Malaquías, el marino desterrado y los cantos de sirena

marzo 11, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 


Una lejana voz llamó a Malaquías desde la angustiosa oscuridad que envolvía la nave. Había algo familiar en ella, como si perteneciera a alguien con quien hubiera hablado, hace no mucho tiempo, pero de un tono más estrangulado y gutural que la de una típica voz. Intentó ignorar el sonido, pero la familiaridad le carcomía, y, se encontró poniéndose los zapatos y el abrigo para poder encontrar la fuente. Mientras subía por la escalerilla hasta la cubierta del barco, el sonido, audible por encima de las olas y el aullido del viento, le rodeó. El ritmo del canto aumentó hasta alcanzar un crescendo que no cesaba de crecer y crecer pero no terminaba de llegar a su punto cúspide. Malaquías Gabor se agarró a las jarcias del Rosa de Jericó, el cual, se dirigía hacia el este del mar del Norte, en la noche más oscura y temible que se recordaba. Respiró el aire fresco y salado. Seguía con el omnipresente mareo, que parecía ir a menos, como si quisiera darme una tregua a tanto tinnitus. No obstante, algunos de aquellos sonidos de la voz incorpórea le inquietaban. Se alegró de estar de nuevo sobre la cubierta y lejos del hedor de interior de la goleta con quince marineros sin lavar y de las horribles raciones de comida que enmohecían lentamente. A través de la cacofonía de sonidos, recordó a los viejos marineros de las tabernas locales que contaban historias de sirenas, las cuales, llamaban desde las profundidades y atraían a los marineros hacia una tumba acuosa. Nunca había dado crédito a aquellas fábulas, leyendas y mitos; los marineros borrachos no eran el tipo de personas a las que uno da crédito cuando trata de distinguir la ficción de la realidad. La idea de una mujer perdida en el mar embravecido le hizo inclinarse y mirar por encima del borde del barco para encontrarla. Hacerlo era una temeridad, pero sus pies no atendían a razones y le acercaron al pasamano de estribor. Buscó frenéticamente el siguiente trozo de cuerda al que agarrarse mientras el temporal arreciaba. La única diferencia entre el cielo y el mar eran las olas que chocaban contra el casco del barco. Malaquías forzó la vista para aclimatarse a la oscuridad y escudriñó las aguas en busca de alguna señal de alguien que pudiera haber sido arrojado por la borda.

 

                                 


Lo más probable era que aquellos sonidos no fueran más que el viento deformando, por los gritos, de algún miembro de la tripulación. Era una respuesta mucho más plausible que una sirena pidiéndole que saltara a la muerte. Algo salpicó a medio metro de donde el Rosa de Jericó cortaba el agua. Seguro de que alguien flotaba en el mar, miró a su alrededor en busca de una cuerda suelta o algo lo suficientemente largo para que la pobre alma pudiera agarrarse, pero lo único que encontró fue un tablón de madera. El canto se hizo más fuerte, como si emanara de su propio cráneo. Malaquías no oía nada más. El sonido del viento y las olas casi había desaparecido. El tablón que tenía en la mano no era lo bastante largo como para ser útil a alguien que estuviera en el mar; sin embargo, juró que vio una mano etérea que lo alcanzaba desde las aguas. Cuando gritó pidiendo ayuda por la cubierta vacía del barco, su boca se movió y sus cuerdas vocales se tensaron. La mayor parte de la tripulación estaba abajo, durmiendo, y ni siquiera él podía distinguir sus propios gritos entre el canto. Cuando el volumen amenazaba a Malaquías con la locura; todo se volvió mortalmente silencioso. El mutismo le sorprendió y, mientras se llevaba involuntariamente las manos a los oídos, dejó caer el tablón al agua. Se introdujo los dedos empapados en los canales auditivos, esperando encontrar en ellos la sangre de los tímpanos reventados cuando los retirara. Pero, observó que no había nada. Un extraño halo de luz azul verdosa flotaba en la superficie del agua, donde hacía un momento había estado la mano. La luz se transformó muy  lentamente, en la forma de una mujer hasta la cintura, en medio del mar embravecido. Parpadeó, incapaz de moverse. No podía ser la mujer que conocía. Estaba muerta. No lo dudo, por un instante. Recordó como las bestias de sus compañeros le habían atado las manos a las rocas y los pies, y de seguido, la empujaron desde el puente.



