. Las mejores letras van ser puertos
desguazados de un recambio pactado para audaces amanuenses, que por cuatro
euros escriben en panfletos millonarios de orondos Opusdeistas o flemáticos
Proleninistas de melenitas Dadaístas, bigotitos Francis Montesinos, gominas de
bróker con tirantes fucsias y berlinas germanas con baca familiar a la puerta
de sus adosados urbanitas. Lo tétrico es que no saben que es un Cross directo a
la ceja—Me estoy repitiendo, pues a joderse. Son los efectos secundarios de la
medicación. Primera descarga, pierdo el conocimiento: la fiesta mental
trascurre. Se despachan con el discurso de “todos una Fuenteovejuna”. ¡Ay, de
aquellos no que no tengan el santo prepucio del
Sr. Feudal y dueño de los condados medievales! Nuevos proscritos e
inocentes que tragan pan con tumaca por imperativo solariego. 365 días después. Qué ven mis
ojos…
Esto es la mierda de país donde se escupe sistemáticamente al
micrófono y se ofende porque la nueva clase patricia dice que puede. Los
apestados ni optan a la aventura de la ofensa ni les sirven una cucharilla de
café descafeinado marca blanca de economato de postguerra. Ellos, los señores
de los gallumbos sargados en
franela e hilo bramante como la boina de
los nuevos esquizofrénicos Aranas redoblan timbales. Retroalfabetos
postmodernos y Walternativos almodovarianos.
Implorando al cielo la capa de Fitche. Saldrán en masa, dentro de 20 años y reivindicarán el Cervantes por la
patilla. Entrando en la universidad de Alcalá, previa patada Corcueril y hueso
de pernil pelado en mano. Pues, el genio
suizo-porteño de las letras —Zeus de la literatura hispana— despreció el olor
de los viejos mandingos, a pesar de haber salido de najas la noche de bodas al
redil de las cachas maternales. Lo dijo, sin remordimientos el insigne autor, como una estrella del viejo
Hollywood. Halógenos y taquígrafos
escuchaban atónitos la cargante sobredosis de ironía e ingenio. Qué suerte tuvo
de no haberse encontrado con mi maestro Fuller; nos hubiéramos reído de la
diarrea que le hubiera entrado al esteta porteño. 365 días después, sigo igual
de obsoleto y trasnochado para estos niños terribles, ya que no me huele la
entrepierna a Artapalo. Ni tienen valores de aizkolaris ni castellers
desbraguetados. Se despeinan leyendo abreviaturas Hegelianas. Cuánto miedo y
pavor me producen los news popes que
alardean de trilinguismo y cutrilinguismo en Facebook y no saben decirle a un
matrimonio guiri de Bristol perdido en la hermosa Calle de la Paz: —“to recto y
la derecha está el ayuntamiento”. Sin embargo, señalan sin complejos que
conocen el verbo de Shakespeare. Otros tenemos el Pentalinguismo desde
churumbeles para buscarnos la manduca, aunque nos metiésemos a Nebrija en vena.
Empero, nos da igual un revolcón con las hijas de Mao, que un buen meneo entre
damiselas de Kinshasa: ciegos de pólvora y frenándoles por vía nasal. Peleamos
en la guerras porque nos dan nauseas ver cómo nos reventamos las tripas
hermanos contra hermanos, primos contra primos, morenos contra rubios, blancos
contra negros. Qué más da. Nos ciscamos
en las banderas de nuestros padres. Pues la patria es un ente fétido por
imperativo legal. No quiero patrias ni salvapatrias que miren de reojo a la
encantadora cajera argelina del super de
mi barrio. Es hermosa, habla tres idiomas y tiene los ojos azabache más poderosos que he visto en mil ínsulas. Ha
terminado la sesión de electroshock y me doy de bruces con el Sargento Steiner. Me dice: — ¿dónde está
Álvarez? y le contesto, que en Sid ifni. —Pues, qué mala suerte, ¡joder! A mí me dejó tirado Peckinpah en Ucrania.
—Da igual colega, nosotros los soldados estamos para jodernos. No quiero,
volver a salvar a Ryan. 365 días después, no hay necesidad de rescatar a nadie.
