Un
buen día, uno piensa que la vida es maravillosa, ver todo ese radiante
esplendor de la plaza mayor, en pleno invierno y con 26 grados centígrados, en
el mes de febrero: una bendición. Algunos dirán que la cosa no va bien, que esos calores
acabarán pasando factura, y lo pagaremos caro. La naturaleza es muy sabia y
extraordinariamente generosa. Posiblemente, estamos en un periodo, donde su
paciencia entra en la zona más delicada de sus reservas emocionales. Y ahí,
queridos amigos-as, no va a seguir en su habitual línea de magnanimidad. Ahora
me siento como un pez en el agua. Despreocupado de toda la zozobra por la que
he pasado. Sin deudas morales ni desprecios éticos. Hablo con los más viejos
del lugar, y escucho. Sí, puede parecer extraño, pero me he convertido en un
penitente oyente de las consignas que vienen de nuestros mayores. Muchos de
ellos, avisaron del inminente desastre que se nos presentaba. Lo llamaron: la
ira del río Turia. Decía, Demetrio, un jubilado que pasó la famosa riada de los
50—Llegará la madre de todas la tormentas y caerá agua a raudales del cielo.
Esas borrascas con nombres de chachipirulis, no son nada para lo que
vendrá.—Perplejo y abducido escuchaba los argumentos del veterano Demetrio. Los
truenos bramaran de ira, en busca de los hijos de todos aquellos que se
burlaron de la alcaldesa de la villa. —Pensé, éste hombre tiene el mismo
problema que yo con la medicación. Demasiada Tebaína. Se levantó un viento que
eliminó el poniente. Así como el que no quiere, el sol se escondió y la gente,
se disipó como en un repliegue de soldados de un capítulo de Juego de Tronos. La
corriente soplaba con tal furia que parecía presagiar la desdicha de una nueva
pérdida. El sol intentó volver a hacer acto de presencia. Empero, la villa se
había quedado a oscuras como en un eclipse de verano.
Siguieron
retumbando los relámpagos hasta escuchar el eco más espeluznante que había oído
en mi vida. Era como si la muerte quisiera echarme una mano al cuello. Los
relámpagos siguieron trayendo todo un arsenal de truenos. Hasta que un
estruendo se introdujo por mis orejas, convertidas en dos vanos sin carne. Degusté
el sabor eléctrico de una de las gotas que caían por todo mi rostro, a borbotones.
Ni estribo, ni martillo, ni tímpano que escuchar. Resbalando por mi boca, ojos,
pómulos y llenando mis clavículas completamente deshechas. Era el diluvio
universal. Aquella tormenta siguió arrastrándonos por el babeante y lesivo
meandro de piedras embardunadas. Quería correr, cruzar el bosque y volver al
café de la plaza. Al lado de mi amada, Catalina, pero cuando, por fin, logré
localizarlos; su furia de valor de madre se multiplicó hasta el infinito. La vi
embistiendo con rabia, una y otra vez, tratando de derribar los muros que la
separaban de sus amados retoños. Su historia se convirtió sin quererlo ni
mamarlo, en un secreto gritado a voces. Vivía confundida, no lo sabía: estaba
en shock. En su torturada memoria, cósmica y primigenia, latía el recuerdo,
insufrible de todos sus prístinos martirios. Desde ese momento, aciago, en que
sus adoradas criaturas, le fueron arrancadas de las entrañas. Guiada por su
atávico e intemporal instinto, rastreó las huellas anheladas entre las arenas
de innumerables playas. Ebria de dolor, derramó sobre ellas sus lágrimas
blancas. Sacó de donde no tenía: bríos renovados y trepó los acantilados.
Catalina Sievers, desesperada, berreó su impotencia, cuando las rocas hostiles
sofocaban sus ansias y destruían sus esperanzas. Exploró las cuevas. Barrió
todos los rincones. Voceó sus nombres al viento. Nada. Sólo abismos negros y
vacíos. Y por respuesta, los ecos tristes del silencio. Después, comenzó a
agitar las manos sobre el cuerpo de la víctima, abriendo delicados surcos en su
piel. Sus uñas a través de la garganta de aquel viejo ahogado indefenso. Los
ojos de aquél se abrieron entre espasmos. El líquido carmesí nacía a borbollones
de la garganta. Estaban cerca, muy cerca, se sentían sus pasos como caballos en
una carrera.