Él, se había quedado a la orilla del río, sacudiendo la cabeza en señal de condena silenciosa —no de la bruja acusada, no creía en esas tonterías—, sino de la gente enloquecida de su pequeño pueblo, que se apresuraba a ejecutar a cualquiera que no comprendiera lo que ellos creían. Su asesinato fue el catalizador de su marcha desde el Nuevo Mundo, para volver, a las refinadas y razonables costas de Inglaterra. Su mirada se cruzó con la de ella y un relámpago de frío recorrió su espina dorsal hasta llegar a su cerebro. Los pelos de la nuca le hormiguearon y se levantaron como escarpias. Sus manos se aferraron con tanta fuerza a la barandilla del barco que el dolor empezó a subirle por los antebrazos. Recordó, el día de su ejecución, estaba tan delgada y pálida como la mayoría de los campesinos desnutridos de la ciudad, y su piel, parecía media talla más grande en los bordes. Sus ojos tenían semicírculos oscuros, pero las pupilas estaban dilatadas por una excitación feroz. Ya no era una víctima, era una depredadora. Su boca esbozó una leve sonrisa, lo que hizo que su rostro resultara aún más amenazador mientras miraba sin pestañear. La mente de Malaquías se agitó y buscó una explicación racional en todos los estudios y artículos científicos que había leído o escrito. Lo que encontró fue arrepentimiento. Debería haber ayudado a aquella mujer cuando tuvo la oportunidad. En cambio, su actitud altanera y su indiferencia habían permitido la muerte de otro ser humano. Ninguna ayuda que ofreciera ahora expiaría su complicidad en el asesinato. El remordimiento era brutal y en ese instante, sus manos se soltaron de la barandilla y su cuerpo se incorporó bruscamente, con la mente atrapada en el cuerpo de una marioneta. No pudo romper el contacto visual con la mujer espectral mientras doblaba las rodillas, apoyaba los brazos en el agarradero y se lanzaba de cabeza hacia las gélidas aguas. No había nadie cerca para quedarse de brazos cruzados y presenciar el horror mientras ella lo envolvía y se hundían en las oscuras aguas.

 

 

 

                                                                      FIN


                 


                                  Dedicado a Gene Hackman enero 1930/febrero 2025 In Memoriam



Fotogramas adjuntados

Miranda 1948 by Ken Annakin

Splash 1984 by Ron Howard

The Lighthouse 2019 by Robert Eggers








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La abducción de Ercilio

febrero 09, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 



Estaba todo planeado, no solo el viaje sino que Ercilio Puertas iba a cometer un delito. Mientras tapaba su coche, con una lona. Su mente repasaba los detalles y cómo asegurar sigilosamente aquella cosa y escapar sin ser detectado. No era una cuestión de codicia ni de extrema necesidad, sino el deseo de llevarse algo que le fuera útil. La carretera era el autovía AP-68 una de las más largas del nordeste y que unía dos territorios con fundamento. Allende de su final, Ercilio, la veía: larga e infinita. El coche había sido preparado para un viaje hacia el oeste, mucho más lejos. No volvería en muchas semanas. Eso formaba parte del plan, no sería fácil encontrarle. El sol de la mañana emergía a sus espaldas, proyectando las sombras de los penetrantes árboles de hoja perenne sobre la carretera, creando un efecto caleidoscópico de sombras y luces. Ercilio  repasó, de nuevo, el plan. Punto por punto. Todo dependía de no ser detectado, de escapar y desaparecer antes de que se perdiera el ente. Le estremecía la idea de que lo descubrieran, de sentirse culpable, de sentir los dedos acusadores que lo señalaban, que le gritaban al admitir su fechoría, de poner en peligro su carrera de registrador de la propiedad.