Nadie merece la muerte ni el desprecio de la indolencia de nuestra especie. 365
días después estoy muy abatido. Pero no voy a cerrar el kiosco, porque cuando
quieren partirme la cara, más tersa se me pone y os espero con el pantalón
corto y las vendas de Hemingway. Aunque, los nudillos están igual de
desgastados que el alma de Haneke y el pundonor de Gardfield. ¡En el córner del ring os espero, nenazas! —
¡Enfermera, Ratched, el Sr. McMurphy
sigue igual! 365 días paso por este lugar, que no sé si es ignorante, inquietante,
neosemiótico o primitivo como una manta escocesa.
Es evidente, me cuesta mucho escribir. 365 días después; no
volveré a nadar como mi admirado Michael
Phelps (Los largos de Juliette Binoche en “Azul” de Kieslowski) el tiburón de
Baltimore. Soñaré con el bañador y las piernas de Julie Vignon. El olor a cloro
de Don Draper se esfuma, cuando todo ha dado un giro de 360 grados en tu
vida. A pesar, que nada es un desafío
cuando ves la cara de ese chaval, Rubén riendo como William Holden en “Grupo
salvaje”. Va tan sobrado de masa testicular e inocencia, que le saca las
lágrimas a la princesa plebeya. La asturiana becaria de prensa, deseosa de
beldad con cirugía facial a cargo del erario público. Rubén, ese pequeño risueño; es el héroe
silente y por accidente de este mundo. Del que nadie se acuerda, ni les apetece
acordarse. Menudo mal rollo para la parroquia, tras los Idus de Marzo
vaticanistas; nuevo papa tifosi. ¿Se ha dado cuenta que ha cambiado la barra
brava por un Báculo? A lo mejor, Strummer, Garfield o Power tuvieron más
suerte. ¿Quién sabe? Cuestión de la tramoya mediática. Resumiendo, otro añito
dando guerra o preparándome para volver al frente. ¿Qué frente? —A dónde vas
iluso… Si tu única misión es llegar a la muda noche y tumbarme en tu
confortable colchón hipoalergénico y rezar a vulcano para que no te falle el
tic-tac. Mañana será otra historia. La cofia observante te persigue y sabe de
tus movimientos, criatura. Pues hoy hemos visto olas de espuma, que quieren
abnegarse a las brumas. Paseando por
suelos cristalinos con deportivas hechas en Vietnam y he expandido mi
risa sarcástica ante una nueva tropelía. 365 días después, vivo como un novato
tras su primera terna en la trinchera al lado de mi capitán Willard—me pasa la
botella. La enfermera Ratched, insiste: — ¿A qué te sientes mejor
McMurphy?—Escupo un lapo denso y me vuelven a poner la camisa de fuerza. Pues,
la piel de toro entera tiene tantos años como la mona Lucy y así llegamos hasta
365 días y noches de las criaturas potscrónicas marcianas del histrión
millonario Sarda y su camarilla diarrea South. Sólo hay una obviedad a los valores
y las agallas: el silbido del tiempo de mi amada Indochina, nuestro Coronel
Kurtz. Aguarda, fumando opio en la guarida rodeado de su guardia pretoriana.
Aunque, los ojos siguen instalados en el lago azul. Los ojos del profesor de
literatura inglesa, en una aldea de Pennsylvania: mi viejo amigo, el valiente
Capitán Miller. Paciente y reposado como
un buen vino. Envueltos de desasosiego a la espera de la próxima batalla entre
hermanos de sangre. ¿Creen que soy un tipo raro? Puede que sí o que no. Un desertor
de la nueva educación pedagógica; la Nouvelle Vague de las cuatro “P,s”? No
saben quiénes son. Sí es muy fácil, ¡cojones! Empiezan por la letra P; padres,
pedagogos, políticos y psicólogos.