Vino
una pausa y de inmediato, el total descontrol. Mi cuerpo se desplomó hacia atrás, en un salto
hacia el río, como dándole la espalda a la muerte, el agua reventó al sentir mi
cuerpo entrar, estaba helada, una sensación de frío estremeció todo mi ser,
todo pareció ir más de prisa, me hundía en el cauce del río. Y de aquella hermosa tarde de febrero, sólo nos quedó
la inmensa oscuridad y la machacona tormenta. Sus briosos esfuerzos se vieron,
al fin, coronados. La larga espera y la tirria rebasaron la energía acumulada.
Su fuerza creció hasta el paroxismo. La cárcel de sus pequeños fue un juguete
entre sus garras. Aquella maldición disfrazada de castigo implacable, derrumbó
las barricadas como castillos de naipes. Penetró dentro y los encontró muertos.
Los cuerpos evocados, flotaban pudorosos. Sumidos en un sueño perpetuo y
gentil. Algo de esa imagen se tuvo que hacer en el recuerdo de la muerte de los
retoños. Al final entendió claramente la situación. Un atroz quejido de rabia
sacudió el edificio hasta los cimientos. Catalina se arrinconó; llevándose con
ella los ataúdes de cuarzo. Quedaba una vida interminable y horrible por la
carga compungida de la perdida de él y los niños. La ventana trasera asomaba un
panorama de caos y hecatombe. Recordaba las horas de idas y venidas por los
muelles, lamiéndose las heridas, como un perro abandonado y apaleado. Yendo y
viniendo, yendo y viniendo. Siempre el mismo itinerario de un andar tortuoso y
desnivelado. Todas las noches, componía los mismos lamentos. Merodeando entre
las trizas de las barcas del muelle. Meciéndose al compás de su infortunio.
Acunando nanas fúnebres. Susurrando melodías, salvajes y desgarradas.
Dos
horas más tarde, en la morgue Grupo del comité revolucionario ibérico para el
cambio climático
Hubo
un instante, de duda, para que en un tris, acabará por reventar los féretros
transparentes y volver con sus hijos al hogar perdido. A las profundidades de
la locura de una naturaleza sin paciencia y colmada de dolor. Sólo quedaba el
llanto entre tanta desdicha. Un padecimiento imborrable. La grabación se cortó
minutos después. Los agentes del CRCI (Comité revolucionario climático Ibérico)
tardaron en reaccionar. Cuando lo hicieron, tomaron una drástica decisión.
Aquellas imágenes debían de ser trituradas. Realmente, no sabían el porqué.
Empero el peso del corazón era inevitable. Pillaron una papelera metálica
cercana a la entrada de la sala de patología forense y tiraron la memoria con
la grabación y el resto de declaración del informe anatómico. Una cerilla cayó
lentamente, en el seno de todos los papeles estrujados y las llamas hicieron su
trabajo. Todos los implicados en aquella investigación cerraron la inspección con un pacto de silencio y lealtad, entre ellos y sus superiores. La
naturaleza se había encargado de poner a cada uno en su sitio. El agente de
mayor rango, hizo una llamada telefónica.—Todo está correcto, presidente.
FIN
Dedicado
a David Gistau junio 1970/febrero 2020 In Memoriam
Fotogramas adjuntados
When
Worlds Collide (1951) by Rudolp Maté
The
River (1984) by Mark Rydell
Typhoon
(1940) by Louis King
Nach
uns die Sintflut (1996) by Sigi Rothemund
Has expresado muy bien la cólera de la naturaleza, y es que la Tierra está viva y tiene todo el derecho a expresar su protesta.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho volver a pasar por aquí, Jon, y ver que sigues en plena forma con tu estilo inconfundible de escribir.
Saludos!
Borgo.