El tráfico aumentaba a medida que Ercilio se acercaba a una circunvalación de la ciudad. De momento se concentró en conducir con cuidado, olvidando su búsqueda. Unos camiones ruidosos se pusieron delante de su Lexus hibrido: haciéndole frenar en el último momento. Les gritó y lanzó abominaciones. El indicador de combustible le reclamó que aprovechara la primera oportunidad para llenar el depósito; una vez hecho esto, agarró el volante y pisó el acelerador, a fondo, para adelantar a un camión tras otro. Con el puño en alto, gritó: «Ya verán. No tienen ni puta idea de con quién están tratando, no tengo escrúpulos, estoy planeando el mayor atraco de este asqueroso país». Sus peroratas fueron ajadas al silencio por la grandeza del viento. Las nubes se acumulaban en el cielo y el día se volvía gris y sombrío. Ercilio se dirigió a su destino, la primera parada del viaje. Miró las señales de tráfico para encontrar alojamiento. Advirtió uno adecuado y salió de la autopista a la altura del territorio foral. Ahora, sentía alivio y un pequeño regocijo, por el hecho, de haber abandonado la carretera durante un día. Su cuerpo se quejaba del largo viaje y lo único que quería era estirar piernas, exhalar aire puro de los abetos del bosque; que bordeaba la salida de la autopista y dar un largo paseo. Pronto, pensó, raudo.



Otra vez aquella cosa le producía una tremenda comezón. Al día siguiente seguiría conduciendo hasta llegar a las montañas de Llodio, en busca de paz y consuelo. Recordaba lejanos veranos con la familia de subida al monte Ganekogorta. De repente: ¿Le atormentaría el recuerdo de sus actos y le privaría de esa intención? ¿Se estaba poniendo en peligro de cargar para siempre con la culpa? No, esa cosa bizarra e inexplicable estaba ahí para que cogerlo con la mano y aprenderla. La haría suya. Llegó la mañana y Ercilio dejó que el agua caliente y calmante de la ducha masajease sus músculos. Contempló por enésima vez los detalles del plan — confiado en que podría ocultar el hecho de que faltaba el objeto. Tiró todas las toallas usadas— la alfombrilla de baño y un par de toallitas faciales usadas, quedaron amontonadas en el suelo del cuarto de baño. Dando por hecho que la chica de la limpieza las recogería. No quiso contar todo lo que acopió en la habitación. Una vez vestido y con la maleta hecha, de nuevo, se dirigió con decisión al cuarto de baño y cogió una toalla y un paño secos, doblados con mucho arte, y los escondió cuidadosamente en el fondo de la maleta. Buscó furtivamente por el pasillo, salió y escapó a la penumbra de la mañana como alma que persigue el diablo.


                                                                                                 FIN


                                        Dedicado a David Lynch enero 1946/enero 2025 In Memoriam


Fotogramas adjuntados 

D.O.A (1949) by Rudolph Maté

Lost Highway (1997) by David Lynh

In a Lonely Place (1950) by Nicholas Ray








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El abogado, la modelo y el diez por ciento: la ley son pruebas

enero 08, 2025 Jon Alonso 0 Comments

 