Ya renegué a los honores de mi oposición. ¡Qué le den! Dicen
los que me han conocido: —colega, es muy difícil contigo: peor que una canción
de U2. Contigo, sin ti. Qué tedioso ha sido y lo sigue siendo el nuevo
millonario irlandés. Es muy complicado ser un prófugo de la honradez y del
cansino establishment. 365 días después. Ergo, sigo caminando por el barro de
la isla. La plástica de los cocoteros nos importa un pimiento mientras podamos
devorar el próximo desierto oscuro. Al final moriremos como soldados; de pie y
sin gloria. Pues, no hay patria baldía ni promesas que implorar al muro de las
desvergüenzas. La ciudad soñada se ha concretado ahora en una imagen... Una
calle indefinida, abstracta; un puente sobre un ancho río; un dédalo de
portuarios callejones al anochecer. Soñaré mientras cae fuego de mortero. Paseando
por aquellas calles, por aquellos puentes, por aquellos lúgubres callejones;
que cruza en mi mano lerda. Soñando que la
apoyo en la cintura de una hermosa mujer, de las que siempre he deseado,
como las calles envueltas en ecuaciones indescifrables de la aturullada ciudad — ¡Suban 3000 voltios! —Lo mataremos
enfermera— ¡haga lo que le digo y punto! Se funde la luz del sanatorio. Y
aparece en monovisión Olatz Garmendia, qué hermosa eres — ¿Estás bien,
Jon…?—Nola ederra duzu—Cómo es que hablas euskera…—Mi abuela era hija de vascos
y mi mejor amigo de Abadiano. —descansa laztana—Ez Joan Oraindik… Se aleja
Olatz, seguro que su marido el pintor/cineasta de los rizos con pareo le
espera. Cuchichean unas burguesas y escucho el barrunto—en el “Hola” han
confirmado su divorcio. Tiene rasgos
abstractos y difusos, en los que tan sólo se perfilan algunos detalles
concretos: la melena rubia, larga y
sedosa, a punto de ser rasurada por un ávido barbero estrávico y trémulo. Estoy
muerto o soñando. Oigo voces dentro de
mi cabeza; “La estatura moral del abyecto ayudante de brocha—aspirante a la
nada— de envenenada y cóncava vileza. El viento que sopla contoneos de talle esbelto. Suena Marianelli de fondo y vuelvo a pensar en aquellos senos altos y firmes, la cadera rotunda, las
piernas largas y robustas. No siento la parafina en los dedos de Olatz. Apenas
veo nada de la estrecha habitación —Agur, oso maite zaituk xarmanta Olatz… No
veo nada. Estoy muy cansado de estereotipos de
jóvenes barbarás y cónyuges extranjeros a punto de configurar la
derivada aritmética de la exaltación del sexo y la libertad. Sus manos
pueden recorrer los senderos mil veces
recorridos. ¿Dónde estoy yo? ¿Y esta
nueva representación? Aquí todo es real, brutalmente real. Sin escorzos. Los
cuerpos, unos dos mil quinientos, silentes, tocados y despedazados. No me lo
puedo creer pero las damas sonríen con una ternura casi maternal entre extrañas
habilidades. Ahora ya todo es más flácido. Una necia mentira omnipotente amante
de lo raro y exótico: fieras de lejanos países; el pobre chantaje de las lágrimas. Ecos como los reflejos de Ifni
y el viejo Durango.
Retumban mis oídos el
son de las olas maravillosas. Las noches batuecas y metálicas; aventureros, libertinos
y tahúres disléxicos. Adivinos magnetizadores y nigromantes; enanos, gigantes y
hermafroditas de tergal. De pronto, siento como un estremecimiento, como una
desazón, como un latigazo. El dolor delega en Jean-Louis Trintignant mi
estrépito kármico. Después, enciendo un cigarro y entra la paloma floja de
tripas al pasillo de mi morada. Se cisca impunemente. Veo a menos de dos
metros al viejo Georges —tan joven— como
aquel “Conformista” de Bertolucci. Soy yo. Me estoy volviendo loco. ¡No, por
Dios! Resignado a la fatalidad de una Hiroshima complaciente e indolente, que
se nos escapa. Ella, nuestra hermosa Emmanuelle
Riva ¿Dónde están tus glúteos? Devorados en Ifni. Falso, Hiroshima crujió por defecto y cauterizó las
arrugas del tiempo. Incapaz de mantenerme a flote por la fotografía iluminada
que preside la tarima del maestro Resnais. Hay una bandera en un rincón sobre
su pedestal de hojalata, mapas enmohecidos, carpetas de hule, y viejos tinteros de porcelana. Puede que asome
algún tomo de las vetustas
enciclopedias. El armario donde se guardan los yesos está roto. La silla de
ruedas apesta. No hay lápices ni cuadernos. Apenas pizarras donde escribir.
Nado indiferente hasta la orilla—medio alelado— sin mirar hacia atrás. Salió
del agua una iguana borracha de mescal que chocó contra el peñascal. A menos de
un metro, una lagartija. La cogí y le arranqué la cola. Se movía como una
vaqueta de Rick Allen. Se quedó tumbada al sol, quieta e infeliz por su
mutilación. Como el paisaje indiferente a las imágenes. Los gritos que rompen
la quietud, la siesta réptil. Lo atrapo en un vaso. Me regocijo y suenan las
voces…— Corre, Alonso. — ¡Corre tío qué el fuego cruzado nos está
achicharrando. Busca al puto Álvarez y dile que es una trampa! Rompieron los gritos guturales de Fernández,
diluidos y entrecortados. La placidez de la electricidad mandaba. La agitación
se instaló de llenó en el templo sodomita. Por un momento, la morbosidad
resucitó mi regreso al puto Sahara, convencido de que se estaba metiendo en una
encerrona. Pero, todo se paró en el sueño de Batavia y yermas sirenas bebiendo
D. Simón en las tabernas de Valdepeñas. No vi los círculos concéntricos, ni las
burbujas, ni la mano que se asomó tres veces a la superficie. Sonó,
repentinamente el órgano que comenzó a
tronar con la primera sílaba. Habló de la división del mundo en buenos y malos,
del encargo divino que tenían de evangelizar a los malos y si no matarlos.
¿Elucubraciones del universo Picassiano? Pregúntenle al genio. Los muertos no
hablan. Yo sólo entiendo de compras sobre preferentes y no pertenecen al mundo futbolístico. Es
algo así, como la indolencia de un notario del barrio de Moncloa. Hablaron
de prolongar la subvención, que la guerra perduraría; un daño colateral más.
Cosas del ministerio del mal. La conjura de los necios es un hecho consumido.
Ya he vuelto a la era de los monstruos. Se proclamó el retorno de la Santa
Inquisición. Redoblan atabales en la arcaica Villa Cisneros.
Al principio las notas fueron tan leves que apenas las oyeron
los más próximos, pero cuando alcanzaron el púlpito formaban un bloque sonoro
compacto. Eran unas voces limpias, disciplinadas por ensayos de los hijos
ilegítimos que seguimos enterrado en el lodo y saboreando el cálido Siroco. ¿Entienden este periplo del
iletrado cabo Alonso? Bien, Les proporcionaré mayores facilidades a sus
vástagos; estudiarán en los mejores colegios de Estados Unidos o el Canadá.
Ganas me dan de sacar las fotos de la cartera y de estacionar en una
transversal para recrearme en ellos. Pero sería inútil y ridículo. ¿Has
conseguido la felicidad; significa una verdadera paz tu existencia; acaso eres
quién dices ser?— No responde Dr. — ¿McMurphy está sin pulso? — Prepare 5
miligramos de atropina. ¿Te acuerdas Alonso otrora el trovador de tu inquietante juventud? —
¿Quién?—Coño, Arroyo, el republicano ingenuo. Ya no me acuerdo. Aquí no llegan
las cartas de España. Nos animaban, con strippers postmenopáusicas. Empero,
dicen las autoridades que es pan para hoy. El hambre la traerá un boletín
oficial del estado por valija el agente 007. Pírricas aspiraciones de
mercenarios apátridas. Todo sigue igual compañero. 365 días después, creo que
estoy vivo. En cueros, yo, pus y asco, ante ese ceño. Me había juzgado, me
había sentenciado. Me había caído al vacío de Madison Square. Un sujeto de
engañifa intenta sortear los vehículos y me obliga a un giro violento. Al escaquearse, expectoró la frase que no se
me borra: “¿Y tú eres uno de los
nuestros?” Me figuraba que contribuía a
la redención de la humanidad explotada, y que mi compungida España se salvaba,
también, de la miseria, de la indignidad y del fanatismo, por nuestro esfuerzo,
gracias a nuestra dedicación. La promesas desaforadas en el este. Por fortuna,
el fantasma comparece de tarde en tarde, cuando Clayton lo deja suelto. Los
mismos labios, delgados y quebrados. No obstante, es reacio a prestarse a iniquidades. Tiene un código. 365
días después estamos en esa edad donde los acontecimientos más adversos, ya no
rompen la senda monótona de los días, parecen eventos gozosos, susurros
proscritos, noticias estériles. Viejas esperanzas de Dickens como los temores
que a diario exasperan la curiosidad de los niños. 365 días después: así es la
vida. Pues, como bien dijo el filósofo “no se ha hecho para comprenderla, sino
para vivirla”. 365 días después, lo importante es sobrevivir.
“Dedicado a mis ex esposas, mis viejas amigas, mi actual esposa y toda la gente que en estos 365 días le dio por pasar por este lugar; leer, mirar, escuchar, sonreír, llorar o maldecir…”