Es bien sabido que todo el mundo odia a los abogados, pero no todo el mundo sabe que los abogados odian a sus clientes —esto, es una confidencia que les hago, de uno de mis mejores amigos y letrado de pedigrí— de una manera oculta, profunda y tenaz. En esta guerra interminable, sin cuartel y sin piedad, hay una tierra que no es de nadie: el pacto de la cuota de litigios, gracias, a la cual, se paga al abogado, en función de cuánto dinero puede hace ganar al cliente. El campo en el que se aplica con mayor frecuencia: es el peritaje de vehículos por siniestros. Hay casos como la investigación de un antiguo accidente de coche; luego trabajar en la gestión de catástrofes es, en cierto modo, divertido. Una especie de regreso a la infancia. Hay una tabla, y, en las abscisiones, aparece la edad de las víctimas, luego, en las órdenes, tenemos: la gravedad de la lesión, expresada por porcentajes. El punto de encuentro se halla, en la cantidad que debe de reconocerse en concepto de indemnización. Es un poco como jugar a hundir barcos, aquello de, tocado y hundido. Soy abogado y me quedo con el diez por ciento, de mis trabajos. No es mucho. Tal vez por eso, hace un par de años, Vanessa vino a verme. Era una mujer hermosa y gélida como el amanecer en un glaciar. Me dijo que había un siniestro que atender y que usted había venido en nombre de una amiga suya; que no estaba muy familiarizada con la ley y los abogados. Fue una práctica fácil, para empezar. Lo dijo —textualmente— “para empezar”. Tremendo. Lo noté enseguida, aunque, de vez en cuando, le di un significado diferente al que tenía. Quizás porque, en ese momento, perseguía más mis fantasías que mi cartera. La chica en cuestión estaba en la cola de una de esas interminables serpentinas, que, como el puromoro, serpentean eternamente por nuestras carreteras, cuando la atropellaron. Curiosamente, la jurisprudencia asume que la culpa es de quien conduce, porque la ley no está hecha para los conductores; se podría pensar que nuestro legisladores todavía tienen, el cacumen, por aquellos caminos rurales recorridos, en un Ford Modelo T de los tiempos de Capone.

 




Se trataba de un daño sin valor, de hecho, su baremo máximo eran unos 700 euros; entre el daño biológico y el daño al automóvil. Lo que importaba era la doble firma en el documento NIF, del que, como era de esperar, se derivaba la responsabilidad exclusiva del útil. Me dije que si la amiga se parecía un poco a Vanessa, ningún varón heterosexual, al ver el número de categoría, en el modelo, tendría dificultades para firmarlo. Pero había algo que no encajaba y vi el affaire, como un pequeño problema, que ronroneaba mi occipital —el porqué de esta historia y los intereses que se traía Vanessa, al acudir a mí — era otro. El mismo día, del impacto, la chica se iba a un desfile de modas. Si hubiera causado una buena impresión, habría sido contratada, indefinidamente. Además,, el sueldo habría sido muy, pero que muy sustancioso. Sólo que el golpe afectó su comportamiento. Como resultado, mi pobre cliente había sufrido un gran daño por la pérdida de oportunidades de trabajo. Vanessa podría haberme proporcionado, incluso en un eventual juicio, todos los elementos necesarios y suficientes para probar la pérdida sufrida y la merma de ingresos padecida por su amiga, pero habría sido una causa larga, compleja y evidentemente: costosa... ¿No habría sido conveniente ponerse de acuerdo con el seguro?—Advirtió.—Por supuesto, respondí. Las compañías de seguros siempre están dispuestas a dirimir  causas de este tipo; en última instancia, el coste recae sobre la empresa y la empresa son los demás. Empero, hay muchísimas modelos en la ciudad»— me interrumpió «Y, aún más, aspirantes a modelos». —Me miró a la cara. «Y todas las que conozco conducen»— concluyó. No había nada más que decir, salvo que mi parte, ya es de sobra conocida, era el diez por ciento, lo que establecí hace mucho tiempo.




Empezó muy bien, y luego mejor. Vanessa había dicho la verdad: había muchas modelos en la ciudad y las aspirantes a ejercer ese trabajo eran multitud. Las recibía, les daba un vistazo a sus papeles, muchas miradas a sus clientes, y las despedía para volver a trabajar. Después de ese primer encuentro, y durante mucho tiempo, no volví a ver a Vanessa. Obviamente, decidió que yo no era, lo suficientemente fiable. Y, de hecho, lo era. Mi clientela lo corrobora. Completé con éxito todos los trámites y nunca pedí más del puto diez por ciento.  Sin embargo, desde un lejano rincón oscuro de mi mente, me recorría un soplo helado, como en estos días de enero por los Dolomitas, que me daba escalofríos en la espalda y estornudos glaciares. La vida seguía como los días y los años. Nuevo año, por cierto, 2025. Hasta que conocí a Sara. No era tan hermosa como las demás, quizás porque tenía un aspecto un poco triste, con esa mirada de estatua maltratada, por el olvido, durante siglos. Una pena. La vi enseguida y supe que nunca la olvidaría; pase lo que pase. Sé lo que os estáis preguntando, porque yo también me lo pregunté: ¿me había enamorado de ella? No lo sé. No lo creo. Lo más probable es que se tratase, solamente de dos solitarios, cuarentones, pero ya había tratado con las separaciones. Demasiado tiempo para mi cuarta década. Lo suficiente como para saber que tal combinación no forma una pareja. No por mucho tiempo.  Además, era una clienta y los abogados odian a sus clientes. Ya lo sabían. Así que, me asaltan las dudas. No. No sé si la amaba. Todo lo que sé es que cuando estaba con ella, ese hálito de aire gélido, ya no se notaba. El soplo del helor, se había desvanecido.





De todos modos, para Rufus Green, eso no significaba nada. Tenía demasiadas cosas en su cuerpo, esa noche, todas de primera. El pirata de las empresas extraterritoriales sólo se llevaba lo mejor y ¡Ay de los que le faltaran el respeto! Así que cuando vio el arañazo en el parachoques de su último modelo, Lotus Evora, el sujeto RG, saltó sobre Sara y la golpeó vilmente. Cuando terminó, sólo quedaban fragmentos de la pobre estatua. Pasados unos cuatro meses, Vanessa vino a mi estudio con los angustiados padres de la desgraciadamente asesinada, Sara. Mirándolos, pensé que ni el escritor de ciencia ficción más imaginativo podría creer en un vínculo de parentesco. Sin embargo, los documentos decían lo contrario y la verdad procesal se basa principalmente en las evidencias. Así que los documentos esgrimidos reafirmaban sus declaraciones. En cuanto a la otra verdad, no lo sé. Tenía que asistirlos y ser parte civil en el juicio por asesinato que estaba a punto de comenzar. Los jueces habrían sido muy severos y posiblemente, hubieran dado una pena capital junto a una enorme indemnización monetaria. No eres el pirata de las empresas offshore; si no tienes un tesoro en alguna parte. Mi porcentaje habría sido el de siempre y no había nada más que decir. Hoy ha terminado el juicio y ha finalizado bien. ¿Se pueden imaginar lo contento que estoy? Mientras, espero a Vanessa que me acaba de informar sobre la obtención de un cobro emitido por los padres de Sara: la pareja infeliz está demasiado postrada para manejar esa gran cantidad de dinero obsceno. En lo que a mí respecta, no hay problema. Estoy dispuesto a darle a Vanessa lo que es correcto. Y se lo he puesto muy fácil. Lo dicho, por aquí, en mi escritorio tengo seis balas del calibre 38. Y, evidentemente, mi humilde diez por ciento.


                                                                                                      

                                                                                                           FIN






                                      Dedicado a David Lodge enero 1935/ enero 2025  In Memoriam





Fotogramas adjuntados

Anatomy of a Murder (1959) By Otto Preminger

The Gingerbread Man (1998) By   Robert Altman

Cape Fear (1962) By J. Lee Thompson

The Veredict (1982) By Sidney Lummet








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